Para Claudio Guillén. In memoriam
Acercar dos términos surgidos en el siglo XIX y aparentemente afines como Hispanismo y Humanismo no parece ilógico, aunque éste se haya ido desprendiendo con el paso del tiempo de su sentido originario hasta vaciarse de contenido. Asunto que también atañe al concepto de Humanidades, heredero de una larga tradición clásica y neoclásica que ha terminado aplicándose a una vaga adscripción en los programas educativos donde las disciplinas en cuestión apenas presentan conexión alguna más allá del edificio en el que se imparten.
Reflexionar sobre los Studia humanitatis en el ámbito concreto del Hispanismo no supone desde luego una reducción, salvo la que implica acotarlos a través de una lengua que hoy prácticamente no tiene fronteras y cuyos estudios han crecido y crecen gracias a la dedicación de los hispanistas. Término éste, de menor prosapia y antigüedad que el de humanista, pero con el que se identifica como profesión elegida por vocación y vinculada a un magisterio.
Si los nombres pueden ser consecuencia de las cosas, es posible que el vacío de las palabras Humanidades y Humanismo tenga mucho que ver con el mencionado desgaste que tales disciplinas y conceptos han sufrido en los últimos tiempos. Sin entrar en el meollo de tan controvertido asunto, tal vez convenga recordar aquellos versos de «Madurez tardía» en los que Cseslaw Milosz sentía que se alejaban de él, como naves, una tras otra, sus «existencias anteriores », mientras contemplaba la marcha delirante del mundo. Las obras de senectute suelen llevar cierto acíbar. Eso ocurre al menos con la de Francisco Rodríguez Adrados , Humanidades y enseñanza (Madrid, Taurus, 2002), reflejo de una larga batalla librada, con grandísimo empeño, contra el destierro de los clásicos en las aulas, y que parece remitir a aquel lugar común recordado por Saavedra Fajardo en su República literaria : «Cayó el Imperio romano y cayeron (como es ordinario), envueltas en sus ruinas, las ciencias y las artes». Aserto con el que el ilustre diplomático acompañaba su disertación sobre lo mucho y malo que se publicaba en su tiempo.
Entre los pucheros anda el Señor
Cualquier vindicación de las Humanidades debería ir acompañada de aquel sentido práctico que estas tuvieron en su origen y que Heidegger reclamaba en su Carta sobre el Humanismo , cuando decía que «el lenguaje es la casa del ser» y el hombre quien la habita, pero corresponde a los pensadores y a los poetas ser sus guardianes. En ella, el filósofo alemán no sólo alertaba contra los «ismos», sino que avisaba del descenso del pensamiento hacia la pobreza y de la realidad cambiante del Humanismo, que se manifestaba de formas distintas a lo largo de la historia, incluso desligándose (como en el caso de Marx o Sartre) del retorno a la Antigüedad. Más allá de cuestiones metafísicas, que Ernesto Grassi devolvería más tarde al sustrato filológico del Humanismo, la epístola heideggeriana recogía una sentencia de Heráclito contada por Aristóteles (De part. anim. A5, 645 a 17), a propósito de las maravillas que contiene la naturaleza, y que podemos vincular también a la tradición de la dignidad del hombre como quidam Deus, pero al que la realidad rebaja continuamente:
Se cuenta un dicho que supuestamente le dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando ya estaban llegando a su casa, lo vieron calentándose junto a un horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo por que él, al verles dudar, les animó a entrar, invitándoles con las siguientes palabras: «También aquí están presentes los dioses».
