La proximidad de escritura y publicación de la autobiografía Vida secreta y la novela Rostros ocultos, las dos obras literarias más consistentes de Salvador Dalí, revela un interés por darse a conocer como escritor e incrementar su popularidad en una nueva faceta de su gran genio, ya reconocido internacionalmente como pintor o autor de cine surrealista. Tanto García Lorca como el padre de Dalí habían vaticinado que sería un buen escritor y Dalí así lo creyó, pues era bien consciente de su gran capacidad inventiva. Si duda, esta nueva faceta de su creación le supuso un gran esfuerzo, además de sacrificar durante meses su labor como pintor. A diferencia de Vida secreta, que la fue elaborando durante los años previos a su composición final de 1942, Rostros ocultos fue compuesta en un plazo de tiempo muy breve. Dalí quería escribir una gran novela y tenía que enfrentarse a un proceso narrativo muy diferente al de la escritura de una autobiografía. Por tanto, decidió encerrarse, en el otoño de 1943, durante cuatro meses en New Hamsphire, y someterse a una estricta disciplina de catorce horas diarias de trabajo hasta concluir su obra.
La recepción de la novela no estuvo envuelta en tantas polémicas como Vida secreta . A la mirada retrospectiva de Vida secreta, dominada por una moral contradictoria y muy personal, le sucedía una visión prospectiva transfigurada por la guerra, mucho más conservadora y aristocrática. Edmund Wilson [ 1 ] llegó a valorar la novela como decimonónica, desfasada y con graves defectos estructurales. Sin embargo, no supo apreciar la importancia que tenía en la construcción de arquetipos en torno a su tema esencial, el «cledalismo». Las reseñas de los años cuarenta parecían mostrar más interés en desvelar las fuentes en las que se había basado Dalí, que en valorar las claves de su temática central. Dalí se mostró muy sensible a esta cuestión y, antes de dar a conocer su obra, ya nos advertía en el prólogo que no estaba escribiendo «una novela balzaciana o huysmansiana. Contrariamente, es una novela estrictamente daliniana» [ 2 ] . No obstante, dada la afición de Dalí por estos escritores, resulta inevitable apreciar en los rasgos de su estilo la huella dominante de Balzac o Stendhal o la presencia de los ambientes decadentistas de Huysmans. También Dalí era consciente del carácter clásico de su novela, al declarar que, frente a la locura actual por la velocidad, había querido escribir una «verdadera novela» y, como guiño de falsa modestia hacia el lector, añade: «larga y aburrida», aunque a él nada le aburre jamás y «tanto peor para los que se hallan expuestos al aburrimiento». Se justifica ese carácter de novela tradicional, ajena a los nuevos planteamientos de James Joyce o Francis Scott Fitzgerard, por su deseo de que seamos capaces de «ir descubriendo gradualmente la belleza de los paisajes del alma que se cruza [ante nosotros, como sucedía] en los lentos viajes de la época de Stendhal». Pero este clasicismo, que también era paralelo al que se producía en su pintura, no debe confundirnos, ya que su novela es un ejercicio de contención en el que el autor no se deja arrastrar fácilmente por el desarrollo o la explicación de acciones secundarias que tanto lastraron la narrativa decimonónica. En Rostros ocultos, todo gira en torno al tema esencial de la novela y, como bien reconoce Dalí en el prólogo, «quienes hayan leído atentamente mi Vida secreta irán descubriendo prontamente bajo la estructura de la obra la presencia continuada y familiar vigorosa de los mitos esenciales de mi propia vida y de mi mitología» ( Rostros ocultos, p. 15).
Una estética de puras geometríasDalí parece seguir fielmente los postulados de Ortega y Gasset expuestos en La deshumanización del arte e ideas sobre la novela [ 3 ] , y en los que aboga por una nueva novela hermética, de tempo lento o moroso, de escasa acción y con pocas figuras, en la que prime la perfección y la técnica. El texto de Ortega nos sitúa en la órbita de la «novela pura», en la que Dalí, tal como le había vaticinado García Lorca en los años veinte, tenía que cumplir una misión literaria. Por tanto, parece que ha llegado la hora de dar cumplimiento al vaticinio de Lorca y reflejar, gracias a Gala que le ha servido de espejo, «las más puras geometrías de la estética de las emociones» ( Rostros ocultos, p. 7). Otra misión lorquiana que queda pendiente es la de «una ópera de gran originalidad» que, en el prólogo de su novela, anuncia y promete llevar a cabo, pero que finalmente no realizará.
