Ínsula

Antonio Gamoneda y la poética de la desocupación

por Juan José Lanz

Ínsula nº 726, Junio 2007

I

La concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana del año 2006 es el motivo último de la publicación de la antología de Antonio Gamoneda Sílabas negras , a cargo de Amelia Gamoneda y Fernando Rodríguez de la Flor, que han realizado una encomiable labor editorial con la obra del poeta leonés, con un lúcido y profundo estudio preliminar que resitúa al poeta en su contexto histórico y cultural, en un gesto crítico que, como afirman los editores, no quiere ser «débil» (p. 18). La extensa antología publicada, que ofrece una amplia muestra de la obra del poeta, rompe con los criterios cronológicos habituales en la presentación de la escritura de un autor, para distribuir su producción en nueve núcleos conceptuales que rearticulan de un modo novedoso su lectura. Dentro de cada uno de esos núcleos conceptuales, los textos o sus fragmentos (al fin y al cabo, la escritura gamonediana incide en una radical fragmentariedad) sí se han ordenado cronológicamente. Además, la selección antológica, que no ha querido considerar las Mudanzas del poeta (sus versiones de Nazim Hikmet, los Negro Spirituals, Stéphane Mallarmé o Georg Trakl), ha recuperado en cambio para el corpus poético gamonediano El libro de los venenos (1995), cuya «pertenencia al género poético» reivindicaba el autor, en 2004, al comienzo de su poesía reunida, situándolo como uno de los ejes principales del devenir poético del leonés de los últimos años. Añade, por fin, tres textos inéditos del poeta, alguno de extraordinaria relevancia, que enlazan directamente con su última escritura en Arden las pérdidas (2003) y Cecilia (2004).

Cada uno de los núcleos conceptuales en los que se agrupa esta nueva lectura de la poesía de Gamoneda incide en un aspecto relevante de su escritura, mostrando el conjunto, no como una «obra única», sino como una «antología rota» (p. 17), al modo de la de León Felipe, que hace hincapié en la fragmentariedad del espacio que organiza, al mismo tiempo que pone de relieve la recurrencia esencial de la poética del leonés. Así, Esfera incide en el terreno de la intimidad, pero también en el de la retracción , y evoca metonímicamente el espacio del hueco, como el territorio de lo ajeno, el vacío y la desocupación. País sin retorno es el territorio del hombre, pero también el espacio de la escritura como última patria, donde acontece la poética de la resistencia y el relato de una expulsión definitiva; espacio de la desaparición donde se cultiva la lengua del olvido. Parajes recoge aquellos textos en que la mirada (la «pasión de la mirada») y la lengua conforman la naturaleza, fundan sentido. La figura del poeta aparece entonces ligada implícitamente al mito de Anteo, y la escritura poética entronca y renueva, se arraiga, en un sentido último, en la tradición de las Geórgicas . En Materia alzada se antologan aquellos textos que reflejan una serie de visiones epifánicas, que poco tienen que ver con una trascendencia espiritual mística, sino que más bien se incardinan en una mística de lo real, de lo material. Un grupo de poemas amorosos, de un amor dolorido, pero también de una solidaridad fraternal, las «formas oscuras del amor», se recoge en la sección La dulzura y su sombra . Pasiones vanas, inútiles, impuras son aquellas que afectan a una visión existencial del individuo, pero también a la aparición de una conciencia crítica que hace de la belleza una necesidad: «juro / que la belleza es necesaria» (p. 294). Atrabilis es la «bilis negra», la melancolía, pero también la ira: «la ebriedad de la melancolía» (p. 359). Ahí se experimentan la desaparición del sujeto, el error objetivo, la conciencia del fracaso certero, que invierte, en cierto modo, el «azar objetivo» bretoniano: «he llegado, por fin; éste no es mi lugar, pero he llegado» (p. 356). Fármaco incide en esa dimensión dual de la palabra poética, central a la escritura gamonediana, que es veneno y salvación, que es memoria y olvido, que es aprendizaje de la muerte. Aquí se revela el carácter central dentro de su escritura de Libro de los venenos a la par que se descubre el regusto de su poesía por la palabra que arraiga en el saber ancestral, por un lenguaje que dice la sabiduría ancestral, que arraiga en lo telúrico. «La geografía del final es blanca», pero los signos de la desaparición del sujeto, de la disolución de su escritura, se van haciendo palpables a lo largo del texto de Geografías blancas a través de la transparencia, de la pérdida de identidad, de la designificación. La escritura gamonediana descubre así su punto más extremo y se formula como una poética de la desocupación del espacio, de la desmaterialización del lenguaje y su disolución, una construcción de la designificación, del tránsito de lo visible a lo invisible, del tránsito por la sabiduría que otorga el olvido y que nos prepara a ese olvido absoluto de la muerte.