Heráclito cortaba así de raíz la expectativa de quienes creían que su actividad se desarrollaba en un lugar más digno. Andando el tiempo, Santa Teresa haría otro tanto, y no por intuición femenil alguna, al trasladar la sentencia común al ámbito de la obediencia, colocando a Dios entre los pucheros (Libro de las Fundaciones , 5, 8). La similitud se acrecienta aún más si consideramos que lo que dice la letra del texto aristotélico es que Heráclito los recibió en la cocina mientras se calentaba. Esto es, justo donde Heidegger ubicaría más tarde su carta sobre el Humanismo: en el horno donde se cuecen los panes del diario vivir. Lugar con el que, por cierto, Aristóteles deseaba mostrar la Belleza que se desprendía del estudio de los animales. De este modo, la estancia de las Humanidades, donde puede aparecer lo extraordinario, se configura como una morada corriente que, según Heidegger, conduce a la existencia histórica, «a la humanitas del homo humanus, al ámbito donde brota lo salvo», pero donde también se alberga la maldad.
De vanos obeliscos punta altiva
El Renacimiento erigió, frente a las miserias humanas, el templo de la dignidad, vinculándola precisamente a las Humanidades, constituidas en su salvaguarda. El tema es bien conocido y las letras hispánicas aportaron a la cadena temática algunos señeros eslabones, como los forjados por Luis Vives o Pérez de Oliva, sin que tales miserias fueran por ello excluidas, porque, desde las ascensiones de fray Luis de León o el Primero Sueño de sor Juana Inés de la Cruz, los más altos vuelos intelectuales han estado llenos de fracasos y descensos. La afirmación y defensa del saber alcanzó formas muy diversas, incluso vinculadas al origen divino de la poesía, como la de Juan Ángel González en su Sylva de laudibus poeseos , donde sus referencias a Horacio, Poliziano y Landino irían abriendo el camino que llevaría más tarde al Humanismo de Virués, Artieda o Guillén de Castro. Para entonces, los Studia humanitatis y el oficio de humanista ya implicaban, según recuerda Nicholas Mann, una práctica que hacia 1809 se transformaría en concepto, al sustantivarse el calificativo Humanismo como expresión de los valores de la Antigüedad grecorromana rescatados por el Renacimiento.
La erudición clásica partió entonces de una paideia en la que la retórica y la dialéctica tenían como norte el manejo del lenguaje y el análisis de los clásicos, leídos y entendidos como si estos gozasen de plena actualidad; operación que luego permitía el acceso al resto de las disciplinas, incluidas las científicas. Sin embargo, el abismo entre ciencia y modelos clásicos —tan insalvable en nuestros días— se percibió ya por algunos humanistas que, como Montaigne, veían lo errado de quienes creían que el pasado podía iluminar el presente. En ese sentido, no deja de ser curioso observar actualmente cómo, a la postura optimista de un Bruckhardt, que mostrara la cara más feliz del Renacimiento, W. J. Boywsma ha opuesto otra más insegura en El otoño del Renacimiento (1550-1640) (Barcelona, Crítica, 2001), enfrentándose a la linealidad de la historia de la cultura, considerada como un avance imparable hacia el mundo moderno, al verla marcada por la desconfianza y la duda. Claro que de ese escepticismo nacieron precisamente las obras de Cervantes, Galileo, Shakespeare o Descartes, que llevarían a alterar el panorama cultural europeo del siglo XVII .