Las bases programáticas de la estética de las emociones que Dalí aplica en Rostros ocultos se encuentran en la obra de Dalí Sant Sebastià que publicó en 1927 la revista L'Amic de les Arts de Sitges. Este texto debe mucho, por su proximidad de ideas y momento de escritura, a los planteamientos de Ortega y Gasset, con independencia de que se haya valorado como respuesta estética y sentimental al poema lorquiano «Oda a Salvador Dalí». El pintor opta por la «Santa Objetividad» que permite expresar el dolor y la agonía del santo por medio de instrumentos exactos de una física desconocida, que parece invitar a la astronomía. Entre esos aparatos de medida se haya un «Heliómetro para sordomudos», que se le presenta a Dalí en la imagen-visión déjà vu de San Sebastián, y que sirve para medir las distancias aparentes entre valores estéticos y sensuales puros. Esa misma opción por la «Santa Objetividad» es la que proclama abiertamente Dalí, tras la presentación de los personajes de su novela:
«Solamente queda, en consecuencia, para el fiel cronista, la tarea de describir sus órbitas físicas con la objetividad de un entomólogo, y las conjunciones de sus destinos con la frialdad matemática de un astrónomo» ( Rostros ocultos, p. 164).
Pero, en los años cuarenta, Dalí no se queda ahí y da una nueva vuelta de tuerca a su estética de las emociones y aduce, entre las razones por las que ha escrito su novela, «porque es más interesante, en lugar de «copiar la historia», anticiparse a ella y permitirle que intente imitar, de la mejor manera que le sea posible, lo que se haya inventado…» Y años más tarde, cuando escriba el prólogo de la edición española, manifestará con cierto orgullo: «la naturaleza imita a los artistas». Y no sólo los paisajes de Port Lligat y del cabo de Creus imitan a Dalí, sino también los pintores muertos hace siglos imitaban a Dalí o sus obras alcanzan un nuevo valor gracias a una «truculenta significación daliniana» que nadie sospechaba, en clara alusión al Ángelus de Millet.
De las ideas estéticas de Dalí interesa resaltar su visión de la obra de arte como propuesta que se hace a la naturaleza para que ésta la intente imitar, lo que implica una inversión de los términos tradicionales. Si en el prólogo de la edición española se muestra orgulloso de su teoría es porque reconoce que ha sido capaz de escribir un año antes «cuanto iba a ocurrir, con una versión enigmática de la muerte de Hitler que es la única que corresponde, al menos simbólicamente, con lo que pasó» ( Rostros ocultos, pp. 11,12). La realidad se hubiera acercado todavía mucho más a la ficción de Dalí, si Hitler se hubiera desplazado desde su búnker de Berlín a su «nido de águilas» de Berchstesgaden, tal como proyectó el 20 de abril de 1945, unos días antes de su muerte, para preparar una defensa wagneriana. ¿Conocería Hitler el final trágico que le había vaticinado Dalí en su novela?
Dalí sabía que el valor de Rostros ocultos no sólo radicaba en su capacidad de anticipación de hechos históricos, sino la también en su hermetismo, según la estética pura de Ortega y Gasset. Cuando apareció la edición española en 1973, ya se había especulado bastante sobre los dos protagonistas de su novela, pero en lugar de desmentir en el prólogo algunas de estas interpretaciones, el escritor ahonda todavía más en su hermetismo, reconociendo que sus rostros están «refinadamente encubiertos», por lo que anticipa gozoso que se seguirá especulando sobre ellos, y concluye con una enigmática voz que surge de las dunas de Ampurias parecida a la voz aceitunada de Salvador Dalí que pregunta: «¿No me conoces?, ¿No me conoces? ¡Gala!» De esta forma, parece desmentir una de las teorías que ven en la personalidad diabólica del conde de Grandsailles al Dalí joven y en la personalidad semiangelical de Solange de Cléda al Dalí coetáneo de la novela, y nos sugiere que valoremos también la presencia enigmática de Gala.
