Un hecho común parece unir las reflexiones críticas de los colaboradores de este monográfico sobre Letras catalanas, hoy: el reconocimiento, como reza uno de los artículos que el lector tiene entre sus manos, de sus fortunas y adversidades. Yo mismo califiqué en su día el período vivido entre 1976 y 1986 como una década prodigiosa para la literatura catalana; década asimismo de transición, de reconstrucción ideológica, política y estética. El optimismo de mi diagnóstico estaba por aquel entonces auspiciado, claro está, tanto por la efervescencia vivida tras la dictadura como por la inevitable comparación con el estado en que tuvieron que vivir las letras catalanas durante el franquismo, condenadas a una especie —decía— de catacumbismo o cantonalismo vigilados. Lo que ha venido después en términos políticos y culturales —lo ponía ya de manifiesto J. M. Ribera Llopis en 1990— «ha ido de la euforia al desencanto ideológicos en torno a las expectativas levantadas por la transición política, para conducir finalmente al actual pragmatismo en el que se vive» («Literatura catalana, 1970-1990», RFR , 9, 1992).
En ese pragmatismo confluyen valores exógenos y endógenos no siempre de fácil conciliación. En España, el equilibrio práctico de su realidad plurilingüística y pluricultural dista mucho de acometerse en un plano de igualdad. La diglosia sociolingüística sigue campando a sus anchas, y las voluntades políticas, tanto en el interior de Cataluña como en el exterior, dejan mucho que desear. Mientras esto no se acometa con valentía, el pragmatismo irá lastrado de esa realidad diglósica que, para decirlo claramente, no es sino el resultado de una realidad política: alto/bajo, lengua de primer grado/lenguas de segundo grado, cultura hegemónica/culturas subordinadas. A todo ello hay que añadir los nuevos valores sociológicos y literarios instalados en el mundo occidental: las relaciones entre producción y profesionalización del escritor; la alternativa entre las letras catalanas como fenómeno de cohesión social o cultural y la asfixiante globalización; las estructuras mercantilistas que mueven la rueda editorial; la pérdida de valor de la literatura como argumento de cambio sociopolítico o, si se quiere, como parte de ese motor ilustrado que movió las utopías de los grandes relatos de la historia moderna. El lector encontrará en este monográfico algunos mimbres con que tejer un sucinto panorama de las letras catalanas de hoy, en el año en que la cultura catalana y su literatura se dan cita en Frankfurt como invitadas de la Feria Internacional. Y, mejor aún, encontrará no pocas interpelaciones e interrogantes lanzados hacia el porvenir.
Si la mirada crítica sobre la historia literaria catalana y su periodización, y con ella la emergencia de los cánones literarios, parecen bastante claros hasta el primer tercio del siglo pasado, la cosa se complica cuando se trata de caracterizar los períodos más recientes de la literatura contemporánea. Es ahí, como indica Enric Sullà en estas páginas, donde «la selección es más difícil y por ello el riesgo de inclusiones o exclusiones muy discutibles », dada la provisionalidad de los posibles consensos, necesitados de una mayor distancia histórica para poder calibrar, en su justa medida, las divergencias ideológicas y estéticas.
Lo importante del artículo de Sullà es que nos acerca no sólo al listado de los autores y obras de la literatura catalana del siglo XX, atractivo siempre por su visibilidad, sino también —lo que resulta más significativo— a la gramática oculta (sociopolítica, cultural, estético-literaria, etc.) que los hizo posibles. A partir del análisis de la conocida propuesta de «un canon» para la literatura catalana elaborada por Joaquim Molas, propuesta dominante y casi exclusiva diría —sobre todo a través de su Història de la literatura catalana y la colección «Les millors obres de la literatura catalana»—, lo que pone de manifiesto la reflexión crítica de Sullà es la falta de alternativas, o dicho de otro modo: la ausencia de un dialogismo crítico sólido que contraste lecturas y proponga cánones alternativos. Un hecho que invita a la reflexión. Como el crítico apunta, si no hay propuestas alternativas, quizá sea «debido a la precariedad del sistema literario catalán como consecuencia de la larga etapa de la represión franquista y de sus secuelas socioculturales».
