Ínsula

La narrativa española del 2006

por Domingo Ródenas de Moya

Ínsula nº 724, Abril 2007

En la cosecha narrativa del 2006 hay motivos para la inquietud (una enconada reiteración temática, una tendencia a la depauperación del estilo...), aunque prevalecen los que inspiran un moderado optimismo. Los mejores títulos, a los que enseguida me referiré, proceden de los seniors , con algunas felices excepciones de nuevos valores surgidos en el último lustro. Pero en bastantes autores jóvenes y en alguno con una mediana ejecutoria a sus espaldas se echa de menos mayor consciencia respecto al instrumento verbal de que se sirven, un mayor prurito estético en la prosa —no añoro la prosa parnasiana, abstrusa o de sonajero— y, en suma, una conciencia lingüística y autocrítica más acusada y en alerta. La sencillez no debe suponer simplicidad ni indigencia estilística, ni el cacareado relativismo de nuestro tiempo puede escudar desmaño, negligencia o repetición de lo mismo.

No me detendré en las últimas obras de dos septuagenarios ilustres, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, que se muestran en plenitud de forma, aunque tampoco quiero pasarlas en silencio. En Travesuras de la niña mala , Vargas Llosa encara por vez primera vez un argumento amoroso en serio y de manera exclusiva (en La tía Julia y el escribidor el amor se repartía con la literatura la centralidad temática) y también por vez primera aparca sus elaboradas estructuras de tramas entrecruzadas y cronología discontinua para narrar linealmente y sujetándose a una única línea argumental una historia de amour fou , la de Ricardo y la huidiza «niña mala» Lily. Por su parte, Carlos Fuentes, en los relatos de Todas las familias felices continúa indagando en la identidad de México sin sobrepasar ni el alcance de esa reflexión ni las innovaciones formales que caracterizan su producción ya clásica, lo que le ha granjeado algunas críticas en exceso severas.

Mientras la industria editorial sigue surtiendo a un ritmo frenético los expositores, cada vez más alígeros, de las librerías, los premios literarios, aquejados de una suspecta honorabilidad debido a su frecuente condición de rehenes de los intereses empresariales, han arrojado este año, sin embargo, un resultado halagüeño. Los Nadal y Planeta, sean cuales sean las razones que sostengan las decisiones de sus respectivos jurados, fueron a parar a dos excelentes novelas, muy distintas en ambición y ejecución y de dos autores también muy desemejantes: Llámame Brooklyn (Destino) de Eduargo Lago y La fortuna de Maltilde Turpin (Planeta) de Álvaro Pombo. La de Lago es una obra mayor, producto de muchos años de empeñoso trabajo y, lo que importa más, testimonio de un talento compositivo superior que hace lamentar que el autor haya aguardado tantos años para darse a conocer, mientras que la novela de Pombo reincide en el clima de viscosidad moral de una burguesía ilustrada sin más asideros que su narcisismo cínico y lo hace con el rigor estructural y la calidad prosística (aquí tal vez falta de una cierta escamonda) habituales. También en esta ocasión se advierte la plusvalía filosófica que acompaña las ficciones de Pombo y su querencia por escenas de sordidez sexual o por los personajes homosexuales que no han negociado bien con su propio pasado o con su aceptación en el seno familiar, así como la pertinacia de un desenlace que, símbolo de los destinos humanos, conduce a las criaturas a un funeral. Pero en un nivel semántico superior al de estas constantes temáticas o constructivas, Pombo aborda —sigue abordando— una problemática de gran calado ético y recia actualidad: la existencia en las decisiones individuales de lo mejor y lo peor no en términos pragmáticos —lo mejor y lo peor para mí — sino conforme a una ética de la otredad individual que es, en definitiva, una extrapolación al ámbito de lo privado de una ética cívica en que debería sustentarse el deteriorado pacto social.