El brillante estudio prologal de Amelia Gamoneda y Fernando R. de la Flor incide, como núcleo central, en un análisis del corpus gamonediano desde la perspectiva de la filosofía de la cultura, desde un abanico amplio de puntos de vista (que van de Benjamin a Derrida, de Auerbach a Kristeva y Bourdieu), para integrarlo en el desarrollo del tiempo histórico en el que se ubica, y que, como señalan los estudiosos, no es uno, sino cuatro: Guerra Civil, Franquismo, Transición y Posmodernidad. Analiza también la pertinencia de la escritura gamonediana en el contexto socio-histórico en que surge, convirtiéndose en la contrafaz de un «sistema desvitalizado, el cual, mediante esta operación, recupera la energía simbólica que se le escapa (a chorros)» (p. 74). En fin, el estudio preliminar pone de relieve la inserción de la «melancolía generosa» gamonediana, distanciada de la visión irónica o de la elegía lacrimógena de algunos de sus coetáneos, como producto de un momento histórico; subraya la «razón terapéutica» que anima la escritura de Gamoneda; y pone el acento en la dimensión alegórico-visionaria de su obra.

Si 1987 fue proclamado por algún crítico en su momento como el «año Gamoneda», no cabe duda de que el 2006 supone una reedición merecida de aquel evento, pues, a la aparición de la antología que comento, se ha unido la publicación de otras tres selecciones antológicas: Sublevación inmóvil y otros poemas , edición no venal preparada por el autor; Ávida vena , con edición y breve introducción de uno de los más destacados y brillantes conocedores de la obra del leonés, como es Miguel Casado; y Antología poética , preparada por otro destacado especialista en la obra gamonediana como es Tomás Sánchez Santiago. Esta última selección, más breve y convencional en su ordenación que Sílabas negras , ha estado «presidida —tal como puede leerse en la sustanciosa «Introducción »— por la presencia de recurrencias de todo tipo […] que dejen esa sensación de unanimidad, más que de unidad, en esta escritura poética».

Las palabras que siguen a continuación son el resultado de una lectura detenida tanto de la obra gamonediana tal como se presenta en Sílabas negras como de la lectura que de ella han realizado los antólogos. Quiere ser, a su vez, una lectura de la escritura de Antonio Gamoneda en su conjunto.

II

En el Fedro, Platón trae a colación, en un diálogo en el que se discute sobre la adecuación de la escritura a la palabra dicha, el problema de los «logógrafos» (aquellos que escribían discursos y los vendían en los tribunales) (257 c-d), y plantea, por boca de Sócrates, la historia de Theuth y Thamus, en la que el primero indica a la divinidad que el conocimiento de las letras, y, por lo tanto, la palabra escrita, «se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría» (274 e). La palabra escrita como pharmakon anuncia, como bien apuntó Derrida (5), la incompatibilidad entre escritura y verdad en la epistemología platónica, pero garantiza a la filosofía (a la palabra escrita) la adversidad inagotable de lo que la constituye y la infinita ausencia de lo que la disuelve; sólo la palabra escrita, el discurso diferido que envuelve la filosofía, seduce; sólo el texto escondido que porta Fedro puede hacer salir a Sócrates, en un sentido literal y metafórico, más allá de los límites de la ciudad, donde él encuentra habitualmente el saber. Pero, como refiere la divinidad egipcia en el relato evocado por Sócrates, el conocimiento de las letras no es un fármaco de la memoria y de la sabiduría, sino que «es olvido lo que [éstas] producirán en las almas de quienes las aprendan», y no transmitirán verdad, sino la simple apariencia de ésta, un recordatorio; no producirán la verdadera anamnesis , sino la hipomnesis . «El que piensa —dice Sócrates más adelante— que al dejar un arte por escrito […] deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad»; porque con la escritura sucede, a los ojos del pensador griego, lo mismo que con la pintura, que «sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios». Las palabras escritas «necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas»; necesitan siempre la presencia de la autoridad que las enuncia (el quién y el dónde), del padre del logos , porque, en caso contrario, se convierten en palabras sin origen, sin objeto y, por lo tanto, carentes de sustancia, carentes de verdad.

