“VEO UN MAR SEMBRADO DE BARCOS, QUE PARECE SALIR DE UNA ESTAMPA DE SIGLOS PASADOS. UNA VEZ MÁS SIENTO DE INMEDIATO EL IMPULSO DE PERDERME POR ESTA CIUDAD QUE, NO SÉ POR QUÉ, SITÚO COMO META DE UNA AVENTURA MENTAL DE ADOLESCENCIA”
Desde una atmósfera levemente brumosa, una forma arquitectónica antigua en piedra -un acueducto, el de Valens- me da el primer aviso de llegada a Estambul y pronto, tras cruzar el estrecho, veo un mar sembrado de barcos que parece salir de una estampa de siglos pasados. Una vez más siento de inmediato el impulso de perderme por esta ciudad que, no sé por qué, sitúo como meta de una aventura mental de adolescencia. No me cabe duda, lo que mis ojos buscaban al mirar el mar desde mi casa de Barcelona era Estambul. Tal vez por ser una encrucijada cultural, por ser una ciudad distinta a las nuestras, pero tan semejante, me reconozco en ella gozando de ese margen de sorpresa que siempre encierra lo otro.
Pasear por Estambul es en sí tal placer que no me entretengo mirando el plano ni proyectando visitas concretas. Ya sé que iré a Santa Sofía y a la Mezquita azul, que cogeré un taxi para llegar a tiempo y visitar la iglesia de San Salvador en Chora y me admirarán una vez más los frescos y los mosaicos que pueblan sus paredes, esa sinfonía austera que es La Dormición de la Virgen , ese mandala que es la cúpula del nártex; ya sé que iré igualmente a la de Pammakaristos y me detendré ante una arquitectura religiosa tan osada para los siglos XII y XIII; pero sobre todo sé que me seducirán las calles, los bazares, las gentes, esas mujeres ya a la islámica con la cabeza cubierta, ya rigurosamente emancipadas, peinadas de peluquería, bien vestidas y más combativas y duras que cualquier hembra occidental; esos hombres tan viriles que habría que dividir -como hacía Elio Vitorini con los sicilianos- entre “con bigotes” y “sin bigotes”...
Estoy en el Hotel Pera Palace, situado en el barrio chic, y me lanzo al vagabundeo empezando por Is tiklal. Bajo hasta el Túnel, un breve funicular, compro un billete y me meto en el vagón, libre de turistas, para aparecer en el barrio de Karaköy, donde los pescadores, a veces desde las mismas barcas, venden esos pescados que brillan como la plata y son tan frescos que todavía se mueven. Junto a los azafates, bellamente dispuestos, van dejando ir una cantinela que elogia su mercancía e instan al que pasa por allí a comprar. Me gusta recorrer los puestos, llegar a una suerte de barecillo popular, comer un típico börek o bolas de carne con arroz. Es un rincón que me descubrió el poeta Ilhan Berk –el gran cantor de Estambul- hace unos años, cuando aún existía el puente de madera de Galata y estaba repleto de pescadores de caña, vendedores de tabaco suelto, de peucos y calcetines, de gorros, y de objetos de cuero. Ese puente se quemó, pero lo sustituye uno moderno, de modo que igualmente se puede llegar a Eminönü y ver una infinidad de palomas oscuras y, delante de las amplias escalinatas de la mezquita de Yeni, varias mujeres con sus pañuelos de vivos colores en la cabeza, sentadas en sillitas plegables, que custodian extensiones de grano. ¡Y qué alboroto de las aves cada vez que alguien da una moneda a una de esas mujeres y ella echa al aire una medida de alimento! Y ya se ven por la calle los puestos de frutos secos...
Todo es una aventura para los sentidos en Estambul, así el Bazar de las Especias o Bazar egipcio: los puestos son arrebato para el ojo -todo está ordenado, limpio, bien dispuesto: almendras, piñones, orejones, ciruelas, dátiles, pistachos, cardamomo-; los de miel y sus derivados, con pastelillos adornados con nueces; los de quesos, los de especias -clavo, canela, comino, sumak , azafrán-, y los perfumistas. Si uno quiere saber cómo huele realmente el almizcle, el sándalo o el ámbar en su pureza, que se acerque a los innumerables frascos de cristal de distintas formas que contienen las misteriosas destilaciones cuyos colores van de un verde negruzco a un amarillo claro, pasando por el oro, el naranja y el azul. Tal vez un joven vendedor de ojos azules pintará pequeñas rayas en el dorso de su mano y le dará a conocer los líquidos tesoros, por ejemplo, el llamado Mechmua , producto de otros once, entre los cuales los más importantes son ámbar, almizcle, gardenia, cannavis, opio, sándalo, yiang yiang , y, cómo no, jazmín y rosa.