En Llámame Brooklyn se percibe una ética distinta, cuya raíz romántica no se desdibuja a través del tronco de la renovación formal del Modernismo y de la hojarasca posmoderna, una ética de la escritura como refugio y salvación, vale decir como religión o religación. Que los miembros de esa iglesia sean en su mayoría apóstatas, herejes y descreídos (desde Kafka en adelante) no es más que un dato revelador y en ningún caso una recusación o disminución de la misma. Y Gal Ackerman, un huérfano español durante la guerra civil adoptado por un brigadista norteamericano, es uno de ellos. Gal ha dejado escritos montones de cuadernos destinados a convertirse en una novela, Brooklyn , dirigida a una única lectora, Nadia Orlov, en la que reconstruye su amor por ella. Pero la muerte trunca esa tarea y obliga a su joven amigo y albacea Néstor Oliver-Chapman a encerrarse dos años para ordenar el rompecabezas de textos y completar las piezas que le faltan. La edición de los papeles que contienen ese mundo secreto, previsiblemente, transforma su vida. Con cambios constantes de voz narrativa y saltos en el tiempo que llevan desde la posguerra en Madrid hasta un futuro probable en 2010, Lago presenta la novela abortada de Ackerman junto a los desvelos de Oliver-Chapman como editor y, a la postre, coautor del libro. Los recursos experimentales como el uso de varias tipografías, el pastiche de géneros discursivos o los pasajes metafictivos no resultan postizos o allegados por la fuerza, sino funcionales en la historia que se narra. Así como las presencias de Felipe Alfau, Thomas Pynchon o Mark Rothko actúan no como ornamentos de namedropping sino como iconos de un modo de entender la creación artística que se convierten en marcadores hermenéuticos. El ejercicio radical del arte rehúye los focos y discurre por conductos subálveos. Excelente novela de Eduardo Lago que exige la relectura y un análisis más demorado.

Entre los mejores títulos del 2006 deben figurar también La higuera (Tusquets) de Ramiro Pinilla, El abrecartas (Anagrama) de Vicente Molina Foix, El corazón de piedra (Círculo de Lectores) de Luis Mateo Díez y El viento de la luna (Seix Barral) de Antonio Muñoz Molina, novelas todas diferentes entre sí tanto por sus temas como por sus desarrollos formales y que, en conjunto, mantienen una cota alta de exigencia literaria.

Después de la monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas , Ramiro Pinilla regresa en La higuera a 1966, al mismo espacio, Getxo, y a la misma atmósfera para condensar en muchas menos páginas la historia de un falangista corroído por la culpa de haber asesinado a inocentes (un maestro republicano y su hijo adolescente). Su arrepentimiento se purga en el cuidado de una higuera plantada en la tierra que cubre una fosa común. El tema de la inexorable persistencia de la culpa por los crímenes cometidos durante la contienda civil permite una inmediata universalización a cualesquiera crímenes inspirados por el doctrinarismo o el fanatismo político. Sin riesgos formales, la novela se concentra en el personaje central con una orquestación óptima de los recursos del realismo que con tanta solvencia practica el autor.

Muy cercano a la geografía de Pinilla y al tema de la culpa se encuentra el libro de cuentos Los peces de la amargura de Fernando Aramburu —quien, por cierto, ha llegado a pedir el Cervantes para Pinilla como viático contra futuros mea culpa —, pero me referiré a él más adelante.

El abrecartas de Molina Foix es una novela epistolar —o, en palabras del levantino, en cartas — que se diferencia de la ficción epistolar tradicional en dos rasgos esenciales: en la multiplicidad de los corresponsales y, en consecuencia, de los conjuntos de cartas relacionables, y en la cronología expandida de las mismas, que abarca casi un siglo. No encontramos, pues, una narración urdida con las misivas cruzadas entre un exiguo grupo de personajes vinculados a una misma trama, sino el desenvolvimiento de una sociedad y una cultura, la española del siglo XX , a través de una serie de cartas (con algún informe policial y algún memorándum) que funcionan como metonimias de tal proceso. Entre los remitentes y destinatarios de éstas se mezclan las criaturas imaginarias con los nombres reales, desde Federico García Lorca, Vicente Aleixandre o Eugenio d'Ors hasta Carlos Bousoño o el cineasta neovanguardista Antonio Maenza, sin que falte algún guiño autorreferencial cargado de ironía (ese Molina de la revista Fotogramas ). El autor dispone con destreza las cartas para que vayan formando el dibujo en el tiempo de varias historias (la de Alfonso y Setefilla o la del policía Trinidad López, alias Ramiro Fonseca , al que cabría atribuir la tarea de compilador) y consigue dar hilazón narrativa a la aparente disyunción estructural.

