ADE-Teatro

Tardofranquismo y función pública

por Manuel F. Vieites

ADE-Teatro nº 127, Septiembre / Octubre 2009

No se entienden muy bien las resistencias probadas, proclamadas y aventadas de determinados creadores a abandonar el puesto para el que fueron nombrados por medio de un procedimiento arbitrario, discrecional y subjetivo: el dedo. Recuerdan formas de hacer de otros tiempos en los que la connivencia con el régimen, hablo de la dictadura de Francisco Franco y de otros muchos, permitía obtener y mantener cargos y todo lo demás. Tampoco se entienden las encendidas defensas de algunos plumíferos ante supuestos agravios cometidos en las personas que se aferran a la silla, podría decir poltrona, y no quieren soltarla, tal vez porque seguramente piensan que son las únicas personas capaces de desempeñar el cargo, lo cual no deja de tener su gracia, en tanto ese acto de autoafirmación supone la descalificación inmediata de cualquier competidor, cuando no una deslegitimación poco amable y razonable del otro, de lo que no es la misma mismidad.

Los cargos de libre designación tienen eso, que también son de libre destitución. Y está claro que eso no debe ser así, ni la libre designación ni la libre destitución. La designación debe hacerse mediante un concurso público que permita elegir proyectos y no personas, es decir elegir proyectos presentados por personas y no personas para que luego hagan su proyecto. Y elegir los mejores proyectos y los más adecuados a la institución de que se trate, para lo que las instituciones deben contar con un Consejo Rector, de Dirección, o Patronato, que fija la Visión y la Misión de la Institución, sus finalidades y aprueba cada Plan Estratégico. Y ese Consejo o Patronato elige mediante concurso la persona más capacitada, cualificada y adecuada para el desarrollo de esa Institución y de sus finalidades. Así ocurre en muchos países en los que los directivos están al servicio de las Instituciones y no al revés.

Y cuando la designación ya no es libre, es decir, ya no se ejecuta con el dedo, sino que implica un procedimiento público, la destitución deja de tener sentido, porque el nombrado tiene un nombramiento con fecha de caducidad, que puede ser prorrogado o no, según lo establecido en el concurso y en el contrato. Y eso ocurre en muchas instituciones, tan importantes o más, que aquellas que ahora nos ocupan, como el Museo del Prado o el Reina Sofía. En algunas incluso el sistema es mucho más democrático, porque un director de una escuela infantil o un rector de una universidad, se somete a un proceso de elección en el que participa la comunidad escolar. No estamos equiparando instituciones ni reclamando un proceso de elección similar, sino comparando responsabilidades y actitudes, formas de ejercer la función pública. 

Para evitar arbitrariedades y discrecionalidades el Ministerio de Cultura y el INAEM pusieron en marcha un Código de Buenas Prácticas de aplicación obligada dado que la norma es letra del Boletín Oficial del Estado. La insumisión anunciada de algunos artistas y el apoyo decidido de alguna plumífera, nos recuerdan la actitud de la iglesia católica o del Partido Popular, y otras asociaciones de raíz tradicionalista y pensamiento ultraconservador, frente a la asignatura denominada Educación para la Ciudadanía. Más grave todavía resultaría que desde el Ministerio de Cultura se muestre comprensión con esos casos, lo que supondría una invitación a conculcar la norma y la asunción de la idea de que ante la Ley hay ciudadanos más iguales que otros. Son voces conservadoras, en efecto, porque lo que pretenden es conservar el puesto, la silla, y lo que venga con ello. Lo que resulta realmente lamentable, porque las instituciones deben renovarse, para que sean dinámicas y se transformen de forma permanente.

Ellos y ellas parece que no entienden que las leyes y las normativas están para ser cumplidas; vivimos en un estado constitucional, monárquico pero constitucional. Y la constitución nos obliga a todos y a todas por igual. Por eso, normas como el Código de Buenas Prácticas, existente con otras denominaciones en muchos países, es un adelanto considerable, por lo que debemos felicitar al anterior equipo ministerial y a la comisión que lo elaboró, porque implica democratizar y hacer mucho más transparente el ejercicio de determinados puestos de vital importancia para nuestras instituciones culturales. Negar el Código de Buenas Prácticas es tanto como dar salvas a la trasnochada designación a dedo y a la práctica franquista del cargo vitalicio.

Pero hay cosas todavía peores, como esa manía de llevarse parte del patrimonio de la Institución, como si lo creado con cargo a la Institución, y con sus recursos, fuese un patrimonio personal. Esa confusión entre lo público y lo privado es sorprendente, porque los servidores públicos, y los artistas lo son en tanto desempeñen un cargo, se deben a la Institución a la que sirven. Y si no es así, si están para servirse a sí mismos, a su ego y a su carrera, entonces la institución no merece ese nombre porque se convierte en chiringuito.

A veces da la impresión de que en este país hay muchas mentes y conductas instaladas en el tardofranquismo. A una de esas plumíferas, espíritu etéreo donde los haya, la pude ver hace años en Santiago de Compostela preguntando necedades a Peter Brook. El maestro se cansó y le soltó algo así como, "¿No tiene nada inteligente que preguntar?" El hecho de que tengamos miembras así instaladas también es una muestra del estado lamentable de nuestro sistema teatral y de la necesidad urgente de una regeneración. ¡Vaya país! ¡Lo que queda por hacer!

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación