Hay muchas preguntas sobre el flamenco que todavía no han sido contestadas con suficiente precisión. Es bastante probable además que algunas de ellas se queden sin responder o sólo alcancen respuestas poco convincentes. Nada más presumible: el flamenco arranca históricamente de una incertidumbre y discurre, a medida que se se desarrolla, por toda una serie de zonas inciertas, tramos sombríos que sólo han merecido conjeturas interpretativas muy provisionales. Por lo común, la intrincada biografía del flamenco se ha enfocado con los triviales artefactos de la literatura y muy pocas veces a partir de una competente indagación científica. Hay excepciones, claro, pero incluso en este caso, la seriedad de algunos estudios de musicólogos o antropólogos no se ha correspondido con la sensibilidad precisa para que supusieran algo más que una estricta erudición.
En el fondo, tampoco le van mal al flamenco todas esas dudas: su genealogía sigue basándose en una sucesión de hipótesis sólo en parte avaladas por alguna documentación fiable. Y eso agrega cierto matiz enigmático, como favorecido por un exotismo adicíonal, a lo que ya es un fenómeno sustancialmente exótico, sin ningún posible vínculo con cualquier otra manifestación del folklore musical europeo. Pero las indecisiones, las incógnitas parecen atascar sistemáticamente cualquier tentativa aclaratoria a este respecto. Hay comentaristas que no ignoran que eso es así y una de dos: o renuncian a continuar indagando en un terreno tan escurridizo -como es mi caso-, o bien insisten en sondear lo insondable con nuevas y prescindibles herramientas literarias.
Según casi todos los síntomas, lo único que resulta comúnmente admitido es que a fines del xinn aparecen los primeros datos más o menos fidedignos sobre la difusa existencia del flamenco. Hay unos pocos y escuetos testimonios en este sentido que resultan aprovechables y que se han manejado con minuciosa reiteración. Pero ¿qué ocurrió con anterioridad a esas fechas? ¿Es que el flamenco surgió por generación espontánea, sin ninguna conexión con un lógico proceso formativo a lo largo de no se sabe qué remotas coyunturas socíales y culturales? Es muy difícil aventurarse por tan inestable prehistoria. Más allá de esas fronteras del xvm, todo se reduce a sospechas de verdades, cuando no a conclusiones irreflexivas. Sin duda que ya se han fijado con mayor o menor solvencia esos preámbulos musicales -bízantinos, árabes, judíos, moriscos- que habían permanecido latentes en el sur peninsular y que un día se fusionan y reaparecen en lo que muy bien podría ser el presunto embrión del flamenco. Pero ¿debido a qué circunstancias y en qué momento florecieron las primeras formas de cantes y bailes propiamente «jondos»? ¿Y por qué se produce esa floración en un muy concreto enclave territorial bajoandaluz y gracias a unos muy específicos clanes gitanos -,
Siempre me ha parecido aceptable atribuir el más remoto punto de partida de la historia conocida del flamenco a una tesis apenas tenida en cuenta. No se me oculta que es muy discutible y que incluso merma el atractivo de ciertas secretas ornamentaciones artísticas. Me explico. Juan Antonio de Iza, «Don Preciso», publicó en 1799 una Colección de las mejores coplas de seguidillas, tiranas y polos que se han compuesto para cantar a la guitarra. En el «Discurso» preliminar de ese libro arremete el autor contra los cantantes de seguidillas y «el hábito grosero que han contraído forzando la voz a que salga de sus quicios, admitiendo la extravagante manía de amontonar gorjeos y gorgoritos violentos» [...] «¿Quién habrá que pueda sufrir con paciencia a un hombre de estos, que sudando a chorros se arranca los botones del cuello de la camisa para dar mayores gritos?». Téngase en cuenta que semejantes improperios datan de fines del xvni y que podrían lógicamente referirse a décadas precedentes.
No me parece indiscreto admitir que esos cantantes de hace más de dos siglos a los que se refiere el airado «Don Preciso» muy - bien pueden identificarse con aquellos primeros gitanos que empezaron a interpretar a su modo los aires populares que encontraban a su paso. Siempre lo hicieron. Ya Cervantes habla de esa incipiente profesionalización de los gitanos que deambulan por Castilla, dotando a las músicas propias de la región de una personalidad inconfundible, dentro de esa «extravagante manía de amontonar gorjeos y gorgoritos violentos». A lo que conviene añadir que eso es también lo que hicieron los gitanos en unos recodos de la Baja Andalucía donde ciertos romances tradicionales castellanos y ciertas tonadillas estaban especialmente arraigados. La convivencia -y aun los cruces étnicos- de los gitanos con los campesinos y moriscos de las actuales provincias de Sevilla y Cádiz, genera en cierto modo un intercambio cultural de lo más propicio para la canalización de aquellas iniciales formas expresivas que ya se parecían al flamenco y preludiaban los romances y tonás que hoy conocemos.
A partir de ahí, el flamenco va delimitando sus formas expresivas y adecuándose a lo que nunca dejó de ser: un arte popular adecuadamente mestizo. Se apropia de los cancioneros musicales del entorno geográfico nativo -y aún de veneros folklóricos muy distantes- y los somete a un acelerado proceso de aflamencamiento. Así ocurrió entonces y así ha seguido ocurriendo hasta hoy mismo, incluso de una forma cada vez más compleja y diversificada. No se olvide, en cualquier caso, que el flamenco siempre fue un arte expresivo dotado de una inagotable capacidad de improvisación y de libertad interpretativa. También en eso conserva ciertas afinidades con el jazz. Por supuesto que unas veces ha acertado y otras no, pero -salvo casos actuales de muy notoria mixtificación- por lo común se mantuvo dentro de unas pautas estilísticas no demasiado reñidas con sus normas tradicionales.
Decía Antonio Machado Álvarez, «Demófilo», que cuando el flamenco sale de la clandestinidad del hogar gitano y prueba suerte en los escenarios, algo de su más genuina personalidad empieza a diluirse. Los puristas, aun sin llegar a tanto, también piensan que la verdadera integridad del flamenco ha ido en parte desfigurándose con los años. Nada más predecible. El cante, como tal crónica particular creada en la intimidad de un pueblo tenazmente sojuzgado, ha perdido su razón de ser. Afortunadamente, claro, pues sería disparatado remitir la grandeza de un arte popular a la vida inmisericorde de sus transmisores. '
Supongo que no es aventurado afirmar que el flamenco atraviesa hoy por una más de sus periódicas crisis, de las que siempre logró salir airoso. Seguramente es ahora más conocido y ha alcanzado cotas universales de popularidad hasta hace poco impensables. Desplazado ya de hecho de sus fundamentos originarios, el flamenco no puede ser ya el mismo que fue hace apenas medio siglo: es otra cosa, responde a otros trámites culturales, a otro clima social, a otras demandas. Perseveran sin duda grandes intérpretes -cantaores, guitarristas, bailaores- aferrados a la tradición, pero cada vez son menos. No obstante, y aun admitiendo que el flamenco ha perdido su raigambre y su presunto sentido ritual, lo cierto es que continúa haciendo gala de su legítima y extraordinaria capacidad para reinventarse a sí mismo. Aunque a veces lo haga a través de fusiones y reajustes más bien inadecuados.