En esa naturaleza dual de la palabra como fármaco insiste Platón en diversos lugares de su obra: la palabra que cura y la palabra que envenena; la escritura como plasmación de la memoria y la escritura como construcción del olvido; el valor salutífero de la palabra y su valor condenatorio, mortal; la palabra como evocación de lo ausente y como construcción de esa ausencia que trata de derogar; etc. Es esa dualidad implícita a la palabra escrita, concebida como pharmakon , la que subyace en buena parte de la escritura de Antonio Gamoneda y la que sustenta la raíz última de su obra, «un ‘corazón', para toda la aventura de representación finalmente puesta en pie por el poeta» (p. 62), porque, al fin y al cabo, «el arte es lenguaje paradójico», la palabra poética es ambivalente, paradójica en sí (evoca memoria y construye olvido), carece de identidad ideal, y consecuentemente de la formulación explícita de una ideología: «Yo viví las causas [de la poesía social] —declara el poeta en 1987— pero en mi poesía no hay proyecto social ni ideología». Lo que no implica que no exista «una fraternidad sin esperanza» (p. 344), una «solidaridad sin esperanza », ni que su intento sea el de «aniquilar todo realismo» (p. 68), mediante un proceso de visión y figuración que desrealice el mundo y difumine su efecto social, porque «el efecto social de una obra no se puede leer sencillamente en ella, sino que está determinado de modo decisivo por la institución en que funciona » . La palabra poética, el pharmakon , es ambivalente, carece de identidad sustancial, porque ella es el medio en que se realiza; ella, en términos derridianos, difiere la diferencia, es la diferencia de la diferencia. Ahí radica precisamente el núcleo de la escritura gamonediana que se condensa en su formulación en Libro de los venenos (1995), con lo que la pertinencia de la inclusión de algunos fragmentos en Sílabas negras queda plenamente justificada, tal como subrayan Amelia Gamoneda y Fernando R. de la Flor, en su potencialidad, como el diálogo platónico apunta, de formular palabras que sean «portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre» (277 a). La palabra poética como pharmakon , como veneno , formulada en el libro de Gamoneda, trasciende el concepto ideal de la verdad para formularse como una poética (y una epistemología) desde el lenguaje, que justifica su enunciación, puesto que, tal como señala el poeta en sus «Avisos y explicaciones» a su poesía reunida, «la ciencia médica arcaica ya no es ciencia sino poesía»; en consecuencia, apuntará en otro lugar, «no me importa otra verdad o mentira que el resplandor de la obra en dichas palabras». Es la palabra sin origen («despreciando prejuicios aún vigentes sobre la originalidad y la autoría de las obras literarias»), el lenguaje diciéndose a sí mismo («sólo sé lo que digo cuando ya está dicho»), la que adquiere entidad absoluta como veneno, en su doble dimensión, salutífera y mortal, dirigido tanto a «aquellos que viven con temor y sospecha» (por donde se apunta a uno de los asuntos centrales de la poesía gamonediana: el miedo, y la mentira y la traición como sus consecuencias [«el miedo era el alimento de mi patria, / el conductor de mi espíritu hacia una vejez en que la traición es utilizada como estiércol y la mentira trabajada hasta que hierve dentro de la boca», p. 116]) como a aquellos que «tomen causa preservativa que debilite la fuerza de los venenos y los haga impotentes »(con lo que enlaza con la dimensión crítica de su obra).

