Después de cuarenta años de franquismo cerrilmente opuesto a todo cosmopolitismo presentado como una amenaza a la identidad nacional, la crítica de estos últimos treinta años ha sido de una extrema eficacia en su labor para reanclar a España en el continente europeo. Hoy la cuestión ya no admite discusión: en la historia de la modernidad contemporánea, España ha entablado con el mundo entero, con Europa y con Francia en particular (la vecindad inmediata, privilegiada o reñida), un diálogo fecundo desde finales del siglo XIX hasta la guerra (los límites cronológicos de esta reflexión), conservando —como pasa en todos los países— su originalidad o su singularidad. No se trata aquí de inventariar todos los intercambios, sino de recalcar algunas líneas claves de estos mecanismos de intercambio durante estos decenios espectacularmente efervescentes y esbozar algunas formas de resistencias muy propias de la tradición españolista.
En una (necesaria) perspectiva de Historia cultural global, no será inútil recordar que el período 1890-1936 se caracteriza por una cada vez más intensa y rápida circulación de los individuos, de las informaciones y de las innovaciones. El desarrollo de los ferrocarriles nacionales e internacionales, de las compañías transatlánticas, de las comunicaciones y, luego, de la industria automóvil, tiene un impacto esencial en esta circulación. Como lo señala ya Gregorio Martínez Sierra con entusiasmo, en 1904, recorrer cómodamente la distancia París-Madrid en una noche de tren invita a abolir les fronteras (Alma española , núm. 14, 7 de febrero de 1904). París, Bruselas, Berlín, Viena, Roma, Londres están como quien dice al alcance de la mano. De forma complementaria, cabría insistir en el papel de las grandes exposiciones universales (o coloniales) que se multiplican entonces, como la de París, en 1900, dedicada al «hada electricidad», que tiene una resonancia enorme: verdaderos escaparates de la modernidad, símbolos de la fe en el progreso, su capacidad de atracción y de divulgación es un factor decisivo en esta incipiente «globalización» de los mecanismos culturales.
Incluso las lejanas Américas se vuelven una meta codiciada y asequible, por ejemplo, para las compañías de teatro y para miles de cupletistas, bailaoras o toreros (y algún que otro escritor como Blasco Ibáñez) que realizan allí temporadas sumamente rentables. El mundillo de la farándula varietinesca es, sin duda, el que más temprano y más sistemáticamente ensancha sus territorios: las agencias de contratación de estos gremios, muy bien organizadas desde principios del siglo XX , han montado redes activas en el mundo entero: México, Argentina, Uruguay, Chile y, en Europa, desde Portugal hasta el Ural, como pregona alguna agencia (el Ural suena exótico, pero me consta que hasta Moscú y Odesa, por lo menos, sí que se extienden estas redes).
Los pintores
El caso de los pintores es, sin duda, el más revelador de unos mecanismos culturales de intercambio decididamente nuevos. Los escritores —poetas y novelistas, sobre todo— viajan relativamente poco por el extranjero hasta los años 20 y 30, e incluso después; los casos de Valle- Inclán, Lorca, Max Aub y, sobre todo, Alberti (que recorre el mundo entero), no son los más frecuentes. Francisco Ayala, con cierta ironía desabrida, pretende que la derrota republicana y el exilio han sido para muchos una excelente experiencia porque les obligó a salir de sus pueblos y ver otros mundos. En cambio, los pintores, todos los pintores, viajan al extranjero, a Bruselas, Londres y París sobre todo, también a Roma, donde la vieja escuela española mantiene su vocación formadora, aunque no tardará en volverse sinónimo de academicismo arcaico. Parece un rasgo típico de la época: los representantes de la modernidad pictórica europea son incansables viajeros que propagan los nuevos ideales con ahínco: Munch recorre toda Europa, colaborando con diversos directores de teatro (Lugné-Poe, Reinhardt), Kandinsky estimula las vanguardias pictóricas y musicales con un frenesí asombroso, etc. París y Bruselas, alrededor de 1900, poseen indiscutiblemente una dimensión babélica que ejerce una duradera fuerza de atracción.
