ADE-Teatro

Yo también quiero un Ferrari. Notas sobre la agenda del nuevo ultraliberalismo cultural

por Manuel F. Vieites

ADE-Teatro nº 134, Enero / Marzo 2011

 

 

Por un puñao de parné...

En el prólogo a su interesante trabajo, Cultural politics and education (1996), Michael W. Apple advertía que una de las estrategias de la discursividad posmoderna, que sostiene ahora la agenda política neoconservadora y neoliberal, consistía en la apropiación del vocabulario progresista para utilizarlo en su propio beneficio, haciendo que viejas palabras clave del programa modernista adornasen propuestas tan imposibles como estrafalarias.

Son palabras como libertad, democracia, pluralismo o conocimiento crítico, que hay que analizar en el contexto en que las sitúan sus emisores al pronunciarlas o escribirlas, pues en determinados momentos pueden llegar a tener un significado completamente opuesto a lo que inicialmente denotarían. Así, vemos que hay quien parece salir en tromba en defensa de la democracia teniendo una abultada carta de servicios prestados en la dictadura de Franco, y lo hace además vociferando, insultando y reclamando medidas excepcionales.

Michael W. Apple nos alertaba en relación a esa apropiación que las fuerzas neoconservadoras y neoliberales están haciendo del discurso progresista, en un ejercicio de puro travestismo y populismo. Algo que no es privativo de la derecha ultraconservadora norteamericana, y su excrecencia más reciente, el Tea Party, sino que también infecta desde hace tantos años la política española, un país en el que, si hemos de hacer caso a determinados discursos, pareciera que numerosos miembros (y miembras) de la Cuarta Internacional se hubiesen infiltrado en medios de comunicación y partidos con una clara filiación franquista.

Es curioso observar como urbi et orbe esa derecha ultraconservadora reclama posiciones fuertes del Estado en todo lo que concierne a principios y valores que desean hacer dominantes, al tiempo que propone la desaparición del Estado en lo económico, con la mercantilización y la privatización de todos los servicios posibles. Una derecha que, en su filia posmoderna, proclama el fin de las ideologías sin renunciar a la propia pues como buenos seguidores de Francis Fukuyama entienden que la única ideología posible es la suya, un mesianismo ultraconservador en lo político, y neoliberal en lo económico. 

Pero lo que en los Estados Unidos de América se proclama a los cuatro vientos sin recato alguno (a veces con el rifle en la mano), en España es más difícil de sostener en público y sin que asome un cierto sonrojo, por lo que se suele elaborar un discurso en dos niveles, siendo el primero aquél en el que, en un plano abstracto, se hace gala de una cierta retórica progresista, dejando para el segundo las propuestas que más orientan la pulsión neoliberal. Con relativa frecuencia este segundo nivel se instala en el texto a modo de subtexto, si bien las intenciones acaban por emerger en el discurso; aunque a veces también es posible considerar todas las latencias que emergen de aquello que se expresa de forma manifiesta. Así, si hacemos caso de los títulos con los que algunos presentan sus trabajos, podemos comprobar que lo que les priva es el juego, y, en efecto, hay un juego bien conocido llamado "monopoly". Como se mostraba en alguna imagen reciente, incluso hay quien alimenta el deseo de llegar a ser el "Rockefeller del espectáculo" y de rememorar en beneficio propio, y de sus fieles allegados, aquella fiebre monopolista del "theatrical syndicate" tan perjudicial en su día para la estructura teatral de los Estados Unidos de América, como señalamos en un artículo publicado en el número 123 de esta revista.

La propuesta de la autoproclamada Conferencia de la Cultura, patrocinada por la "Conferencia estatal de los sectores profesionales y empresariales de la Cultura 2010", merece ser estudiada en todo tipo de espacios para considerar cómo se elaboran discursos que acaban por ser una trampa fatal para sus redactores, tanto en sus contenidos latentes como en los manifiestos; también para ver como se generan, entre unos y otros contenidos, contradicciones notables, que derivan, en suma, de esa tentativa de presentar la visión neocon y neoliberal con una retórica progresista. Un análisis del discurso que se puede realizar en diferentes niveles, entre los que interesan, sobre todo, su dimensión pragmática, su disposición y sus niveles de contenido. Tampoco podemos ignorar el hecho de que contenga similares propuestas y contradicciones a las que afloraban en aquel Plan General del Teatro promovido en su día por el Partido Popular. Pareciera que la mano que agita la tinta sea la misma.

