Ínsula

La Literatura irreductible

por Antonio Monegal

Ínsula nº 733-734, Enero / Febrero 2008

«En el fondo, todo el mundo es más o menos comparatista », afirmaba Claudio Guillén en una entrevista publicada en La Vanguardia el 6 de octubre de 1988 , con ocasión de la celebración en Barcelona del séptimo congreso de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (SELGYC). Con estas palabras constataba un aspecto indiscutible de la experiencia cotidiana de la literatura: cualquier lector interpreta y evalúa el texto que tiene ante sí poniéndolo en relación con otros textos que conoce, por haberlos leído o por referencias indirectas, sin limitarse a los escritos en una misma lengua o a los que pertenecen a una misma tradición nacional. Del mismo modo, ningún escritor tiene en mente como modelo al producir su obra sólo las obras escritas originalmente en su lengua nativa. Así uno será más comparatista cuantas más conexiones pueda hacer con obras de tradiciones distintas a la suya. En este sentido el comparatismo es el marco espontáneo de acercamiento a la literatura. Cabe añadir que no se aplica únicamente a las tradiciones literarias, porque las referencias operativas para el lector y para el escritor pueden estar también en el cine, en la pintura, en la música, en la historia, en la política, en la prensa, en el paisaje, en la cocina o en el deporte. La lectura (porque el escritor también es un lector) no nos encierra dentro de estrechas fronteras, habitadas sólo por lo semejante, por otros textos pertenecientes a una misma filiación, como si uno no se tratara más que con su propia familia, sino que nos abre al mundo en su inabarcable variedad.

Sin embargo, la afirmación de Guillén describe algo más que el acercamiento espontáneo y habitual a la literatura. Cuando hablamos de literatura comparada nos estamos refiriendo no simplemente a una manera de leer, sino a una disciplina académica institucionalizada. La manera de leer como tal goza de buena salud, porque cabe argumentar que en el fondo no hay otra. Es el papel institucional, e intelectual, de la disciplina lo que está repetidamente sometido a discusión. Al postular el comparatismo como una práctica generalizada, Guillén reconoce implícitamente que lo que hace cualquier lector de literatura lo hacemos también al estudiarla, sea cual sea nuestra adscripción u orientación disciplinar. Aunque luego la investigación académica introduzca factores y exija destrezas y criterios que no están presentes en la relación que un lector corriente mantiene con el fenómeno literario (y que a veces no pasa necesariamente por la lectura), la manera de leer del investigador no puede ser por completo ajena a la experiencia de la literatura que tiene ese lector de a pie. Así ese comparatismo inherente se puede hacer extensivo a cualquier rama de los estudios literarios, al margen de las especificidades y especialidades.

He aquí la gran paradoja de la literatura comparada: una disciplina que defiende su especificidad haciendo bandera de un acercamiento a su objeto que no le es exclusivo y sobre cuyo objeto tampoco tiene el monopolio. Esta crítica la formuló ya Benedetto Croce en 1903 cuando dijo que un método de investigación no puede delimitar un campo de estudio, porque el método comparativo lo emplean también las distintas filologías. Para Croce no había diferencia entre historia literaria e historia literaria comparada, así que sobraba lo de ‘comparada'. Décadas después, con un objetivo opuesto, para defender la literatura comparada, René Wellek vino a decir algo parecido: el método de la comparación no es exclusivo de la literatura comparada, sino que se da en todo estudio literario y en otras formas de conocimiento.

Este sorprendente consenso entre personas que niegan la razón de ser de una disciplina y quienes la sostienen nos conduce a dos conclusiones aparentemente contrapuestas pero no excluyentes, y que a estas alturas de la historia deberían poder darse por sabidas: la especificidad de la literatura comparada no reside en esa comparación que tradicionalmente le da un nombre que induce a confusión y, por otro lado, las prácticas y orientaciones propias de la literatura comparada están también presentes en otros campos del estudio literario. Se puede ser hispanista y comparatista a la vez, como lo fue brillantemente el propio Claudio Guillén. Porque lo que caracteriza a la literatura comparada, tal como la definía Guillén, no es un método, sino un conjunto de problemas, una batería de preguntas más que la manera de contestarlas. Guillén compartía la visión de Harry Levin, quien decía que la literatura comparada, más que un campo, es una actitud, un punto de vista. Se trata ante todo de un compromiso con una forma de entender la literatura que reconoce su dimensión irreductible:

Llegados a la época moderna no sólo la unicidad de la literatura nacional —que sirvió primero de sustituto y refugio— es una engañifa. Hoy es irreductible la literatura a una tradición única, accesible tranquilamente al talento individual, como suponía T. S. Eliot. Es irreductible la historia literaria —al igual que las demás historias— a una sola teoría totalizadora. Es irreductible la literatura a lo percibido por el lector que se ciñe al análisis o a la descomposición de unos pocos textos solitarios. No se rinde la literatura a la angosta mirada del crítico monometódico y monoteórico; ni a la del perito en una sola época, un solo género. Es irreductible la literatura a lo que producen y enseñan un puñado de países del Oeste de Europa y de América. Ni puede tampoco reducirse a aquello que cierto momento y cierto gusto tienen por literario y por no literario. (Guillén, 1985: 34-35).

Esta cita constituye todo un programa para la expansión de los estudios literarios más allá de sus límites tradicionales. Sintetiza la amplitud de miras que caracteriza a la literatura comparada y pone de manifiesto su capacidad para permear otras modalidades de los estudios literarios. Según este diagnóstico, lo raro sería no ser comparatista. Llegados a este extremo, cabe preguntarse hasta qué punto está extendida está visión y qué ocurriría con la literatura comparada si todo el mundo estuviera de acuerdo con la misma: ¿conllevaría la consolidación y hegemonía de la literatura comparada o su disolución en otras especialidades y consiguiente desaparición?

Una posible respuesta se encuentra en un contexto académico y cultural muy distinto del español. En un reciente compendio de ensayos sobre el estado actual de la disciplina en Estados Unidos, elaborado en 2004 a propuesta de la American Comparative Literature Association (ACLA) y publicado dos años más tarde, el coordinador del proyecto, Haun Saussy, describe una situación próxima a lo que llamaríamos morir de éxito. Según Saussy, la literatura comparada ha ganado sus batallas y nunca ha sido mejor recibida en la universidad americana: las premisas y protocolos de la disciplina se han extendido a otros campos, la dimensión transnacional de la literatura, la interdisciplinariedad, el interés por la teoría literaria han encontrado acomodo institucional en cada vez más lugares, a través de departamentos y programas que pueden o no llevar la etiqueta de literatura comparada: «Se ha acabado la controversia. La literatura comparada no es sólo legítima: ahora lo frecuente es que el nuestro sea el violín que marca el tono al resto de la orquesta. Nuestras conclusiones se han convertido en las premisas de los demás» (Saussy, 2006: 3).

A la vez que hace este retrato triunfal, Saussy reconoce que la expansión intelectual no ha redundado en beneficios institucionales equivalentes. La literatura comparada se ha consolidado como forma de pensamiento y como impulso, pero lo ha hecho a costa de la identidad de la disciplina. La proliferación del modelo ha traído consigo una relativa fragilidad institucional, en la medida en que cualquiera puede adoptar las prácticas sin necesidad de considerarse comparatista, es decir, sin una particular lealtad a la disciplina y a las instituciones que la representan. Lo habitual en los Estados Unidos es que la mayoría de los miembros de los departamentos o programas de literatura comparada tengan a la vez un pie en otros departamentos, de inglés, literaturas extranjeras, cine, estudios afroamericanos, etc. Esta doble adscripción, justificada por el propio carácter de la literatura comparada, podría, sin embargo, significar que la denominación daba cobijo a especialistas con una dedicación sólo marginal al comparatismo. En el clima actual ni siquiera la doble etiqueta es necesaria para que la orientación exista, lo cual en cierto modo socava la necesidad de instituir o mantener un departamento específicamente consagrado a la disciplina, o por el contrario lo convierte en un paraguas genérico bajo el que cabe todo (y ahorra a la universidad costes administrativos). Otro de los colaboradores en el volumen, David Ferris, vaticina que, a la vista de las tendencias en la demanda educativa en Estados Unidos, en muchas universidades quedarán sólo tres departamentos dedicados al estudio de la literatura, Inglés, Hispánicas y Comparada, englobando este último a todas las lenguas y literaturas extranjeras que no pueden sostener un departamento autónomo. Es una predicción muy discutible, sobre todo porque el español dista de tener el prestigio cultural y el protagonismo en la política universitaria que requeriría una operación de este tipo, pero no deja de ser un síntoma de la preocupación por la pérdida de identidad de la literatura comparada.