La tensión entre libertad y orden que surge en todas las épocas marcó las tendencias del Humanismo español en sus distintas fases, adaptándose al tiempo y a la ocasión, aunque no siempre con niveles de excelencia. Así lo recordaba Luis Gil, al adentrarse en la educación formalista de la Compañía de Jesús, que descuidó la esencia de los Studia humanitatis en su integridad y en su contexto histórico cultural, encaminando la pedagogía al dominio de un latín que sirviera entre otras cosas, para polemizar con los herejes. A su vez, la reescritura de las obras de Nebrija, Vives y sobre todo del Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva, llevada a cabo en México por Francisco Cervantes de Salazar, se orientó en buena parte hacia esa misma dirección. Sus diálogos supusieron los primeros libros de texto para el estudio de las Humanidades en el Nuevo Mundo, amoldando las cuestiones de la lengua y de las disciplinas vigentes en Italia y España a una perspectiva cargada de filosofía moral cristiana. No en vano el camino de la sabiduría, según Salazar y otros muchos, debía conducir a Dios, aunque él adivinó que, para esa tarea, tenía que adaptar los modelos a las necesidades de una topografía, unas costumbres y unas leyes distintas, como las que él mismo dibujara en Alrededores de México. Todavía en la España de la posguerra Alexander A. Parker, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 16 de abril de 1951, titulada «Valor actual del Humanismo español» (Madrid, Estades, 1951), afirmaba categóricamente que éste era «un humanismo cristiano », refrendado tanto por «la cumbre del monte de la miseria» del Guzmán de Alfarache, como por el sello de un Calderón que sabía muy bien Lo que va del hombre a Dios. Planteamientos que, por otro lado, venían de lejos y que el Romanticismo germánico había difundido como moneda corriente en la historiografía al uso, acrisolando la idea de una cultura hispánica diferente, concebida como salvaguarda de la cristiandad.
La combatida antena
El actual retroceso en los estudios grecolatinos y en el de los que hoy consideramos nuestros clásicos (incluidos los medievales) no es desde luego nuevo, y una buena parte de los problemas con los que se enfrentaron los humanistas afloran, con distintos ropajes, en el mundo académico actual, donde el Hispanismo trata además de situarse dentro del canon universal en desigual competencia con otras culturas y lenguas, abocado a programas y métodos en los que el presente inmediato tiene carta de privilegio sobre la tradición. Por otra parte, el crecimiento imparable del español no corre parejas con la impronta de los estudios hispánicos en el horizonte internacional, aunque poco a poco vaya ganando terreno. Las cuestiones que ello plantea son, sin embargo, tan viejas como los propios estudios y andaban ya implícitas en el programa humanístico vindicado por Lorenzo Valla y luego repetido en infinidad de prolusiones y praelectiones , en las que no sólo se reivindicaba la gloria de las disciplinas, sino el poder y la fuerza de las propias instituciones universitarias. No olvidemos además cuanto implicaron las cuestiones de la lengua (incluida la de ser compañera del imperio), porque la fortuna de las ciencias ya iba unida a ella, como supieron muy bien Nebrija o Brocar. No es por ello extraño que el autor de la Minerva y de las Anotaciones a Garcilaso escribiera también una Sphera mundi .
La dignidad de la lengua y la de las distintas disciplinas humanísticas, desde entonces acá, y por encima de sus variados contenidos y manifestaciones, supone una imagen del saber que trata de imponerse según unos modelos que se enfrentan a otros con un evidente afán de preeminencia y dominio en todos los órdenes. Lope Alonso de Herrera invocaba en 1530, ante el claustro de la Universidad de Alcalá, el estudio de las Humanidades como reme dio para huir de la feritas. Esos achaques de fiereza e incultura atribuidos a lo hispano venían de atrás y no los olvidaría más tarde el padre Feijoo en su Teatro crítico universal (disc. XIV), al enunciar las «Glorias de España» frente a los que pensaban era patria de «los más inhábiles y rudos entre las Naciones principales de Europa». Presupuestos que todavía perduran, confundidos con supuestos hechos diferenciales de variado signo, proyectados además en la escasa impronta que la lengua española tiene hoy día en los organismos del poder político, económico o científico. Para luchar contra ello, no basta con una nueva Apología «Pro adserenda Hispaniorum eruditione» (1553) como la de Alfonso García de Matamoros, donde éste erigiera un monumento a los varones ilustres y doctos, desde tiempos inmemoriales, para acallar la boca de los farsantes que hablaban mal de los esclarecidos españoles. En ella no faltó además un pequeño y discreto coro de mujeres ilustres, formado por Ana Osorio o Ángela Zapata; prueba de que también ellas formaban parte del ingenio hispano.
Otros, como Damián de Goes, ya habían propuesto con anterioridad, como es bien sabido, una saga hispánica de hombres preclaros. Pero esos ríos por los que circulara la docta sangre de Hispania fecunda parecían contravenir lo que el propio Matamoros había escrito en De ratione dicendi libri tuo (1548), al enumerar las causas de la decadencia de las artes liberales, recordando curiosamente que los españoles habían dado más importancia a los «negocios» que a la lectura de Aristóteles y Cicerón. Razón de peso que juega por doquier, también en nuestros días, a favor del español, pero no tanto como lengua de cultura y fuente de investigación, sino como factor de acicate económico deducido de sus muchos millones de hablantes. En este y otros sentidos, conviene tal vez recordar los dictados de la España Atlántica que recogiera la Constitución de Cádiz en 1812 y que, a efectos del verdadero Hispanismo, en la actualidad, carente de fronteras, habría que extender mucho más allá de la topografía de las dos orillas.
También cabría considerar que la vindicación de la dignidad del ser humano acabó por ampliarse a la de las Humanidades y a la del humanista, apelando en definitiva, como señalara Jack A. Parker, a la dignidad de la profesión, hoy tan desconsiderada. Así explicaron la dignitas Pico Della Mirandola, Gianozzo, Manetti o Pérez de Oliva, identificando además la humanitas con el estudio de las lenguas clásicas. El mismo que, prolongado a los períodos históricos que nos preceden, parece irse reduciendo en nuestros días cada vez más, conforme desciende su rentabilidad a efectos políticos o económicos, mientras aumenta su uso ornamental y de publicidad inmediata.
Si este daño común no se previene
La aplicación pedagógica de las Humanidades implicaba toda una doctrina de formación íntegra, con una proyección ética y política que hoy casi podemos dar por desaparecida, incluso si apelamos a la deriva experimentada, en el pasado siglo, de los modelos que impulsara el krausismo. Al humanista en general, cualquiera que sea el territorio de su lengua, y al hispanista en particular, se le exige constantemente que dé señas de utilidad y productividad, pervirtiendo así no solo la esencia misma de su tarea académica, sino la del mismo lenguaje. De este modo, la originaria búsqueda de la excelencia con la que se identificó el concepto de dignidad se ha trastocado de tal modo, que la que atañe a las Humanidades apenas se dibuja como reliquia o vestigio, y siempre en clara desventaja académica con la ciencia, como si aquéllas no formaran parte de ésta. También habría que considerar la relación inversamente proporcional entre medios y fines en cuanto se refiere al exceso de información y a la burocratización académica que apenas deja resquicio a la investigación propiamente dicha o al sosiego debido en la docencia.
No deja de ser curioso además que dichas Humanidades, para justificar su existencia, deban revestirse de manera que parezcan ciencias, y mejor si son aplicadas o tecnológicas, obligando a un esfuerzo añadido, parejo al que en el Siglo de Oro tuvieron que hacer algunos oficios para llegar a formar parte del panteón de las artes liberales. El realce de una disciplina, por su vecindad o parangón con otra, viene de antiguo. Ya Vegecio fundamentaba la dignidad de su Mulomedicina argumentando que, «igual que los animales ocupan el rango siguiente al hombre, el Arte veterinaria va detrás de la Medicina», aparte de considerar que los caballos suponían un apoyo sustancial en la guerra y en la paz. Pero si de esa perspectiva se deducen consecuencias graves en los programas educativos y en la promoción de sus enseñanzas, sería poco razonable pretender que la enemiga de las Humanidades fueran las ciencias en su sentido moderno, toda vez que la pobreza intelectual suele ir de la mano de cualquier disciplina. La identificación del progreso con los saberes, ¿acaso no corresponde por igual a la física, la biología o la medicina que a la historia o a la lingüística?.
