«Yo mismo soy la materia de mi libro», «Es a mí a quien pinto»
«Otros miran ante sí, yo miro a mi interior»,
MONTAIGNE
Acaban de publicarse varias ediciones de los ensayos de Montaigne (1533-1592) (1), y ello obliga a reconocer de nuevo su proximidad con la cultura actual, tanto por el tema de sus escritos como por la forma y enfoque dispensados. Humanista por su formación, su dominio del latín y su gusto hacia las letras antiguas, Montaigne lo es aún más en el sentido filosófico, por sus valores procedentes de los clásicos y por su alto concepto del ser humano, cuyo respeto le lleva a convertirlo en el eje de su obra. Es un precursor de la modernidad por su interés en hablar no del «hombre», en general, sino de su yo concreto desde una visión subjetiva, razonada, curiosa y libre, en una forma que trasciende los géneros clásicos, y con un estilo espontáneo que anuncia la nueva prosa moderna; todo lo cual convierte a este escritor en un adelantado a su tiempo y en un referente para generaciones futuras que lo leerán con devoción —la de Shakespeare, Quevedo, Voltaire, Kant, Goethe, Flaubert, Nietzsche, Gide, Proust, Azorín, Lévi-Strauss, Pla...—, no en vano los Essais, obra a la que dedicó veinte años de su vida, es el libro de los libros después de la Biblia.
Montaigne y Descartes son los dos autores que más han contribuido a la construcción de la subjetividad moderna, al entender que el sujeto nace en soledad, consigo mismo y apartado de los otros, aunque el objeto de su reflexión sea el mundo del que se aleja. Entre la divisa socrática y los descubrimientos de Freud y Jung está Montaigne advirtiéndonos que no seremos felices hasta que no tengamos el valor de aceptar la condición humana y gozar de lo que uno es: «entre nuestras enfermedades la más salvaje es despreciar nuestro ser» (III,13). Su mensaje, útil para la vida práctica, hereda el de Séneca y Epicuro, con la ventaja respecto de los antiguos de ser una voz más cercana: la del europeo recién nacido, del cual descendemos y que en buena parte aún somos. Si Montaigne nos resulta cercano es por su defensa del individualismo y culto a la singularidad —«La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo» (I,38)—, razón por la cual el siglo XVII criticó su actitud, tildándola de egoísta, y el XVIII no la entendió. Serán las Confesiones (1782-1789) de Rousseau las que iniciarán el interés por la intimidad, que se afianza con el período romántico y culmina en el Modernismo. A pesar del calificativo de «egoísta» con que Pascal calificó a Montaigne, si hay una palabra que defina bien al autor es egotista (2) por su afán de explorar la identidad humana para hacerla comprensible: «Estúdiome más que cualquier otro tema. Es mi metafísica y mi física» (III,13). Su método no es otro que inclinarse primero a entender su caso para, una vez logrado, poder ir a la búsqueda de un principio más general aplicable a todos. No se trata de arrepentirse de los propios extravíos ante Dios —como San Agustín—, ni de convertirse en modelo de una actitud moral —caso de Séneca—; Montaigne busca hablar de sí mismo por sí mismo para conocerse, ignorando los juicios de valor y la tutela moral: «Los demás educan y forman al hombre, yo lo cuento» (I,2). Ayudado de unas andas —la ética y el estudio de la conducta y el carácter—, este autor no pretende una transformación de su ser que sirva de ejemplo, ni redactar un manual de autoayuda para desorientados; sino asumir la propia realidad de forma absoluta mediante la introspección y el reconocimiento del yo —«Esto no es mi doctrina, sino mi estudio; y no es la lección de otros, es la mía» (II,6)—; porque, a su entender, el primer deber moral consiste en ser uno mismo, saber vivir en sí y para sí, ya que hacerlo es la mejor manera de ayudar a la Humanidad: «La principal tarea que cada cual tiene es su propia conducta; y para eso estamos aquí». (III,10). Dado que no es posible ni aconsejable cambiar nuestra naturaleza, no sirve criticar a un semejante; en consecuencia, Montaigne desarrolla una ética o regla de vida, «la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, que me instruye para vivir y morir bien», cuyo objetivo es aprender a disfrutar de una existencia plena, natural, y de una muerte aceptada y digna; no en vano «El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción» (I,20).