Sorprendente cuando menos es el giro que Luis Mateo Díaz ha dado a La piedra en el corazón , abandonando sus espacios provinciales, la vaga temporalidad de sus fabulaciones y su prosa de compás genuinamente narrativo para trasladarse al concreto Madrid del 11 de marzo de 2004 mediante una escritura intensamente lírica y proclive a la abstracción. El texto está compuesto por brevísimos capítulos (algunos de sólo unas líneas), próximos en su concepción al poema en prosa, que, como cristales rotos, ofrecen la imagen fracturada, tan incompatible con la coherencia, del estupor y el dolor. Forma y sentido se hallan en una perfecta alianza. Pero no es sólo el sufrimiento de las víctimas del atentado y sus seres queridos, y el de los ciudadanos estupefactos ante el televisor, sino sobre todo el de una familia rota ella misma por la enfermedad mental de la hija. Luis Mateo contempla con prodigiosa contención emotiva el dolor constante y privado que ha acompañado durante años el lento desgaste de esa familia contra el trasfondo de un dolor instantáneo y lancinante y colectivo que parece sumir los dramas individuales en una tragedia inconmensurable y ensordecedora. El lenguaje de la novela es difícil por su nivel de conceptualización y por la permanente expresión tropológica, no por su vocabulario, y traduce a la perfección el inextricable nudo de sentimientos (el miedo, la desolación, la compasión, el amor paternal, la desencantada esperanza...) que atenaza a los personajes. Aunque Luis Mateo haya clasificado esta novela dentro de sus «fábulas del sentimiento», iniciadas en 2001 con los tres relatos de El diablo meridiano en torno a la desorientación y continuadas en 2003 con otro trébol narrativo, El eco de las bodas , éste sobre el amor, La piedra en el corazón se sitúa por encima de estas seis fábulas y puede considerarse la pieza maestra del proyecto.

En El viento de la luna , Antonio Muñoz Molina realiza una personal visita a sus años de formación en Mágina, allá por la década de los sesenta, a través de un muchacho de extracción humilde que encuentra en los libros y el cine su evasión del entorno pobre y sin estímulos, su fuga hacia el futuro en lo que será su viaje figurado a la luna (a su sueño). El narrador de este bindungsroman se sitúa en esa luna conquistada, pues narra desde su condición de escritor y desde una España que se ha alejado a gran velocidad del país tercermundista y paleto de su adolescencia. El tono evocativo de su voz no cae en la nostalgia ni en la condescendencia y, girando alrededor del eje simbólico de la llegada del hombre a la luna, yergue la triste y sombría vida rural de los sesenta, el desánimo y la desdicha comunitaria de la que las gentes sencillas de aquel tiempo (en especial, los campesinos con una familia que mantener) no quisieron ser conscientes. Muñoz Molina, pues, no se ha conformado con escribir otra novela sobre la atribulada existencia en la posguerra, sino que ha levantado acta y a la vez homenaje a la vida de los desheredados cuyos hijos, gracias a ellos, sí pudieron adquirir su billete para la luna.

Aparte de estos títulos, es ineludible mencionar a dos nombres mayores de nuestra narrativa, Eduardo Mendoza y Juan José Millás, que han publicado sendas novelas en Seix-Barral, Mauricio o las elecciones primarias y Laura y Julio , y que coinciden en haber dejado transcurrir bastantes años desde su última entrega. La última novela no paródica de Mendoza se remontaba a diez años atrás, La isla inaudita (1996), en tanto que la última de Millás, Dos mujeres en Praga , salió en 2002 y obtuvo el Premio Primavera. Ambas son confirmaciones de las poéticas de estos escritores. La de Mendoza, apegada a una concepción del realismo de declarada raigambre barojiana en la que tiene cabida un amplio repertorio de técnicas narrativas modernas pero cuyo mundo posible representado está construido con unos elementos constantes (el componente folletinesco y aun el enredo de vodevil, los personajes marginales tomados del lumpen, los enfermos o desquiciados, la doblez moral de la burguesía y la ferocidad del Capital...), sea en la Barcelona de las luchas obreras, en la de las exposiciones universales o en la de la posguerra. La poética de Millás se diría que se configura como el negativo de la de Mendoza, pues se sitúa más allá de donde el realismo narrativo se revela impotente, en el dominio de una realidad solapada e invisible, apenas entrevista y siempre ominosa, la realidad del surrealismo y antes de Kafka y aun antes de Poe y luego de Cortázar, la de los lados en sombra y las duplicidades y azares que roban el sosiego. Las dos novelas confirman estas concepciones teóricas, pero transmiten la impresión de no haber logrado por entero el propósito de sus creadores.

Salta a la vista la novedad de Mendoza: novelar un período de la sociedad catalana (en particular barcelonesa, que no es lo mismo) que va desde 1984 hasta las vísperas de 1992 olímpico (tan bien cronificado por su alienígena Gurb), es decir, la etapa que va de la ilusión al desencanto, de la utopía al pragmatismo, de la idea y la calle al salón y la tele domésticos. El empeño no era fácil porque la sociedad que pretendía escanear no ha cambiado apenas y quienes resultaran escarnecidos o acusados siguen, en muchos casos, ostentando posiciones de poder social o político. Pero esa indudable valentía no constituye por sí misma un valor literario. La elección de una prosa deliberadamente llana no quita que a veces dé la impresión de mengua o pobreza (¡y cuesta decir esto de un prosista magnífico como Mendoza!), como tampoco era indispensable una dispositio lineal como la que ha preferido. En la figura del protagonista absoluto, Mauricio, un idealista de tomo y lomo, en su solitaria profesión de odontólogo (tan solitaria como la de escritor) y en su sentido de la solidaridad y aun de la caridad, hay no poco de modelo contra el que se miden la estaturas de los cucañeros y sabandijas con los que se cruza, pero al cabo no deja de ser un personaje algo deslavazado que da la impresión de carecer de complejidad y que constituye un pedestal demasiado frágil para soportar el peso de toda la novela.

En cuanto a Laura y Julio , reencontramos los topoi característicos del imaginario de Millás, algunos de los cuales actúan como paredes maestras de la arquitectura del relato: la idea de la suplantación y la doble vida, el fantaseo con las simetrías y el ejercicio del simulacro, la relación de pareja sometida a la ley de la entropía universal y la procreación. El funcionamiento de la trama se basa en el motivo del triángulo amoroso, uno de cuyos vértices masculinos (Manuel) será suplantado por el otro (Julio) en una impostura encaminada a la recuperación del equilibrio perdido del matrimonio Laura-Julio. La contigüidad de las viviendas de Manuel y la pareja y la profesión de escenógrafo de Julio (por tanto, hábil en la composición de falsas realidades, es decir, de apariencias) son sólo recursos en los que cristaliza la intención del autor de subrayar la dimensión teatral/espectacular de la existencia contemporánea o, si se prefiere, de la vida posmoderna. La reflexión que subyace a esta novela, no siendo original, mantiene su mordiente polémico sobre el tipo de vida que llevamos, pero acaso no baste para dotar de consistencia toda la narración; y la retórica de la extrañeza consustancial al universo literario de Millás sigue siendo eficaz, aunque quizá ya más en sus columnas impecables que en una novela. O, por lo menos, en ésta. En conjunto se trata de una obra menor que reincide temática y técnicamente en los originales caminos trazados por sus ficciones desde Visión del ahogado (1977), pero que mantiene insatisfecha la expectativa ante las modulaciones o cambios que Millás pueda introducir en sus novelas futuras.