Los pintores españoles se integran plenamente en este sistema intenso de viajes e intercambios. Nadie escapa a la tendencia viajera, con estancias repetidas y cortas en París (Romero de Torres, en 1900 y 1903-04, Rusiñol, Sert), o con temporadas más largas como Zuloaga, Néstor, Nonell, Iturrino, Anglada Camarasa (que se queda en París desde 1897 hasta 1914) o Vázquez Díaz (parisino también entre 1904 y 1918). Algunos incluso se afincan definitivamente en París, Picasso y Juan Gris, los más conocidos, y también María Blanchard o Ramón Pichot, que muere en París en 1925.
Viajar, en primer lugar, significa entrar en contacto directo con las figuras más representativas de la modernidad intelectual y artística. En Londres, el rescoldo prerrafaelita sigue vivo todavía a finales del XIX y su influencia cunde por toda Europa por lo menos hasta 1900. En París, los cenáculos mezclan pintores, poetas, escultores, intelectuales de la onda simbolista y expresionista. Egusquiza trabaja en los talleres de Puvis de Chavannes y de Carrière, dos de los primeros faros del Simbolismo, y es amigo de Gauguin, Degas, Rodin, Rilke, Barrès. Zuloaga —que se ha vuelto una celebridad parisina—, alterna con Apollinaire, Jean Lorrain, Gauguin, Rodin, Barrès, etc. Anglada Camarasa está en contacto con los Nabis, en 1902 y, más tarde, con Diaghilev. Podrían multiplicarse los ejemplos.
Viajar significa también penetrar en circuitos de exposiciones, premios y, más aún, penetrar un mercado del arte moderno que España tarda mucho en poseer. En 1900, en la Exposición Universal de París, Joan Brull gana la tercera medalla con los elogios de la crítica francesa. Iturrino expone en el Salon d'Automne y el Salon des Indépendants, y vende en exclusividad a Vollard. El Gobierno francés le compra un cuadro a Zuloaga.
Salvo casos contados, estos pintores suelen volver a España, donde aclimatan, a su manera, las influencias vanguardistas europeas, alternando creaciones decididamente modernas con encargos más alimenticios (como en el caso de Romero de Torres). El resultado, para la pintura, es contrastado. Por un lado, no cabe la menor duda de que el conocimiento directo de todas las vanguardias europeas permite remozar y dinamizar consi - derablemente la pintura española y, en gran medida también, la literatura y el teatro. Valle-Inclán ha hecho de su tertulia del Nuevo Café de Levante, entre 1903 y 1916, donde ejerce de «rabino del arte», según el siempre ocurrente Gómez de la Serna, y a la que acuden todos los que vienen de fuera, un centro nacional de las nuevas tendencias estéticas. No será exagerado decir incluso que la pintura es la que, en España, impulsa la renovación en todas las demás artes, dotándolas, a la vez, de un sólido cuerpo doctrinal procedente de los pintores mismos (Gauguin, Kandinsky, Klee) o de críticos respetados (Ruskin, Aurier) y de una inmediata aplicación práctica: la alianza estrecha entre teoría (con lenguaje muy comprensible) y práctica me parece uno de los elementos decisivos del papel motor de la pintura en la expansión de la modernidad estética y su contagio a otras formas expresivas. Es evidente en Valle-Inclán, sin duda el que posee la cultura pictórica más enciclopédica, y también en Martínez Sierra, Marquina o Villaespesa, tres modernistas furibundos en sus mocedades, en Gómez de la Serna, Ramón Pérez de Ayala o Juan Ramón Jiménez, que empezó en Sevilla con la carrera de pintor (su afición explícita a Puvis de Chavannes y, luego, a Arnold Böcklin lo sitúan claramente en la línea simbolista quietista o metafísica), etc. El Modernismo español, que es la variante nacional del Simbolismo europeo, como todo el Simbolismo europeo, debe mucho, casi todo quizás a la energía de los pintores.