Si esa carga última apuntada por Sullà es inequívoca, no lo es menos que en la actualidad no han faltado voces desde perspectivas diversas, y algunas abiertamente confrontadas (J. Guillamón, A. Roig, X. Bru de Sala, A. Broch, M. Guerrero, S. Abrams…), que han abierto un flanco de debate. En los artículos de este monográfico dedicados a la novela, por ejemplo, tanto Àlex Broch como Joan Josep Isern ensayan, en palabras del primero, «algunas coordenadas de interpretación que expliquen el desarrollo que ha seguido la novela catalana en estas últimas décadas». Broch lo hace sobre autores dados a conocer en los años setenta («Generación de los 70»), nacidos la mayoría entre 1939 y 1955, mientras Isern se encarga de trazar dichas coordenadas en aquellos narradores nacidos a partir de 1955 («Generación de los 80»). Ambos críticos ensayan asimismo un canon de la narrativa catalana de los mencionados períodos, con sus correspondientes argumentaciones ideológicas y estéticas. Los diez nombres propuestos por el primero (E. Teixidor, B. Porcel, J. F. Mira, J. Moncada, J. Cabré, J. Coca, B. Mesquida, C. Riera, Q. Monzó y M. de Palol) tienen su continuidad en los quince del segundo (V. Villatoro, LL. A. Baulenas, I. Monsó, J. M. Fonalleras, S. Pàmies, E. Màrquez, D. Castillo, M. Serra, Vicenç Pagès, A. Sánchez Piñol, J. Puntí y F. Serés, además de tres nombres que se sitúan «en la órbita de las esperanzas del futuro», L. Bosch, P. Guixà y M. Comes). Sus lecturas ponen al descubierto no pocas claves distintivas de dicho panorama: «la necesidad de revisar narrativamente el pasado más allá de la herencia recibida y del testimonio directo de quienes fueron sus protagonistas», en clara revisión de la memoria personal respecto a la memoria colectiva; las contradicciones latentes entre el medio rural y la ciudad, sus transformaciones en términos sociopolíticos, económicos y migratorios, con el consiguiente cambio en el paisaje exterior e interior; el posicionamiento conflictivo del individuo moderno confrontado al paisaje urbano y la sociedad postindustrial, es decir, frente a esos no-lugares desleídos de vínculos identitarios, fragmentados y volcados hacia la globalización, que con tanto acierto estudió J. Guillamón (La ciutat interrompuda , 2001).
En ese marco ha jugado un papel decisivo la narrativa escrita por mujeres. El análisis crítico de Lluïsa Julià no olvida ni el legado de escritoras ya desaparecidas, fundamental en la literatura catalana reciente (M. A. Campmany, M. Roig, M. M. Marçal…), ni la (re)construcción de sentido que acompaña el quehacer de las autoras y obras actuales más representativas. Todo ello, en cierto modo, como réplica a los enormes vacíos con que al historiar dicha literatura se ha obviado, silenciado o reducido a un marbete accesorio su presencia. Y precisa: «Se rompió ya la idea de una verdad esencial, única para la mujer y, en consecuencia, la identidad femenina se formula múltiple, compleja y contradictoria.
Una evolución que se produce a la par de la evolución de los estudios sobre el feminismo que nos han llevado a un nuevo paradigma; hoy ya nadie discute su pluralidad, las distintas formas de ser feminista frente al feminismo único de los setenta».
Uno de los ámbitos más recurrentes de la prosa catalana del siglo XX, intensos por su variedad y su calidad, así como por una implantación y tradición ampliamente asimiladas desde la publicación del Dietari d'un pelegrí a Terra Santa (1889), de Jacint Verdaguer, lo ocupan los dietarios. Llorenç Soldevila responde en su artículo a dicha realidad: «los dietarios son el género más innovador de entre todos los memorialísticos escritos por los autores catalanes». Los cincuenta y tres títulos aparecidos entre 1996 y 2006, diez de ellos en el año 2004, hablan por sí solos. Junto a la reedición de los maestros y la recuperación de los clásicos, se observan en estos últimos años algunas claves críticas dignas de mencionarse. Por ejemplo, las líneas de magisterio que en este terreno han ejercido, y ejercen, escritores como J. Pla y J. Fuster; o «la pérdida de peso específico —en palabras de Soldevila— de los textos memorialísticos dedicados a evocar los hechos trágicos de la guerra civil y de la posguerra», al tiempo que se presta una mayor atención a la mirada interior y a «la confidencialidad más íntima».
Pocos espacios literarios muestran tanta complejidad como el de la literatura infantil y juvenil catalanas. Tampoco en ningún otro espacio se vinculan, con tanta fuerza y a un tiempo, los intereses mercantiles, educativos y artísticos de una sociedad y una cultura como la catalana. La institución literaria no siempre ha conseguido un armónico balance de estos tres vectores de convergencia, como se deduce del artículo de Teresa Colomer. En dichas coordenadas se entrecruzan valores de homogeneización derivados de la cultura global. A menudo, «la relación escolar se mueve en un simple didactismo, sin proyección ni complicidad cultural, y las administraciones o la sociedad civil tampoco ofrecen soportes que contrarresten la presión de los grandes grupos editoriales beneficiando la existencia de un producto diferenciado». Los desafíos culturales en este campo parecen claros. ¿Cómo armonizar los proyectos de cohesión social con las fuertes presiones migratorias? ¿Cómo salvaguardar, o reconducir, la literatura «en una sociedad inclinada a las pantallas y al consumo efímero de la producción? Junto a fórmulas literarias clásicas en este campo —recreación del folklore, leyendas y canciones tradicionales—, emergen ahora, como apunta Colomer, nuevas relaciones ficcionales, fruto de nuevos retos sociales. Junto a nuevos soportes materiales (libro-audio, soporte digital, etc.) se afianza la «configuración de nuevas formas familiares y de sociedades multiculturales e interraciales» como instrumento de socialización y de comprensión del «otro»; o la intensificación de historias donde «predomina un mundo presidido por niños y niñas urbanos», fruto de estructuras familiares y culturales adscritas a la sociedad postindustrial (familias cambiantes, matrimonio/divorcio, diversidad étnica y cultural, etc.).
Apuntaba Enric Sullà en su artículo que el canon de la poesía catalana última, propuesto por E. Bou en la Història de la literatura catalana dirigida por J. Molas, se columpiaba en tres nombres: P. Gimferrer, N. Comadira y F. Parcerisas; hoy habría que añadir a M. M. Marçal, y los nombres de M. Martí Pol y J. Margarit, dos de los poetas más ampliamente potenciados por la institución literaria y por la deriva realista de los últimos años. Habrá en el futuro inmediato que estudiar, en paralelo, la cortina de humo que acompaña, ocultándolos, a poetas de tenor tan extraordinario como J. V. Foix, S. Espriu, J. Vinyoli y J. Brossa. En la ladera de la poesía catalana actual, se observa un fenómeno homologable al resto de poesías escritas en las distintas lenguas de España. En las dos últimas décadas, como precisa Francesc Calafat en su artículo, «las radicalidades se reducen: una literatura más calmada, de meditación sobre la inmediatez y la intimidad, comienza a ganar espacio y seguidores». Lo de las radicalidades apunta, con acierto, a buena parte de poetas catalanes de los años setenta, preocupados por la «inmersión en la tradición propia para conocer las potencialidades del instrumento poético». Permeabilidad, expresividad creacionista y asimilación de la tradición moderna de la ruptura fueron entonces sus divisas más socorridas. Por el contrario, desde mediados de los años ochenta se vuelve a la intimidad privada, al realismo de tono menor y a una expresividad basada en el recurso idiomático de lo estrictamente cotidiano. Sin duda, en esa vuelta de tuerca juega un papel importantísimo —pensamos nosotros— eso que Lyotard calificó como la desaparición de los grandes relatos ideológicos y sociopolíticos de la modernidad, y la emergencia postmoderna, en su lugar, de una pulsión del deseo que se agota en el pragmatismo, en las luces de neón del neocapitalismo postindustrial, en el individualismo o el sentimentalismo fácil, y en una afección que a menudo confunde la sencillez con la banalización y la trivialización expresivas. Quizá sea la palabra poética donde, con mayor claridad, hayan tomado cuerpo ciertos lugares de resistencia frente al dominio omnipresente de la sociedad del espectáculo. Como expone Manuel Guerrero en su artículo, «el proceso de pérdida de prestigio de la poesía en el conjunto de la literatura y de la sociedad catalanas» contrasta con «la vivacidad del panorama poético en todos los territorios de lengua catalana», con propuestas tan distintas como distantes. El itinerario trazado por Calafat y Guerrero sopesa —sin caer en dualismos estériles— dichas propuestas, recorriendo la cuerda que tensa el arco de orientaciones varias y sus interrelaciones, que las hay y muy significativas.
