Ínsula

La tertulia, un estado de ánimo

por Laureano Bonet

Ínsula nº 738, Junio 2008

«... es evidente que en Madrid se vive demasiado en el café...» (Clarín, 1886: 19).

A lo largo de los últimos decenios ha tenido lugar —y perdóneseme la simplicidad de estos párrafos iniciales— el progresivo declive de dos corrientes hegemónicas en la crítica del siglo XX , aun cuando sería temerario rechazar algunos de sus logros más útiles: el formalismo a ultranza, con sus derivaciones estructuralistas, tan extremosas, y, frente a él, un sociologismo de cariz positivista o marxista. El primero, obstinado en alejar el texto literario de cualquier escenario autorial o histórico. El segundo, reduciendo la obra artística a mero documento, ausente no pocas veces el más mínimo asomo de expresividad autorreferencial. De acuerdo con Emil Volek, el formalismo juzgaba un poema, una novela como textos autosuficientes que flotan en un vacío ajeno a la Historia, y cuyos resortes estilísticos estarían «ensamblados mecánicamente tal como lo están las partes funcionales» de un automóvil (1992: 21). Mientras, por otro lado, y en palabras ahora de H. R. Jauss, la crítica marxista apenas pudo superar la reducción de la obra de arte «a una mera función reproductora», si bien a la larga algunas voces discordantes no pudieran ocultar el «carácter formador de (auto)realidad del arte» (2000: 148).

Con el actual cuestionamiento de esos dos presupuestos el texto ha retornado a la vida (y al autor), no por la vía de la abstracción, sino resaltando, al contrario, el juego convivencial entre ambas partes, con sus múltiples acciones y reacciones. En este sentido algunas ideas que vieron la luz en la primera mitad del siglo XX (y que, por su heterodoxia, no lograron fácilmente abrirse camino) inspiran con fuerza la teoría literaria de estos últimos tiempos: tal ocurre con Mijail Bajtin, su discípulo Valentin N. Voloshinov o Boris Eichenbaum, entre otros críticos no menos valiosos. Recuérdese la tan fértil noción de las contigüidades , o vecindades del primero, y el acento puesto por Eichenbaum en la «correspondencia », o «interacción», entre lo artístico y «los hechos exteriores», algunos de ellos parte sustancial en el trajinar cotidiano del escritor (Volek, 1992: 245). Pero no menos destacables son las ideas de Voloshinov acerca de los engarces entre la literatura y la realidad, una realidad que penetra en el texto, fecundándolo por medio de la parole o habla viva. Así lo abona esta cita, vieja en años pero rica aún en sugerencias:

Donde el análisis lingüístico ve sólo las palabras y las interrelaciones entre sus aspectos abstractos (fonéticos, morfológicos, sintácticos, etc.), la percepción artística viva y el análisis sociológico concreto descubren las relaciones entre personas, sólo reflejados y fijados en el material verbal. El discurso es un esqueleto que se cubre de carne viva en el proceso de la percepción artística y, por lo tanto, sólo en el proceso de la comunicación social viva (Volek, 1995: 217).

El arte de la conversación

Palabra carnal; seres humanos hablando entre sí; comunicación espontánea; percepción artística no menos nerviosa, etc. Tales enunciados nos invitan a estudiar dichas interrelaciones entre el existir, el convivir y el escribir que, en buena medida, pueden plasmarse en este hecho plural, y tan ruidoso, que conocemos como la vieja academia, el círculo, el salón, el cenáculo, el café, el bar, el club, el mentidero, el corrillo, el pub y hoy —en plena era cibernética— el blog , la charla entre internautas que supera las barreras físicas y se derrama por todo el planeta: por ejemplo, el recién inaugurado blog literario La nave de los locos, de Fernando Valls. La clásica tertulia, en ocasiones tan hermética, parece por tanto internacionalizarse, abierta como está a los cuatro vientos electrónicos, aun cuando en este caso sea a medias tertulia y escritura epistolar, pues, como exponía un tratadista del siglo XIX , «No es más una carta que una conversación entre personas ausentes; por lo mismo la elocuencia correspondiente a ésta, debe ser la que caracterice a aquélla; esto es, el mismo estilo que se usa cuando se habla» (J. M., 1858: 5). En suma, el arte de la conversación inserto en la vida que fluye, líquida e incontenible: la tertulia, sí, personaje central de este número de ÍNSULA .

