Cuando publicó su primer libro, Escalera de luna (1945), Elena Martín Vivaldi tenía 38 años y toda una vida de poeta por delante. Su vida de mujer se había despedido ya del guión elaborado por las normas sociales de la época. La revista Espadaña dio noticia de la aparición del libro, y no dudó en demostrar una vez más su despego de la moda garcilasista, criticando la abundancia de décimas y sonetos, el decorado de jacarandás y de rosas, y la perfección fría de las composiciones. El desasosegado existencialismo de Espadaña llevaba razón al anotar el formalismo limitado del libro. Pero entre los octosílabos y los endecasílabos de Escalera de luna asomaba ya la palabra de una poeta con voz real y mundo propio. En el “Soneto de la oscura morada”, Elena pedía “buscadme en el dolor”. La estrecha y segura senda de la vida se le había convertido en encrucijada. Sin estridencias, sin gritos, con la contención de la sinceridad y de los secretos, sus poemas iban a crecer en ese dolor, lejos del t reme ndismo afectado que caracterizó a algunos autores de Espadaña.
Sus poemas crecieron en la medida en que ella misma tuvo que buscar una identidad. Pese a recibir el apoyo de una familia liberal y a ser una mujer universitaria, de personalidad muy fuerte, las fronteras de la condición femenina eran estrechas y estaban bien perfiladas a principios del siglo XX, en una ciudad provinciana como Granada. Vivir como mujer significaba enamorarse, casarse, definirse en la compañía del otro y alcanzar la plenitud en el optimismo biológico de la maternidad. Un desengaño amoroso, y la falta de interés en reconstruir su futuro de acuerdo con los papeles fijados por los usos sociales, apartaron a Elena del guión que la mano de la historia había escrito para ella. Como suele ocurrir, debió encargarse entonces de escribir su propia vida, y lo hizo en forma de poemas descarnados, tan sinceros como serenos, sin piedad consigo misma y sin deseos de compasión ajena. Lo primero que tuvo que buscarse fue una identidad, porque su maniquí de mujer encaminada al matrimonio estaba desvestido para siempre. El primer gran libro de Elena , El alma desvelada (1953), da testimonio de esta búsqueda de identidad. En uno de los poemas de amor y desamor más conmovedores de la posguerra, “Presencia en soledad”, confiesa la raíz biográfica de su vacío: “Tú puedes decir que no, y esconderte, / tapiar todas las puertas, / suprimir las rendijas por donde intente, pálido, / filtrarse el sol desnudo de mi vida. / Tu puedes huir del fondo de mi sueño / y evadirte de la sincera magia del recuerdo imborrable, / mientras todas las manos se tienden al vacío”.
Una palabra serena, imaginativa, envolvente, en la estirpe de la poesía amorosa de Pedro Salinas, busca el revés del no y del sí, funde los sentimientos y la realidad, desborda al amante que ha sido capaz de negar por tres veces la memoria de una alianza y consolida, como ausencia, la verdad del amor. Esto supone aceptar que la intimidad se convierte en un abismo, en un hueco que debe llenarse con miradas alegóricas sobre la realidad y con ejercicios de sinceridad interior. Supone también la búsqueda de una identidad, que la poeta teje con los hilos de la soledad y la tristeza. No es que busque una identidad con tristeza y en soledad, sino que hace de la soledad y la tristeza una identidad, la condición propia del ser que se ha quedado vacío, al margen de los papeles previstos para su existencia. Sobrevivir, resistir, hacerse de nuevo, implica nacer del vacío, quedarse a solas con una misma. Queda siempre la alternativa de engañarse, de aceptar consuelos falsos. Pero la apuesta lírica por una sinceridad descarnada exige asumir la identidad de la tristeza. Elena no habla de un dolor trágico, de una agonía universal, de un desgarro cósmico. Se trata de una herida a la altura de un ser humano con nombre propio, de una mujer que ha sentido el abismo en su biografía. El poema titulado precisamente “Identidad” lo confirma: “Mi tristeza vive en mí, / y yo muero en mi tristeza. / Las dos tenemos la misma / desesperanza. Mi sangre / corre en sus venas ocultas;/ y yo siento sobre mí / el peso de su evidencia. / Las dos vamos preguntando / una por otra. Las manos / tocan los cielos perdidos / de nuestra doble constancia”.
La causa y el correlato de esta tristeza es la soledad, protagonista de los libros mejores de Elena Martín Vivaldi: El alma desvelada , Cumplida soledad (1958), Arco en desenlace (1963), Durante este tiempo (1972) y Nocturnos (1981). La interpelación del mundo exterior, con ecos de realidad histórica, brota con evidencia en Durante este tiempo . Pero la soledad individual sigue dominando el corazón de los versos solidarios. “Las ventanas iluminadas”, otro de los poemas más conocidos de Elena Martín Vivaldi, recoge la solidaria soledad de los que no pueden dormir, el diálogo silencioso e intuido de las horas arrinconadas del insomnio, los desvelos particulares de los que recuerdan, o temen, o sufren, alejados del sueño reparador. La luz en la ventana no sólo descubre una soledad, sino que teje, “de una ventana a otra iluminada”, una red de pensamientos desconocidos, enigmas, desvaríos, “huéspedes convergentes de tantas soledades”. Igual que un poema, la noche iluminada sugiere un territorio de soledades juntas.