El rostro que avanza enmascarado Los rostros se nos ocultan y la vida de Salvador Dalí se nos presenta como secreta, pero no resulta difícil desvelar parte de su enigma si relacionamos el lema utilizado en Rostros ocultos con la explicación que nos ofrece Dalí en su autobiografía sobre el carácter «secreto» de ésta. El lema de Descartes Larvatus Prodeo, traducido en la reciente edición de Destino como «camino enmascarado», no nos ayuda a nuestro propósito clarificador, como sí lo hace la versión que nos ofrece Ian Gibson de «avanzo enmascarado» [ 4 ] , pues nos sitúa en la órbita de Gala, vista por Dalí como «la que avanza», al igual que La Gradiva de Wilhelm Jensen, estudiada por Freud en 1907. Si para Dalí la que avanza es Gala, él también puede avanzar enmascarado en ella. Adquiere así pleno sentido la confesión que en Vida secreta nos hace Dalí:
«Yo poseía el secreto de permanecer secreto. Gala poseía el secreto de permanecer secreta dentro de mi secreto. A veces la gente ha pensado haber descubierto mi secreto; pero esto era imposible, pues no era mi secreto sino el de Gala.
(...) en vez de endurecerme, como lo proyectara la vida, Gala, con la saliva petrificadora de su fanática abnegación, consiguió construir para mí una concha para proteger la tierna desnudez del ermitaño que yo era, de modo que, mientras con relación al exterior tomaba cada vez más el aspecto de una fortaleza, dentro de mí mismo continuaba envejeciendo en lo blando y lo superblando» [ 5 ] .
Como el cangrejo ermitaño, Dalí encuentra en Gala la concha protectora que le permite avanzar, son dos rostros que confluyen como anteriormente habían confluido los rostros de Lorca y Dalí, en las imágenes dalinianas de 1927, y también en las dos parejas protagonistas de Rostros ocultos . Si Veronica, uno de los personajes de la novela, deseaba imaginar el rostro de Baba cubierto por un casco, «lo único que tenía que hacer era poner su propio rostro en lugar del de él; pues ella… era él» ( Rostros ocultos, p. 212) En la otra pareja se da más claramente la visión abnegada de Gala al aceptar Solange de Cléda convertirse en lo que el conde Grandsailles podría haber amado, convertirse en su selva, en la Dame de su escudo heráldico.
Esta múltiple confluencia de rostros, que aporta cierto hermetismo a la novela, procede del interés que sintió Dalí desde su juventud por el mimetismo de ciertos animales con su medio, especialmente su atracción por el Phyllomorpha laciniata, conocido popularmente en Cataluña como morros de cony, el cual le servía de entretenimiento para hacer gala de sus supuestos poderes taumatúrgicos, otorgando vida y movimiento a las hojas de arbusto con las que se mimetiza este insecto [ 6 ] . Pero ese interés por el mimetismo no es meramente anecdótico en la novela, sino que se convierte en el elemento clave que explica la fusión que se establece en su epílogo entre las figuras de Hitler y la del conde Hervé de Grandsailles, y en el deseo de ambos de perpetuarse, ya sea en la sangre de su pueblo o en la de su «llanura iluminada», la llanura de Creux de Libreux, que significativamente da título a los capítulos inicial y final de Rostros ocultos . Esa llanura, que simboliza la herencia que se perpetúa y mejora merced el sacrificio de Solange de Cléda, se asocia fácilmente con la llanura luminosa del Ampurdán. No obstante, en el caso de Dalí, su deseo de mimetismo se centra especialmente en el cabo de Creus: «Estoy convencido de que soy el propio cabo de Creus y de que encarno el núcleo vivo de ese paisaje. Mi obsesión existencial es mimetizarme en cabo de Creus, constantemente. Soy como él, una catedral de fuerza nimbada de delirio onírico» ( Confesiones inconfesables, p. 464).
Las concomitancias entre el conde de Grandsalles y el propio Dalí son numerosas, pero también se dan en otros personajes de su novela, lo que puede generar una cierta confusión entre aquellos que se esfuerzan por establecer paralelismos absolutos entre personajes de ficción y personas concretas del entorno de Dalí. Todos los personajes giran en torno a los mitos dalinianos, desdoblándose y adquiriendo personalidades antagónicas para reforzar al tema central de su novela. Carece, pues, de sentido buscar a un personaje que represente a Gala o a Dalí específicamente, ya que ambos se han mimetizado en un solo rostro, el cual a su vez puede estar representado por varios personajes o por las distintas máscaras que adoptan algunos de ellos.
Los distintos rostros de Dalí a través de sus personajes Los seis personajes de Rostros ocultos, que fijan los lazos sentimentales de la novela, se nos presentan como insectos variados; pero el novelista, convertido en entomólogo, considera que al lector le será fácil «penetrar en la profunda realidad de cada uno de los protagonistas de esta novela y por medio de una sola mirada, imaginarlos por espacio de unos pocos segundos iluminados por una misma llama…» ( Rostros ocultos, p. 164). Los seis protagonistas estrellan el cielo sereno de la novela, bajo el signo de Tauro, el signo del zodiaco de Dalí, y su fin no es otro que perpetuar el eterno mito del despertar de las Pléyades y que, según la nota que Dalí coloca al pie de página, inmortalizó Arthur de Gobineau en Les Pléiades, en 1874.
