A lo largo de su historia, y muy especialmente desde el "crack" de 1929, la ciencia económica ha dedicado toneladas de papel a analizar las causas y consecuencias de las crisis y de los ciclos económicos. Tan abundante literatura, que está muy lejos de haber zanjado la cuestión -como lo prueba, a su vez, el aluvión de ensayos de toda suerte y condición publicados al calor de la crisis actual-, ha producido una amplia taxonomía acerca de estos fenómenos: crisis de oferta, crisis de demanda, ondas largas Kondratieff, ciclos de Kuznets, ciclos de Kitchin, ciclos de Juglar, ciclos de Schumpeter... A éstas y otras categorizaciones, varias de ellas concebidas incluso antes del "crack" del 29, se ha añadido desde los años 70 un nuevo tipo de crisis que ya es frecuente encontrar en los modernos manuales de economía: la crisis del ciclo político.
Quizá lo más aterrador sea la frialdad con la que este proceso resulta descrito en estos manuales. La excelente Macroeconomía de N. Gregory Mankiw -ya un "clásico", a pesar de tener sólo cinco años de existencia- señala sin apasionamiento alguno, entre sus más de 800 páginas, lo siguiente: "El oportunismo en la política surge cuando los objetivos de sus responsables están en conflicto con el bienestar general" y éstos la utilizan "para perseguir sus propios fines electorales. Si los ciudadanos votan en función de la situación económica existente en el momento de las elecciones, los políticos tienen un poderoso incentivo para adoptar medidas que aparentemente mejoren la situación económica durante los años de elecciones". Y concluye con toda naturalidad: "La manipulación de la economía con fines electorales, llamada ciclo económico político, ha sido objeto de abundantes investigaciones entre economistas y politólogos".
A su vez, otro texto de referencia habitual, la Introducción a la economía de Samuel Bowles y Richard Edwards, explica también ese mismo concepto, describiendo que "el término 'político' se añade al término habitual 'ciclo económico' para indicar que se ha incorporado un factor adicional a las fluctuaciones habituales del empleo, la producción y otras magnitudes macroeconómicas", de modo que "estas oscilaciones ya no dependen típicamente de los millones de decisiones de gasto relativamente poco coordinadas que toman los inversores y los consumidores; ahora el ciclo económico depende también en parte de un proceso político mediante el cual los gobernantes intentan conjugar los intereses de los trabajadores, de los empresarios y de su propia reelección en el proceso de regulación macroeconómica". Las cursivas - ¿hace falta confesarlo? - son obviamente nuestras.
[Si aún le queda a esta tribuna algún lector que no haya desertado, muy comprensiblemente, tras casi 500 palabras dedicadas a la macroeconomía, nos apresuraremos a confesarle algo por lo demás evidente. Esta disuasoria y prolija introducción, de indisimulada ambición académica y ortodoxa, tiene como objetivo ilustrar que las críticas que muchas veces se hacen desde estas páginas a la política cultural -real o declarada- de nuestros administradores públicos no responden a cuestiones de gustos, caprichos, apetencias, banderías, principios u ocurrencias de diferente pelaje, sino que se hallan frecuentemente sustentadas por gruesos volúmenes que descansan el sueño de los justos en solemnes anaqueles de bibliotecas y librerías. La habitual descalificación ad hominem, tan querida a muchos de nuestros administradores, según la cual no hay que hacer mayor caso a las críticas que se formulan desde el sector profesional de las artes escénicas, porque ya se sabe que es gente tan divertida y creativa, como interesada y carente de rigor, ya no cuela y hasta se puede devolver a sus autores corregida y aumentada].
Hecha la confesión, retomemos el hilo. En realidad, lo que describen los sesudos manuales que se acaban de citar es bastante conocido de todos por mera observación: justo antes de unas elecciones, el Gobierno de turno se apresura a aplicar medidas económicas expansivas, adornadas de inauguraciones diversas y ampulosos gestos positivos hacia el Estado del Bienestar, incluidos frecuentemente importantes gastos en diversos "eventos" y actividades culturales; y, una vez pasadas las elecciones, el Gobierno entrante -sea del mismo signo político o no que el saliente, tanto da- se apresura a aplicar medidas de austeridad, con mayor o menor calado, para supurar las alegrías cometidas en el período pre-electoral. Lo interesante no es que los manuales de economía recojan este fenómeno, por demás habitual, sino que lo eleven a categoría analítica, asumiendo que los Gobiernos, en tanto que agentes económicos, obedecen de manera sistemática a este tipo de comportamiento, de la misma manera que esos propios manuales asumen que los inversores intentan maximizar su beneficio, que los consumidores tratan de optimizar la relación precio-calidad y que los mercados tienen aversión a la incertidumbre.