No menor fidelidad a su propia poética demuestra Javier Tomeo en La noche del lobo (Anagrama), una novela donde practica una máxima economía de medios que aproxima el texto a la escena teatral o la parábola con un óptimo resultado. El espacio es casi inexistente, una carretera en las afueras de la ciudad, envuelta en la cerrada oscuridad nocturna; los personajes son sólo dos, privados de movimiento como criaturas mutiladas de Beckett, que con los tobillos lastimados no tienen más reme dio que echar la noche en conversar. Y a través de su plática en esa situación tan absurda como sugestiva van aflorando algunas patologías del individualismo de nuestra era: la incomunicación acentuada paradójicamente por una tecnología diseñada para aumentar la circulación informativa, el desamparo que no deja de ser el de siempre, el desamparo antropológico, y la liviandad o superficialidad de nuestra cotidianidad. Macario, que vivía aislado pero conectado a Internet, e Ismael hablan a oscuras mientras la sombra del mito del licántropo, bajo la luna, parece amenazar la afable solidaridad de los lesionados.

Otros novelistas que han aumentado su cosecha han sido Manuel Longares con Nuestra epopeya (Alfaguara), y el muy premiado Antonio Soler con El sueño del caimán (Destino). Ambos enfocan desde ángulos diferentes las semillas de la posguerra franquista y sus muy diversos frutos. Longares compone una narración sobre la evolución colectiva de quienes partieron de la precariedad y el miserabilismo y, al compás de los acontecimientos, llegaron a una opulencia mal gestionada, mientras que Soler escoge un conflicto individual, el de un recepcionista de hotel en Toronto al que el azar le depara un inesperado encuentro con un protagonista de su pasado, para construir una trama de venganza que va siendo a la vez un balance de la lucha antifranquista y las alevosidades y defecciones en las filas de la resistencia.

De horrores más próximos trata El pintor de batallas (Alfaguara) de Arturo Pérez Reverte, su novela más autobiográfica y su apuesta más resuelta por una narrativa que trascienda el mero y legítimo entretenimiento. Con la falsilla de los grandes «pintores de batallas» de la antigüedad (en el linaje epopéyico de Homero e historiográfico de Jenofonte), Pérez Reverte urde la historia de un fotógrafo de guerra, Andrés Faulques, claro trasunto suyo, testigo de todas las atrocidades, cuya vida está marcada por la obsesiva captación de una imagen que definitivamente plasme en toda su magnitud el horror y por los fantasmas de un soldado croata, Ivo Markovic, y su amante Olvido Ferrara. Pero lo que el autor murciano ha pretendido en esta novela ambiciosa entre las suyas ha sido vindicar la función explicativa, esclarecedora y hasta cierto punto apaciguadora que la literatura (mejor sería decir las humanidades) desempeña en la asimilación de la barbarie de nuestro tiempo.

Del cúmulo de títulos novelísticos que injustamente quedan sin mencionar rescato algunos siquiera para dejar constancia de su aparición. Gustavo Martín Garzo regresa en Mi querida Eva (Lumen) a su Valladolid natal para contar una fábula de aprendizaje amoroso. Pablo Tusset, cuya revisión de la novela negra Lo mejor que le puede pasar a un cruasán derivaba en línea directa de Manuel Vázquez Montalbán y Eduardo Mendoza, ha repetido la fórmula con En el nombre del cerdo (Destino), apoyándose en las bazas de la amenidad, la rapidez narrativa (aquí algo frenada), las situaciones disparatadas y la incorrección política. Al género negro pertenece asimismo el duodécimo Premio Lengua de Trapo, El disparatado círculo de los pájaros borrachos , tercera novela del joven Juan Aparicio- Belmonte, en la que la pauta policiaca da cobijo a una sobreabundancia de imaginativos enredos más o menos imbricados y bien resueltos. El frenesí narrativo, salpicado de elementos propios de la literatura del absurdo (como en Tusset, aunque en otra clave), encuentra un aliado en la prosa funcional a la que le falta algo de tensión y mordiente. Mucho más elaborada es la prosa lírica de Rafael Ballesteros en Los últimos días de Thomas de Quincey (DVD), donde el autor juega con la perspectiva de diversos personajes que tuvieron algún papel relevante en la andadura vital del romántico inglés (su madre, su padre, su primera amante y su esposa) antes de concederle a él mismo la palabra en el último capítulo.