«¿Qué ha sucedido para que el teatro catalán —autores, creadores, obras, montajes— haya alcanzado en 2006 una situación y un estatus más que satisfactorio en el mundo teatral de Occidente?». «¿En qué condiciones y con qué medios se ha desarrollado la evolución global del teatro catalán desde 1975?». A estas preguntas, entre otras cuestiones más pormenorizadas y no menos complejas, trata de dar cumplida respuesta Enric Gallén, en un trayecto que analiza tanto la dramaturgia multidisciplinar y no textual como la de carácter textual. Precisamente esta doble condición es llave maestra de su lectura, habida cuenta de la enorme importancia que en el teatro catalán de los últimos treinta años han tenido grupos y compañías que «cifran la significación de sus montajes en el hecho espectacular, al que subordinan la palabra o el texto». Esos árboles, indiscutibles (Els Joglars, Comediants, Dagoll-Dagom, Tricicle, La fura dels Baus, La Cubana), no pueden ni deben ocultar un bosque cuya riqueza, a la luz del artículo de Gallén, esconde un largo trayecto aquí desvelado que confluye en esos cuatro nombres señeros de la literatura dramática actual: J. M. Benet i Jornet, S. Belbel, J. Galceran y LL. Cunillé.
No podía faltar en este monográfico el enorme papel jugado por la traducción en el asentamiento del actual estatus de la literatura catalana. Como explica Francesc Parcerisas, «la traducción ha sido, prácticamente desde la ideología romántica de la Renaixença del siglo XIX, una voluntad de recuperación, un deseo (y una necesidad) de subsanar una tradición endeble o inexistente, y en etapas posteriores un ejercicio de normalización, aprendizaje y contraste». Sin ella no puede explicarse en su totalidad el fortalecimiento del sistema expresivo y literario propio. El balance de Parcerisas, pleno de matices y sugerencias, parte de las obras fundacionales del siglo XX para llegar al estado actual de la traducción en lengua catalana, pasando por su ominosa situación durante la dictadura. No cabe duda de que en las traducciones reside una buena parte del prestigio y de la función restauradora de la edición catalana. Muchos de los grandes nombres de la literatura catalana del siglo XX contribuyeron con traducciones ejemplares —C. Riba y su traducción de L'Odissea , por ejemplo— a esa función restauradora; función que se intensifica a partir sobre todo de los años sesenta (M. de Pedrolo, M. A. Campmany, G. Ferrater, J. Vallverdú, C. Serrallonga, J. Arbonès, R. Folch i Camarasa, J. Sarsanedas…) y setenta (F. Formosa, M. A. Oliver, J. Fuster, J. Elías, S. Oliva, J. Fontcuberta, Q. Monzó, J. Llovet, V. Alonso…).
El cierre de este panorama —mirada sobre miradas, epítome y coda— no podía ser otro que la sutura del ojo crítico. Josep M. Sala-Valldaura analiza la compleja malla de contradicciones latentes en la crítica literaria catalana de los últimos años: el proteccionismo de las instituciones, las tensiones entre crítica militante y crítica académica, la posición del crítico frente a la tenaza de los intereses editoriales, el papel de los suplementos literarios, el desdoro intelectual de una función informativa y valorativa condicionada por el aluvión indiscriminado del consumo literario; la función de la crítica literaria, en definitiva, en el seno de un marco cultural donde la recepción crítica de las letras catalanas —desde la falta de revistas al ninguneo de espacio con que algunos diarios acogen la producción en lengua catalana— escasea cada vez más. De ese arduo camino, de sus fortunas y adversidades, nos habla el artículo de Sala-Valldaura.
Sirvan estas páginas como mera introducción al estado actual de las letras catalanas.
Su nervio, el verdadero pulso de esa cartografía para navegantes, late en las obras y en las voces que las siguen haciendo posibles, en un mundo, justo es reconocerlo, donde el futuro de las humanidades parece colgar cada vez más del hilo sutil de la invisible parca. Siempre nos quedarán, sin embargo, aquellas palabras de Bacon: «Las personas vanas e indolentes afectan despreciar las letras; los hombres sencillos las admiran sin tocarlas y los sabios las usan y las honran».