Hasta aquí, la cosa resultaba bastante "normal", que diría Jean Ferrat. Pero la crisis económica actual -perdón, seamos más rigurosos: las respuestas dadas por la gran mayoría de los Gobiernos occidentales a la crisis actual- ha roto ese proceso. En los procesos electorales en curso, ya no se va a producir esa alternancia medidas económicas expansivas-medidas económicas contractivas, sino una sucesión de medidas económicas contractivas-medidas económicas aún-mucho-más-contractivas.
En efecto, para conseguir esa abracadabrante meta a la que se suele denominar con el eufemismo de "recuperar la confianza de los mercados", esos Gobiernos han sido presionados -y han presionado a su vez- para aplicar medidas recesivas, y muy notablemente medidas de reducción presupuestaria, aun en período pre-electoral. Y los Gobiernos que saldrán de los procesos electorales o de cambio político que se han producido de grado o por fuerza en el marco temporal de la crisis -Grecia, Italia, España... -, no van a dudar a la hora de intensificar el alcance de esas reducciones presupuestarias con el fin de "recuperar la confianza de los mercados" (y de Angela Merkel, claro).
Un candidato "natural" a sufrir esos recortes presupuestarios es, obviamente, el ámbito cultural. Ante la evidencia de que hay otras prioridades sociales mucho más urgentes que se hallan sometidas a riesgo (medicina, enseñanza, pensiones, etc.), "nada más lógico" que apretar la tuerca en lo que, aun siendo interesante y hasta conveniente, no cubre supuestamente necesidades perentorias, como es el caso de la cultura.
Claro que, prescindiendo por el momento de otras consideraciones oportunas, resulta pertinente hacer entrar la mera matemática en este razonamiento para ver a dónde nos lleva tan loable austeridad. Supongamos que un Ministerio de Cultura cualquiera de un país cualquiera tuviera un presupuesto anual de 900 millones de euros en el año 2010; y que, en aras de las incuestionables medidas de austeridad, redujera ese mismo presupuesto nada menos que en un 15% al año siguiente, consiguiendo así un ahorro de 135 millones de euros. Si el Gobierno siguiente quisiera simplemente igualar este piadoso esfuerzo de reducción presupuestaria y ahorrar otros 135 millones, tendría que contraer ahora el presupuesto existente en casi un 18%. Y si lo que quisiera es "recuperar la confianza de los mercados" y mostrar que está dispuesto a un esfuerzo aún mayor -pongamos que hasta de 200 millones de euros-, la reducción tendría que superar el 25% en un año y se situaría en más de un 37% en el conjunto de los dos años contemplados.
Más aún, como esos recortes, por obvias razones laborales y operativas, no podrían aplicarse con especial profundidad en determinados capítulos (por ejemplo, personal y gastos corrientes), serían los dedicados a transferencias, inversiones, etc. -es decir, los que se destinan de manera real y más directa al mantenimiento de las actividades culturales públicas o privadas- los que tendrían que sufrir reducciones porcentuales incluso superiores al 50%. Teniendo en cuenta que estos recursos públicos son esenciales para el desarrollo de buena parte de las actividades culturales privadas, no porque las financien en su integridad o mayor parte, sino porque resultan fundamentales para el apalancamiento de las mismas -dicho a lo bestia: la recepción de esas ayudas es frecuente palanca "sine qua non" para la obtención de recursos financieros procedentes de otras fuentes-, cabe inferir que el estropicio causado en la forma de un fuerte descenso de esas actividades culturales -o de su realización en peores condiciones de servicio, retribución y, sobre todo, calidad- no será del 50%, sino previsiblemente mucho mayor.
Y, de remate, si para el año 2013 estuviera prevista una inesperada y radical reactivación de la economía y al Gobierno de turno le entrara un repentino ataque de postkeynesianismo, la mera recuperación del terreno perdido con los recortes citados obligaría a incrementar el presupuesto del Ministerio de Cultura en un 70% a fin de situarlo, en términos reales, en los niveles de 2010. ¿Se imaginan ustedes a un Gobierno español anunciando un incremento del 70% en los presupuestos del Ministerio de Cultura? Sí, yo tampoco.
Bien, de acuerdo, concedido, pero ya se sabe: hay que "recuperar la confianza de los mercados". Esos recortes son condición indispensable para ello...
¿Seguro? ¿Valen realmente para ello? En realidad, no. Digámoslo con la necesaria brusquedad: recortar el presupuesto del Ministerio de Cultura -o los presupuestos de cultura de las Comunidades Autónomas- no vale para maldita la cosa desde el punto de vista macroeconómico; y, desde luego, a los mercados financieros se les da una higa al respecto.
El principal motivo vuelve a ser matemático. Según un trabajo de Xavier Vives, profesor de la IESE Business School, incluido en un grueso ensayo colectivo coordinado por José Luis Malo de Molina y Pablo Martín-Aceña, que ha sido publicado hace apenas unos meses (Un siglo de historia del sistema financiero español), las inyecciones totales de capital público realizadas hasta la fecha de elaboración de dicho ensayo para auxiliar a la banca española eran equivalentes al 1,4% del PIB español, lo que viene a ser unos 13.500 millones de euros (sí, más de 2,2 billones de pesetas, para que nos entendamos quienes sufrimos de disfuncionalidad euromonetaria). De modo que el trabajoso esfuerzo de austeridad presupuestaria conducente a reducir en un 15% el presupuesto del Ministerio de Cultura en 2011 representa un miserable 1% de las ayudas públicas que se habían concedido hasta entonces a la banca. La verdad, no parece imaginable que los mercados financieros vayan a recuperar confianza alguna porque la banca española reciba un 1% arriba o abajo en ayudas públicas..., pero el roto que ese 1% hace a la actividad cultural puede ser de proporciones apocalípticas.
Y si al lector le parece un tanto demagógico sacar a colación las ayudas a la banca, hagamos un cálculo parecido con algo mucho más noble, como es la reducción del déficit público. El compromiso del Gobierno español es situarlo en el 6% del PIB al término del presente año, lo que viene a suponer una reducción, en términos absolutos, de más de 31.500 millones de euros respecto de 2010. Una cantidad de la cual el esforzado recorte del Ministerio de Cultura antes citado representa poco más del 0,4%, porcentaje que, nuevamente, no parece capaz de conmover, arriba o abajo, a los mercados financieros internacionales.
Si el lector no se ha mareado con tanta cifra, tanto porcentaje y tanto millón, habrá aventurado a dónde queremos llegar a parar con este muestrario: para los efectos de la cruzada de austeridad y disciplina presupuestaria lanzada contra la crisis, los salvajes recortes que se aplican en cultura no valen para nada. Son el famoso chocolate del loro.
Bueno sí, valen para situar en un alarmante estado de incertidumbre, riesgo y precariedad a una parte muy significativa y todavía difícilmente cuantificable de las actividades culturales; para hacer poco menos que imposible una reversibilidad de la situación a medio plazo; para que el descenso de las actividades culturales así promovido tenga, a su vez, un negativo efecto multiplicador sobre otras actividades industriales y artesanales que dependen ampliamente de ellas -un razonamiento sistémico francamente elemental y básico, que es moneda corriente en la ciencia económica desde hace no menos de 75 años, pero que nunca ha terminado de calar realmente en la clase política y administrativa de este país, qué le vamos a hacer-, y para señalar al conjunto de la ciudadanía que la promoción pública de las actividades culturales es un lujo innecesario del que se puede prescindir sin mayor problema, alentando de paso el coro vocinglero de quienes consideran que hay que prescindir de él no ahora, que hay crisis, sino en todo momento y lugar, porque ya se encargará el mercado de poner muy eficazmente a cada uno en su sitio...
Entonces, ¿por qué lo hacen? Si la matemática es tan simple, la inutilidad del esfuerzo tan manifiesta y los riesgos tan peligrosos ¿por qué se empeñan en hacerlo? En primer lugar, como mero gesto de cara a la galería político-financiera nacional e internacional: "fíjense cómo nos apretamos el cinturón incluso en lo que no es útil para nada". En segundo lugar, porque lo cierto es que, en materia de recortes presupuestarios, y una vez descontados los capítulos que apenas se pueden reducir (si es que no aumentan durante la crisis, como las prestaciones sociales o por desempleo), la Administración tiene un reducido margen de maniobra, de modo que "ya que no podemos hacer gran cosa, hagamos como que hacemos gran cosa". En tercer lugar, porque, en contra de la evidencia ampliamente subrayada desde hace ya algunas décadas por organismos internacionales que se hallan por encima de cualquier sospecha ideológica, no consideran que el sector cultural sea un sector de actividad económica con un efecto multiplicador que ningún Gobierno español se ha molestado en estimar. Y, en cuarto lugar, porque no consideran que la cultura sea parte indisociable del Estado del Bienestar, sino un lacito, un adorno, un quita y pon.
En momentos de crisis e incertidumbre, el estado de ánimo de los agentes económicos -sus expectativas, su grado de confianza en las posibilidades y oportunidades del futuro inmediato- es simplemente esencial para inducir en ellos un comportamiento proactivo orientado a promover la reactivación de la economía. En caso contrario, se entra en el dañino bucle de las peores profecías autodemostradas: "como tengo la percepción de que todo va a ir a peor, aplico hábitos y comportamientos recesivos... y, como resultado de ello, todo termina yendo efectivamente a peor". Está también en los manuales de economía...
En tales casos, la promoción de intangibles, de sentido ciudadano, de cohesión social, de libertad de elección, como hace una gran parte de las actividades culturales, puede suponer una contribución significativa para contrarrestar los hábitos y percepciones que alimentan esas profecías.
Por ello, los recortes salvajes en los presupuestos de cultura no sólo no valen nada, no sólo son el famoso chocolate del loro, sino que contribuyen a hacer aún más hondo el agujero de la crisis e impiden utilizar sabiamente una de las pocas palancas que hay a mano para salir de él.
Lo que falta aún por saber es si el loro hará o no hará algo cuando se quede sin chocolate...