La larga lucha por la enseñanza de las lenguas clásicas, y no digamos por la de aquellas que se salen del canon occidental y que son de suyo las más desfavorecidas, se extiende ahora como un torrente imparable que arrastra, en oleadas sucesivas, los períodos históricos para desembocar en el ancho mar del presente inmediato, dejando apenas pequeños vestigios en el delta de la acronía o en la indeterminación de unos estudios culturales y hasta patrimoniales mal definidos. ¿Arderá de nuevo la Biblioteca de Alejandría, es decir, el símbolo de la transmisión del saber, la continuidad de la cultura, desde la antigua Grecia en adelante y junto a ella la herencia renacida con el Humanismo? La respuesta, sin embargo, no parece residir en las bien abastecidas bibliotecas, multiplicadas por el ancho mundo y aun virtualizadas por doquier y sin discreción alguna, sino en la falta de continuidad que amenaza a los estudios mismos y a la cadena formada por quienes los imparten y reciben. El peligro, por tanto, no está sólo en que los libros desaparezcan, sino en el uso que se haga de los mismos y hasta en la incapacidad de entenderlos, ahora que las bibliotecas (en paralelo con las editoriales y las librerías) se plantean la necesidad de relegar al ostracismo aquellos volúmenes que estén fuera de uso o encarezcan su almacenamiento.
Por otro lado, no deja de ser paradójico que cuando la investigación humanística en español alcanza niveles equiparables a los de otras lenguas y cuando el Hispanismo crece constantemente en números redondos por los cinco continentes, el panorama de la enseñanza básica de la lengua y de la literatura españolas en España sea cada vez más desolador. En la cadena de los saberes, roto cualquiera de sus eslabones, cabe preguntarse si es posible empezar luego de nuevo con un «decíamos ayer». Pensemos en la quiebra del Centro de Estudios Históricos tras la Guerra Civil, o lo que supuso, en sus países de origen, la diáspora obligada de intelectuales hispanoamericanos durante el pasado siglo. En ocasiones, no parece sino que se repite al pie de la letra la afirmación de Juan Maldonado cuando hablaba, en su Paraenesis ad litteras (1529), del contraste entre las tinieblas a las que parecían abocados «los ingenios hispanos», por el descuido de su enseñanza, y la que ofrecían los demás países, instando a una regeneración de los estudios; pues, como él mismo añadía, «no hay arte, ni disciplina que no se resienta del daño causado en la primera enseñanza». Maldonado deseaba además un aprendizaje de las buenas letras, que, al igual que el endecasílabo junto al Generalife, venía otra vez de la mano de Andrea Navaggero, tras un diálogo en Burgos a la sombra del Emperador y presidido por el amor a las mismas. Su defensa apelaba además al goce y hasta al consuelo que se desprendía del estudio de las disciplinas, aparte de constatar su utilidad para la formación civil y para abrirse camino en la vida. Con ella, se adelantaba a Gracián, cuando decía en El Criticón que las lenguas son las llaves del mundo. Presupuesto que también compartiera, entre otros, Francisco Decio en su Oratio ante el jurado valenciano , donde consideró la dignidad de la filología como llave para acceder al conocimiento de las demás disciplinas. Claro que tan elevadas consideraciones se desvanecen ante el dominio presente de los medios audiovisuales, cuya amenaza ya sintiera Pedro Salinas en su Defensa del lenguaje, al verlo reducido a «tirillas» ilustrativas.
Los antes bien hadados
La irresistible ascensión del castellano en la actualidad no debe ser meta sino camino que lleve a su consideración como lengua de cultura en contacto con las otras muchas con las que dialoga y convive, enriqueciéndose mutuamente. En este sentido, la vindicación de las letras y las artes hispánicas así como su digna ubicación canónica no se lograrán debidamente sin el necesario coloquio, a todos los niveles, con las demás culturas. El Hispanismo, como verdadero Humanismo, exige presencias compartidas y traducidas que, al igual que en la Fabula de homine de Juan Luis Vives, permitan representar bien el papel de cada uno en el gran teatro del mundo, aunque ello ya no permita sentarse junto a los dioses. Esa idea de universalidad, a la que apelaran Marsilio Ficino y otros humanistas, es además consecuente con el origen mismo de la idea de dignidad del hombre que Pico tomara de Ibn Al-Muqaffá, concibiéndolo como un ser indefinido, sin casa fija, proteico y camaleónico, pero capaz de elegir e ir haciéndose lib reme nte a sí mismo.