Por esa vía de la palabra como veneno viene a enlazar la propuesta gamonediana con una dimensión de la catarsis aristotélica, que, en una obra transgenérica como la del autor leonés, podemos transferir de la tragedia a la escritura poética. Como sabemos, la Poética (49 b) define la tragedia como la «imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, […] actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante la compasión (éleos) y temor (phobos) lleva a cabo la purgación (catarsis) de tales afecciones». El temor (phobos) surge ante lo inexplicable, y se define en la Retórica como «un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso» (1382 a), mientras que la compasión (éleos) es «un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece» (1385 b); la compasión surge así ante la inminencia de que lo que le ha sucedido a un semejante me pueda suceder a mí o a alguien próximo, mientras que, tal como señala la Ética Nicomáquea, «lo más temible es la muerte: es un término, y nada parece ser ni bueno ni malo para el muerto» (1115 a).

La catarsis adquiere así, en el contexto de la obra aristotélica, una dimensión terapéutica vinculada a la concepción de la palabra como pharmakon, como veneno, que hemos aducido: por un lado, una dimensión meramente terapéutica, por la que se produce la curación somática y anímica mediante la purificación de ciertos estados culposos (y ahí puede vincularse la dimensión de conciencia que subyace a toda la obra gamonediana); por otro lado, una dimensión mitridiática (derivada de Mitrídates Eupátor, rey del Ponto, una de las «autoridades» del Libro de los venenos), por la que se genera un proceso homeopático en que la palabra funciona de modo terapéutico preventivo. El arte, la poesía, en su vinculación con el sufrimiento y la memoria, es, para Gamoneda, «conciencia […] de progresión hacia la muerte», y, en consecuencia, señalará el poeta: «Implicar placer en la contemplación de ‘mis actos en el espejo de la muerte', ésta es la razón y la utilidad de mi poesía ». Así, la palabra poética, como pharmakon, apunta de un modo más concreto a esa dimensión mitridiática de la catarsis, señalando la sabiduría que otorga el conocimiento de la muerte, el veneno curativo mediante la adquisición de la conciencia en el lenguaje, y el efecto consolatorio que produce: «Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas / y vi la muerte más allá de la púrpura» (p. 405).

La dimensión mitridiática que hemos apuntado en la palabra como veneno-pharmakon en la obra de Gamoneda, permite entrever una dimensión actuativa de la palabra poética que enlaza indirectamente con la concepción brechtiana (más allá de la negación de la catarsis en el teatro épico del autor alemán) que el autor leonés adopta y adapta desde mediados los años sesenta, y que supone una respuesta al escaso papel que Sartre había otorgado a la poesía en su proclamación de una literatura comprometida («Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje», consideran «las palabras como cosas y no como signos»). En este sentido, puede resultar interesante recordar las palabras con que, en 1965, iniciaba el poeta una reseña de La ciudad, de Diego Jesús Jiménez, en el n.º 8 de Claraboya:

Caeremos en una crítica irreal cada vez que la poesía se ponga en cuestión abstractamente; cuando se aplique una valoración a la calidad escamoteando el sentido , o cuando se estime el sentido sin confrontarlo con la vida. La calidad es algo que no importa, es decir, que no tiene importancia entre los actos humanos, si no es adecuada, si no es real respecto de una forma de conciencia que también sea real respecto de la vida histórica y presente. De aquí que el poeta responsabilizado haya de realizar una constante conversión instrumental de su poesía si ésta ha de tener la dignidad misma de los «actos», si quiere participar de la naturaleza dialéctica de las cosas «que importan».