Es esta identidad lo que siempre ha estado en entredicho, debatida incluso por los propios comparatistas. Saussy sugiere que «La fragilidad de la literatura comparada como institución y su éxito como conjunto de ideas se reducen a lo mismo: su falta de un objeto definitorio permanente, una posición entre y (metodológicamente hablando) por encima de las disciplinas con campos y cánones determinados, y una apertura a conexiones laterales y generalizaciones nomotéticas» (Saussy, 2006: 24). Esto es lo que la convierte, según Saussy, en una disciplina que ha de estar permanentemente atenta a los cambios en su entorno y a las condiciones de delimitación que la hacen posible, y examinar tales condiciones es el objetivo de los informes periódicos sobre el estado de la disciplina como el que él mismo ha coordinado.

Estado de la disciplina

La ACLA está obligada por sus propios estatutos a elaborar cada diez años un informe sobre los estándares de la disciplina, es decir, sobre en qué consiste ser un comparatista y qué formación requiere. El primer informe lo presentó en 1965 un comité presidido por Harry Levin, en 1975 el presidente fue Tom Greene. El informe de la década de los 80 no llegó a presentarse porque el presidente del comité quedó tan insatisfecho con los resultados que lo vetó. El siguiente encargo recayó en Charles Bernheimer, cuyo comité presentó en 1993 un informe muy polémico que fue sometido a debate en la convención de ese año de la Modern Language Association, con réplicas de K. Anthony Appiah, Mary Louise Pratt y Michael Riffaterre. Los tres informes de 1965, 1975 y 1993 se publicaron luego, conjuntamente con las tres ponencias del MLA y trece colaboraciones más que reflejaban posiciones diversas, bajo el título Comparative Literature in the Age of Multiculturalism . El informe Bernheimer ya no pretendía establecer estándares, sino que hablaba de la «misión intelectual de la disciplina», mientras que Saussy renunció por completo a redactar un informe unificado y se limitó a reunir una colección de ensayos sobre «el estado de la disciplina» y a añadirles siete artículos de respuesta. La saga de los informes de la ACLA es un retrato de las transformaciones y conflictos sufridos por la disciplina en el medio siglo más activo de su existencia y en el país más abierto a los cambios (y a la vez más susceptible a las modas). En cierto modo, es esta evolución misma la que define a la disciplina, porque como dijo el recientemente fallecido filósofo Richard Rorty (quien por cierto ocupó una cátedra de literatura comparada en Stanford), «las disciplinas académicas tienen historias, pero no esencias» (Saussy, 2006: 66).

En nuestro país la literatura comparada no está suficientemente institucionalizada como para poder someterse al requisito de las evaluaciones periódicas, pero tiene ya algo de historia. Hace casi veinte años del comentario de Claudio Guillén con el que empezaba este artículo y cuando ese plazo se cumpla, en otoño de 2008, la SELGYC se volverá a reunir en Barcelona para celebrar su décimo séptimo congreso bianual. Claudio Guillén nos ha dejado. La reflexión sobre su legado será uno de los temas de este próximo congreso, así que no estará en realidad ausente. A la vista de todos estos factores, parece una buena ocasión para hacer repaso y considerar el estado de la cuestión: ¿qué papel juega en España la literatura comparada?, ¿cuál es su estado de salud?, ¿se ha cumplido el programa? Son maneras indirectas de rastrear la huella que ha dejado la labor de Guillén tras su regreso a su país natal, aunque su aportación al comparatismo, español e internacional, en ningún caso puede medirse por la fortuna o infortunios de la disciplina, que estuvieron fuera de su control, sino que están en su obra y en su ejemplo.

Sin las pretensiones de los informes de la ACLA, porque no puede ostentar ninguna representatividad, este monográfico de ÍNSULA quiere contribuir a contestar las preguntas que acabo de plantear y al debate sobre el estado actual de la literatura comparada. He convocado a un grupo de especialistas que pueden hablar con conocimiento de causa, por su familiaridad con la literatura comparada en una amplia variedad de sus facetas, porque han publicado libros sobre el tema y manuales de introducción a la disciplina, porque han ocupado u ocupan cargos institucionales en los organismos representativos del campo, porque han sido o son responsables de proyectos de investigación comparatista, porque la abordan en su docencia. He invitado también a algunas voces de fuera, elegidas según los mismos criterios, porque es inconcebible analizar las condiciones de una disciplina, y menos aún de la literatura comparada, en un solo país sin tener en cuenta el contexto internacional. Se trata, también aquí, inevitablemente de comparar, buscar paralelos y medir distancias, y cada uno lo hace respecto a aquel marco de referencia que conoce mejor. Como dice Saussy, se podría llevar a cabo «un estudio comparativo de las tradiciones de literatura comparada» (Saussy, 2006: 9), es decir, de la definición y fortuna de la disciplina en diferentes países.

Hay pocos países donde la práctica de la literatura comparada tenga más razón de ser y más sentido que en España. Y hay también pocos países donde su implantación se haya retrasado más y haya encontrado más resistencias. Ni el ideario ni el modelo han arraigado. Tras las palabras de Guillén acerca del comparatismo que todo el mundo practica se ocultaba otra realidad de la cual él era muy consciente: esa forma tan extendida de entender y aceptar el acercamiento comparatista como una condición elemental del fenómeno literario no siempre llega a la universidad ni se traduce necesariamente en una forma de conocimiento cuya complejidad haga justicia a la complejidad de su objeto de estudio. En el fondo tal vez todos seamos más o menos comparatistas, pero no necesariamente se nos nota en la forma. Y sin la forma no existe la disciplina. La literatura será irreductible, y como tal puede llegar a experimentarla cualquier lector medianamente perspicaz, pero las instituciones académicas se empeñan en reducirla a parcelas manejables y encerrarla en compartimentos estancos. Todo lo contrario de lo que requiere como condición de posibilidad la literatura comparada.

Quizás uno de los mayores obstáculos institucionales para la implantación del comparatismo en la universidad española haya sido la estructuración de la misma según las llamadas ‘áreas de conocimiento', basadas en una concepción territorial de la especialización y en la noción de que el saber se puede subdividir. No se tiene en cuenta que lo que identifica una práctica disciplinar no es una denominación que seleccione una parcela de conocimiento como su objeto propio de estudio, sino que, tal como ha señalado Wlad Godzich, es la propia disciplina la que construye su objeto mediante sus prácticas cognoscitivas (1994: 276) y en consecuencia lo que la define son las preguntas y los problemas que se plantea. Las polémicas acerca de las etiquetas y de la distribución de los espacios de poder (por minúsculos que éstos sean a nivel académico) oscurecen el hecho de que el principal síntoma de buena salud de la literatura comparada sería la propagación sin limitaciones de una manera de entender la literatura y su estudio que se define por la superación de las fronteras, aun a costa de los riesgos que Saussy describe.

Pluralidad cultural

En el escenario español resulta aún más chocante este contraste entre las interrelaciones complejas que caracterizan la literatura y la fragmentación del modelo disciplinar mediante el que se estudia. La idea de que España es una nación de naciones es un tema de discusión política acerca del cual cada uno puede tener su propia posición, pero es indiscutible que el español es un sistema literario plural. En España conviven literaturas en varias lenguas, mientras que muchos países comparten el castellano como lengua literaria. Internamente, estas literaturas nacionales no se han desarrollado como compartimentos estancos, sino que ha habido múltiples contaminaciones, préstamos e influencias, sobre todo desde la cultura hegemónica hacia las periféricas. Es a la vez difícil hablar, sin connotaciones imperialistas, de una literatura nacional española que englobe a los países latinoamericanos, pero tampoco se entiende la literatura de esos países sin tener en cuenta que pertenecen a una tradición secular común. Así al hablar de la tradición literaria en castellano, más que una literatura nacional, deberíamos llamarla una literatura internacional.

A estos factores de complejidad interna del sistema literario español habría que añadir los que se derivan de su inserción en entidades culturales más amplias como la europea o, a escala peninsular, de la tan olvidada relación con la vecina literatura portuguesa. Esto que llamamos Europa no constituye propiamente una identidad, sino más bien una multiplicidad. Además cada vez resulta más evidente que todo país de acogida migratoria adquiere una dimensión postcolonial en su composición cultural. Lo que en Europa lleva tiempo ocurriendo, en España sólo se empieza a poner en evidencia en la última década. Hay que prever, por lo tanto, la posibilidad futura de que nuestro sistema literario dé cabida a la experiencia de la nueva inmigración y de la identidad cultural mixta, como ocurrió con los desplazamientos internos de otra época, porque dar expresión a la diversidad de experiencias humanas es una de las funciones de la literatura. Contaremos, si todo va bien y somos de verdad una cultura abierta, con escritores de origen marroquí, chino o ucraniano que se expresarán en alguna de las lenguas peninsulares pero cuya adscripción cultural estará desdoblada, porque de los hijos de la inmigración que se educan en nuestras escuelas seguro que alguno se dedicará a escribir en la lengua que allí aprenden, pero no por ello olvidará sus raíces familiares. Cuando la cuestión se plantea a propósito de Latinoamérica llama menos la atención porque lingüísticamente el sistema literario es el mismo, pero las diferencias culturales están igualmente presentes.

Estas dinámicas culturales ponen de manifiesto la necesidad de dotarse de instrumentos conceptuales adecuados para el estudio de interrelaciones que son en algunos casos nuevas y en otros simple repetición de procesos antiguos, porque la literatura siempre se ha alimentado de la circulación de otras literaturas y del contacto con otros discursos y formas de representación. Si bien es cierto que todo colectivo se reconoce en una tradición literaria propia, una tradición literaria no es exactamente una propiedad: no es del todo propio aquello que uno se ha ido apropiando de fuentes ajenas, ni aquello que aspira a ser compartido y puesto a disposición de los demás. La literatura comparada extiende este tipo de consideraciones a entidades de dimensiones diversas, para apreciar la interconexión entre los sistemas literarios, y por ello aporta un marco idóneo para abordar estas cuestiones. Muchos de los problemas que interesan a la literatura comparada están vigentes desde hace largo tiempo, pero lo cierto es que su complejidad y la de los sistemas de interacción cultural no hacen sino aumentar con la globalización económica y la aparición de entidades como la Unión Europea y de circuitos mundiales de comunicación como Internet. De ahí que la perspectiva supranacional sea, de manera irrevocable, cada vez más necesaria.

Transformaciones y refundación

La habitual resistencia al cambio de las instituciones académicas se ve tal vez exacerbada ante una disciplina que ha sufrido sucesivas transformaciones y se ha convertido de hecho en el espacio privilegiado de la renovación de los estudios literarios, en el umbral de acogida de nuevos paradigmas. Desde este punto de vista, cabe sostener que en la actualidad el estado de la literatura comparada es un termómetro del estado de los estudios literarios. El informe Bernheimer de 1993 fue particularmente polémico porque señalaba un vuelco radical hacia los estudios culturales, a tono con lo que llevaba una década ocurriendo en las universidades anglosajonas, y llegaba al extremo de afirmar: «Estas formas de contextualizar la literatura en los campos expandidos del discurso, la cultura, la ideología, la raza y el género sexual son tan diferentes de los viejos modelos del estudio literario de acuerdo a autores, naciones, periodos y géneros que el término ‘literatura' puede que ya no describa adecuadamente nuestro objeto de estudio» (Bernheimer, 1995: 42). Este tipo de afirmaciones provocaron réplicas acaloradas entre otros colaboradores del volumen, en defensa de la literatura, que demostraban sobre todo la falta de consenso en la disciplina. Peter Brooks se preguntaba si debíamos pedir perdón por estudiar literatura, pero probablemente la respuesta más contundente fuera la de Michael Riffaterre:

En un lado tenemos el universo, todas sus partes, todos los puntos de vista para mirarlo. En el otro lado, encarada a la infinidad de los objetos, tenemos la literatura, la única que es pura representación, la única entre todos los discursos que puede contener y emular todo lo demás, incluyendo el otro discurso. La misma complementariedad entre ser y representar hace urgente que la literatura siga siendo central al discurso, a la cultura, a la ideología y a todo lo demás, porque la literatura los abarca a todos ellos y plantea preguntas acerca de todos ellos. (Bernheimer, 1995: 72-73).

No deja de ser sorprendente, tras esta polémica, que en la compilación de propuestas sobre el estado de la disciplina diez años más tarde la centralidad de la literatura haya dejado de ponerse en cuestión, según destaca Saussy, y todos los ensayos parecen darla implícitamente por sentada, a pesar del imparable ascenso de los estudios culturales. Lo que ocurre es que la definición de qué es literatura no está necesariamente fijada, ni hay un consenso sobre la misma, por lo cual el término deja de nombrar un objeto de estudio predeterminado para referirse a una forma de concebir y abordar dicho objeto: la disciplina no se ocupa exclusivamente de leer literatura, sino de leer literariamente aquellos discursos que se prestan a dicho acercamiento (Saussy, 2006: 23).

Este proceso de asentamiento y recuperación del valor y la especificidad de la literatura no está exento de traumas y transformaciones profundas. Un ejemplo de la radicalidad de las propuestas lo encontramos en el título de un libro de Gayatri Chakravorty Spivak, Death of a Discipline ( La muerte de una disciplina ). Al contrario de lo que podría parecer en boca de una de las más prestigiosas teóricas del postcolonialismo, que además se ha definido a sí misma como una «marxista-feminista-deconstruccionista práctica», esta sentencia de muerte no es una despedida de la literatura comparada, sino un proyecto de refundación. Spivak intenta rescatar el patrimonio de la literatura comparada tradicional, la capacidad de lectura, la competencia lingüística, el enfoque en las lecciones de la literatura, y hacerlo compatible con las preocupaciones éticas ante los problemas de un mundo globalizado: «Para recuperar el papel de la enseñanza de la literatura en el entrenamiento de la imaginación —el gran instrumento de comprensión de la otredad que llevamos incorporado— podemos, si trabajamos tan duro como es capaz de hacer la literatura comparada a la antigua, acercarnos al trabajo irreductible de la traducción, no de idioma a idioma, sino del cuerpo a la semiosis ética, ese transporte incesante que es una ‘vida'» (Spivak, 2003: 13).

Spivak reclama la ampliación de los horizontes de la disciplina para incorporar lenguas, literaturas y culturas no occidentales. Esta aspiración, defendida ya en 1963 por René Étiemble, adquiere nueva urgencia para la crítica postcolonial, pero no por ello deja de tropezarse con resistencias. Para ilustrar el tradicional eurocentrismo de la disciplina en la cual ella misma se formó, Spivak narra una anécdota que viene especialmente a cuento porque tiene a Claudio Guillén como punto de partida: «En 1973, cuando yo era profesora titular, invité a Claudio Guillén a la Universidad de Iowa a dar un mini-curso. A Guillén le conmovió mi idealismo acerca de una Literatura Comparada global. Me puso en el Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Literatura Comparada» (Spivak, 2003: 5). Seguidamente relata la oposición a la que se enfrentó, en la siguiente reunión del Comité Ejecutivo en Visegrad, su propuesta de expandir a otras zonas del mundo el proyecto de publicar una serie de volúmenes sobre historia literaria europea. Para Spivak aquel choque fue una revelación, pero también una señal de que, desde muy temprano, ella había percibido que «las consecuencias lógicas de nuestra disciplina vagamente definida debían incluir, con seguridad, la posibilidad abierta de estudiar todas las literaturas, con rigor lingüístico e inteligencia histórica» (2003: 5).

Sin duda el clima ha cambiado y aquel primer gesto de acogida de Claudio Guillén, que se mantiene en el homenaje que en el prólogo a la reedición de Entre lo uno y lo diverso (2005) dedica a la labor de Edward Said, puede ahora leerse como el reconocimiento de una transformación ineludible. Pero muchas de las objeciones con las que se ha encontrado tal intento de expansión tienen que ver con la dificultad de preservar el requisito de «rigor lingüístico e inteligencia histórica» ante la inabarcable variedad de las literaturas del mundo. ¿Quién puede aportar conocimientos suficientes para enfrentarse a tan ingente tarea? Guillén representaba un modelo de comparatista con una formación y unos recursos lingüísticos que difícilmente se encuentran concentrados en una sola persona, y ni siquiera él podía acceder directamente, en la lengua original, a todas las tradiciones y los textos que le interesaban, ni estar familiarizado con el mismo detalle con sus historias.

Traducción y literatura mundial

La respuesta está a la vista de todos, aunque la literatura comparada tradicional se niega en muchas ocasiones a aceptarla: aparte de la necesidad de que se combinen especialidades en campos diversos, como sugiere Spivak al hablar de la conjunción entre la literatura comparada y los estudios especializados en zonas del mundo, el hecho es que cualquier lector, y eso incluye al investigador, accede en buena medida a su experiencia de la literatura a través de la traducción. Es principalmente a través de la traducción como la novela rusa o el haiku , por ejemplo, se convierten en modelos influyentes. Tal como ha descrito con rigor Itamar Even-Zohar, la traducción es fuente de renovación para los sistemas literarios, a los que aporta modelos y recursos que no pueden derivarse de la tradición propia. Si éste es un elemento decisivo para el funcionamiento del sistema literario, para la experiencia del escritor y la del lector, el investigador no puede dejar de tenerlo en cuenta.

El impulso de expansión del campo disciplinar ha puesto sobre la mesa de discusión en estos últimos tiempos dos cuestiones que la literatura comparada tradicional había aparcado en posiciones relativamente marginales y que están muy relacionadas: la función de la traducción y la noción de una literatura mundial. La vieja categoría de la Weltliteratur , acuñada por Goethe, ha pasado a primer plano del debate en una versión totalmente reformulada por David Damrosch en What Is World Literature? También a propósito de este tema, Claudio Guillén vuelve a ser invocado como punto de referencia del comparatismo internacional, cuando Damrosch destaca que la globalización ha complicado la idea de una literatura del mundo y que espanta la amplitud actual del término, citando al respecto las reservas de Guillén: «¿Cómo cabe entender tal idea?», ha preguntado Claudio Guillén. «¿La suma total de todas las literaturas nacionales? Una idea descabellada, inalcanzable en la práctica, digna no de un lector real, sino de un archivero ingenuo que sea también multimillonario. Ni el editor más alocado ha aspirado nunca a tal cosa» (Damrosch, 2003: 4). Damrosch responde a esta objeción diciendo que la literatura mundial no es la suma de todas las literaturas, porque para nombrar esta totalidad basta el término genérico ‘literatura', sino un subconjunto dentro de la misma:

Entiendo que la literatura mundial abarca todas las obras literarias que circulan más allá de su cultura de origen, en traducción o en su lengua original […]. En su sentido más amplio, la literatura mundial podría incluir cualquier obra que ha salido de su ámbito nacional, pero la cautela de Guillén al centrarse en lectores reales es sensata: una obra sólo tiene vida efectiva como literatura mundial donde y cuando está activamente presente en un sistema literario fuera del de su cultura original. (Damrosch, 2003: 4)

Esta forma de definir la categoría la acerca mucho más a aquella dimensión de la experiencia de la literatura que nos hace a todos comparatistas, porque se refiere principalmente a una manera de leer: «Mi propuesta es que la literatura mundial no es un canon infinito e inabarcable de obras, sino más bien un modo de circulación y de lectura, un modo que es tan aplicable a obras individuales como a conjuntos de material, disponible para leer tanto clásicos establecidos como nuevos descubrimientos» (Damrosch, 2003: 5). La circulación de la literatura es un fenómeno ancestral que adquiere en el entorno actual de globalización de las comunicaciones una magnitud nunca vista: tenemos a nuestro alcance lecturas e imágenes que conectan entre sí culturas remotas y eso hace que la antigua prescripción de no pretender comparar aquello entre lo que no ha habido contacto haya dejado de tener sentido.

No sólo se ha expandido el campo disciplinar, sino que se ha ensanchado el mundo, sobre todo el mundo entendido como marco cultural de referencia. El cosmopolitismo de la literatura comparada ha estado siempre impregnado de un imperativo ético que ve en la circulación de la literatura un vehículo para el entendimiento entre los pueblos. Pero para que la literatura circule como lo hace, la traducción es un instrumento indispensable. No nos podemos comunicar entre todos en nuestras lenguas nativas, de ahí que, las más de las veces, conocemos al otro a través de la traducción. La posibilidad de un diálogo de civilizaciones, o de culturas, depende de nuestra capacidad de traducción, no sólo en términos lingüísticos, sino también culturales: hace falta poder traducir lo ajeno y extraño a códigos familiares.

Se da así la paradoja de que una disciplina históricamente caracterizada por la competencia multilingüe de sus especialistas, que exigía poder leer los textos literarios estudiados en la lengua original, haya pasado a preocuparse cada vez más por el papel de la traducción. Este aspecto estaba ya muy presente en la introducción a la literatura comparada de Susan Bassnett (1993), cuyo subtítulo la calificaba apropiadamente de «crítica».

En esta panorámica crítica de la disciplina Bassnett pronostica que las orientaciones más prometedoras son los estudios de traducción y los postcoloniales. Esta promesa ha madurado y el mundo posterior al 11 de septiembre de 2001 le ha dado otro sentido. Emily Apter en The Translation Zone. A New Comparative Literature propone una vía de refundación de la disciplina distinta de la de Spivak, pero también vinculada a factores éticos y políticos, que se remonta al humanismo fundacional de la literatura comparada y enlaza con la más reciente manifestación de ese humanismo en Edward Said. Para Apter, el 11 de septiembre es un punto de partida que pone en evidencia no sólo la necesidad de traducir para entenderse, sino también la asociación entre mala traducción y conflicto. El libro de Apter está publicado en una colección que ella misma dirige y que se titula «Translation / Transnation», un título que constituye todo un programa para la literatura comparada.

El desafío pendiente

Todas estas reflexiones acerca de la expansión del campo se derivan del reconocimiento de la dimensión irreductible de la literatura, y a ellas habría que añadir otras acerca de las relaciones entre la literatura y las artes visuales, entre la literatura y la cultura de masas o entre la literatura y las tecnologías digitales, por mencionar sólo algunas de las vertientes hacia las cuales la literatura comparada se ramifica. No se puede decir que estas perspectivas innovadoras hayan llegado a calar plenamente en los estudios literarios en España, donde aún pesan mucho las fronteras entre naciones y entre disciplinas. Se ha avanzado mucho en la aceptación de la disciplina y en su práctica, como se verá por algunos de los artículos que siguen, pero continúa teniendo un estatus marginal y precario no sólo como «marca», sino sobre todo como modelo de trabajo. Está lejos de generar el consenso que conduce incluso a su invisibilidad (o superación) en otros entornos y tampoco se han cumplido las aspiraciones de Claudio Guillén para su implantación en este país. La situación invita a considerar que la literatura comparada sigue siendo aquí un desafío pendiente.

Por esta razón he elegido para este número monográfico de ÍNSULA que he coordinado un título que evoca el de un seminario que Claudio Guillén dirigió en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander en 1995, «Reto y oportunidad de la Literatura Comparada », en el que tuve el honor de colaborar como secretario. Es también el título con el cual se publicó en 1993 la traducción al inglés de su imprescindible introducción a la disciplina, Entre lo uno y lo diverso: The Challenge of Comparative Literature . Es gratificante comprobar que la traducción de este libro ejemplar ha ayudado a que el nombre de Claudio Guillén siga siendo invocado en las discusiones del comparatismo internacional, porque el reto que plantea continúa vigente. Hablar todavía de ‘oportunidad' tantos años después sonaría desfasado. No es que la oportunidad se haya perdido, sino que a estas alturas hemos de asumirla más bien como un llamamiento apremiante. El principal legado de Claudio Guillén es este reto que nos interpela y que se manifiesta en forma de compromiso con una determinada manera de entender la literatura como un fenómeno irreductible.

A.M.—UNIVERSITAT POMPEU FABRA

Bibliografía citada

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