No escasean los lienzos que recogen algunas famosas tertulias, esas figuras oscilantes, vibrátiles tan características, repitámoslo, del hecho literario más vivaz, desplegando sus humildes convenciones, el gesto huidizo, la efímera tensión dialogal, a diferencia de la gran liturgia (un tanto congelada) más propia de la moderna Academia y sus canónigos: el epicentro, en este caso, del poder cultural. Acude veloz a nuestra memoria el cuadro de J. Gutiérrez Solana, La tertulia del café Pombo, cenáculo que, casi resulta ocioso recordarlo, gobernó Ramón Gómez de la Serna. Pero trasladémonos a las letras inglesas para hacer hincapié en el óleo de Vanessa Bell The Memoir Club —tal era el nombre de la tertulia—, compuesto hacia 1943, y en el que asoma buena parte del Círculo de Bloomsbury en reposado coloquio: Leonard Woolf, E. M. Forster, Duncan Grant, Maynard y Lydia Keynes, mientras los contertulios fallecidos están representados en los retratos que cuelgan en una pared, entre ellos Virginia Woolf y Lytton Strachey. Una Conversation Piece, a no dudarlo, que refleja la gestualidad flemática, el elegante desaliño, la palabra saliendo de los labios entre bisbiseos, con aquella indolencia tan típica de las élites anglosajonas del pasado siglo: acaso lo más cercano al Jardín de Epicuro. Una seña de identidad, en fin, que los vendavales de la Historia habrán ya barrido y un tanto distinta a las tertulias hispánicas, donde abundan las palabras atronadoras, las frases que saltan como chasquidos —el sarcasmo suplantando tantas veces a la ironía.

¿Es posible hablar de una cierta institucionalización de la tertulia? Y, en caso afirmativo, ¿cabría realizar el recuento de algunos rasgos estables? Es decir, una fisonomía que se mantenga indeleble con el paso del tiempo y de las lógicas mutaciones en la convivencia de un pequeño círculo intelectual. Probablemente el término institucionalización no sea el más idóneo, pese a que las tertulias antes mencionadas —junto a otras que, en el caso de las letras españolas, han mantenido su fuego largos años— sean vistas como agrupaciones bien ajustadas, con un discreto ramillete de fórmulas que los integrantes del grupo han de respetar, fórmulas a menudo secretas, o sobreentendidas, nunca expuestas ante la mirada ajena. Lo indecible, por cierto, puede dibujar más fielmente, y por la vía negativa, la verdadera faz de cada cenáculo o peña (quizá el término peña ofrezca hoy una expresividad más bien festiva o lúdica).

«Encendíamos palabras»

Por otro lado, y casi huelga recordarlo, siempre tiene lugar un proceso selectivo en la aceptación de los posibles integrantes de la tertulia, proceso a medias consciente e inconsciente: las afinidades electivas juegan aquí un papel crucial. Unas mismas ideas estéticas, políticas, sociales; una cierta igualación en la edad y en la procedencia social; intereses profesionales compartidos; tal vez unos gustos semejantes en la etiqueta de las bebidas: en esta orquesta dirigida con mano firme —pero comedida — por un maestro de ceremonias no suele tolerarse las voces que desafinen en demasía... J. M. Castellet ha confesado que, en sus años juveniles —y tras salir de la universidad—, tuvo bien claro el núcleo catalán del medio siglo el papel que jugaría la «inteligencia selectiva» para, con ello, autoprotegerse al máximo, pues nuestro grupo estaba rodeado de mucha gente y entre esa gente había poetas, algunos bastante malos. No sé si atribuirlo al rigor que exigía Manolo Sacristán, o a la no menor severidad de Gabriel Ferrater, pero es evidente que hicimos una criba y si el grupo alcanzó a ser homogéneo en tantos aspectos es porque valorábamos muy en particular la inteligencia, palabra mágica para nosotros. Solíamos decir en nuestras reuniones: fíjate, este ensayista o narrador es inteligente, pero aquel poeta no lo es... Ahora bien esta inteligencia debía estar acompañada, además, de una cierta capacidad de seducción y brillantez. Los escritores que carecían de tales cualidades eran excluidos con cierta crueldad de nuestras tertulias y actividades editoriales.