Desde la infancia,Montaigne fue consciente de que sólo en sí mismo podría hallar respuesta y consuelo a la ardua tarea de vivir. Su padre le procuró una exquisita educación —según principios erasmistas— con la que aprendió a cultivar su espíritu, con independencia de opinión y sin prejuicios. A los tres años fue confiado a un preceptor alemán, que se dirigía a él en latín, y, hasta los seis, vivió una infancia marcada por la libertad, la cual terminó abruptamente con su ingreso en la escuela y sus imposiciones: el aprendizaje del francés, una pedagogía religiosa y la filosofía escolástica: «Los maestros no cesan de gritarnos en los oídos como si vertieran agua en un embudo, y nuestro cometido se limita a repetir lo que nos han dicho», pero «saber de memoria es no saber» (I,25). Hombre de pocas relaciones —«soy animal de compañía y no de tropa» (III,3)—, conoció en el Parlamento de Burdeos a su gran amigo Étienne de La Boètie, personaje decisivo tanto en lo personal como en lo literario: «Esa amistad [...] que Dios ha querido tan entera y perfecta [...] ¿es mucho si la fortuna la logra una vez en tres siglos?» (I,28). Sus diálogos fueron para Montaigne método de conocimiento socrático —«El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la conversación » (III,8)— y su temprana muerte, en 1563, le hizo descubrir la soledad y la certeza de no poder hallar en nadie —salvo en sí mismo— apoyo para sus reflexiones. Sin la voz de La Boètie, pero con la herencia de sus libros, Montaigne elige permanecer en su biblioteca hablando consigo mismo y con los textos, actitud que heredará Quevedo: «con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos» (Quevedo, 1995:103). Sus interlocutores serán Platón, Epicuro, Séneca, Plutarco, Lucrecio..., cuyas sentencias Montaigne hará grabar en el techo de su biblioteca —como homenaje a sus maestros— e incluirá en sus escritos, por centenares y hábilmente modificadas: «Platón cita a menudo este gran precepto: Realiza tus propios actos y conócete» (I,2). Consciente de la fragilidad humana por su reiterada experiencia con la muerte (las guerras, la peste, la pérdida de padre, de sus cinco hijos y de su amigo), Montaigne se aleja de la vida social y, a los 38 años, abandona sus cargos públicos para retirarse al castillo familiar del Périgord, donde dedicarse a leer y gozar de una existencia sencilla. Allí escribirá los Essais, cuya primera edición aparece en Burdeos,1580; y, una década después, la definitiva, 1588.
Defensor del pensamiento individual y libre frente a la imposición de credos e ideologías, Montaigne rechazó doctrinas e indagó en el propio yo sin apoyos: «prefiero forjar mi alma que amueblarla» (III,3). No trató de prescribir reglas, sino de poner ejemplos de cómo procuraba liberarse de todo aquello que pudiera limitarle: la vanidad, el miedo, el dinero, los fanatismos... Humanista convencido de la superioridad de los valores clásicos, no es de extrañar que la Iglesia incluyera su obra en el índice de libros prohibidos en 1676, por entender que ofrecía argumentos para una revolución secular con su defensa del hedonismo, del culto a la individualidad y a la libertad desde una mirada escéptica y relativista. Mientras Calvino o los nuncios proclamaban: «sabemos la verdad», Montaigne se preguntaba: «Qué sé yo?»; si aquellos pretendían imponer cómo vivir, su consejo era: «¡Pensad vuestros propios pensamientos, no los míos! ¡No me sigáis ciegamente, permaneced libres!» (I,27; III,2). En suma, para Montaigne, analizar la propia idiosincrasia conlleva alejarse de los dogmas y mostrarse escéptico ante nuestro saber: «no garantizo más certeza en lo que digo sino que es lo que entonces tenía en mi pensamiento, pensamiento tumultuario y vacilante. Hablo de todo platicando, no asegurando». (III,11); de ahí la divisa que mandó grabar en su medalla: Que sais-je?