Pero mis pies me llevan y directamente a Santa Sofía, es decir, avanzan primero por la calle Yeni Postane y, luego, por Ismail Kazim Gürkan. Lo que es Santa Sofía..., un ámbito cálido, envolvente, integrador, rico y dulce, una atmósfera dorada que te rodea, te eleva, te cobija, se te lleva, te hace el amor, hace aflorar en ti el amor, te mece, te entrega al abrazo del más allá, en fin, una emoción espacial tan fuerte...; es sentir la armonía perfecta con el entorno mientras se borra el transcurrir. Uno se quedaría en ese lugar, envuelto por el reverbero dorado de los mosaicos, pero el tiempo corre.
Salgo y, casi flotando, me voy hasta la Mezquita azul. Dejo los zapatos en la puerta y entro. Aún me ronda el dorado de Santa Sofía cuando me arrebatan los azulejos y la luz que penetra por la alta cúpula. Permanezco un rato en silencio, me pongo los zapatos de nuevo y echo a andar. Y paso ante la tumba de Ahmet (un Corán, cuatro reliquias, unos sarcófagos en desorden) y luego, he aquí el dilema, puedo ir a Topkapi y ver el retrato de Mehmet II con su turbante blanco y oliendo una flor de espino, el precioso ejemplar del Corán miniado en oro y azules que data de 909; admirar el colorido alicatado del harén, los kaftanes y los amplios pantalones, los atavíos de boda, los kerchief y los batines de los sultanes, las joyas como puños que llevaban en la cabeza entre plumas, los puñales sembrados de esmeraldas, los tronos con incrustaciones de pedrería y acercarme después al Museo Arqueológico y recorrer la parte del antiguo Oriente, con sus cerámicas picasianas de la época Neolítica, las estelas sumerias, asirias, hititas, o la parte griega y romana donde están la cabeza de Safo, la de Alejandro Magno, un sátiro, un atleta, una tanágara, los retratos de Augusto, Livia, Marco Aurelio, Diocleciano, Arcadio... Pero mi impulso me lleva hacia el otro lado, hacia la mezquita de Bayaceto y el Gran Bazar, así que me dirijo a Yeniceriler y entro por la puerta de las joyas, un verdadero escándalo, son “los chorros del oro”: tiendas y tiendas de cascadas de collares y cadenas de oro que se prolongan en un laberinto deslumbrante. Pero también llega la plata, y llegan las piedras, las turquesas, los granates, las perlas de Adén, los corales, los marfiles, los abalorios, los ojos contra el mal de ojo, sacos llenos de ojos, sacos de ágatas, de cerámicas, de cacharros, pañuelos... Y ahí están las sedas, las lanas, las babuchas, las alfombras... Doy la vuelta y salgo a la explanada de delante de la mezquita de Bayaceto. No hay mucha gente por el frío, pero no faltan los puestos de pepinos, de carne asada que gira - döner kebab - y de pinchos con cebolla y tomate, el pan ácimo, los roscones, los vendedores de ropa, de zapatos, de discos y casettes, los niños aguadores con su cinturón de vasos, un mongol con coleta que ofrece babuchas orientales de piel de cordero muy calientes...
Pero ya se oye la voz del muecín que llama a la oración, se va haciendo tarde. Con Ilhan Berk fui una vez a Asia, es decir, pasé al otro lado del Bósforo, a Ortaköy, barrio de galerías, estudiantes, buquinistas, con una placita llena de jóvenes inquietos que compran libros, y paseamos luego por Taksim, donde antaño se repartía el agua de la ciudad. El otro gran poeta turco, Da_larca, vive en Asia. Para verlo hay que tomar un barco anticuado y lento, llegar y encontrarlo en una sala de billares donde nunca entra una mujer, aunque yo, con mi desfachatez, y despertando la furia contenida de los parroquianos, me asomé. Salimos de allí para mirar el mar y vimos un barco con un cortejo de gaviotas. Llevaba cajas de pescado y las aves avanzaban a su mismo ritmo, volando alrededor en círculos. Una estampa surrealista.