Tal como subrayará el poeta un año más tarde en el editorial del núm. 11 de la revista leonesa, se trataba, siguiendo el modelo brechtiano, de buscar una poesía que se instalase en la «acción», como el resultado de la relación dialéctica de la conciencia individual con el espíritu de la sociedad en un momento histórico determinado, que sustituyera las «significaciones imaginarias» por la «acción», que convirtiera al objeto poético en un instrumento de transformación social, instalándose en la realidad, dialogando dialécticamente con la realidad de la que viene a formar parte y transforma, en cuanto lenguaje, por cuanto que «el hecho no tiene nunca una existencia que no sea lingüística». Si, tal como había escrito el poeta en noviembre de 1963, a la luz del debate que se establece en torno a Poesía última , «la política no puede condicionar a la poesía hasta el punto de intervenir en su naturaleza», la «conciencia», entendida en su dimensión fenomenológico-existencial o en su dimensión histórico-solidaria, es el modo que tiene el «poeta responsabilizado » de transformar instrumentalmente su poesía para «participar de la naturaleza dialéctica de las cosas ‘que importan'», de encarnar en su poética «el pensamiento de la resistencia» (p. 135). Al fin y al cabo, la labor del poeta quedaba claramente expresa: «Mi canto está mal hecho / como esta verdad, que está mal hecha. // Hagan ustedes la verdad mejor» (p. 104). Y, así, escribe en unos versos que datan de 1964: «La poesía ya sólo / es conciencia que canta; / sólo el son que descubre / fraternidad» (18). «La única poesía, / es la que calla y aún ama este mundo», concluirá el poeta. Poesía como «conciencia que canta»; poesía como palabra «que calla y aún ama este mundo»: ahí se encuentra una distinción básica para la escritura gamonediana que le lleva desde el primer momento a establecer el espacio poético de la ausencia, del hueco, del vacío, de la desocupación, como el más propicio para su palabra: «Acaso entre tu mirada / y mi voz los muertos vibran» (p. 243). «La belleza no es / un lugar donde van / a parar los cobardes» (p. 293), es el resultado de un acto de conciencia, de un acto de voluntad que proclama su libertad; un acto doloroso que nace de la conciencia mortal («Únicamente porque muere, canta / mi palabra desnuda y retorcida», p. 286). En ese caso, la garganta «canta / pero extiende silencio», es la «palabra / que se adentra en los ojos»; pero es la falta de conciencia precisamente la que permite al bosque, en el poema que vengo citando, «vivir / siempre en belleza, nunca en libertad» (p. 221).

Es en esa poética de la acción surgida de una conciencia que canta en el silencio («la desesperación que no habla») donde se instauran las traducciones que, por estos años, lleva a cabo Gamoneda de los poemas de Nazim Hikmet (también «Tarareando a Nazim», p. 135) o los Negro Spirituals, pero también el proceso de experimentación de una escritura transparente que inicia y lleva a cabo Blues castellano : «Lo escribí yo con estas mismas manos / pero no lo escribí con la misma conciencia» (p. 103). Se trata de formular en esos poemas una «palabra transparente», como la que, según Barthes, había inaugurado Camus en El extranjero, pero para la que también podría evocarse el modelo del último Juan Ramón; una «escritura blanca, libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje», una escritura amodal, indicativa, instrumental y (aparentemente) inocente; un estilo de la ausencia, que reduce la escritura a un modo negativo, a la plasmación del vacío. «La geografía del final es blanca», había escrito el poeta, y en Sublevación inmóvil (1960) podemos leer unos versos proféticos: «Herido / de transparencia, mi / corazón se oculta en la belleza» (p. 409). «Cuestión de instrumento», al frente de Blues castellano , advierte ya el sentido de la nueva poética de la transparencia que formula el poemario: «Comprueben / la densidad y transparencia» (p. 103). Y la «transparencia», como imagen del silencio en el lenguaje y de la desaparición del sujeto enunciador en la escritura (el nombre de quien nombra), se convierte en un elemento reiterado en la poesía de Gamoneda: «Todas las cosas son transparentes: cesan las escrituras y cae lluvia dentro de los ojos» (p. 410), «mi nombre aumenta en formas invisibles» (p. 411), «El contenido de la edad son estos lienzos transparentes» (p. 413), «Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo» (p. 440), etc. Luz dentro de la luz («ya sólo hay luz dentro de mis ojos», p. 429; «una luz quieta y vacía», p. 430), escritura blanca («las ciudades blancas», p. 419; «las heridas blancas», p. 420) o escritura negra («sílabas negras», p. 368; «escribo sobre lápidas negras», p. 437), etc., manifestaciones simbólicas de una escritura que se concibe como desocupación, como «un territorio blanco abandonado por las palabras» (p. 417); estrategias de la desaparición, del borrado del «nombre», de la disolución de la identidad nombrada («Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí», p. 429), de lo que «no tiene rostro ni memoria en ti» (p. 425); plasmación de una «pureza sin significado » (p. 427), de un «yo» nombrado que «canta sin voz» (p. 437).

