Ínsula

Presentación: La vigencia de un clásico

por Alberto Montaner Frutos

Ínsula nº 731, Noviembre 2007

En mayo de 1027 concluía Per Abbat su copia del Cantar de mio Cid, quizá la primera vez que se ponía por escrito el poema épico castellano compuesto no mucho antes (entre fines del siglo XII y el alborear del XIII ). A falta de una fecha de composición más precisa, el hito que para su preservación supuso este manuscrito (que hoy conocemos sólo por una copia del siglo XIV , posiblemente de hacia 1330) es razón suficiente para que el presente año de 2007 se conmemore el octavo centenario del más antiguo de los poemas castellanos de los que conservamos en su formulación poética.

Elevado desde hace tiempo a la categoría de «mito universal», la figura del Cid alcanza su plenitud literaria con este texto, no muy largo para los cánones del género medieval, y que tiene aproximadamente la longitud de una de las obras representadas en los corrales de comedias del Siglo de Oro, lo que supone unas dimensiones bastante razonables en una composición orientada fundamentalmente hacia su difusión oral. El lector actual, privado de la voz del juglar, debe contentarse con la lectura silenciosa, no de otro modo a como debe hacerlo para acceder a nuestra tradición dramática (a falta de una vigencia en nuestros escenarios similar a la envidiable dedicación británica al teatro isabelino).

Ahora bien, incluso carente de su soporte auditivo y musical (no en vano pertenece al género de los «cantares de gesta»), el dedicado a Mio Cid tiene aún mucho que decirle al lector actual. Lamentablemente, la lectura de la obra en un marco eminentemente escolar lleva habitualmente aparejado el conocimiento previo del argumento del poema, lo que suele impedir al lector saborear adecuadamente su bien dosificada intriga narrativa, en torno a las desventuras del Campeador en el destierro, primero, y a propósito del poco halagüeño matrimonio de sus hijas con esos dos señoritingos cortesanos representados por los infantes de Carrión, después. Con todo y con eso, aún le queda al lector el noble y pausado ritmo de los largos versos épicos, la peculiar eficacia de las «frases físicas», como llorar de los ojos o hablar de la boca, la atávica redundancia de las expresiones formulares, como los epítetos épicos del Cid, el que en buen ora nasco y el que en buen ora cionxo espada (es decir, el que nació y fue armado caballero en los momentos más favorables, bajo los buenos auspicios de la fortuna).

Se encontrará también el lector con los sentimientos de desgarro del Cid al separarse de su familia en Cardeña, frente al júbilo de reunirse con ella en Valencia, dos mil versos después; la salvaje alegría del combate que desbordaba en una «sociedad organizada para la guerra», como adecuadamente ha sido descrita la de la España medieval; la singular amistad del Cid y sus hombres con el moro Avengalvón; la fina ironía que Ruy Díaz emplea con Rachel y Vidas, con el conde de Barcelona o con el rey Bucar de Marruecos, al que persigue, espada en mano, con la intención de «tajar amistad». Advertirá, en fin, con que, mucho antes de las road y la s trial movies que nos llegan de Hollywood, el anónimo poeta cidiano supo aplicar perfectamente la poética de los caminos y obtener la máxima intensidad dramática de un proceso ante los tribunales.

Sustentar la cultura a golpe de efemérides no es seguramente la mejor política posible, pues equivale al tantas veces repetido gesto de invertir hasta que se corta la cinta inaugural y se hace la foto del día, olvidando que las obras públicas y las instituciones exigen un mantenimiento. Pero bienvenidas sean las conmemoraciones si al menos sirven para recordar que existen ciertos personajes y ciertas obras dignas del aprecio perenne del lector y que, como en el caso de nuestro Cantar, exigen sólo el pequeño esfuerzo de acostumbrarse a la lengua medieval (lo que puede conseguirse gracias a las numerosas ediciones anotadas que hay en el mercado), para obtener un disfrute estético que, en una época en que la novela más o menos histórica está tan de moda, debería ser tanto más apreciado cuanto que lleva el sello de lo auténtico.

Repitamos, pues, al abrir este monográfico de ÍNSULA dedicado al Cantar de mio Cid, las palabras con que otro anónimo poeta, el autor del Carmen Campidoctoris o Himno del Campeador , en fechas no muy alejadas de las del poema épico, exhortaba a su posible público:

¡Ea, gentes del pueblo, jubilosas,

del Campeador oíd este poema!

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