ADE-Teatro

Pablo Iglesias Posse y el interés compuesto

por Manuel F. Vieites

ADE-Teatro nº 124, Enero / Marzo 2009

Entre las recientes propuestas de mejora del teatro había una que, además de contener numerosas imprecisiones y alguna propuesta poco afortunada, por ejemplo en educación teatral, evitaba considerar una de las cuestiones centrales en un sistema teatral que aspire a serlo (sistema y teatral). Me refiero a las compañías residentes, que, con esa u otra denominación, configuran el eje vertebrador del tejido teatral en países como Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos de América, espejos en los que debiéramos mirarnos.

La renuncia a presentar propuestas en ese campo, el de los teatros residentes, obedecía a que las dichas compañías suponen, en la práctica, la puesta en marcha de un modelo de política teatral frontalmente opuesto al que defienden los que ahora, en tiempo de crisis, claman todavía más a favor de la liberalización del campo teatral o exigen que ayuntamientos y otras administraciones les cedan teatros y presupuestos para aventar sus negocios. Incluso proclaman la necesidad de promover una reconversión del sector, erigiéndose en comisarios para, en aras de una supuesta calidad, determinar quién puede y quién no puede entrar y estar en el negocio. Sus ideas cada día están más próximas a las que impulsaron la creación del Sindicato Teatral en los Estados Unidos de América. Los negocios son los negocios, y el teatro es un negocio. Ni más ni menos.

El modelo de las compañías residentes supone crear tejido y apostar por un modelo sostenible, por potenciar la vida teatral de las ciudades y mejorar sus estructuras de creación y difusión cultural, y aspira a que en pocos años el mapa teatral de España se asemeje un poco al que muestran algunos de los países de nuestro entorno. El otro modelo aspira a convertir los espacios teatrales en mercados de trasiego de todo tipo de productos, y a los ayuntamientos en dispensadores de fondos y clientes. Un modelo crea empleo estable y permanente, mientras que el otro vendría a ser una especie de ladrillo teatral. El primero aspira a establecer una relación directa, viva y fluida con los públicos, con los que existen y con los que hay que crear, el segundo tan sólo se preocupa de la taquilla, de los índices y de la caja, en su mimetismo del proceder televisivo, del que acostumbran tomar figuras para mediatizar el producto. El uno apuesta por el arte del teatro, el otro por la economía, que también puede ser arte, es cierto, pero sólo lo es cuando se pone al servicio del bien común.

No es de extrañar entonces que aquellas mentes preclaras que imaginaron un plan se olvidaran de las compañías residentes, porque éstas, como modelo societario, tampoco se avienen a sus fines de vida, a su modelo de sociedad, a su ideología. En el fondo, los ultraliberales defensores del plan aquel no dejan de ser los neocons del teatro, aunque a veces no duden en militar en partidos inverosímiles para mejor organizar y usufructuar el mercadeo. Es triste comprobar cómo el Partido Socialista sigue a la cabeza en la acogida de personas cuyo único interés es la práctica de la mejora personal a cualquier precio. Y a poco que el cártel del ladrillo teatral se lo proponga, se adueñará de importantes instituciones del sistema teatral, porque una de las mejores maneras de dinamitar ese incipiente sistema con que contamos es dinamitarlo desde dentro. Y así se podrá hacer el tránsito de la institución a la empresa. El INAEM está en el punto de mira desde hace tiempo. En poco tiempo se oirá la frase de “hundido”. ¿Y entonces?

Ahora que se han puesto de moda en España las industrias culturales cabría decir tres cosas. Primero, que el teatro no es una industria cultural, y así se demuestra en diversos estudios de economía de la cultura. Segundo, que las industrias culturales llegan a Cataluña desde Québec, justo en el momento en que ya allí se cuestionaban la viabilidad de ese modelo para un desarrollo cultural sostenible. Mimetismo a deshora y mal calibrado. Todo eso se lo explicó, por cierto, Mario Muchnick a Mario Vargas Llosa hace algunos años en un artículo memorable publicado en un diario de Madrid. Tercero, buena parte de las críticas de Adorno y Horkheimer a la idea misma de una industria cultural, a una cultura para las masas, embrutecedora y alienante, siguen vigentes a día de hoy. Liguen su televisor y vean. Claro que mientras unos se alienan otros se forran. Cuestión de valores, de ideología, de fines de vida, o de capital escolar, social y cultural que diría Pierre Bourdieu.

Se avecinan tiempos difíciles, tiempos de crisis permanente y por eso debieran ser tiempos para imaginar un nuevo modelo de política teatral, una política teatral sistémica atenta al pleno desarrollo del sistema y a un desarrollo sostenible, lo que no tiene nada que ver con reconversiones, liberalizaciones, externalizaciones o monopolios. Todo lo contrario. Una política teatral sistémica se diseña y se realiza desde los públicos y con los públicos, en plural. Ese es el interés central de una política teatral sistémica: los públicos, y el arte. Aquí seguimos…, y seguiremos.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación