En poco más de dos décadas, España se vio privada de un tejido asociativo que se había destacado de forma importante en la construcción de redes de ciudadanía, que fomentaban la participación y la implicación de los más en los asuntos de la república. Aquellas asociaciones, ateneos, y entidades con las denominaciones más variopintas, jugaron un papel importante en el crecimiento de un tejido social y cultural que apoyó con denuedo la presencia del teatro independiente. Debemos recordarlo. Curiosamente, el desarrollo de la democracia vio su desaparición, y no tanto porque sus funciones hubiesen prescrito o caducado, sino porque la desidia y la indiferencia de las instituciones acabó por imposibilitar su consolidación, ante la falta de apoyos. Pero, ahora más que nunca, el movimiento vecinal y el movimiento asociativo y cultural constituyen pilares necesarios en una democracia participativa, pero también en la construcción de tiempos y espacios para que la ciudadanía pueda ocupar su tiempo libre, o su tiempo en el paro, con propuestas que frenen procesos de alienación y exclusión, proyectos de barbarie diseñados con la perfidia de la ley del mercado.
Ahora que por fin admitimos que llega la crisis, y parece que llega para quedarse, sería bueno que los gobernantes calibrasen con un cierto rigor los efectos de algunas medidas que en apariencia sirven para contener el gasto y fomentar el ahorro, pero que pueden terminar por destruir el escaso tejido con que cuentan algunas manifestaciones artísticas y culturales, sectores importantes de nuestra economía que también contribuyen a crear riqueza, bienestar y patrimonio material e inmaterial. Cabría pensar en otras medidas de ahorro y contención del gasto, que puede que permitieran liberar activos para fomentar la actividad en sectores estratégicos, como la industria de la automoción, la investigación y el desarrollo, las energías renovables, o la creación y difusión cultural.
Lejos quedan las directivas de la Unión Europea en las que se insistía en las potencialidades de la creación y la difusión cultural en la formación de tejido productivo y en el desarrollo de nuevos bancos de empleo. Pero están todavía próximos estudios diversos realizados en diferentes países, que nos advierten de la transcendencia de ese sector de la creación y la difusión para generar riqueza. No hace tanto, un prestigioso profesor emérito de la Universidad de Vigo declaraba que la cultura y el turismo constituyen en Galicia un sector económico de primera magnitud, con unas potencialidades aún por desarrollar en tanto no se han establecido sinergias entre sus diferentes subsectores: turismo, patrimonio y artes escénicas, por ejemplo.
La crisis amenaza el tejido escénico
A pesar de todo, las artes escénicas siguen vivas y activas, generando en muchas ocasiones una imagen de marca para el país, para una ciudad, para un pueblo o una comarca. Las compañías tratan de mantener su actividad a duras penas, los teatros procuran mantener el cartel, en tanto aquí y allá se suceden los festivales que llenan de algarabía las calles próximas a la sala de espectáculos. Es la magia de esas artes que sólo son posibles con el concurso del público, que crean marcos de encuentro, de relación, de reconocimiento.
Pese a tantas crisis como han padecido y al hecho probado de que en España sea poco menos que imposible hablar de sistema teatral (habría que hablar de un sistema en proceso intermitente de construcción), las artes escénicas, con sus creadores todos, mantiene vivo el pulso de una relación con sus públicos que parece no decaer, pues tal vez en estos tiempos aciagos, en lo económico y en el debate de ideas, los públicos precisen todavía más ese espejo en el que mirarse y confrontarse, en el que hallar respuestas, con el que reír y llorar.
Con todo, la crisis y muchas de las medidas que se toman para paliarla -o eso se afirma-, ponen en riesgo, y esta vez de forma dramática, la pervivencia de las artes escénicas. Las cifras que se manejan, en cuanto a funciones canceladas o a rebajas en el precio de una contratación, son preocupantes. Ya no sirven los argumentos, tantas veces utilizados, de que la crisis podría servir para eliminar competencias, clarificar panoramas, o evitar intrusismos. En estos momentos, la crisis amenaza con convertir el campo de las artes escénicas en un páramo, con destruir de forma definitiva el poquísimo tejido escénico existente. Un tejido que será difícil recuperar, pero que, además, supone la base sustentadora de cualquier sistema. Es probable que de seguir, sólo queden cuatro o cinco teatros, en algunas capitales, algún circuito de ámbito local o autonómico y una red estatal mermada y deficitaria en variables múltiples. Algunas empresas (de mercancías teatrales) medrarán, a eso están y eso esperan (mientras se frotan las manos), pero muchas otras, las compañías de teatro, habrán de echar el cierre. Eso ocurrió en los Estados Unidos de América tras la razzia del Sindicato Teatral, y el sistema sólo se recuperó a finales de los años cincuenta, cuando de nuevo el teatro floreció en toda la Unión gracias a las compañías residentes, hoy más activas que nunca.
Cuando desde esta Asociación proponíamos la necesidad de una Ley del Teatro (mejor de las Artes Escénicas) lo hacíamos conscientes de que la vertebración del sistema, la consolidación de tejido, es una poderosa herramienta para potenciar la dimensión de las artes escénicas como servicio público, pues el bienestar de la ciudadanía también se mide por la calidad y diversidad de la oferta cultural, artística, recreativa. Cuando proponíamos que, al igual que en toda Europa, los teatros debieran ser espacios de creación y difusión, gestionados por creadores y no por mercaderes, lo hacíamos conscientes de que el sistema teatral tiene una capacidad no explorada en nuestro país para luchar contra la precariedad en el ejercicio profesional de las artes escénicas y para garantizar cotas de estabilidad similares a las de otras profesiones, para convertir los teatros en espacios abiertos y llenos de vida teatral. Pero también lo hacíamos sabiendo que esa lucha podría determinar un salto cualitativo de proporciones enormes en la mejora de la calidad de nuestras creaciones escénicas y en la generación y consolidación de públicos. Hablábamos de un modelo que funciona en Inglaterra, en Alemania, en Francia, en Finlandia..., y por eso en estas páginas en tantas ocasiones hemos reclamado la convergencia teatral con Europa.
Neoliberalismo versus política teatral de lo público
No comprendemos entonces cómo en una reciente conferencia de Directores Generales de Cultura celebrada en Madrid, el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música parece delegar su representación y su alocución al plenario en personas provenientes del sector empresarial que en los últimos años han destacado por su insistencia en la gestión privada de la cultura pública, por su defensa del mercado global, por su indiferencia ante el arte. No es concebible que en estos momentos la preocupación más declarada de los responsables del INAEM radique en la internacionalización, idea con la que ya andaban Juan Carlos Marset y Xavier Marcé en sus encuentros sevillanos en tiempos en los que las líneas programáticas del INAEM ya se escribían en agencias privadas (como ahora parece que sea), cuando en España tenemos tantos problemas concretos que afectan a la visibilidad de las artes escénicas entre sus usuarios más inmediatos. Tampoco entendemos lo que puedan tener que decir personas que reniegan de la idea de vertebrar el tejido teatral y aborrecen fomentar la diversidad y la pluralidad, y que peroran ante personas que sí provienen de países en los que el teatro es un bien cultural de uso público ajeno a los avatares de la lucha política. Curiosamente, con tales ponentes ante audiencias tan informadas, España aparece en el concierto de las naciones europeas como el país con la política más neoliberal en materia de artes escénicas, como el país que quiere exportar propuestas para derruir lo público potenciando lo privado.
Véase la foto. No hace falta ser experto en teorías de la comunicación para comprender la semiología de la imagen. En pocas palabras, la foto muestra quién se siente apocado y quién exultante, quién dice y quién escucha, quién propone y quién ejecuta. Admitiría la foto un análisis más enjundioso y acerbo que tal vez nos obligase a modificar el título de este editorial para que se ajustase más a la realidad de los hechos. No lo hacemos por respeto institucional.
La sostenibilidad del sistema escénico
El INAEM camina por derroteros sumamente peligrosos, como lo hacen otras administraciones autonómicas y locales más interesadas en la dimensión crematística de la cultura, frente a esa otra visión más estructural y que apuesta más por la sostenibilidad del sistema escénico. Y en este viaje, tal vez sin retorno, hay personas, algunas, más bien pocas, que saben lo mucho que pueden ganar, y otras, muchas otras, que no parecen ser conscientes de lo mucho que pueden perder. Los cantos de sirena conducen a donde conducen.
Lo que podemos perder es una idea de teatro como un ejercicio colectivo de creación y difusión, frente a un modelo empresarial asentado en la ideología, caduca y conservadora, de la industria cultural. Lo que podemos perder es aquella idea de un teatro independiente, libre y plural, conectado con la sociedad, con capacidad para transformar, con una pulsión crítica y emancipadora, como espacio de encuentro y deliberación para toda la ciudadanía. Podemos perder pues esa idea del teatro como república, como cosa pública en el sentido más amplio del sintagma.
Y a todos compete la defensa de esa idea plural del teatro. Es hora de que las gentes del teatro sepan defender un sector que es fundamental en una economía diversificada, en una cultura que destaque por la diversidad de manifestaciones, para una idea de ciudadanía asentada en principios republicanos. Frente al mercadeo, a la mercancía, y a todo el recetario neoliberal que impregna a quienes gestionan lo público y a quienes desde lo privado se ofrecen para gestionarlo, dando por sentado que es imposible una gestión pública de lo público (una de las falacias más proclamadas), deberemos saber defender un modelo de sociedad basada en principios tan antiguos como la solidaridad, la fraternidad, la igualdad..., y las luces, esas luces que a algunos parecen faltar.