La dignidad de la Filología a la que apelara Leo Spitzer siempre fue unida a la del resto de las disciplinas, a las que servía como madre nutricia. Así lo entendieron Gutiérrez de los Ríos en su Noticia general para la estimación de las artes (1600) o Velázquez en Las Meninas, y así lo refrendaron Lope y Calderón en sus deposiciones a favor de una pintura parangonada con las viejas disciplinas del trivium y que cabía considerar mucho más que oficio. El lenguaje de las artes plásticas, como el de la música, hacía más sencilla además esa universalidad que también es evidente en nuestros días. Pese a ello, la entraña filológica del Humanismo no debe ser subestimada, pues de las ciencias del lenguaje, e incluso de su necesidad de ser traducido, surge el lenguaje de las ciencias en todo su ancho espectro. Feliz comunión de res y litterae , palabras y cosas, como las que conformaron el Discurso de las letras humanas llamado el Humanista (1600) de Baltasar de Céspedes. Claro que la maternidad y hasta la paternidad de los saberes es también aleatoria, pues Juan de Pineda recogía el lugar común que concedió a la filosofía el origen de los mismos. Sin embargo, en ese y otros sentidos, no cabe hablar hoy de primacía alguna de una disciplina sobre otra, sino de la necesidad de contacto entre todas ellas, alterando esa vivencia actual en compartimentos estancos, sin apenas relación y desgajadas de su esencia histórica.
No es por ello extraño que la figura de un humanista como la del portorriqueño Esteban Tollinchi, recientemente desaparecido, sea invocada por Mario Vargas Llosa (El País, 31-XII-2006) como una auténtica rareza, equiparable a la de aquellos intelectuales rusos del XIX , recordados por Isaías Berlín, que mostraban una admiración sin tasa por la Europa occidental, no muy distinta a los afanes de Eugenio Asensio cuando estudiaba a los formalistas en su lengua original. Tollinchi «leía en nueve lenguas, entre ellas el griego clásico y el latín, y, además de la Filosofía, que era su especialidad y la materia de su cátedra, se apasionaba por la historia, la literatura, la filología, la antropología, el arte y, en general, todas las manifestaciones del saber humanístico». Abrumadora cita, sin duda, que remite casi a un imposible, dada la actual fragmentación y hasta atomización de los saberes, sin olvidar cuanto supone el reduccionismo local, la masificación y la dificultad de hacer compatible un alto nivel de especialización de las materias con la universalidad del conocimiento. Cuadratura del círculo, que, en el campo de la creación artística y literaria propiamente dichas, han podido alcanzar afortunadamente, eso sí, algunos argentinos, colombianos o andaluces universales, gracias a cuya preeminencia la cultura hispánica tiene nombres propios que añadir a su pasado glorioso.
Ponle su esquila de labrado estaño
Por otro lado, cabría recordar el casi olvidado fundamento de los Studia humanitatis, que Cicerón vinculara en el Pro Archia al desarrollo moral del ser humano, a esa educación para la virtud a la que apeló Vergerio y que hoy se consideraría vocablo extemporáneo, ajeno a cualquier concepto de utilidad desprendido de los mismos. No olvidemos además que las artes calificadas de liberales lo eran por cuanto implicaban de hacer el bien graciosamente y sin esperar recompensa alguna. Tales presupuestos, aplicados al Humanismo actual o más precisamente al Hispanismo, exigirían desde luego ser atendidos en su diversidad, pero también en su desequilibrio respecto a los muchos lugares del mapa en los que habita. Lo que, más allá de «la retórica divina», obliga (también con palabras de Rubén Darío) al logro de «una celeste unidad» que haga compatibles «los mundos diversos» con «los números dispersos», o lo que es lo mismo, a un reparto más justo entre la dignidad y la miseria que arrastran las Humanidades en un mundo tan violento y tan desigualmente repartido.