Como en Aparicio-Belmonte y Tusset, también encontramos la pauta estructural de una investigación en Mala gente que camina (Alfaguara) de Benjamín Prado, si bien la pesquisa que articula su extensa narración no es policial ni satírica, sino histórica y bien grave, pues responde a un palmario propósito denunciador. Lo que se denuncia es una de tantas atrocidades orquestadas desde las cavernas franquistas, en este caso el robo de niños a las madres republicanas. Siguen siendo, pues, las sucias tripas de la dictadura una fuente no ya de inspiración sino de reflexión y denuncia para los nietos de quienes combatieron en la guerra, pero la literatura no se fabrica únicamente con la razón de la justicia, ni menos con la fragorosa indignación, por mucho que el lector comparta por completo una y otra. Prado, como antes Javier Cercas o Isaac Rosa en su notable El vano ayer (2005), mezcla las criaturas de su magín (empezando por el profesor de instituto metido a investigador y siguiendo por la escritora falangista Dolores Serma) con personas reales (Carmen Laforet, Dionisio Ridruejo o Miguel Delibes entre otros), pero en esta ocasión esa mezcolanza venerable (¡ya está en el Quijote !) resulta cuando menos discutible debido a las imputaciones que, en la ficción desde luego pero con un obvio efecto de verdad, se vierten sobre algunos de los mencionados. Armada con habilidad y escrita con oficio, la novela entretiene, a pesar de que a más de un profesor de instituto le parecerá su protagonista inverosímil y a pesar del maniqueísmo que se expresa a través del narrador.

Quisiera destacar un par de títulos de autores jóvenes en los que despuntan excelentes aptitudes y en cuyas propuestas se vislumbra alguna salida a la narrativa encallada en el costumbrismo o en la memoria de la historia reciente. Me refiero a Julián Rodríguez y Agustín Fernández Mallo, autores respectivamente de Ninguna necesidad (Mondadori) y Nocilla Dream (Cendaya). En su tercer título, el ext reme ño Julián Rodríguez ha logrado una novela elegíaca de forma ceñida y profunda significación. Sin aspavientos ni desbordes emotivos, el narrador, en capítulos exiguos, refiere los últimos siete días de vida de un amigo, el Muerto, cuya enfermedad se encuentra en fase terminal. Con loable economía de medios expresivos y apoyándose en un discurso elíptico, Rodríguez alcanza una intensidad poco frecuente en un panorama en el que reina la prolijidad y la reiteración. Por su parte, Fernández Mallo representa de forma conspicua la sustitución del esquema narrativo basado en la trama por una red de microficciones surgidas en gran parte de la mitología de la cultura de masas y atravesada de referencias a los iconos y máscaras de la misma. En la atomización del discurso se detecta la impaciencia posmoderna del zapeo y la navegación por Internet, la discontinuidad de la percepción y el bombardeo informativo. La audacia experimental de Fernández Mallo es reedición de las irreverencias exploratorias de la vanguardia y la neovanguardia (del Modernismo y el Posmodernismo si se quiere), pero ello no le resta fuerza de estímulo a su propuesta. Nocilla Dream es de hecho la primera entrega de una trilogía que habrá de ir apareciendo (los títulos siguientes son Nocilla Experience y Nocilla Lab ) y a la que hay que prestar atención.

La narrativa breve

En el apartado irredimiblemente ancilar de la narrativa breve, hay que consignar los nuevos libros de creadores veteranos como José Jiménez Lozano, El ajuar de mamá (Menoscuarto), Cristina Fernández Cubas, Parientes pobres del diablo (Tusquets), y Juan Antonio Masoliver Ródenas, La noche de la conspiración de la pólvora (El Acantilado), junto a colecciones de autores más jóvenes: Los peces de la amargura (Tusquets) de Fernando Aramburu; Parpadeos (Anagrama) de Eloy Tizón, y Alumbramiento (Páginas de Espuma) de Andrés Neuman. El debut literario más destacable acaso sea el de Berta Marsé con En jaque (Anagrama), y la tendencia creciente a la que conviene prestar atención es la del microrrelato, avalado entre nosotros por la autoridad de Javier Tomeo y por los leoneses José María Merino, Luis Mateo Díez y Juan Pedro Aparicio.