Da_larca es poeta en todas sus palabras. Habla, por ejemplo, de cómo se despierta, y dice: “La oscuridad son líneas negras en el espacio. De pronto hay una línea azul, luego otra, y amanece”. Con él estuve también en uno de esos palacios que tenían los sultanes a la orilla del Bósforo, el de Dolmabahçe, con espléndidos jardines y situado a ras de agua. Hay otros, el de Küçüksu, el de Beylerbeyi...
Con el poeta árabe Adonis subí a la Torre de Gálata. La torre es de piedra y no muy alta, su proporción es íntima, apenas se la distingue entre las casas del barrio, pero desde arriba la vista del Cuerno de Oro por un lado, por otro del Bósforo, y más allá del Mármara, todas las mezquitas, la fundición, Topkapi, el mar... En su balcón corre el viento en círculo y despeja la mente, quita el cansancio. En la torre hay un restaurante y por la noche se puede ver bailar la danza del vientre y danzas turcómanas, oír el kanun ... A Adonis le gusta la música y esta visita nos lanzó en busca de cintas populares. Por fin, cerca del Acueducto de Valens, las encontramos en una tienducha perdida. Ahí, en la Torre de Gálata quiero acabar el día. Subo, pues, hasta lo más alto y llego a tiempo para ver cómo las mezquitas de uno y otro lado emiten un último destello rojizo y los barcos y las aguas se someten a la absorción del color por el azul, mientras un astro blanco apunta sobre el barrio de Balat.
*Clara Janés. Nació en Barcelona en 1940. Estudió en esaciudad y en Pamplona la licenciatura de Filosofía y Letras. Es Maître ès lettres por la Universidad de París IV Sorbona, en Literatura Comparada.
Cultiva la poesía, la novela, la biografía y el ensayo y se distingue como traductora, particularmente de la lengua checa y de la obra poética de Vladimir Holan y de Jaroslav Seifert. Vetió al español a Marguerite Duras, Nathalie Sarraute, Katherine Mansfi eld y William Golding y, junto con conocedores de sus lenguas, a poetas turcos y persas. En 1992 recibió el Premio de la Fundación Tutav, de Turquía, por la difusión de la poesía turca en España. En 1997, obtuvo el Premio Nacional de Traducción por su obra. En 2000 recibió la Medalla del Mérito de Primera Categoría de la República Checa como traductora y difusora de la literatura de dicho país. En 2004 se le otorgó la Medalla del Mérito en las Bellas Artes en su categoría de oro, de España, y en 2007 por su obra recibió el X Premio de las letras españolas Teresa de Ávila.
Su creación poética consta de los libros: Las estrellas vencidas (1964), Límite humano (1974), En busca de Cordelia y Poemas rumanos (1975), Antología personal (1979), Libro de alienaciones (1980), Eros (1981), Vivir (Premio Ciudad de Barcelona 1983), Kampa (1986), Fósiles (1987), Lapidario (1988), Rosas de fuego (1996), Diván del ópalo de fuego (1996), La indetenible quietud (1998), El libro de los pájaro (1999), Arcángel de sombra (1999; Premio Ciudad de Melilla, 1998), Paralajes (2002), Los secretos del bosque (Premio de Jaime Gil de Biedma, 2002), Vilanos (2004), Fractales (2005), Huellas sobre una corteza (2005), Los números oscuros (2006) y Espacios translúcidos (2006 y 2007). Sus libros de ensayo son Cirlot, el no mundo y la poesía imaginal (1996), La palabra y el secreto (1999), El espejo de la noche y A Vladimir Holan en su centenario (2005). Entre otras novelas escribió Los caballos del sueño (1989) y El hombre de Adén (1991), la biografía La vida callada de Federico Mompou (Premio Ciudad de Barcelona 1975); la segunda edición, ampliada, se titula Federico Mompou, vida, textos, documentos (1987), el libro de viajes Sendas de Rumanía (1981), los de memorias Jardín y laberinto (1990) y La voz de Ofelia (2005), y el de relatos Espejos de agua (1997).
Desde 1983 participa en encuentros literarios. Su poesía ha sido traducida a veinte idiomas.