Invisibilidad, transparencia, pureza absoluta, la escritura en blanco sobre la página blanca, búsqueda de la luz dentro de lo invisible, desaparición, silencio, etc. Sí, «la geografía del final es blanca», pero su inicio radica en una estética de la negación. No olvidemos que la escritura transparente se reduce «a un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan a favor de un estado neutro e inerte de la forma». Por su parte, el mismo planteamiento brechtiano de la instauración de la poesía en la «acción», la inserción en la realidad de una utopía que comienza a realizarse en el momento de ser nombrada, plantea una estética de la negatividad, una Dialéctica negativa (como el libro de Th. W. Adorno en 1966), que hunde sus raíces en la escuela de Frankfurt, y que rechaza el automatismo reflejo de la crítica luckacsiana. Adorno había señalado, en este sentido, en 1957, que «en el fondo de todo poesía lírica individual se halla una corriente colectiva subterránea», y esa «corriente colectiva» ha de leerse, por lo tanto, en el envés de la expresión lírica, «como anticipo de una situación que rebasa positivamente a la mera individualidad». No es extraño, así, desde esta perspectiva, que aparezca ya en estos años en la poesía de Gamoneda un concepto tan característico de su obra, y vinculado a la estética de la negatividad, como es la retracción : «quiero olvidar todas las cosas / en el fondo de una respiración que canta» (p. 111). Más adelante, ese elemento decisivo en la obra del leonés, se formula de modo transparente en Descripción de la mentira (1977): «Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada hacia una especie maternal / y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio» (pp. 146-147). El tema de la retracción se vincula en estos versos con el olvido («me poseyó el olvido»), pero también con la memoria («mi fortaleza está en recordar»); con la búsqueda de la verdad pero también con el hallazgo de la traición («la verdad conducía a la traición»); con una regresión que implica la desocupación de un espacio y un tiempo concretos («Harías mejor abandonando, deshabitando un tiempo que se coagula en la dominación»), pero también un proceso de retorno en el lenguaje donde la palabra regresa a su silencio primigenio, donde «callar es negación» (p. 227).

Si, retomando la fábula socrática, la palabra escrita es fármaco de la memoria, lo es en cuanto ésta es plasmación del olvido; lo que la palabra escrita constata es una ausencia; lo que la memoria plasma es el olvido y, en consecuencia, «la realización del lenguaje coincide con su desaparición». Si la poesía es arte de la memoria, la lengua de la memoria, la escritura, es la que proclama precisamente su ausencia, la desaparición, el olvido: «El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido» (p. 299). La escritura se convierte, así, en la construcción del olvido («estoy atravesando olvido», «he creado el olvido», p. 415), en la crónica de la desaparición del sujeto que sólo existe en cuanto nombra; y, así, se convierte en testimonio de un tiempo en el que «la naturaleza de los cuerpos es fingir la existencia» (p. 347), de una identidad a punto de desaparecer en la negación histórica, porque, como bien señalan Amelia Gamoneda y Fernando R. de la Flor, «es la identidad de los hombres forjados en tiempo ido, lo que aparece amenazado en esa ‘aurora'» (p. 29) que se anuncia con la Transición; una existencia «entre dos negaciones» (p. 329). Más que poeta de la posesión , más que «poeta de la memoria», Gamoneda lo es, a lo sumo, de la pérdida (p. 22): su posesión es el vacío, la «huella», la «desaparición»; su memoria es la memoria del olvido, de la pérdida, de las preguntas sin respuesta, de la indagación. En la poesía del leonés, no hay construcción de la memoria, no hay nostalgia, lo que conllevaría implícitamente una dimensión elegíaca en su escritura, sino elaboración del olvido, de la pérdida, una «melancolía generosa» (pp. 53- 59), lo que dota a su escritura de una dimensión dialéctica y revolucionaria, construcción de una utopía sin esperanza, donde habita la carencia: «No hay nada más allá de la última profecía. Hemos soñado que un dios lamía nuestras manos: nadie verá su máscara divina» (p. 438).