Jiménez Lozano regresa al cuento breve y muy breve en El ajuar de mamá , donde reúne más de cuarenta narraciones puestas engañosamente bajo la advocación de unas palabras del escritor sefardí Marcel Cohen: «Los eskrividores no tyenen nada ke decir. La sola coza es ke lo kieren dizir byen». Jiménez Lozano no sustenta sus relatos únicamente en el byen dizir, sino en bien observar la conducta humana y mejor seleccionar los detalles significativos que la revelan. Pero de la cita que encabeza el volumen lo que ha capturado al escritor avilés no es tanto esa declaración como la exhortación a que «no te olvide ke, en kada livro, siempre es el silensio ke se gana la mijor parte». El silencio abierto por la reflexión a que impulsa cada uno de los cuentos. En su prosa medida y directa, Jiménez Lozano sigue fiel a un estilo austero cuya característica más evidente es la absorción de términos y expresiones populares.

La fidelidad de Cristina Fernández Cubas al cuento a lo largo de su trayectoria —a la que se dedicó en 2005 un Grand Séminaire en la Université de Neuchâtel— ha adquirido cualidad de ejemplo militante contra la primacía de la novela y contra el prejuicio contumaz de considerar el cuento un territorio incoativo y suburbial en el mapa de los géneros. Desde Mi hermana Elba (1980) la escritora ha ido recorriendo un espacio imaginario de índole fantástica, poblado más que por seres o hechos sobrenaturales, por sospechas, intuiciones, barruntos, temores y terrores brotados entre las resquebrajaduras de la vida corriente. La maldad o lo demoníaco empapan muchas de sus historias como un depósito freático bajo el suelo desde el que ascendiera, por capilaridad, el fluido terrorífico hasta la superficie. Es lo que sucede con los tres relatos largos, cercanos a la nouvelle , de Parientes pobres del diablo , por cuenta de sus protagonistas, un falsificador de antigüedades que viaja a África en «La fiebre azul», un individuo neurótico que cree en la existencia de una casta de seres, «Parientes pobres del diablo», destinados a producir la infelicidad de los hombres y, finalmente, una anciana acosada por el alzheimer en «El moscardón». El libro ha merecido el Premio Setenil, convocado por el Ayuntamiento de Molina de Segura, al mejor volumen de cuentos del 2006, entre los cincuenta y cuatro títulos presentados. Consagrado también al género fantástico, El coleccionista de almas perdidas (Siruela) de Irene Gracia constituye una sorpresa grata. No estamos exactamente ante un libro de cuentos, sino ante una novela nodriza que encierra en su interior los productos del cuentacuentos Anatol Chat, dedicado junto a su familia a la fabricación de autómatas. El libro combina la ficción con el discurso especulativo.

Otro título que debe destacarse es La noche de la conspiración de la pólvora de Juan Antonio Masoliver Ródenas, donde el poeta, narrador y crítico literario agavilla una serie de relatos marcados en su mayor parte por la evocación de una infancia y juventud tejida con aquellas primeras experiencias (amistad, deslealtad, erotismo, crueldad...) que acabaron siendo fragua del carácter y, en cierto modo, del destino. La crudeza y el tono a veces revulsivo que con tanta maestría dosifica Masoliver en su poesía se ent reme zclan aquí, en cuentos como «La princesa» o «La desgracia de María Acacia», con un raro lirismo, mientras que en otros textos, como el que abre el libro, «El paseo del indiano», sirven a la presentación de la ratonera social desoladora de la posguerra.