La presencia en lejanía, o la amistad sin tacto, de los solitarios refuerza otra de las claves de la poesía íntima de Elena Martín Vivaldi: la interpelación en intimidad del mundo exterior. Sus versos se construyen en un diálogo personal con las calles, las plazas, los árboles, el mar, la luna, el paso de las estaciones, las obras de los poetas preferidos. Las alusiones al exterior forman parte de la alegoría creativa con la que Elena intenta edificar la identidad de su tristeza. Para entender esta red alegórica y paisajística, conviene tener muy claro que las anécdotas biográficas son sólo un punto de partida y están llamadas a adquirir una significación mucho más ambiciosa. La poesía habla siempre de algo más, porque un árbol es un árbol más la creación del sentido que disponga el poema. El hueco de la identidad, provocado por el desengaño amoroso, deja muy pronto de depender de una relación fallida concreta y acaba ampliando su radio de acción. Olvidado ya el gran amor, los versos de Elena Martín Vivaldi hablan de un amor inolvidable para aludir a la carencia, a la insatisfacción, a todo aquello que nos invita a la inquietud y que se niega a reposar en una identidad satisfecha de sí misma. El libro Materia de esperanza (1968) habla, desde luego, del hijo que no se tuvo y que según los papeles prefijados para la condición femenina es indispensable a la hora de presentar una existencia en plenitud. Pero desde ahí la poesía levanta el vuelo, o se sumerge hacia el fondo del mar, para hablar del deseo, de la voluntad creativa, de la pulsión de la propia escritura. La identidad triste, solitaria y poética de Elena Martín Vivaldi señala también hacia la fertilidad costosa de los que buscan una palabra, la primera palabra, la verdadera palabra que nos salvará del vacío y fundará la realidad: “Hay tantas realidades escondidas, / ocultas por la niebla de las horas sin tiempo. / Hay una, dos palabras, millones de palabras / que esperan la sorpresa de unos labios”.
La búsqueda de esta palabra domina los libros de Elena y parece inseparable de la edificación de su identidad. Sus versos convierten a la sinceridad más implacable en un recurso estilístico que conmueve y transforma a los poemas en ámbitos de secretos confesados, en el dominio de un ejercicio de sabiduría dispuesto a reconocer el insomnio, la melancolía, la insatisfacción, la soledad de una existencia “elenamente triste”. Lo único que se mantiene en medio de la sinceridad desolada, pudorosa, que no admite sobrecargas retóricas, es el deseo de contar, de sobrevivir en la búsqueda de las palabras, de responder a la interpelación del mundo con un entramado alegórico en el que la lluvia, la luna, los tilos, los amarillos ambiguos de la flor y del otoño, los meses del año, pasan a formar parte de su biografía transformada en escritura. La identidad poética de Elena Martín Vivaldi se edifica cuando la anécdota deja paso a la elaboración de un mundo lírico. Ya no se trata de un amor, sino del amor. Ya no se trata de un hijo, sino del mes de abril condenado a engañarnos. Esa es la razón “de su largo comercio con la luna”, que Elena confiesa citando a Jorge Luis Borges. También es la razón de que la lectura de los paisaje se confunda con la lectura de Juan Ramón Jiménez, de Pedro Salinas, o de Virginia Woolf en el poema “Otro domingo”: “Pero ya es noche. Escribo / -y estoy sola- y el mundo / gime. Existen calles, tráfico, / enamorados, gentes, / las ciudades”.
Fumaba mucho, y el humo convertía la mesa en la que estaba en un reservado. Era amable con los visitantes, pero guardaba la independencia de su vida y sus recuerdos detrás de una sonrisa. Los poetas de Granada han admirado con sinceridad la poesía de Elena Martín Vivaldi, tal vez porque la edificación de su identidad triste y lírica se llevó a cabo con pudor, sin el t reme ndismo que afectó a muchos de los versos aplaudidos por la revista Espadaña . La publicación de El alma desvelada en Ínsula, de Durante este tiempo en El Bardo y de la antología Las ventanas iluminadas en Hiperión, posibilitaron un conocimiento justo de la poesía de Elena más allá de las fronteras provincianas. Pero la sociedad literaria es olvidadiza, y hoy su obra está lejos de recibir la consideración que se merece. Por eso acierta Ínsula en la oportunidad de dedicarle una páginas de homenaje con motivo del centenario de su nacimiento.