La cita a Gobineau no es casual en este momento de la novela, pues tiene que ver con las tres parejas de personajes y con la ideología implícita en la novela. Este escritor y diplomático francés de ideas aristocráticas había publicado sus teorías sobre la superioridad de la raza aria a mitad del siglo xix y creía firmemente en que la raza creaba cultura y no a la inversa, mostrándose preocupado por la degeneración de las razas como consecuencia del desarrollo de los imperios. Quien mejor encarna las ideas de Gobineau en la novela sería el conde Hervé de Grandsailles que, a su vez, se asemeja mucho al Dalí de los años cuarenta. Basta con comparar los rasgos personales de ambos en la novela y en los textos de Vida secreta o de Confesiones inconfesables para observar la coincidencia de pensamiento y temperamento, su actitud aristocrática, su frialdad calculadora de acontecimientos y entrevistas, sus múltiples rostros, su distancia afectiva —valorada por Ian Gibson como impotencia masculina y tema central de la novela [ 7 ] — o su interés por los tratados de demonología, de pócimas afrodisiacas o filtros de amor, junto con los textos más científicos sobre física o biología. Entramos en la biblioteca de Grandsailles y es como si entráramos en la de Dalí [ 8 ] .
El retrato que tenemos de Dalí en el conde Hervé de Grandsailles es el que se correspondería con un momento histórico, el de la escritura de la novela. Si queremos ver los rostros anteriores de Dalí, tenemos que fijarnos en otros personajes, especialmente en el capitán John Randolph, cuya personalidad suplanta Grandsailles de forma rocambolesca y casi inverosímil en el escenario norteamericano de la novela, y en el personaje femenino que encarna la joven Betka, nombre muy próximo al de Belka (ardilla en ruso) que Dalí aplicaba a Gala. Al igual que a Dalí, la guerra española transforma la visión y los ideales de Randolph, el brigadista internacional americano que participa como aviador en la contienda. La guerra lo está haciendo católico y cree «una vez más en las indesarraigables fuerzas de la tradición y la aristocracia» ( Rostros ocultos, p. 247). Este proceso se había iniciado en Dalí en octubre de 1934, cuando asiste a las revueltas que se producen en Barcelona con motivo de la proclamación del Estado Catalán dentro de la República Federal Española, pero se intensifica aún más durante la guerra con las noticias que le llegan de sus familiares y amigos torturados o muertos a causa de la incivil contienda.
Si Raldolph representa la evolución ideológica de Dalí en los años treinta, en Betka vemos al Dalí joven y tímido que comparte experiencias con sus colegas de la Residencia de Estudiantes en los años veinte. Muchas anécdotas que señala Dalí en su Vida secreta tienen su correlato en las vivencias de Betka, la joven estudiante que vive deslumbrada el mundo parisino. En la novela asistimos al juego seductor entre Veronica y Betka, muy próximo al que debió darse entre Lorca y Dalí, aunque la anécdota sobre el reembolso de los gastos de envío de un telegrama que produce cierto equívoco entre las dos está descontextualizada. Betka y Dalí se ven repudiados por su familia y tienen que aceptar la ayuda de amigos ocasionales —Veronica en la ficción y Emilio Prados, con toda probabilidad, en el episodio de la Vida secreta (p. 715)— para poder sobrevivir unos días, mientras llega la respuesta a sus peticiones telegráficas. El equívoco, resuelto más tarde, se produce cuando ambos reciben de manos de sus amigos el recibo del telegrama ya pagado, en lugar del anhelado billete de 500 francos o de 50 pesetas, lo que induce a pensar en una reclamación de la deuda pendiente más que en la concesión de un préstamo. También Betka y Dalí se encuentran en la calle con un tullido sin piernas que, a pesar de su apariencia pordiosera, Dalí intuye que esconde una fortuna ( Rostros ocultos, p. 144; Vida secreta, pp. 797-798). Por tanto, Betka representa un momento en la carrera de Dalí, en la que éste se siente acuciado por el dinero e intenta abrirse paso entre la sociedad parisina.
Recreación de mitos: hacia una nueva teoría pasional Más allá de las posibles identificaciones de los personajes de la novela o de los episodios que jalonan este extenso relato daliniano, lo que interesa de Rostros ocultos es su elaboración de personajes arquetípicos con los que se recrean mitos tradicionales o se constituye una nueva teoría pasional. Es precisamente esa presencia vigorosa de los mitos esenciales de Dalí lo que otorga valor y permanencia a esta novela. El traductor de la versión inglesa, Haakon Chevalier [ 9 ] , reconocía como tema esencial de la novela «el amor en la muerte» o la recreación en clave moderna del viejo mito de Tristán e Isolda, que vivificó la opera de Wagner. Pero Dalí le otorga un nuevo valor al asociarlo con el mito trágico del Ángelus de Millet que él mismo elabora y que está representado en la pareja formada por Veronica Stevens y John Randolph/Baba. Veronica adopta en varias ocasiones la posición de ataque de la mantis religiosa pero, por si quedara alguna duda, Dalí lo explicita todavía más:
«Veronica y Baba se presentan como un par de insectos de los que por su actitud orante llama el vulgo mantis religiosa, en los papeles de Isolda y Tristán, respectivamente, devorándose de modo mutuo» ( Rostros ocultos, p. 164).
El mismo personaje femenino también aparece como intermediario de otro mito de gran relevancia en la novela, el mito de Leda, que está más directamente vinculado con la nueva teoría pasional que instituye la novela: el cledalismo, definida por Dalí como «placer y dolor sublimados por una absoluta identificación trascendente con el objeto», lo que supondría la síntesis y sublimación de sadismo y masoquismo, y completaría la trilogía inventada por el Marqués de Sade («Prólogo» a Rostros ocultos, p. 14). Tanto Veronica Stevens como Solange de Cléda hubieran deseado representar el mito de Leda, concibiendo sus hijos a partir de huevos «ultrablancos», símbolo de castidad, sin contacto físico y únicamente mediante la proximidad o el pensamiento de la persona amada, del Zeus mitológico transformado en blanco cisne. Esa sería para Dalí la pura concepción de Cléda. Si Veronica sublima su deseo en presencia del conde Grandsailles pues representa para ella el aviador Randolph, al que sólo pudo ver en una ocasión sus ojos, pues su rostro desfigurado estaba cubierto por un casco blanco; Solange de Cléda tendrá que sublimarlo en la distancia, imaginando que el conde de Grandsailles la visita mientras éste gesta a su hijo, con un océano de por medio, en el cuerpo de Veronica.
El cledalismo, además de proceder el nombre de Solange de Cléda que junto al conde de Grandsailles forman los arquetipos de esta teoría pasional y su proceso, encierra la clave «clé» de Dalí [ 10 ] y, por extensión, como ya he señalado más arriba, el secreto de Gala. El cledalismo practicado por la pareja Gala-Dalí entre sí, y no tanto con terceras personas, se eleva a carácter mítico en los rostros de los protagonistas de la novela.
El énfasis en el auto-sacrificio y el control pasional que propugna el cledalismo y que deben practicar los amantes para mantenerse en un estado de constante adoración, se aproxima mucho el proceso ascético que conduce a la unión mística. De ahí que Dalí mencione como un caso de cledalismo el libro del psiquiatra Pierre Janet De la Angustia al Éxtasis, en el que se abordan las neurosis del escritor francés Raynmond Roussel ( Rostros, p. 201) y que, años más tarde, en la década de los cincuenta, se interese por la estética del Renacimiento y por el misticismo español vinculándolos con el proceso ascético y con una epidermis protectora. Ante la belleza de renacentista de El Escorial o del templete de San Pietro in Montorio de Bramante, Dalí llegará a exclamar: «¡A mí el éxtasis! El éxtasis de Dios y del hombre. A mí la perfección, la belleza, que pueda mirarla a los ojos. (…) ¡a mí, santa Teresa de Ávila!», para a continuación reconocer que «hubiera podido convertirme en un asceta» ( Confesiones inconfesables, p. 604).
Su misión no era la de asceta, como bien reconoce, pero Gala y el cledalismo le han facilitado un «cuerpo dermoesquelético, sacando, como un crustáceo, mis huesos al exterior». Ese cuerpo punzante, como el del erizo de mar, o suave, como el del alcornoque heráldico en el que se convierte la Dame de su novela, se lo presta Gala mientras él avanza oculto desarrollando su genio en todos los frentes, sin descuidar el de la creación literaria, para constituirse en personaje mítico y arquetipo de su nueva teoría pasional.