Lo paradójico es que los pintores españoles que vuelven a ejercer sus talentos en España no pregonan siempre sus fuentes vanguardistas y su aportación teórica, en el marco español, sigue siendo tímida. No crean grupos o capillas como existen en París (los Nabis, los «Fauves»), Bruselas, Munich, Berlín, Londres, etc., lo que no facilita la consolidación ni la visibilidad de unas tendencias nuevas. Son discretos, individualistas, muchas veces involucrados en ambientes y mercados regionales o locales donde no priva el alarde revolucionario y cosmopolita, sino, más bien, la exaltación regional (aunque esta alianza de lo regional y de lo moderno merecería estudiarse como particularidad española). El resultado es que la crítica de la época no menciona la existencia de un Simbolismo o de un Expresionismo español, porque no los hay visibles o porque no quieren, o no saben, verlos. Más grave aún, pintores como Zuloaga, Gutiérrez Solana, Gual, Néstor, Oscar Domínguez, que gozan de mucha fama en París como pintores de vanguardia, o no tienen éxito en España o, como Zuloaga, Gutiérrez Solana o Romero de Torres, llegan incluso a ser exaltados como pintores tradicionales y realistas de la más rancia convención costumbrista. Es verdad que su asimilación muy personal, nada dogmática, cambiante incluso, de las vanguardias incita a ejercer una crítica matizada y fina. Pero el resultado es que España no aparece nunca como un país donde la vanguardia ha sentado cátedra pública, ni desde dentro ni desde fuera, cosa que la realidad artística desmiente rotundamente.
Las revistas
La difusión en España de la modernidad artística mediante el papel (revistas, periódicos, almanaques, catálogos) no es una novedad en sí, pero adquiere, a finales del siglo XIX y principios del XX , una intensidad considerable. Las revistas parisinas que gozan de gran prestigio (La Revue des deux mondes, La Plume, Le Mercure de France o La Revue blanche , por no citar más que algunas famosas de finales del XIX ), tienen numerosos lectores en España, aunque fuera mediante el sistema de las suscripciones, de las que hay testimonios hasta en pueblos y aldeas alejadas de los grandes centros urbanos como Madrid o Barcelona. En este sector, influye mucho la evolución de las técnicas de impresión, reproducción y difusión. Aunque el retraso español en bibliotecas públicas, librerías, sistemas de difusión, industrias papeleras, etc., es una realidad, los progresos entre finales del siglo XIX y 1930 son innegables, como lo ilustra la aventura de Espasa Calpe en los años 20. La historia de la foto, en particular, debe de haber desempeñado un papel decisivo en la propagación de la modernidad estética, tanto en su dimensión testimonial (la actualidad) como artística. Desde finales del XIX , el daguerrotipo (conocido en Barcelona antes que en París, según afirman algunos) y la foto invaden la prensa: Ramón y Cajal, hacia 1900, inventa procedimientos para la foto en color y la primera Guerra mundial consolida definitivamente el reportaje con ilustraciones fotográficas.
La relación entre el progreso tecnológico y la propagación (o la creación) estética es un factor que no se tiene suficientemente en cuenta y me parece sin embargo esencial. Me consta, en todo caso, volviendo a la pintura, que la difusión (incluso en color) de los cuadros modernos, mucho más que por el sistema de exposiciones y galerías, en plena extensión en Europa y poco relevante en España, está muy favorecido por las revistas y las fotos que publican. Es más fácil hacer circular una foto que un cuadro o un dibujo y, para tantos escritores e intelectuales españoles que viajan poco afuera, el acceso a la pintura de vanguardia debe de pasar por las revistas. Luz y, sobre todo, la excelente Pel i Ploma , no sólo informan sobre lo que pasa en el mundo del arte (hasta dan los horarios de trenes para ir a Bayreuth, signo del fervor wagneriano del momento), sino que publican reportajes y fotos: por ejemplo, sobre Puvis de Chavannes con ocasión de su muerte, en 1898; sobre Steilen, Torres García, Rusiñol, etc.
En el aspecto teatral, poético y literario en general, la avalancha de revistas que pululan en la época, en todo el país (el fenómeno no se limita a las grandes capitales de siempre), aunque se sepa poco de su difusión real, participan activamente en la penetración de ideas y estéticas nuevas. Otra cosa serían la recepción o la digestión de todos los tipos de lectores, pero esta prensa «moderna» tan dinámica es un hecho clave de la historia cultural de todas las vanguardia en España que no se ha estudiado todavía dentro —precisamente— de una historia cultural de las vanguardias. Hasta diría que lo que caracteriza esta prensa es una bulimia de novedades de fuera que puede constituir un rasgo singular en Europa. Alrededor de 1900, la curiosidad de la prensa moderna es frenética. Por ejemplo, La Lectura , en 1903, en cada número publica informaciones sobre las literaturas francesa, inglesa, italiana, alemana, americana, escandinava, portuguesa, rusa, árabe, etc. Otro tanto pasa en Alma española, Los cómicos, Helios, Nuevo mundo , etc. El fenómeno no mengua con el tiempo. A finales de los años 10 y principios de los años 20, revistas como Cervantes o Cosmópolis (la bien nombrada) son revistas espesas que pueden llegar a las doscientas páginas con abundantes informaciones y traducciones de las literaturas mundiales.