Tarea difícil donde las haya, sobre todo porque, como ya advirtiera Toynbee, a las Humanidades en general les afecta el impacto de la democracia sobre la calidad de la educación, al generalizarse y masificarse sus enseñanzas. Problemas que ya se planteó la UNESCO en 1953 (Humanism and Education in East and West, 1953) y que están lejos de resolverse en los tiempos presentes, sometidos a un alto proceso migratorio y al impacto que han supuesto las nuevas tecnologías en la galaxia de Gutenberg. Revuelto panorama en el que todo puede justificarse y hasta sacar provecho, pues ya lo decía Alan Bloom: «Las Humanidades son como aquel gran rastro parisino de los viejos tiempos, donde, entre grandes montones de chatarra y baratijas, la gente con buen ojo siempre encontraba algún tesoro que le hacía rico».
En ese capítulo, cabría considerar también a quienes sostienen la gran casa de las Humanidades y transmiten sus conocimientos, habida cuenta de que, como aseveraba López de Montoya en el Libro de la buena educación (Madrid, Viuda de P. Madrigal, 1595, p. 311): «Es de más importancia ser discípulo de buen maestro que hijo de buenos padres». Pero esa comunicación y hasta centella que dicho maestro debe encender en la lumbre del alumno, alimentada por humanistas como Nebrija o Vives, requeriría hoy también toda una reflexión escéptica y antidogmática pareja a la de Sexto Empírico en su libro Contra los profesores . Y no tanto para refutar las disciplinas, los métodos y las materias, sino como revulsivo contra la inacción, porque, a veces, «más que escasez de medios, lo que hay es miseria de voluntad». Así pensaba Santiago Ramón y Cajal, autor de la Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados (1897-1904), y cuyas tres «manías» fueron: la literatura, la gimnasia y la filosofía, cuando creía en el milagro del entusiasmo y la perseverancia.
Los tónicos de la voluntad
En sus Reglas y consejos sobre investigación científica. Los tónicos de la voluntad, Cajal hablaba de cómo compaginar una amplia cultura sin enciclopedismos con la necesidad de especialización, apoyándose en el manejo de las lenguas (que por aquel entonces eran cuatro para la ciencia: francés, inglés, italiano y alemán), así como en el dominio de los métodos y en la búsqueda de lo nuevo. Allí hablaba además de los maestros enfermos de la voluntad: contemplativos, diletantes, megalófilos…, como si retomara el camino moratiniano de La derrota de los pedantes, planteando también la necesidad de medios adecuados, tanto materiales y profesionales como familiares, para poder lograr avances en la investigación. En dicho proceso, Cajal incluía además los deberes concernientes al estado y la necesidad de romper estructuras paralizantes que permitieran una visión internacionalista alejada de localismos culturales. Todo ello apoyado en constantes lecturas de Voltaire, Montesquieu, Newton, Rousseau, Kant, Hegel, Schopenhauer, Marx, Engels o Baltasar Gracián, que, como ocurre en su novela El pesimista corregido , aunque le llenaron de escepticismo, no le hundieron sin embargo en su tarea de investigador. Esta consistía para él en «un poema vivo de acción intensa» en el que había que seguir trabajando siempre. Perspectiva que tal vez permita entender mejor hoy la verdadera dignidad del oficio elegido dentro del arco de las Humanidades, a sabiendas de las muchas dificultades que conlleva y de que la llamada tragedia de la cultura ya no debe entenderse como derrota, sino como un conflicto que conviene señalar y hasta denunciar, aunque no se prometa su solución inmediata.