Para concluir Castellet que «esa arrogancia tan propia, además, de la juventud era consecuencia de nuestra falta de maestros, viéndonos forzados, por ello, a ser una generación por completo autodidacta: de hecho, ejercíamos nosotros mismos de maestros, pasándonos novelas, ensayos, poemas y discutiéndolos largamente —de ahí, no lo olvides, nació la inspiración para escribir La hora del lector —. Así, en estas tertulias los comentarios que cada uno hacía, sobre todo si eran originales —el último poeta inglés leído por Gil de Biedma, pongo por caso— nos daban un sentido de la amistad y de la coherencia como grupo que se está formando. Sí, la palabra inteligencia era mágica: nos fascinaba más que la bondad, lo reconozco» (Bonet, 18 de septiembre de 1990 ).

Esta rememoración coincide con lo que comenta —en un plano ahora académico— Ágnes Heller a propósito de las tertulias, especialmente la tertulia juvenil: «una comunidad de elección» que implica siempre una intensa «consciencia del nosotros», y conciencia que alcanza aún mayor brío cuando se comparte una «función común» (1977: 84 y 85). Todo eso (y volvemos a Escuela de Barcelona) es perceptible en los siguientes versos de Jaime Gil, versos que —a partir de un poderoso apóstrofe— van deslizándose en forma de reguero autobiográfico en unos tiempos juveniles orientados a construirse una nueva mentalidad, en pugna con los cánones vigentes entonces:

Mirad: somos nosotros. Un destino condujo diestramente las horas, y brotó la compañía. Llegaban noches. Al amor de ellas nosotros encendíamos palabras, las palabras que luego abandonamos para subir a más: empezamos a ser los compañeros que se conocen por encima de la voz o de la seña (1959: 11).

La tertulia, una abreviatura

Estos versos (como el anterior testimonio de J. M. Castellet) invitan nuevamente a reflexionar sobre los vínculos existentes entre tertulia y juventud, o, hilando más fino, entre una tertulia y la construcción de un grupo generacional: la misma Ágnes Heller estudia cómo la creación de un círculo de amigos con creencias afines implica, en mayor o menor medida, la «maduración de la personalidad» de sus miembros (1977: 70). Y, con ello, la solidificación de un foco intelectual que aspira, a menudo con singular agresividad, a ocupar los núcleos de producción cultural en un momento histórico, sobre todo cuando éste se halla inmerso en honda crisis: los llamados «puntos límite de la Historia», según expresión acuñada asimismo por la filósofa húngara (1977: 388). Hecho curioso: medio siglo antes que Ágnes Heller reflexionara sobre tales interacciones, ya Manuel Azaña en un agudísimo (y algo cruel) ensayo sobre los escritores del 98 apuntó cómo éstos activarían su propia identidad de grupo al coincidir su crisis de crecimiento psicológico, o intelectual —el «conflicto de la vocación»— con la crisis envolvente del «desengaño ante la derrota» (1966, I: 557).

Ahora bien, si el núcleo familiar puede considerarse como la miniaturización de la sociedad, bien podrían ser la tertulia, el círculo, una abreviatura de la propia comunidad literaria, con su poder hegemónico y los contra-poderes que pugnan por sustituir al primero para, de esa manera, hacerse una firma, amén de instaurar nuevos valores culturales, frente a inercias ideológicas (entienden) muy envejecidas: la forja, repitámoslo, de una nueva mentalidad. En algunas de las más deslumbrantes páginas de La novela de un literato, evoca Cansinos-Asséns cómo en el Madrid de finales del XIX , y a resultas del desenlace de la guerra hispano-americana, se extendió la miseria económica entre los jóvenes. Tal hecho y en el terreno, ahora, de las letras, se visualizaría en numerosas tertulias, corros y salones —como el presidido por Carmen de Burgos—, adonde iban a parar los desechos intelectuales que malvivían en los bajos fondos de la ciudad. Cenáculos en los que, además, las promesas aún en agraz se mezclaban con escritores ya maduros, sumidos en el fracaso y el alcohol. En resumidas cuentas, los «hampones literarios» que anegaban las tabernas, los cafés, las vías públicas haciendo tertulia alrededor de una mesa de pino, o formando corrillos por la Puerta del Sol (1982, I: 111). Como, en fin, recuerda Cansinos- Asséns, La Puerta del Sol era en aquel tiempo una especie de ágora donde pululaban literatos bohemios y filósofos cínicos. Siempre, al desembocar en ella, algún desconocido se destacaba de los grupos y os saludaba y obligaba a deteneros. Formábanse allí corrillos perennes, día y noche, y en unos se hablaba de política y en otros de literatura.

—Son los antiguos mentideros —comentaba Villaespesa. —Es el patio de Monipodio —definía Bargiela—. De allí salían aquellos individuos sucios y harapientos que os pedían un cigarro o unas perras para tomar un vasito a cambio de unas lisonjas hiperbólicas (1982, I: 110).

Estos últimos renglones hacen hincapié en la dimensión sociológica de la tertulia en el Madrid de entre siglos: la bohemia se daba la mano con el hampa. Pero una aproximación más plástica —resaltando determinados signos que conforman esos cenáculos— podría también sernos muy útil, situándonos ahora nuevamente en el espacio acotado de las élites. En el año 1933, por ejemplo, Edmund Wilson reseñó el libro de Gertrude Stein The Autobiography of Alice B. Toklas , en cuyas páginas se habla de la vida amorosa y social de ambas mujeres y, como telón de fondo, despunta bullicioso el París de las primeras décadas del siglo XX . Le atrae en particular al gran cronista de la Lost Generation el salón que presidió esta pareja en el 27 de la rue de Fleurus, definiéndolo como «un organismo artístico-social-intelectual », organismo decisivo, añade, para la implantación de las más osadas vanguardias en la Europa de aquellos días. Y salón —concluye ahora con dejo proustiano— donde Gertrude Stein imponía siempre su vigorosa personalidad, un poco a la manera de madame Verdurin, pues «Se tiene la impresión de que cuando sus protegidos (Matisse o Hemingway) se trasladan a otro lugar, o dejan de necesitarla, ya no puede creer en ellos tan firmemente » (1961: 575 y 576).

La tertulia, un «mirador»

En dicha cita el término crucial es organismo, palabra que delinea claramente tanto el salón (espacio privado de la sociabilidad cultural), como la tertulia, un ámbito ya más público de esa misma sociabilidad. Si, en imagen de César González Ruano, es la tertulia un «mirador», cabría muy bien apostillar que se trata del lugar adonde nos trasladamos para ver y ser vistos, con la carga de esnobismo que ello implica (Bonet Correa, 1987: 35). Y posiblemente tal proceder no ande muy lejos de la descripción sobre las conductas humanas en los recintos urbanos desarrollada por Lionel Trilling en su ya clásico ensayo «Manners, Morals, and the Novel»: «¿Pertenezco? ¿Realmente pertenezco? ¿Y él, pertenece? » (1953: 204). En este espiarse unos a otros alrededor de una mesa, la frase que centellea como una cuchilla entre el humo es, sin disputa, la heroína de la reunión, pero no le van a la zaga el libro, la revista que el contertulio muestra con gestos ostentosos, o asoman astutamente del bolsillo de su chaqueta: hoy el Doctor Pasavento , de E. Vila-Matas, El adversario , de Emmanuel Carrère, o el número recién impreso del New York Review of Books . Y, treinta años atrás (¿departiendo este mismo tertuliano, pero con más brío juvenil, en el pub de moda de la barcelonesa calle Tuset?) Los últimos y los primeros , de Ivy Compton-Burnett, Retahílas , de Carmen Martín Gaite, y, por supuesto, la entrega aún fresca del New York Review of Books ...

Pero cabe preguntarse ahora, situándonos en una perspectiva levemente semiológica y recogiendo algún apunte anterior: ¿es la tertulia una entidad cristalizada por entero, con un armazón fijo, institucional, por reiterarlo una vez más? ¿Se trata, al contrario, de un organismo más bien elástico, sin excesiva cohesión? Es probable que lo segundo: en este caso (y soy consciente de la desmesura del símil, casi propia de algún lienzo de Francis Bacon) la tertulia sería algo parecido a un cuerpo cálido, asimétrico, hinchado de roja vitalidad, que se encoge o se ensancha a cada instante, respira, se aisla o entra en contacto con el resto del espacio que lo rodea. Una cervecería, pongamos por caso: en el Madrid de los primeros 1870, y en pleno hervor revolucionario, la Cervecería Inglesa, donde se reunían «Los Asturianos», el grupo de universitarios procedentes de Oviedo, entre ellos Leopoldo Alas, A. Palacio Valdés, Eduardo Bustillo y Pepín Quevedo. Aprendices de escritor en torno a una mesa de mármol y, rodeándolos, día tras día, los mismos grupos negros de siempre; periodistas, políticos, literatos, bolsistas, vagos y gente indefinible, vestidos todos casi lo mismo, afeitados todos, sin salir de tres o cuatro tipos de corte de barba, todos con ideas parecidas, con anhelos iguales; [...] servidos por imperturbables camareros, usureros de la propina, pálidos también [...] (Clarín, 1886: 17 y 19).

O el taller de un artista: la altillo de la calle Montcada, en la Barcelona de 1940, donde hacen tertulia una pandilla de estudiantes, según documenta Carmen Laforet en Nada y que más tarde, a la altura de 1949, y en Destino, logrará Ignacio Agustí desvelar la identidad de alguno de ellos: por ejemplo, Ramón Eugenio de Goicoechea, en su haber ya algún trabajo sobre Bécquer por aquellas fechas tan tempranas. Aquí se adivina, sin la menor duda, una atractiva muestra de esa aleación entre la realidad y la literatura que constituye el eje de nuestro artículo... Y aleación por partida doble: la literatura alude a la vida y ésta reaparecerá, algún tiempo más tarde, en forma de prosa periodística. Escribe y cita, en efecto, el autor de Mariona Rebull, montando un pequeño collage entre su propio texto y el texto de Laforet, tras referirse a unos «tiempos [...] tristes y arrebatados»:

«Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea... Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer...». Este Iturdiaga, el inolvidable personaje que Carmen Laforet describe en Nada , seguidor de las huellas de Bécquer, no es otro que [R. E. de] Goicoechea. «El más notable de todos —dice Carmen Laforet, refiriéndose a Iturdiaga, en el cenáculo de jóvenes artistas que frecuenta Andrea— parecía ser Itudiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela en cuatro tomos, pero no encontraba editor» (Laforet, 1946: 159 y 160; Agustí, 1949: 14).

O una librería: la del editor don Fernando Fe, en Madrid también, y en la Carrera de San Jerónimo, a últimos del siglo XIX , donde se daba cita la alta intelectualidad, hojeando las novedades recién llegadas de París: la librería «más literaria» de la Villa, al decir de Azorín (1941: 33). O una editorial: el Cuarto de los Sabios , en Seix Barral, cuyos muros oyeron engolosinados el brillo de tantas y tantas discusiones sostenidas entre algunas de las figuras más punteras de la generación del medio siglo —los Barral, Castellet, Ferrater, Gil de Biedma y J. M. Valverde—. O asimismo un domicilio particular: la tertulia presidida en su casa por J. V. Foix, en el barrio de Sarrià, los domingos por la tarde y a la que asistí, siendo todavía estudiante, en los primeros 1960 gracias al entrañable amigo Albert Manent. En ella, y a diferencia de los cenáculos públicos, se reunían gentes de diversas edades, mientras el creador de Gertrudis reflexionaba en voz alta sobre los ismos europeos de entreguerras, mostrándonos sus objets trouvés de las playas de la Costa Brava: maderos fosilizados por el salitre, en forma de extrañas esculturas abstractas; piedras con insólitas trazas humanas, pulimentadas con el ir y venir del oleaje, mientras, por la ventana, se filtraba una canción, entre melancólica y serena, de la bella Françoise Hardy. O, por último, una revista: nuestra siempre joven ÍNSULA y las tertulias pilotadas por José Luis Cano durante largo tiempo, en las que solían aparecer escritores (Francisco Ayala, José Hierro, Leopoldo de Luis, J. García Hortelano, entre otros) e hispanistas de ambas orillas del Atlántico...

Aquel olor a tabaco

Por lo tanto una tertulia suele ser su espacio, o sea, el establecimiento público donde se asienta y crece con el transcurrir de los años, quedando por decirlo de algún modo acotada para siempre —si seleccionamos, en este caso, un determinado lugar de encuentro—. Así, el café Gijón y sus múltiples peñas, evocadas por la pluma irónica de F. Fernán- Gómez: «nuestro café, mi café, el café por antonomasia», diría este escritor, cineasta y perenne contertulio (1995: 28). Al igual que en Barcelona, y en la década de 1950, lo fuera El Turia, según menciona ahora el inolvidable Lorenzo Gomis:

Este café fue, por así decir, la tertulia de las tertulias, y por ella pasaban jóvenes escritores de muy diversa ideología. Era la suma de todos estos grupos juveniles que proliferaban por los distintos bares y pisos de la ciudad, aglutinándolos y canalizando sus aficiones literarias. En El Turia leyeron sus escritos gente como Ana María Matute, Juan Goytisolo, yo mismo, Luis Carandell, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Julio Manegat, Juan Germán Schroder y muchos otros amigos (Bonet, 27 de mayo de 1992 ).

Y tantos otros establecimientos que, con giro metonímico, dan nombre a importantes cenáculos: verbigracia, El Gato Negro; el Nuevo Café Levante (donde reinaba Valle- Inclán); el Café Colonial (a medias canalla y literario); Els Quatre Gats; el Lyon d'Or o, por último, y en la actual Barcelona, la cafetería Oxford, cuya tertulia conduce con gran calor Alberto Blecua, desde 1967, año de su fundación. Pero prosiguiendo con esta aproximación casi fisiológica de la tertulia, por medio de la recolección de unos pocos signos materiales, no se olvide otra obviedad: tal organismo emite sonidos, palabras sueltas o cruzadas, frases sin rematar, gritos, risas, burlas, agudezas, esparciéndose todo ese ruido por entre una neblina humosa. Así solía ocurrir en épocas no lejanas: el olor a tabaco era otra seña indispensable en esas reuniones, como lo es la mesa, la misma mesa siempre, fetiche a todas luces innegociable. Y, a menudo, se murmura, se difama, extendiéndose ahora entre los asistentes el amarillo del rencor o de la rivalidad, lo que demuestra una vez más la guerra cultural que suele tener lugar en el seno de la gran urbe. Núcleos ideológicos, o generacionales, en pugna que, en ocasiones, comparten el mismo café, cervecería o restaurante, pero respetándose las distancias con el máximo celo: unas distancias mentales que se materializan en los espacios físicos que separan una mesa de otra, pues cada cenáculo suele marcar su territorio de manera bien ostensible. El propio F. Fernán-Gómez rememora esas espaciosidades casi infinitas existentes entre tertulia y tertulia en el ya citado Café Gijón:

En el Gran Café de Gijón apareció una tertulia distinta de la nuestra, aunque también literaria. García Nieto advirtió un día que aquellos que se sentaban no cerca del rincón en que lo hacíamos nosotros, sino cerca de la barra, eran los jóvenes. [...]. Pero aquellos recién llegados, que no querían nada con nosotros, o todo lo más saludos a distancia, tenían diez años menos. Eran, efectivamente, y con todo derecho, «los jóvenes» y nosotros habíamos dejado de serlo (1998: 358).

Denso murmullo de sofisterías

La tertulia por tanto es (o era) un denso murmullo repleto de sofisterías que florece, se esparce por entre la bruma azulosa del tabaco y —no se olvide— logra reinventarse una y mil veces a lo largo de sus sucesivas convocatorias: tiene algo en común (si no resulta tampoco excesivo ese paralelo) con la escritura ensayística, con su fragmentarismo, sus sutiles incoherencias, sus paradojas, su fuerte personalización, sus sabias inconclusiones que tanto repugnan a la clerecía académica, como bien advirtió Adorno. Mas escritura que se torna oral, se materializa, se vuelve carnal , se enciende , por decirlo nuevamente con los símiles de Voloshinov y Jaime Gil. Si bien no siempre ocurre eso, por lo menos en alguno de tales rasgos: los más punzantes o belicosos. No se olvide que cuando una tertulia se adentra por los territorios de la privacidad, puede ocasionalmente alcanzar mayor placidez, moderándose un poco las aristas del arte de la murmuración. F. Fernán-Gómez evocará con efusión otra tertulia, la que tenía lugar en el domicilio de Edgar Neville, casi una anti-tertulia, y cuyos protagonistas eran el propio Edgar, Conchita Montes, Miguel Mihura, Mingote y Tono. Pocas veces, comenta el autor de El viaje a ninguna parte, «se ha producido una tertulia tan tranquila, tan candenciosa, tan sorda, tan falta de alardes de ingenio —y tan sobrada de serenidad— por parte de todos» (1995: 256). Sí, hasta cierto punto una antitertulia: sosiego, color deliberadamente grisáceo —a diferencia de los estallidos del rojo y del amarillo—, delicadeza, palabras casi disueltas en un largo susurrar...

Hasta aquí estas notas sueltas a guisa de introducción al presente monográfico, un monográfico donde se entrecruzan muy diversas perspectivas tipológicas e historicistas sobre una materia a buen seguro apasionante. Como habrá observado el lector, resulta muy arduo definir con precisión los trazos más estables que configuran ese fenómeno, tan fascinante, de la sociabilidad cultural llamado tertulia, círculo, salón, cenáculo —y hoy, en plena era de la «pluma electrónica», el blog o la bitácora virtual (Ayerdhal, 2007: 9)—: cada posible definición conlleva, pues, su réplica negadora. En parte porque tales organismos no se avienen con la rigidez corporativa y exhiben, en cambio, un armazón blando, poroso, que se reproduce sin más en formas múltiples, dispares, nunca enteramente cristalizadas: casi cabría hablar de un estado de ánimo que hipnotiza a todos sus participantes. Es muy revelador, a ese respecto, que Vicente Aleixandre le comente a J. L. Cano, en una vieja carta de 1944 —remitida desde su refugio de Miraflores— que lo imagina, una vez más, en Madrid y «Yendo al Gijón, que es tu pequeño vicio» (1986: 68). Fenómeno, por otro lado, que está sin duda avivando la atención de los estudiosos de la literatura y, vale reiterarlo, porque queda muy lejos el tiempo en que se analizaba el hecho artístico desde una atalaya en exceso formalista o, al contrario, exageradamente sociológica. Y desdeñándose en ambos casos lo que hoy constituye una de las tácticas dominantes en la nueva crítica: acercar el texto al vivir cotidiano y a sus múltiples azares, evitando con ello caer en la más gélida abstracción.

L. B.—UNIVERSITAT DE BARCELONA

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