Litoral

Una fraternidad

por Justo Navarro

Litoral nº 257, 1º semestre 2014

El paraíso es un árbol: en la Divina Comedia es «el árbol que vive de la cima». La imagen pertenece a la tradición de la mística: el paraíso es un árbol, los bienaventurados viven en sus ramas, que no se alimentan de las raíces, sino de la copa, de la cima, que es Dios. El árbol feliz da siempre nuevos frutos sin perder nunca la fronda. El paraíso de Robin Hood no era un árbol: era un bosque entero.

Un árbol es el paraíso y otro árbol expulsa del paraíso. Cuenta otro libro que en el Edén estuvo el árbol del conocimiento del bien y del mal: el día que comieran de su fruto, los humanos morirían. Siguen comiendo aún, siguen muriendo. En busca del árbol prohibido van los niños que en las historias de hadas se pierden en el bosque, donde habitan la serpiente y el dragón, el lobo y la bruja. La existencia de un solo baobab pondría en peligro el asteroide de El principito. Los árboles esconden enemigos, pero también regalos, y no únicamente manzanas de oro: un pino sirve de bastón al cíclope en la fábula de Polifemo y Galatea, y dentro de una encina vive el panal del que coge la miel Acis para conquistar a la ninfa. Dormida a la sombra de un laurel espera Galatea el arpón de Cupido.

Amenaza, refugio o promesa, los árboles reciben del ser humano, sea Caín o Abel, una mirada de fraternidad. Antonio Machado tomaba nota en sus cuadernos del ansia arboricida de los españoles, amigos de maltratar, mutilar, cortar, quemar y destruir árboles con todos los medios a su alcance. En un poema que mucha gente se sabe de memoria, Machado se identifica con un árbol: «Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido».

Encarnamos en los árboles nuestros sentimientos. «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo...», exclamaba en «Lo fatal» Rubén Darío, temeroso del futuro sin futuro, consciente y temeroso de morir y no ser. Esa aspiración a la vida arbórea, por decirlo así, o a una sensibilidad sin dolor, quizá sea lo que transforma a Dafne en laurel para salvarla de los amores de Apolo. Ovidio lo contaba en sus Metamorfosis: Febo persigue a Dafne, que ve aumentar su belleza a cada paso que huye (o la ve aumentar el perseguidor, que más desea a la ninfa cuanto más se le escapa). Acorralada por fin, sin salida, Dafne pide a su padre que mude su figura. Y entonces los brazos se le vuelven ramas, hojas el pelo, raíces los pies, mientras el organismo se cubre de corteza. Garcilaso imaginó al amante frustrado regando con lágrimas el árbol nuevo, acrecentando así, cuanto más lloraba, la causa de su dolor. Es verdad, diría un psicólogo: cuanto más cultivamos nuestra tristeza, más crece.  

Kafka nos vio semejantes a árboles en la nieve. Parece que, posados en la superficie, un empujón nos movería, pero es imposible: estamos unidos firmemente a la tierra. No, avisa Kafka en la última línea: «También esto es pura apariencia».

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