Esta efervescencia debe mucho a un sinfín de «intermediarios» o passeurs culturales, escritores o periodistas, que desarrollan una actividad intensísima y que tampoco han recibido la atención que se merecen. La lista es larguísima. Eusebio Blasco, con el seudónimo de Mondragón, trabaja en el periódico parisino Le Figaro , entre 1881 y 1894, e inunda la prensa española con sus noticias. Luis Bonafoux es otro de estos fecundos corresponsales españoles en París. El prolífico guatemalteco Enrique Gómez Carrillo es una pieza clave de la circulación de la información entre Francia, España y América latina; su obra es inmensa y se le lee con atención. En los años 10, 20 y 30, Guillermo de Torre es indiscutiblemente el mejor conocedor en Europa de las vanguardias estéticas y se dedica a inventariar sistemáticamente todos los ismos habidos y por haber: su libro sobre Las vanguardias europeas , en 1925, es un libro de referencia, entonces como hoy en día. Algunos escritores también dedican tiempo y energía para saber y difundir lo que ocurre en el mundo: Valle-Inclán, Adriá Gual, Ricardo Baeza, Gómez de la Serna, Azorín, López de Ayala, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Ortega, etc., poseen una vastísima cultura europea y una curiosidad inagotable: incluso Jacinto Benavente que, antes de rasgarse las vestiduras teatrales y dedicarse a un teatro nada vanguardista para burguesías y aristocracias urbanas, se puede considerar, desde finales del siglo XIX , como uno de los intelectuales mejor y más informados de España.
La traducción
En este panorama realmente frenético, los traductores merecen un capítulo aparte. Esta legión innumerable que se dedica con ahínco y cierto heroísmo a verter al español o al catalán todo lo que sale en el mundo, también desempeña un papel decisivo en la circulación de ideas y obras que no analiza con la debida atención la (todavía inexistente) historia cultural de este período. Sin embargo, individual y colectivamente, han realizado una labor titánica. El inventario queda por hacer y el análisis de su trabajo espera todavía sus primeros estudiosos sistemáticos. El caso más ejemplar podría ser el de Ricardo Baeza, amigo y proveedor de Gómez de la Serna en novedades extranjeras, apodado «R. Baeza traduxit» por lo abundante de su producción, que ha dedicado su vida entera a traducir del inglés, francés, alemán, etc., a expensas de la obra propia. Ha traducido las obras completas de Oscar Wilde, las de D'Annunzio; también le hincó el diente a Dostoievski, Nietzsche, Ibsen, Diderot… Cansinos-Asséns es otro incansable que, en las páginas de Cervantes , por ejemplo, en su afán de dar a conocer la literatura mundial, traduce todas las lenguas «clásicas » y también el árabe, el yiddish, el rumano, etc. Gregorio Martínez Sierra (en realidad, es el cometido de su mujer, María Lejárraga, él se limita a firmar) traduce la obra completa de Maeterlinck y otros muchos dramaturgos, franceses principalmente. En los años 20 y 30, la moda de la literatura (y de la revolución) rusa inunda el mercado con traducciones de novelas y escritos políticos; hasta aparecen colecciones y editoriales que se dedican a esta tarea. De hecho, entre finales del siglo XIX y la guerra, todo el mundo se mete a traductor, hasta los más famosos, como Unamuno, que traduce a Kierkegard, Sudermann (La Honra) y otros.
Quizás sea en el teatro donde la furia traductora sea la más espectacular; no es una novedad, ya que el teatro español, en todo el siglo XIX , se ha alimentado a base de recetas francesas (pienso en Scribe, Hugo, Dumas, los más saqueados), pero el siglo XX , con el progreso de los transportes, facilita las comunicaciones. Según testigos dignos de confianza (aunque sólo fuera porque lo practican ellos mismos), muchos dramaturgos españoles no vacilan en viajar con regularidad a París y vuelven con los baúles llenos de futuras obras «originales» españolas. En los años 30, los empresarios catalanes y madrileños van a comprar en París o en Estados Unidos espectáculos completos de variedades, «clés en mains», y los montan directamente en sus escenarios. Son centenares y centenares de «dramaturgos», miles y miles de obras que circulan entre España y el resto de Europa (o Estados Unidos, cuando llega la moda de lo detectivesco), no siempre reconocibles siquiera, ya que la picardía nacional hace malabarismos sutiles entre traducciones, arreglos, «sobre una idea original de..;», «inspirado en…», o el mero plagio («fusilar» como se dice en el mundillo teatral) con la mayor desfachatez (para cobrar los derechos de autor sin compartir con nadie). El caso es que, de forma explícita o no, los escenarios españoles están plagados de obras extranjeras, sobre todo para el teatro ligero y comercial, y también para el teatro de vanguardia.
Es evidente que la calidad de la traducción, la mayor o menor fidelidad a la lengua original plantea un problema. En un país en el que la enseñanza de las lenguas extranjeras no es una prioridad educativa, son muy pocos los que dominan una lengua extranjera. Son pocos los que, como María Lejárraga, Baeza, Benavente incluso, Casona más tarde, pueden producir traducciones irreprochables, admirables incluso. Sospecho que la inmensa mayoría de los poetas, novelistas y dramaturgos que se lanzan a la traducción tienen un nivel de francés, de inglés, de alemán o de italiano más que regular. Al mismísimo Unamuno, seguro que un tribunal universitario no le aprobaría la asignatura con su traducción de La Honra , sin hablar de lo de Kierkegard, sin saber danés, lo que implica una confianza (no necesariamente merecida) en las traducciones francesas o alemanas. En muchos casos, para las lenguas «exóticas» (ruso, japonés…), el traductor español pasa por filtros más próximos que, a su vez, pueden no ser de primera mano. El análisis de la influencia en España de tal o cual pensador, escritor o artista extranjero que se da a conocer por traducciones entre mediocres y fantasiosas debería tener en cuenta los avatares del trasvase lingüístico.
El problema de la traducción no se limita a la cuestión de la competencia lingüística del traductor. La traducción poética, tan frecuente en las revistas entre 1900 y 1930, plantea un problema de teoría poética (el ritmo, los significantes, las imágenes, la cuestión del Sujeto o del Objeto no permiten una mera traducción mecánica y aritmética de las palabras) que, visiblemente, no preocupa mucho, salvo a gente como Guillén (sus traducciones de Valéry demuestran precisamente la complejidad de la cosa). La traducción puede ser también, en el caso del teatro, una clara voluntad de manipulación de las obras ajenas para ajustarlas a normas nacionales. En el caso de innumerables obras dramáticas, la traducción obedece a criterios ideológicos y morales que pueden hasta desnaturalizar la obra original, limando sus asperidades o atrevimientos. Dos ejemplos entre miles. La versión española de L'Aiglon , de Edmond Rostand, por Manuel Machado y Luis de Oteyza (El Aguilucho), sin hablar siquiera de los errores de detalles o de la ligereza con las que quitan o ponen réplicas, escenas y actos, es una auténtica traición del espíritu mismo de la obra francesa (exaltar la Revolución y Napoleón, en España, era inconcebible). El traductor de Asia, de H. R. Lenormand, en 1933, censura toda la dimensión psicoanalítica que hacía (supuestamente) la originalidad y la novedad de la pieza y reescribe un final más conforme con la espera moral y cultural del público español (1). Con ejemplos de esta calaña, auténticas estafas literarias, culturales y políticas, no es nada extraño que el público no percibiera lo que esas obras pudieran tener de innovadoras o atrevidas.
En realidad la traducción condiciona toda la mecánica de la recepción, sin que la inmensa mayoría de los consumidores sepan o puedan comprobar o rectificar. La calidad y la fidelidad de la mediación, lingüística, literaria e ideológicamente, se vuelven un factor importante en la transmisión entre un país y otro, en la recepción de la novedad y su posterior influencia. La traducción muestra así sus incidencias complejas que superan el campo meramente literario; forma parte íntegra de la Historia cultural contemporánea. La labor es inmensa, concreta, pluridisciplinar.
Y nada de traductología teórica y abstracta…, labor concreta y de «terreno», con sociólogos e historiadores que comprendan que la historia de las ideas está también condicionada por el lenguaje por el que todo pasa.
Las dos caras de la moneda
Como se ve, el panorama presenta fuertes contrastes. Por un lado, la vieja leyenda de una España aislada, reconcomiéndose en su «raza» y su «espíritu nacional», protegida de la contaminación exterior por sus vigorosas defensas «castizas » (que también resisten con mucho lustre, hay que decirlo), muestra a las claras sus harapos españolistas y reaccionarios que la realidad desmiente. Entre finales del siglo XIX y 1939, una fuerte minoría de intelectuales y artistas españoles vive en un clima efervescente de intercambios, con un apetito voraz de conocimientos, de informaciones, de progreso. Y no solamente en las dos capitales tradicionales del reino, Madrid y Barcelona, sino en muchas ciudades de provincias donde menudean cenáculos o individuos con inquietudes: las riquísimas bibliotecas de los Muruais en Pontevedra, o de los Baroja en Vera de Bidasoa, son ejemplos conocidos.
La otra cara de la moneda, más solapada y tenaz, es la resistencia de la vieja España a la modernidad. No es una singularidad española. En los demás países, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX , el conflicto entre las aspiración a la modernidad y las resistencias de todos los aparatos conservadores es un hecho cultural, social y político: sirvan de ejemplo los países escandinavos asfixiados por un protestantismo conservador que provoca la huida de Munch, Ibsen y Strindberg, la Austria de Klimt, la Alemania de Wedekind, la Rusia de los zares, etc. En el fondo, la singularidad es más bien francesa y belga, París y Bruselas casi exclusivamente, lo que explica que los rebeldes de toda Europa se citen en estas dos ciudades donde sopla una libertad inaudita. En España, el debate es igual de vehemente y confuso que en otras partes, incluso entre los más modernos. Son pocos (y desoídos) los zahoríes y los lúcidos, incluso entre los más «modernos ».
Las particularidades españolas, en el campo estricto de las rupturas y de las vanguardias, hay que buscarlas en otras partes (en muy breves palabras):
— En el déficit teórico y doctrinal de las vanguardias españolas. No hay, como en otros países, auténticos grupos constituidos con líderes capaces de imprimir una dirección visible. En España, hay revistas, hay individuos cultísimos, hay polémicas encarnizadas y oratoria gesticulante, pero no hay verdaderos cuerpos doctrinales, ni grupos, ni estructuras institucionales que apoyen las iniciativas y asocien eficazmente todas las expresiones artísticas, como los prerrafaelistas alrededor de Rossetti, los martes de Mallarmé, las reuniones de Médan alrededor de Zola, los Nabis, los «Fauves», Die Brücke, Der Blaue Reiter, los Ballets rusos o suecos, donde alternan gente de pluma, de música, de artes plásticas…
— En la ausencia de auténticos mercados (y «mercaderes») para las artes nuevas. Para la pintura, la escultura, la arquitectura, el teatro, la música, la danza, el dinamismo del mercado es esencial. Si los pintores o los músicos van a París, a Londres o a Nueva York es antes que todo porque ahí se les hace caso, se les compra o se les monta obras. En Barcelona, incluso, Dalmau, la primera y única galería para la nueva pintura, no abre antes de 1906 (1911, en realidad, cuando se vuelve una galería de referencia) y Madrid, en este aspecto, es un desierto. La situación del teatro es paradójica. En un país donde «se estrena a chorro diario», más que en cualquier país del mundo, donde más salas, más autores, más obras, etc., hay en Europa, el teatro de vanguardia no prospera. Las pocas iniciativas para crear estructuras no cuajan o fracasan o son confidenciales (es decir, sin impacto); incluso Gual, el más profesional de todos, fracasa en 1903 porque no recibe el apoyo de las instituciones ni de los intelectuales catalanes, y Martínez Sierra figura como un atrevido y moderno director de teatro, entre 1915 y 1926, porque sabe articular una (discreta) dosis de modernidad (las escenografías y los pintores) con una fuerte dosis de textos y autores de la más rancia tradición comercial. Representar a Maeterlinck, Ibsen o Strinberg con los trajes, los decorados y los actores del Teatro Real o de la compañía de María Guerrero es confundir un alabardero medieval con Rudolf Valentino. El resultado es que la modernidad teatral no tiene visibilidad alguna, y se le cuelga el sambenito absurdo de «teatro irrepresentable », «teatro para leer», típico de las «brumas del Norte», inviable en España, lo que corresponde en realidad a una actitud ideológica y nada estética de un gremio crítico entre mal preparado o ideológicamente malintencionado.
Más grave aún, las grandes corrientes estéticas europeas (Simbolismo, Expresionismo, etc.) no calan en España como tales, o están consideradas como fracasos o se reducen a ámbitos estrictamente nacionales (la historia del Modernismo, por ejemplo) y terminan simplemente negadas merced a la invención del funesto método (sic) de las generaciones.
— El peso de la Historia nacional y de sus «actores» principales que son el Ejército y, sobre todo, la Iglesia. Una de las singularidades españolas podría ser la estrecha imbricación entre lo cultural y lo político o dicho de otro modo, la fuerte politización de todo lo cultural por los grupos dominantes. Los siglos XIX y XX se caracterizan por la vigilancia y la voluntad de dominación nacionalista y españolista, por la represión de las iniciativas rebeldes acusadas de pervertir el «genio» nacional y por la debilidad (incluso el fracaso) de la respuesta liberal. En el conflicto (que se da en toda Europa) entre la tentación autárquica nacionalista y el ansia de apertura cosmopolita (que tiene a veces brotes de índole insurgente rápidamente reprimidos), la vigilancia y la solidez de la primera se impone; ésta es la historia de la ruptura, de la modernidad y de la vanguardia en España. El franquismo podría no ser otra cosa sino la plasmación hasta la exacerbación y la caricatura de esta identidad esencialista y soberanista que instaura un nacionalcatolicismo capaz de imponer su hegemonía a todos los sectores de la cultura (considerada siempre como un terreno privilegiado). El método (resic) de las generaciones, canonizado bajo Franco, es su gran victoria, porque lo inoculó hasta a algunos de sus más acérrimos enemigos.
Las singularidades españolas se podrían resumir así. Quizás más que en cualquier otro sitio, lo cultural estructura lo político y, al revés, lo político se inmiscuye en todo con ánimos de regentarlo y controlarlo. Por otra parte, como en muchos países, hay un debate abierto e intenso entre una minoría culta, moderna, abierta, ávida de intercambios con el exterior, y una reticencia o resistencia pertinaz de la «opinión mayoritaria», las instituciones, los políticos y el mercado. Lo original es que sigue habiendo una riquísima producción estética española, impregnada por lo ajeno, con gran libertad de asimilación y producción, poco doctrinal o teórica, como si los creadores españoles fueran capaces de producir una obra rigurosamente contraria al orden dominante. Cada obra en sí es una forma de resistencia y de conquista de la libertad que el sistema pretende acotar o paralizar. Quizá sea por esto por lo que, en España, la poesía haya sido capaz, mejor que otras artes, de mantener unos rumbos exigentes y modernos, aunque fuera solo porque depende menos de los circuitos comerciales y de difusión (una revista o un librito de poesía cuestan poco). El teatro, la música, la pintura, la escultura, el ballet, muchos más tributarios de los aparatos comerciales de difusión y reproducción, tienen una historia mucho más compleja y difícil; la obra de la mayoría de los vanguardistas (que lo digan Valle-Inclán o Lorca mientras vivieron) es el resultado de una lucha casi heroica contra el sistema, a menudo solo recompensada después de su muerte.
Esta relación tumultuosa entre la creación, el arte, la voluntad de producir unas obras en consonancia con la actualidad humana y social, y las resistencias de los sistemas (incluso ciertas tendencias del liberalismo o del progresismo), justifica la urgencia de una auténtica Historia cultural del arte y de la literatura española en esos años.