No debe verse, por lo tanto, en esta poética de la negación, de la desocupación, que encarna la poesía de Gamoneda una dejación de la conciencia crítica, que sólo indirectamente se formula como ideología en la escritura. Más bien, al contrario. Ya Mallarmé había hablado de «l'écriture, qui relie le mot à son sens», y había añadido, inaugurando esa poética de la negación, que «le Verbe est un principe qui se développe à travers de la négation de tout principe». Gamoneda, «trabajador del sentido y del significado» (p. 71) («arden en mí los significados», p. 361), combina la dimensión visionaria de la poética mallarmeana con el materialismo dialéctico que sustenta la conciencia crítica, y lo hace apropiándose del principio activo que subyace en su poética de la negación; la escritura como «principio que se desarrolla a través de la negación de todo principio» se une así a una concepción lingüística: «cuando el oprimido sólo puede expresarse en la lengua del opresor, ésta se torna una lengua revolucionaria». O, en términos absolutos: «No recurriré a la verdad porque la verdad ha dicho no» (p. 144). Así, la escritura gamonediana subvierte la narración histórica oficial subvirtiendo su lenguaje y la lógica de poder de que éste es deudor; poniendo en evidencia la falsedad, que subyace en ese lenguaje y en el proceso enunciador que le da cuerpo; mostrando la mentira, puesto que la verdad ha sido usurpada y no puede hacerse presente fuera de su tiempo histórico, sino como ausencia, como hueco, como espacio desocupado, a lo que apuntarán con mayor profundidad Lápidas (1986), Libro del frío (1992) y Arden las pérdidas (2003). El lenguaje de la negación pretende, mediante la ruptura del orden narrativo impuesto, hacer presente el «relato omitido », pero lo hace desde la conciencia de su imposibilidad, de que lo único que puede ofrecer es justamente el eco de su ausencia, el vacío de su omisión. Pero, al mismo tiempo que cuestiona el lenguaje de poder, plantea la incertidumbre de la posibilidad de una formulación antitética; construye así, paradójicamente, una utopía sin esperanza, una profecía que conoce su fracaso, una pregunta que se sabe de antemano sin respuesta. De ese modo, sólo logra construir la destrucción, el vacío, la ruina y la ausencia, «amontona incansablemente ruina sobre ruina» mientras que el progreso lo desplaza de un pasado que ya no es, ni podrá ser suyo. No es extraño, así, que la oquedad se convierta entonces en un referente constante de la escritura gamonediana. Si la esfera es, en su modelo simbólico, el espacio de la intimidad, el hueco se convierte en el terreno de lo ajeno, del vacío, en el espacio desocupado. «El mundo es oquedad» (p. 254), leemos en Descripción de la mentira, y la memoria no es sino el intento de restablecer la oquedad, como leemos en Lápidas: «alguien prepara grandes sábanas // y restablece la oquedad» (p. 162).

La labor de la escritura gamonediana no es elaborar un espacio, ni tan siquiera constatar el vacío de su ausencia, sino desocuparlo, construir su desocupación, constatar el vaciado de lo que estuvo falsamente ocupado y ya es irremplazable. Su escritura no elabora un discurso habitable, sino la inhabitabilidad misma. Desplaza el discurso de la falsedad pero también la posibilidad de su réplica; es, en este sentido, un discurso refractario. La desocupación implica, así, el vaciado consciente del espacio ocupado, «un vaciamiento progresivo, […] una desaparición lentamente orquestada de la materia», que acaba haciendo visible el hueco de su desaparición.