Del «conócete a ti mismo» a la exhibición de yo
Montaigne explicita la finalidad de sus Essais: «Hace varios años que soy yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y estudio más que mi propia persona; y si estudio otra cosa, es para aplicarla al pronto sobre mí, o mejor dicho, aplicármela a mí». (II,6). Al descubrir sus gustos y opiniones, el gascón distingue al individuo público (un gentilhombre del XVI ) del privado: «El alcalde y Montaigne siempre fueron dos, con harto clara separación». (III,10). «No escribo mis acciones, me escribo yo, mi esencia» (II,6). Hacerlo le permite poder dar una visión plena de sí: «yo soy el primero en dar a conocer mi ser total, en mostrarme como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o jurisconsulto». (I,2). Tras reflexionar sobre su persona e interesarse por lo que le diferencia de los demás —su ser único—, Montaigne busca el elemento común que le asemeja a otros —su dimensión universal—, dando una acertada radiografía de la naturaleza humana; no en vano «cada hombre comporta la forma entera de la condición humana» (III,2).
El ser humano retratado por Montaigne muestra su miseria, su vanidad, sus miedos, pero también su dignidad —«Si se mirasen los demás atentamente como yo, hallaríanse, como yo, llenos de inanidad y necedad» (III,9)—; pues somos una suma de tradiciones, creencias y pensamientos heredados —«Las leyes de la conciencia, que nosotros decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre» (I,23); «Me casé, es verdad; pero no fui al matrimonio; me llevaron» (III,3); «no sotros no vamos; nos arrastran» (II,1)—; y, sobre todo, somos fluctuantes, y contradictorios, por la inconstancia del yo, que el autor ejemplifica en sí mismo:
Todas las contradicciones se dan en mí [...] Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado [...] y cualquiera que se estudie bien atentamente hallará en sí mismo, e incluso en su propio entendimiento, esta volubilidad y discordancia. (II,1).
Para expresar el problema de la identidad cambiante de la persona a lo largo del tiempo —«existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás» (II,1)—, Montaigne elige una forma espontánea, abierta y fluctuante, que intenta describir con la palabra Essais: ‘ensayos', ‘intentos', ‘aproximaciones'; pero también ‘experiencias'. Montaigne concibe su libro como una «marquetería mal unida» de muchas piezas —a semejanza de las Obras morales de Plutarco— y reivindica su desorden como rasgo de su libertad y «buena fe», pese a ser consciente de su rareza: «Es libro único en el mundo y en su especie, de propósito raro y extravagante». (II,8). Con todo, la «desorganización» se debe, en parte, al modo de escribir los Ensayos: el autor pensaba en voz alta y un secretario —existieron tres sucesivos— tomaba nota del dictado; lo cual le permitió usar técnicas modernas, como un entramado sin orden de materiales varios, yuxtapuestos a modo de collage (fragmentos narrativos, citas, reflexiones, anécdotas históricas, impresiones personales...), unidos por asociación libre y en una constante acronía ...—. Los 107 Ensayos sorprenden precisamente por su variedad y por los contrastes que contienen, siendo el yo del autor lo que asegura la unidad del conjunto. Si los más breves son anotaciones de lectura de una o dos páginas, otros suponen auténticos ensayos filosóficos, de inspiración estoica o escéptica — Apología de Raimundo Sibunde (II,12)—, con abundantes confidencias personales — Sobre la vanidad (III,9); Sobre la experiencia (III,13)— que abogan por la tolerancia: ni rebeldía ni pasión, sólo estoicismo —«mi deseo es pasar dulcemente y no laboriosamente lo que me resta de vida» (III,9)—. En cuanto al estilo, Montaigne prefiere un discurso conversacional: «Me gusta el andar poético, a saltos y a brincos» (III,9) al ordenado y metódico; así como una prosa abigarrada y diversa, a la erudita.
De todas las técnicas, sus mejores hallazgos son la subjetividad, el tono testimonial y el descubrimiento literario de la función del yo; pues escribir es una forma de mantener un registro fiel de uno mismo a cada instante, acechando la conducta presente, no los recuerdos del pasado, para tomar conciencia y asumir la transformación con relativismo —«No pinto el ser. Pinto el paso: no el paso de una edad a otra, [...] sino día a día, minuto a minuto». (I,2)—; de ahí la necesidad de adecuar la dinámica de la escritura a la de su yo: «Mi estilo y mi mente vagabundean igual» (III,9). Así, la primera versión de los Essais revela al Montaigne auténtico que quiere conocerse; la última, aquel que necesita mostrar al mundo cómo es. Tras diez años de retiro, el autor cierra una etapa e inicia otra a sus 48 años, cuando la fama lo convierte en escritor y decide escribir para los demás. Comienza entonces un viaje que durará 17 meses, un tercer volumen y a corregir el conjunto de sus ensayos; prueba de que su discurso es una meditación en proceso que no aspira a cerrarse tras un resultado.
Azorín y el maestro Montaigne
Relacionar a Azorín con Montaigne es ya un lugar común para la crítica especializada; en concreto la admiración del alicantino por el gascón —su modelo vital— cuyas ideas estoicas, epicúreas y escépticas cristalizan en una filosofía de vida y se traducen en una conducta y ética particulares: «yo amo a este gran filósofo por estas cosas: Montaigne representa la concepción ondulante, flexible, circunstante, contingente de la vida» (Martínez Ruiz, 1992: 176). Azorín confiesa identificarse con el pensador francés —a cuya sombra es un «pequeño filósofo»—, fundiendo como él literatura y biografía; binomio que se evidencia en sus novelas (La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo); en sus artículos de periódico, protagonizados por el mismo yo narrativo («Los buenos maestros: Montaigne», Helios , oct. 1904); en los textos personales (Memorias inmemoriales) o en aquellas obras donde analiza la creación literaria como un quehacer más del personaje (Capricho). No parece azar que el mencionado artículo de 1904 fuera el último que el autor firmase como «J. Martínez Ruiz» y no con el pseudónimo «Azorín», que ya había empezado a usar ese mismo año. En sus Memorias, el escritor quiere hablar de lo que ha sido; pero de lo que ha sido ¿quién?:
«Soy otro, soy otro». O sea: antaño fui un hombre escritor llamado «Ariman» y «Cándido», luego otro hombre escritor que firmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro , Antonio Azorín, y poco más tarde otro , Azorín a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer...[ Valencia, 1941].
La tesis azoriniana no plantea que con el paso del tiempo «somos otros», sino que «somos de otro modo» (Laín Entralgo, 1974: 40-41), mezclando la realidad y el deseo. El alicantino no pretende hablar de uno, sino de todos y de ninguno: del hombre múltiple que quiso ser, al modo de los heterónimos de Pessoa y los complementarios de Machado. En suma, Azorín y Montaigne analizan sus inclinaciones personales y se afanan por retratarse en su constante evolución, viéndose con objetividad, a la vez que recreándose con la imaginación; lectores voraces en su paraíso libresco, pero también alquimistas escuchándose vivir para transmutar su experiencia en escritura.
Todas las novelas de Azorín tienen el aire de autobiografías (se han calificado de egopeyas) por la condición de los personajes, puras variaciones de la etopeya del autor. Aunque se afirma que Martínez Ruiz es uno de los autores más autobiográficos, por incluir siempre materiales personales en sus escritos, en ellos no muestra al hombre con sus sentimientos; sino al novelista, no en vano, en sus Memorias, el alicantino reconoce: «el subjetivismo de sus primeros años de escritor —el uso del yo que tanto se le reprochaba— era cosa encimera y que lo más recóndito y personal continuaba escondido.» [«Otras influencias », Memorias]. Incluso busca distanciarse del que fue hablando de sí mismo en tercera persona: «Y en estas cuartillas me propongo escribir de los gestos y dichos de X.» [«Nadie», Memorias]. Lo mismo sucede en los Essais, donde, pese a la interminable referencia a gustos, costumbres e ideas de Montaigne, se advierten verdaderas lagunas para el conocimiento de su personalidad, oculta tras el velo sutil del autobiografismo.
Aunque se ha dicho que dicha estrategia suple la falta de fantasía en los relatos del alicantino, lo cierto es que plantea un recurso muy actual en sus tentativas para crear una nueva novela: el uso distorsionado de los propios recuerdos como materia literaria. «La vida no es lo que uno vivió, es lo que uno recuerda», sentencia García Márquez en la primera línea de sus memorias Vivir para contarla (2002). Lo cierto es que en los siglos XX - XXI se impondrá una variante de la autobiografía —la autoficción— que funde lo biográfico con la narrativa al identificar el nombre del protagonista con el del autor, que busca así reinventarse (Alberca, 2007), caso de C. Martín Gaite, J.Marías, J. Llamazares, J. Cercas, A. Muñoz Molina o E. Vila-Matas... Mucho antes que ellos, en 1904, José Martínez Ruiz se convierte en personaje al firmar sus trabajos con el apellido de su ente de ficción, «Azorín», un joven rebelde y anarquista, como él, cuyo mentor (Yuste) encarna las ideas del alcalde de Burdeos: «Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver al maestro, que era como salir de un hoyo para caer en una fosa». No extraña que su evolución le lleve a convertirse en un intelectual resignado y contemplativo como el perigordino, a quien cita y parafrasea: «Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta». (La voluntad, I,7).
Algún crítico ha puntualizado que Azorín no leía a Montaigne, sino a uno de sus descendientes más lúcidos, La Rochefoucauld. Lo cierto es que lo leía de joven diariamente: «Todas las tardes la filosofía de Montaigne iba entrando en mí...» y de adulto: «Montaigne ha pasado también en mi espíritu; dejó su sedimento», «Yo no leo a Montaigne; lo releo por tercera, por cuarta, por quinta, por sexta vez. Pocos filósofos hay que puedan soportar esta prueba». (Campos, 1964: 138 y Martínez Ruiz, 1970: 126). Con su habitual laconismo, Martínez Ruiz no anotaba al margen sugerencias o dudas; sino que se limitaba a marcar con lápiz la frase o párrafo de su interés. Los elegía de diversos colores (azul, verde, rojo y marrón) para destacar conceptos a los que regresar en lecturas posteriores: «Abro ahora el libro y voy buscando, por entre las múltiples señales hechas con lápices de colores, los pasajes en que el maestro escribe sobre este trance terrible...» (Martínez Ruiz, 1948:70). Algo parecido hacía Montaigne respecto de las ediciones que manejaba de autores clásicos, cuyas frases subrayaba, además de anotar al margen sus comentarios y la fecha de sus impresiones. Varias tratan del conocimiento propio a través del acto de escribir, y es el hecho de compartir dicho objetivo y verlo desarrollado por Montaigne de manera brillante, lo que explica el trato de maestro que el alicantino le dispensa.
La edición de Martínez Ruiz —de los hermanos Didot, encuadernada en piel, en cuatro volúmenes de pequeño formato, hoy conservada en la casa-Museo de Azorín en Monóvar— fue su texto de cabecera, por cuanto lo menciona en entrevistas: «El Montaigne que yo leía en el Bélix —aquí lo tengo— es el publicado en 1802 por Fermín y Pedro Didot, en cuatro tomitos [...] ahora mismo acabo de hojear a Montaigne en la misma edición» (Campos, 1964: 133 y 159). Es el ejemplar que aparece en sus novelas como preciado equipaje de su protagonista, el mismo que nosotros hemos manejado (3):
«... en la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos —cuatro tomitos impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802—.Azorín los pasa, los repasa, los acaricia, los abre al azar». [Antonio Azorín, II, 21].
El estilo Azorín: el estilo de los Essais
Es innegable la tendencia de Azorín a la introspección y a la forma de un ficticio diario como estrategia literaria desde sus inicios: en artículos — Charivari, crítica discordante (1897)—; cuentos —«Fragmentos de un diario», Bohemia (1897) o Soledades (1898)—; y primeras novelas: Diario de un enfermo (1901) y La voluntad (1902). La afición de este autor por crear obras literarias donde la ficción se mezcla con los rasgos propios del diario —anotando una biografía de lo sentido más que de lo sucedido—, la racionalidad del ensayo y lo fragmentario del artículo de periódico acabará por conformar su estilo. El diario le permitirá dar respuesta a un problema acuciante, sufrido también por Montaigne, Larra, Amiel o Unamuno: la identidad del ser dividido entre su vida pública y privada, la del escritor-periodista frente a la del sujeto en crisis que se analiza: «El yo agresivo se enfrenta con el mí contemplativo y el ser está dividido sin esperanza y reducido al papel de espectador de su propia existencia» (La voluntad , I,25). El escritor proyectará dicha escisión en los personajes al registrar tanto sus acciones como sus confidencias. Las anotaciones en un diario ofrecerán a Azorín, además de la autenticidad perseguida, una alternativa formal novedosa para el nuevo concepto de novela que se busca hacia 1900: cronología discontinua, tono confesional e intimista, uso de la primera persona narrativa, bosquejo breve, yuxtaposición de contenidos, lengua conversacional, relativismo en el punto de vista (visible en las soluciones provisionales y finales abiertos), mirada contemplativa, sucesos cotidianos, descripciones pictóricas, tempo lento, impresionismo, sensaciones, matices, silencios..., rasgos distintivos de lo que se ha dado en llamar estilo Azorín .
Hallada la fórmula, el novelista creará sus obras repitiendo un número parecido (30-40) de unidades breves y autónomas de la misma extensión, a modo de cuadros o piezas heterogéneas más que capítulos de un conjunto, que suman: anécdotas, artículos periodísticos, párrafos de otros libros, circulares políticas... De este modo se quiere trasladar a la forma lingüística cada estado de ánimo e impresión, sin vínculos lógicos ni enlaces (frases yuxtapuestas), en una suerte de «impresionismo » novelesco, cuyo efecto es el de un estilo estático, repetitivo y cortado.
Si el francés experimentó o «ensayó» una forma para sus escritos autobiográficos, otro tanto hizo Martínez Ruiz a partir de los Essais, caso de un relato de 1942 que inicia así: «He puesto ya en una cuartilla las palabras decisivas El escritor . Ese es el título de la novela». (Martínez Ruiz, 1942:20) A pesar de haber explicitado el género, la lectura de sus páginas no lo confirma; es más, la editorial Espasa publicó en Argentina las tres primeras ediciones de la obra en la serie verde de ensayo. Sólo en la cuarta, y por indicación de su autor, fue traspasada a la serie azul de narrativa. De forma similar, la siguiente — Capricho , 1943— empieza con esta reflexión: «El autor por capricho (4) tiene este libro. [...] Novela o lo que sea. Novela o circunspectas confidencias» (Martínez Ruiz, 1943: 9), lo cual nos lleva al punto crucial que anunciábamos: los límites entre escritura autobiográfica y obra de ficción.
Si la autobiografía es el relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su existencia —vida individual e historia de su personalidad, identificando al autor con el narrador y el personaje descrito—, no hay mucha diferencia entre lo autobiográfico y las novelas de Azorín; cuyo interés no es la historia anecdótica del personaje descrito —la suya—, sino la autoconciencia de un yo que quiere entenderse, recreando vivencias e intentando dar coherencia intelectual a la propia vida, aún en proceso. Así empieza la novela Las confesiones de un pequeño filósofo (1904): «Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas —como lo es la realidad—.»
Tanto el autorretrato impresionista de las Memorias y novelas de Azorín, como la autobiografía sin entramado de los Essais de Montaigne suponen un intento de conocerse a través de la escritura. Aunque ambos escritores acaben mostrándose en parte, y en parte, reinventándose, ello no anula la herencia socrática que el francés lega a la modernidad y palpita en Azorín: la necesidad de conocerse, a pesar de la esencia evanescente y proteica del yo. Un siglo después, la búsqueda continúa, aunque los novelistas actuales no quieran ver la imagen que les devuelve el espejo de la página escrita y decidan inventar su propio reflejo.
Bibliografía citada
A LBERCA , M. de: El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción , Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.
C AMPOS , J: Conversaciones con Azorín , Madrid, Taurus, 1964, p. 138.
L AÍN E NTRALGO , P.: «Azorín: el mismo, pero de otro modo», Revista de Occidente , núm. 133, abril de 1974, pp. 40-41.
M ARTÍNEZ R UIZ , J.: Capricho , Madrid, Austral, 1943, p. 9.
— El escritor , Madrid, Austral, 1942, p. 20.
— Política y literatura: Fantasías y devaneos , O.C., IV, Madrid, 1948, p. 70.
— «Las ideas de Montaigne», Tiempos y cosas , Madrid, Salvat, 1970, p. 126.
— «Los buenos maestros: Montaigne», Artículos anarquistas , Barcelona, Lumen, 1992, p. 176. (ed. J. M. Valverde).
Q UEVEDO , Desde la Torre , Poemas morales, Poesía completa I, Madrid, Turner, 1995, p. 103 (ed. J. M. Blecua).
M. E. G.—UNIVERSITAT DE GIRONA