En primer lugar, hemos de señalar que se retoma un lema que en su día se ha utilizado por otras voces y en otros espacios. En esta misma casa, por ejemplo. La idea que se quería trasladar entonces, al proponer un "Pacto por la Cultura", era cosa bien diferente, pues se trataba de hacer patente la necesidad de que las administraciones públicas, de forma integral y transversal, definiesen un modelo de política cultural orientado al desarrollo de la creación y la difusión de las culturas entendidas éstas como servicio público y, en consecuencia, orientadas a fomentar la participación de la ciudadanía en la esfera pública y al mismo tiempo a potenciar las aportaciones del sector cultural a un modelo económico sostenible. Un modelo de política cultural orientado al desarrollo cultural y por tanto ajeno a los avatares de la lucha política y a las alternancias en el poder. Pero, sobre todo, un modelo de política cultural asentado en una gestión pública de calidad, porque hay muchas personas que, asumiendo los principios y valores de la modernidad y del republicanismo, consideran que lo público puede y debe gestionarse desde lo público, pero saben igualmente de las intenciones reales de esa falacia insistente que pretende demostrar que no hay nada mejor para gestionar lo público que la iniciativa privada. En buena lógica ultraliberal esa falacia conduce a la mercantilización y a la privatización.

No es inocente esa confusión interesada entre un "manifiesto en defensa de la cultura" (que debieran matizar para mostrar sus intenciones verdaderas) y un "pacto por la cultura", pues la pragmática del texto nos indica cómo algunos sectores empresariales, al menos en el campo del teatro, pretenden asumir directamente las competencias de las administraciones públicas en el desarrollo de la acción de gobierno, y en el control del supuesto "pacto", y ya tenemos aquí la primera emergencia del espíritu que late en todo el texto. De un lado la idea de que sean los sectores profesionales los que definan e implementen el pacto por la cultura, substituyendo así a la administración; del otro la pretensión de conceder a los sectores empresariales, profesionales o del "tercer sector" (sic.), la representatividad de la sociedad civil, como si en la misma no hubiese muchos otros agentes y colectivos. Es más, en los acuerdos operativos con que concluye este "libelo neoliberal" se propone que la autoproclamada Conferencia de la Cultura sea "herramienta anual de evaluación y diagnóstico de situación y de la aplicación de las políticas culturales" (sic.), una función que, en buena lógica institucional debiera corresponder a las administraciones públicas. Se empieza por ahí y se pide la externalización por sectores del Ministerio de Cultura, algo que en buena medida ya se está dando, al menos en algunos departamentos.

En segundo lugar cabría considerar el contraste entre las afirmaciones iniciales, en las que los proponentes del texto parecen asumir los principios que sustentan algunos documentos de la UNESCO (el nombre aparece mal escrito, al tratarse de un acrónimo, cosas de la mano que distribuye la tinta), y la forma en que concretan sus propuestas o líneas de acción, y que se orientan a reclamar (1) "dotaciones presupuestarias", (2) la adecuación del "sistema de ayudas", (3) la combinación de la financiación privada ("nueva Ley del Mecenazgo") y "los recursos aportados por las administraciones públicas", (4) fomentar la "cooperación público-privada", o (5) fomentar el "tejido empresarial" (que no cultural, curiosamente). Estas líneas de actuación se trufan con otras propuestas que confieren al documento aquella retórica progresista de la que antes hablábamos, pero que acaba por generar muy duros contrastes entre unas propuestas y otras. Y es que aquí se demanda la "profesionalización de la gestión cultural" y poco más adelante se propone para los ciudadanos una "participación activa en la creación, gestión y difusión de la cultura"; aquí se habla del valor de la crisis como "gran oportunidad" (quiero pensar que para aligerar el sector y dejarlo en manos de las empresas más "competitivas", es decir, las más comerciales) y más adelante se intentan poner en valor las "dinámicas comunitarias a nivel local". Debieran tener en cuenta los redactores del texto que la fuerte dimensión gerencial del documento y esa apuesta inicial por el libre mercado, no se compadece en nada con esa referencia a la Convención de la UNESCO de 2005. Pero además esa directiva de la UNESCO en torno a la necesidad de promover la diversidad en las expresiones culturales tampoco se vincula con un proyecto que lo que persigue realmente es el control puro y duro de las políticas culturales de las administraciones públicas, de sus recursos financieros y seguramente de sus infraestructuras.

En buena medida, en este trabajo late el mismo espíritu que en aquel documento que el anterior responsable del INAEM le había encargado a un empleado de la empresa FOCUS para su presentación en un Foro en Sevilla allá por el año de 2007, hecho insólito que ya suponía, como ahora mismo, delegar en la empresa privada la elaboración de los discursos programáticos institucionales. En un trabajo publicado en el número 118 de esta misma revista, "El maíz de los Arikara",  ya señalábamos que los problemas "estructurales del sistema teatral y su escasa institucionalización" reclaman soluciones bien distintas a las que antes y ahora se proponían, sobre todo porque ni antes ni ahora se propone esa mejora estructural que tanto precisa el sistema para garantizar una sostenibilidad asentada en su dimensión pública y comunitaria, sino más bien una simple transferencia de fondos, recursos y funciones al sector privado.

En tercer lugar, hemos de decir que parte de las propuestas contenidas en los puntos 3, 7, 8, 9, 10 y 11 del dicho documento de esa fantasmagórica "Conferencia de la Cultura", exigen la puesta en marcha de un modelo de política cultural muy alejado del principio que sostiene todo el documento en sus puntos fuertes, y que no es otro que la solicitud de un mayor apoyo por parte de las administraciones públicas a las "iniciativas culturales privadas", demandando estas últimas una atención preferente por parte de las administraciones públicas en base a una supuesta "capacidad creativa, crítica y simbólica" y a su capacidad para incentivar "procesos de innovación y desarrollo de otros sectores productivos". Lo que no se compadece, insistimos, con esa idea de extensión y participación creativa y plural en el hecho cultural que está en la base de la declaración de la UNESCO, tan burdamente tomada como pretexto para pergeñar un descarado asalto a la cosa pública.

Con este documento ocurre lo mismo que ocurría con el Plan General del Teatro. Define con precisión las líneas de la acción de gobierno que persigue (más ayudas, más recursos, más espacios, más convenios), y, al tiempo, formula una serie de ideas colaterales para edulcorar el desatino. Pero ocurre que esas ideas colaterales o carecen de concreción o bien chocan frontalmente con sus puntos fuertes, con su agenda real. Así, hablar de "iniciativas de formación y desarrollo de públicos" sin considerar las dinámicas de creación, exhibición o distribución de espectáculos es tanto como no decir nada, pues la experiencia de otros países demuestra que una forma contrastada para generar nuevos públicos radica en la creación de compañías estables en los teatros, lo que permite el desarrollo de dinámicas comunitarias a nivel local.

Los públicos no se crean por generación espontánea ni con elencos mediáticos, sino a través de proceso de trabajo de base con dos herramientas fundamentales: la permanencia en la programación y la elaboración de repertorios, dos medidas orientadas a promover una "alfabetización teatral" que potencie el capital teatral y la competencia estética de la ciudadanía y que permita integrar el teatro en su imaginario vital y sociocultural. Y habremos de admitir, en la misma línea, que el "progreso de los oficios artísticos y técnicos" sólo se puede alcanzar con una estructura teatral que permita la profesionalización real del sector, lo que implica condiciones adecuadas para el ejercicio profesional, lejos de la inestabilidad y la precariedad actuales.

Pero resulta que los países en los que ese ejercicio profesional estable es posible, son justamente aquellos en los que sí existen compañías asociadas a los teatros, llámense residentes, estables, nacionales o municipales; y hablamos de países como Inglaterra, Alemania, Finlandia, Rusia o Francia, con una sólida red de teatros públicos que en efecto se han mimetizado con el entorno hasta convertirse en puntos de obligada referencia en la consecución de los objetivos implícitos en los puntos 3, 7, 8, 9, 10 y 11. Es decir, la planificación estratégica, la visibilidad de la cultura, la vinculación de creación cultural y sistema educativo, el desarrollo de la innovación, la transparencia, las buenas prácticas, la búsqueda de la calidad y la excelencia, la cooperación y el fomento de la diversidad... Pero es curioso que ese modelo tan implantado en Europa y que tantos buenos resultados está dando, incluso a pesar de la crisis, sea considerado caduco y dado por fenecido por un sector importante del empresariado teatral del país, pues ve en ese modelo una amenaza para su afán depredador. Un sistema, todo hay que decirlo, que permite en muchos países europeos que la dramaturgia nacional, la actual y la pasada, se convierta en patrimonio real y vivenciado por la ciudadanía e incluso en fuente de divisas. La ejecutoria pasada y presente del Royal Court de Londres no deja lugar a dudas.

Curiosamente, y como apoyo necesario para las líneas de actuación antes señaladas (3, 7, 8, 9, 10 y 11), no hay en el texto ni una sola referencia a conceptos substantivos como "tejido teatral", o a propuestas de calado como "compañías residentes" o "ciudades creadoras", lo cual certifica la existencia de dos agendas en el cuerpo del texto, la asentada en la retórica progresista, que es una forma de ayuntar compañeros de viaje, y la que formula las pretensiones economicistas de ese sector empresarial que busca en el sector profesional, como decimos, un apoyo meramente coyuntural. La diversidad cultural, la pluralidad, la accesibilidad, la solidaridad, la libertad, el respeto, el conocimiento crítico o el desarrollo personal sólo se podrán lograr con políticas culturales que fomenten la participación real de la ciudadanía y que, en definitiva, permitan potenciar culturas en las ciudades, en los barrios, en las comarcas, en los pueblos y aldeas, en una acción transversal y horizontal que tiene más que ver con el modelo de la democracia cultural que con el modelo gerencial de las industrias culturales. Y es curioso que en el documento se haga referencia a "políticas culturales", en plural, cuando en realidad lo que el documento propone es la consagración del viejo modelo del mecenazgo cultural, un mecenazgo ahora orientado, en exclusiva, al fomento empresarial sea desde las administraciones públicas sea desde otros sectores financieros.

Existe una diferencia substantiva entre lo que el documento define como sector empresarial y aquella iniciativa privada que se concreta en compañías y grupos que, en lo teatral, intentan crear un proyecto de trabajo asentado en un determinado territorio. Son compañías que, como ocurre en muchos otros países, debieran estar llamadas a desarrollar proyectos de estabilidad en los teatros de titularidad pública, con procesos de residencia que permitan elaborar dinámicas locales de fomento del teatro. Con estas compañías, que tienen una clara vocación de servicio público, y que se manejan en una dimensión local, cabría desarrollar una nueva dinámica en relación con la exhibición y la distribución, una dinámica que permitiese crear programaciones permanentes y el flujo incesante de espectáculos por toda la geografía del Estado, en tanto la gestión del teatro permitiría el intercambio permanente de trabajos y de creadores.

Conquistar, por fin, los medios de producción. Volvemos al modelo de las compañías residentes, que sí pueden generar dinámicas que permitan potenciar la transparencia y la planificación, la coordinación y la movilidad, la formación y el desarrollo de públicos, la atención a los públicos escolares, el progreso del ejercicio profesional, la innovación y la diversidad, la visibilidad del teatro y el acceso al patrimonio cultural. Michael W. Apple fue una de las personas que en su día denunció lo que varios autores denominaron "currículum oculto", equivalencia muy adecuada para considerar la agenda oculta en numerosos discursos. Nuestra agenda no es otra que el pleno desarrollo del sistema teatral a través de la puesta en marcha de políticas sistémicas que permitan convertir al teatro en un servicio público y converger de esa forma con Europa, potenciando y promoviendo los teatros de las ciudades y las ciudades de los teatros (pueblos, comarcas, barrios...).

A la vista de documentos como el que comentamos, mucho nos tememos que la "agenda" que se propone para el sector cultural no sea otra cosa que la privatización del mismo, comenzando por los recursos financieros y terminando por los bienes inmuebles. En realidad se trata de la batalla entre modernidad y posmodernidad, y sabido es que esta última no es sino una estrategia discursiva más del capitalismo tardío, el que defiende el movimiento neoliberal y neoconservador en todo el mundo. Más dinero y menos Estado. Todo por la pasta. Ni Sarah Palin lo hubiera hecho mejor. 

 

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación