Litoral

La adoración a los árboles

por Aurora Luque

Litoral nº 257, 1º semestre 2014

«Estaban al borde de un ribazo. Eran tres chopos jóvenes, el tronco fino, de un gris claro, erguido sobre el fondo pálido del cielo (...) Todo era tan bello, en aquel silencio y soledad, que se me saltaban las lágrimas de admiración y de ternura. Mi efusión, concentrándose en torno a la clara silueta de los tres chopos, me llevaba hacia ellos. Y como nadie aparecía por el campo, me acercaba confiado a su tronco y los abrazaba, para estrechar contra mi pecho un poco de su fresca y verde juventud.»

Luis Cernuda puso el título de «El amor» a este poema en prosa de su libro Ocnos. La adoración al árbol se resuelve aquí en una liturgia íntima y solitaria. Admiración, ternura, confianza y juventud contagiosa: es el amor y su cifra son tres árboles. Siempre hemos adorado a los árboles, en rituales anhelantes, crueles o gozosos y casi siempre colectivos y compartidos (Cernuda lo comparte con sus lectores del futuro) desde la más emboscada noche de los tiempos. Plinio cuenta que un noble romano amaba a una hermosa haya en un bosque consagrado a la diosa Diana, «abrazándola, besándola, tendiéndose bajo su sombra y haciendo libaciones de vino sobre su tronco». ¿Tomaba al árbol por la diosa? 

Larguísimos senderos de siglos separan al poeta andaluz de aquella tribu germánica que, según nos cuenta sir James Frazer en La rama dorada, condenaba al que se atrevía a descortezar un árbol con un castigo atroz: le cortaban el ombligo y lo ataban a una rama del árbol agredido; con los intestinos del delincuente daban vueltas al tronco dañado para restituirle la vida. Las tribus de la Europa más primitiva ubicaron sus más arcaicos santuarios en los bosques naturales: el bosque era el templo. Los druidas celtas rindieron culto al roble. En general, árboles y animales poseen almas semejantes a las almas humanas y deben por ello ser respetados. Prosigue Frazer: en África oriental la destrucción de un cocotero, dador de vida y alimento, equivale a un matricidio. En el santuario de Esculapio en la isla de Cos, cortar un ciprés acarreaba una multa de mil dracmas. En China abundan las historias de «árboles que sangran y exhalan gritos de dolor e indignación cuando están siendo talados o quemados». En el Punjab se sacrificaba una joven anualmente a un cedro antiguo y las familias se turnaban para aplacarlo. Para propiciar la fertilidad de un frutal, en Japón lo amenazan de muerte; pero un labrador ha subido antes a su copa y desde allí contesta que dará frutos y ruega que no se le derribe. En las islas Molucas, a los perfumados árboles del clavo se les trata como a mujeres embarazadas; no se permite hacer ruido junto a ellos ni pasar a su lado con el sombrero puesto. Los filipinos respetan a sus árboles porque las almas de sus abuelos se han reencarnado en ellos; el susurro de las hojas es la voz de sus espíritus. La tribu de los tomori, en las Célebes, antes de talar un árbol, ofrece al espíritu hojas de betel masticado al pie del tronco y una escala para que lo desocupe.

En las culturas politeístas los árboles no son tanto criaturas dotadas de alma como hogar en que se encarna un dios o bien el destino de la metamorfosis de un ser concreto. Ovidio es experto en transformaciones trágicas: el ciprés acompaña a los que están de duelo desde que el joven Cipariso decide quitarse la vida transido de dolor por haber dado muerte involuntariamente a un hermoso ciervo. Las Helíades lloran durante cuatro lunas el desastre de su hermano Faetón, pésimo piloto del carro paterno. Entonces sus pies se convierten en raíces y sus cabelleras en las hojas del álamo negro; las doradas lágrimas que siguen goteando de sus ramas se trasmutan en rutilante y duro ámbar. Otras lágrimas preciosas son las de Mirra, que brotan de la expiación voluntaria de su culpa: fue víctima de una pasión incestuosa hacia Cíniras, su progenitor, y suplica a los dioses que la aparten del mundo de los vivos y del de los muertos. Transformada en el aromático árbol de la mirra, dio a luz, abriendo su corteza, al seductor Adonis. También los fatales amores casi shakespearianos de Píramo y Tisbe dejan su huella en los huertos. El moral de frutos blancos tendrá frutos purpúreos al teñirse con la sangre de los amantes inmolados. Y Dafne se convierte en laurel tras elevar una plegaria: quiere evitar la violación de Apolo, que casi la derriba azuzado por una implacable flecha de Eros. Ovidio, siempre sensual, describe a Apolo que «posando su diestra en el tronco, siente que su pecho tiembla todavía bajo la reciente corteza y, abrazando con sus brazos sus ramas como si fueran miembros, da besos a la madera» (nueva aparición de la pasión física por el árbol). La metamorfosis puede ser un castigo. Un pastor de Apulia aterrorizó a unas ninfas que al poco recapacitaron y volvieron a su cueva, poniéndose a danzar. El pastor imitó obscenamente sus pasos de baile y las insultó: el insulto devino el jugo amargo e inútil del fruto del acebuche en que fue transformado.

Ovidio exhibe a menudo sus talentos cinematográficos avant la lettre: en su narración del diluvio universal (tan oscura y apocalíptica en los libros sagrados de otras culturas), el poeta se entretiene en darnos una secuencia submarina de selvas sumergidas: «Las nereidas contemplan con admiración bajo el agua los bosques sagrados y las ciudades y las casas, los delfines ocupan las arboledas, corretean entre las altas ramas y baten los zarandeados robles». Pero ante todo, el poeta de Sulmona ensalza el poder del canto, que hace brotar la más rica masa forestal allí donde solo había planicies sin sombra. Orfeo, desolado tras la segunda pérdida de Eurídice, canta, y tan conmovedora es su música que acuden hasta veintisiete árboles diferentes a escucharlo: encinas, tilos, fresnos, avellanos, arces y sauces, abetos y madroños, olmos, palmas, cipreses...

En Homero los árboles están, sin más, y guardan silencio, señalando con su belleza los recintos más misteriosos y sagrados. En la isla de Ogigia, la casa-cueva de la ninfa Calipso de hermosas trenzas está semioculta por «una espesura de álamos negros, aliso y ciprés aromático». Ante la cueva de las Ninfas en Ítaca crece un olivo frondosísimo. Cuando Odiseo viaja al Hades, vislumbra al acercarse «los bosques de Perséfone con sus álamos altos y sus sauces de frutos estériles». Para imponer miedo y confusión, Proteo, el Viejo del Mar, se metamorfosea en muy variadas y terribles fieras, y también lo hace en «árbol de alta fronda». En uno de los Himnos homéricos, el dedicado a la diosa Deméter, hallamos un ejemplo de primitivo «bosque animado». Perséfone juega con sus amigas en un prado florido. Hades la observa lujurioso y la rapta haciendo crecer un radiante narciso bajo el que se abre la tierra cuando la joven va a cogerlo. Su madre, Deméter, la busca angustiada. Pero «ninguno de los inmortales ni de los mortales hombres / oyó su voz, ni los olivos ufanos de sus frutos». Los olivos (como los árboles que acuden conmovidos junto a Orfeo) podían escuchar y podían sentir orgullo de su cosecha.

Kioto, Japón, año mil. Murasaki Shikibu, dama de la corte (genio del deseo la ha llamado Harold Bloom), escribe la fascinante Historia de Genji, una fabulosa saga que sucede en una refinada ciudad en paz llena de seres enamorados que conspiran a la vez que celebran concursos de caligrafía, de poesía, de danza y de elaboración de perfumes. Los árboles asoman en todas las páginas: en los jardines, en los nombres de los personajes, en las remotas y húmedas montañas, en los poemas que intercambian los amantes como mensajes de telefonía. Se emprenden viajes colectivos nocturnos para contemplar la efímera floración de los cerezos a la luz de la luna. La favorita del emperador se llama Kiritsubo porque vive en el pabellón de las paulonias, unos imponentes árboles de floración violeta cuyo nombre es kiri en japonés. Cuando abandonan una casa, las mujeres, deshechas en llanto, se despiden de los árboles. Escribe el príncipe Genji: «Diré a mis amigos de la ciudad: / apresuraos si queréis ver los cerezos / en flor de las montañas / no sea que los visiten antes los vientos». Y un abad le responde: «El áloe florece / una vez cada tres mil años. / Mis ojos lo han visto / y desprecian los cerezos silvestres».

Una rama del árbol sagrado, el sakaki, una especie de camelia, sirve de soporte para este mensaje de un amante introducido bajo una persiana:

«Con el corazón inmutable / como este verde perenne / del árbol sagrado / atravieso la segunda puerta». Pero la chica rechaza al seductor con otro árbol simbólico: «Te equivocas al hablar del árbol sagrado / y de la segunda puerta. / No hay ante la puerta de mi casa / cedros que te inviten a pasar».

(El lenguaje de las ramas está vivo en casi todos los pueblos. En las noches de san Juan del sur de Europa los jóvenes dejan ramas de cerezo con fruto en las puertas de las jóvenes deseadas; para simbolizar el rechazo hacia una chica poco agraciada o rara se colocan ramas de higuera en su ventana.)

Frente a estos ejemplos griegos, romanos y nipones de convivencia respetuosa con los árboles como presencia física, real e interdependiente con el resto de la naturaleza, en otras culturas el árbol ha devenido símbolo trascendental, sobrenatural. En el Génesis bíblico, el conocimiento toma la forma plástica del árbol y el apetito de conocimiento se configura como fruto tentador. No sentimos en él llorar a las resinas o susurrar a las hojas o gritar a las ramas bajo el hacha. No hay simpatía natural entre los seres naturales del Paraíso, que sabemos que fue creado para ser perdido, como escenario de culpa y de pecado. El Árbol del Conocimiento es un árbol prohibido que tienta a la primera mujer, ya incauta y culpable: el castigo será inconmensurable e impregnará con su savia negra y envenenada a toda la humanidad. 

Pero predomina en los ritos más o menos oficiales de todas las culturas y en sus plasmaciones artísticas el árbol como cifra de la misteriosa fuerza, de la generosidad y del poderío imparable y cíclico de la vida, como enlace entre lo más hondo y lo más alto. El amor de Cernuda es el amor que ya hubo en la primera mañana de los hombres en el mundo. Y resisten en la poesía las imágenes más arcanas de adoración al árbol. ¿Cómo pinta, por ejemplo, José Moreno Villa a su amada y traviesísima Jacinta la Pelirroja a principios del siglo veinte? «Como mujer pagana / bajo el roble».

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