Amelia Gamoneda y Fernando R. de la Flor han señalado que la obra de Gamoneda se concibe a partir de un momento como una «empresa de la desinterpretación» (p. 34), para subrayar el carácter de lectura de un relato usurpado que emprende su escritura consciente de su desplazamiento de un tiempo histórico inhabitable, que sólo puede dejar constancia de su desaparición. Si el tiempo histórico y su relato están presididos por el miedo y por el temor, como sustento falsificador del discurso de la verdad, hecho bajo su dominio, que lo torna en mentira, la empresa de desinterpretación actuará precisamente cuestionando los resortes del lenguaje que sustenta ese relato, e, implícitamente y a la larga, todo posible relato. La labor de desinterpretación desvela la falsedad del discurso de poder, pero no permite la instauración de un posible discurso de la verdad. El miedo sustenta tanto la narración de la historia («el miedo era el alimento de mi patria», p. 116), como la esencia última del narrador de ese relato («el miedo estaba en mí», p. 108), y su extirpación apunta a la disolución de todo discurso y de todo sujeto enunciador que cobrara realidad a través de él. De este modo, el relato de la memoria de lo usurpado sólo deja la constatación de su ausencia; la disolución del discurso de dicho relato apunta paralelamente a la desaparición del sujeto que tomó cuerpo en él: «La desaparición envuelve la ceniza de mi rostro» (p. 128), «la negación ha tocado mi cuerpo» (p. 308). De este modo, la labor de desinterpretación se radicaliza y la escritura gamonediana emprende un proceso de designificación, la construcción de la designificación del lenguaje y de su disolución, fundada en la inestabilidad significativa de las elaboraciones simbólicas, en la constante fragmentación del discurso, en el aprovechamiento de los elementos de la irracionalidad, en la reiteración isotópica de su escritura que logra con su redundancia hacer visible el espacio que desocupa, etc., en formas que muestran el desengaño, la radicalización del desencanto en el desgarro absoluto con respecto al relato de la realidad que se construye en esos años y con respecto a la narración usurpada de la historia inmediata. La pregunta sobre la identidad del sujeto que enuncia el discurso («¿Quién habla en ti, quién es la forma de tu rostro?», p. 308; «¿Quién habla en esta transparencia?», p. 347) construye precisamente la identidad de la pérdida, anuncia la inminencia de la desaparición («Creo en la desaparición», p. 362), de su disolución en el lenguaje (quien habla en esta transparencia), pero apunta también a la pérdida de la signicidad del discurso, del lenguaje que lo enuncia, e implícitamente a la disolución de todo discurso, de todo lenguaje: «ardemos / en palabras incomprensibles» (p. 329), «no estás en ningún lugar y hablas con palabras cuyo significado desconoces» (p. 334), «Ya / todo es incomprensible» (p. 369). El lenguaje se torna incomprensible, las palabras carecen de significado, los símbolos se diluyen y el relato desaparece: «la inmensidad carece de significado» (p. 193). Y precisamente esa carencia de significado de la palabra es su significado; la desaparición del sujeto que enuncia el discurso es su modo de aparecer, de existir en el lenguaje que lo niega; el desconocimiento es el aprendizaje que se ha realizado a través de ese periplo lingüístico; la desposesión, la pérdida es el gran hallazgo al final del viaje. Un discurso cuyo sentido se cuestiona a cada momento, cuyo significado es incomprensible, es el mejor modo de testimoniar una realidad histórica carente de sentido, sin finalidad; es, al mismo tiempo, el mejor modo de construir la utopía desesperanzada del lenguaje que la supere, donde, al final, sólo quedan las preguntas a punto de cesar («Van / a cesar todas las preguntas», p. 439), donde la única sabiduría adquirida es la del olvido («la única sabiduría es el olvido », p. 440).

Desplazadas de un tiempo histórico inhabitable, desaparecida la figura, el nombre, que les daba sentido y significación, las palabras responden a las preguntas con el más altivo de los silencios; la sabiduría alcanzada es la del olvido.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación