A partir fundamentalmente de la publicación en 1819 de la Vida de Miguel de Cervantes de Fernández de Navarrete, se desata a todo lo largo y ancho del siglo XIX un auténtico fervor en torno al autor del Quijote , su vida, obra y milagros, pues se considera todo lo relacionado con Cervantes una cuestión de profundo calado dentro del mundo de la erudición, el pensamiento filológico y la creación literaria propiamente dicha. Así, junto a extravagantes y pioneros como Bartolomé José Gallardo en el primer tercio del siglo, encontramos en el otro extremo de la centuria nombres más sosegados y templados como Juan Valera o Miguel de Unamuno, que también habían declarado abiertamente su admiración y dejado testimonio impreso de ello en sus ensayos Sobre el Quijote y El caballero de la Triste Figura , por ejemplo. Y entre ellos nos encontramos con una larga nómina de escritores —José María Asensio, Eduardo Benot, Blanco-White, Cánovas de Castillo, Cayetano Alberto de la Barrera, Gil y Zárate, Juan Eugenio Hartzenbusch, León Máinez, Mesonero Romanos, la Pardo Bazán, Dr. Thebussem, Pereda, Quintana, Manuel de la Revilla, Blanca de los Ríos— que, con mayor o menor fortuna, ha venido reflejando una preocupación que traspasaba los límites de lo literario, lo filológico o lo novelesco, para trasladarse a los desquiciados territorios de lo obsesivo, rozando lo patológico. Efectivamente, el cervantismo como patología puede ser una buena explicación para comprender todo lo que sucede en torno a Cervantes en el siglo XIX y sus periferias cronológicas. Porque aunque el elevado número de ediciones y traducciones del Quijote desde su publicación haga incuestionable la aceptación general de la obra, también hay que hacer notar cómo a partir del siglo XVIII se inc reme nta, de forma más que considerable, el interés cervantino. Y, así, de las setenta ediciones del Quijote en el siglo XVII , se llega hasta las casi ciento cuarenta en el Setecientos, superando, con mucho, a las del Buscón, el Guzmán de Alfarache y el Lazarillo; todo ello sin contar las traducciones e imitaciones que del personaje encontramos en la mejor literatura de la época.
En cualquier caso, este caldo de cultivo del siglo XVIII constituye la base del espectacular desarrollo del cervantismo decimonónico y su iconografía como «poeta nacional», y aunque pueda resultar exagerado hablar de ideología cuando nos referimos a la actividad de estos escritores, no obstante, de la lectura pormenorizada de alguno de sus órganos de difusión —como es el caso de la Crónica de los Cervantistas de Máinez— se pueden extraer algunas ideas que dan cierta unidad a esta legión de textos. Una especie de exégesis cervantina que, a grandes rasgos, se desinteresa prácticamente por su teatro, centrándose en las Novelas Ejemplares , y sobre todo en el Quijote. Sin embargo, tras estas preocupaciones filológicas, se detecta que el verdadero núcleo del movimiento cervantófilo es el propio autor, su vida, sus opiniones, una peculiar visión del mundo que los cervantistas configuran a partir de sus obras.
Los trabajos que se reúnen aquí no pretenden sino un primer acercamiento a este vasto, extenso e inexplorado territorio a caballo entre la erudición filológica, la creación de una iconografía nacional y la ficción más enloquecida que, como si se tratara de una cómica venganza de Don Quijote sobre los lectores de sus disparatadas aventuras, se desata en torno a la obra y la figura cervantina, esencialmente, en el siglo XIX , pero de la que ya encontramos algunos elementos importantes en el siglo XVIII y que llega hasta los albores del siglo XX en las preocupaciones literarias de nuestros hombres del 98.