Otra ratonera es a la que se asoma Fernando Aramburu en Los peces de la amargura , la del terrorismo vasco y su interminable siembra de llagas abiertas. En una decena de espléndidos relatos, Aramburu enfoca en primer plano y por primera vez en su obra la realidad social del País Vasco sin desistir de su eficacísima prosa, que aquí aparece osmóticamente salpicada de expresiones en eusquera (traducidas para el lector en un glosario final). Pero el hecho de colocar los desgarros y cercos sombríos que ocasiona la violencia terrorista en el centro temático de su narrativa no comporta una transposición de su poética al terreno de un realismo social o crítico de técnica trasnochada. Si hay alguna protesta o alguna denuncia en estos cuentos (y no hay duda de que la hay) no constituye la armazón o la horquilla en que se sostienen, sino que gotea de los mismos como un zumo muy amargo. El compromiso de Aramburu sigue estando sellado con la escritura y no parece que vaya a desvirtuarse o romperse. A través de sus historias se delinean varios motivos de atención: la irreversible tristeza de las víctimas, la abisal ausencia de los asesinados, el venenoso bombeo de la atrocidad en la inconsciencia («Golpes en la puerta» es un est reme cedor ejemplo: los niños juegan a reventar coches de juguete con petardos) y, sobre todo, el miedo como un sentimiento que apelmaza la convivencia y la dinamita sin ruido (por ejemplo en «Enemigo del pueblo»). Aramburu crece imparablemente hacia el futuro de la narrativa española.

Eloy Tizón arma en Parpadeos un volumen unitario en torno al carácter contingente y efímero de la realidad contemporánea. Los trece relatos que lo forman están salpicados de alusiones a la cultura pop (desde Heidi a Blade Runner ), lo que, con otros rasgos, puede sugerir que nos hallamos ante un prosélito posmodernista; sin embargo, la narrativa de Tizón presenta una filiación más directa con renovadores del Modernismo alto, como Gómez de la Serna o Djuna Barnes, y bajo, como Vladimir Nabokov o Julio Cortázar. Con este segundo libro de cuentos (el primero, Velocidad de los jardines , es de 1992), el escritor madrileño confirma la originalidad de su obra. Mucho más joven, el hispanoargentino Andrés Neuman logra con su tercer libro de cuentos, Alumbramiento , una miscelánea refrescante que, dividida, en tres secciones, «Otros hombres », «Miniaturas» y «Lecturas», brinda, respectivamente, una decena de cuentos en torno a la bancarrota de la masculinidad tradicional, diecisiete microrrelatos y nueve narraciones al margen de algunos de sus autores predilectos, como Queneau, Gombrowicz o Borges.

El debut sorprendente lo ha proporcionado Berta Marsé con los siete cuentos de En jaque . El realismo ácido de esta ópera prima, en cuya inclinación al diálogo y al pergeño de escenas podría verse un reflejo de los muchos años en que la autora ha mantenido una vinculación profesional con el cine, apunta a esas rendijas de la maquinaria social por las que se deslizan los dramas cotidianos. Y el puntero de que se sirve es la mordacidad a través de la sátira social. La certera elección de los asuntos, la visión desencantada pero no compasiva de las debilidades, miserias y dobleces de cualquier ser humano vulgar, la calculada resolución de cada relato hacen esperar que este excelente volumen sea el primero de una producción más extensa.

Al llamado microrrelato cada vez se le presta más atención en España (en Hispanoamérica hace muchos años que es un género con gran predicamento), de lo que son prueba las editoriales Menoscuarto de Pamplona, Páginas de Espuma de Madrid y Thule de Barcelona. En la primera de las citadas ha publicado la escritora vasca Julia Otxoa Un extraño envío , con prólogo perspicaz de José María Merino. Mininarraciones en las que se dan la mano el absurdo y la violencia (no es ningún disparate reconocer vagamente el trasfondo de la vida cotidiana en Euskadi) y entre las que destaca el cuento epistolar «Un extraño envío», irónica y amarga imagen de la incomunicación.

También el leonés Juan Pedro Aparicio ha experimentado con el relato brevísimo o «cuántico», como prefiere llamarlo, en La mitad del diablo (Páginas de Espuma). El libro es en realidad la primera parte de un proyecto que debía comprender 333 minificciones (la mitad del número diabólico, de ahí el título), de las que aquí se recogen 166 en orden decreciente de extensión y con el común denominador de tratar el tema del mal. Aparicio ha utilizado la elipsis como recurso básico de la invención, forzando progresivamente el espacio de lo no dicho (la materia oscura u omitida del relato) para que la necesaria implicación deductiva y reconstructiva del lector sea mayor. Habrá que esperar a la segunda mitad de ese diablo (seguramente la de las narraciones largas) para completar la figura cabal de este atractivo proyecto.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación