Yo quería escribir un editorial que llevara por título: "El día en que Indalecio Prieto salió a comprar el Vogue ". No voy a hacerlo y no por falta de ganas ni por alguna otra exigencia. Mi intención era ubicar en el salón de conferencias del Congreso de los diputados los entes ectoplásmicos del político socialista, entonces ministro de Hacienda, y de Valle-Inclán, rememorando un conciliábulo que tuvieron allí el 20 de julio de 1931. No se conocen con seguridad las cuestiones que trataron. Surgieron algunas especulaciones, como es lógico. Al día siguiente el ABC se hizo eco de los rumores señalando que la tenida "tal vez estuviera relacionada con un posible ofrecimiento por parte del Gobierno al Sr. Valle-Inclán de una alta representación diplomática en América". Nada se supo después sin embargo; o bien no lo hubo o el escritor gallego consideró que no debía aceptarlo.
Nuestros dos personajes iban pronto a visualizarse y a entablar un diálogo con una diputada, socialista se dice ella. Ni don Inda ni Valle comprenden nada de lo visto en el cuché. Sería el momento destinado a un diálogo chispeante y sarcástico. Llega después otro diputado que representa un segmento de los que convierten los problemas de la vida privada de un segmento de la población, en la preocupación central y máxima de la sociedad, todo ello para ocultar sus desmedidas ambiciones de poder.
El escritor le dedicaría a la dama el mismo comentario que le hizo a Jorge Rubio en La Granja El Henar, a la hora de la siesta, el 25 de agosto de ese mismo año: Señora, "se abren ante usted abismos de ignorancia". El político por su parte pensando en la historia de su partido, preguntaba a la madre de la patria si ante aquel despliegue de fotos que acababa de ver no había habido una interpelación del grupo parlamentario socialista, y constataba con otra su estupor: ¿"Qué significa ahora ser ministro"?
Valle y Prieto se alejaban finalmente Carrera de San Jerónimo abajo camino de nada. Más tarde, en los espacios etéreos donde reposan y chismean sin agobios los ectoplasmas, De los Ríos, Largo Caballero, Araquistáin, Zugazagoitia, Negrín, María Lejárraga y algún otro escuchaban el informe de don Inda. Todos coincidían en que si alguien no lo remediaba pronto, habría que refundar el partido. Besteiro, a lo lejos, se limitaba a sufrir y murmurar que había que rendirse, quizás a la evidencia pero visto lo visto nunca se sabe.
De todo eso y de más quería escribir y no lo hago. Mi opción como dislate ante ciertas cosas que suceden era ya la del sarcasmo, pero podría interpretarse como frivolidad o tener que sufrir como respuesta esa actitud que consiste en no comentar los hechos, sino refugiarse en los lugares comunes de lo políticamente correcto para impedir el análisis. Es evidente constato, que alguien está capacitado para el ejercicio de una función por sus conocimientos y capacidad de trabajo y organización, al margen de que sea hombre o mujer, negro o blanco, heterosexual u homosexual, etc. Cuando no es así caemos en el favoritismo o la estupidez, tan frecuentes en la historia de España. Una cosa es promocionar, apoyar, favorecer la igualdad de oportunidades de los ciudadanos al margen de su género o sus opciones privadas, otra muy distinta ofrecer un puesto público de responsabilidad a quien no esté capacitado para ello.
En consecuencia, a mí lo que ahora me inquieta es la pregunta que Indalecio Prieto se hacía en mi ficción nonata: ¿Qué significa ahora ser ministro en España? Es evidente que sólo la decantación histórica ha ido definiendo las funciones ministeriales. En el pasado, el gobernante, fuera rey o caudillo, se rodeaba de consejeros que ejercían alguna función siempre bajo la capa de su señor. El Estado poseía una organización simple y elemental, inexistente en aspectos que hoy son capitales en su configuración. Los monarcas absolutos transfirieron el gobierno a los validos, que de forma un tanto ligera consideramos con frecuencia primeros ministros. Algunas funciones, como la hacienda, comienzan a ser atribuidas a personas concretas que serían una especie de protoministros.
Lógicamente no son más que recordatorios rápidos de una cuestión bastante más compleja. Lo que pretendo es llegar a los periodos constitucionales en mayor o menor medida, que son los que proyectan pautas sobre el presente. En unos casos la jefatura del gobierno es designada por el jefe del Estado como consecuencia de la relación de fuerzas parlamentarias, aunque no siempre; en otros es directamente el parlamento quien elige a uno entre los candidatos que puedan presentarse.
Los regímenes presidencialistas funden o confunden según se mire, las funciones de jefe del Estado con las del gobierno, para conseguir una capacidad ejecutiva mayor. En el fondo limitan extraordinariamente la democracia, porque tienden a un bipartidismo absoluto que no refleja la complejidad de las sociedades. Existe sin embargo una tendencia que quiere hacer de los presidentes del gobierno elegidos por los parlamentos, una suerte de visorreyes electivos a la manera adoptada por los estadounidenses, que sacralizan y confieren poderes absolutos a sus presidentes aun a costa de perder la propia substancia democrática. Esta especie de exágesis del hombre providencial al que se entrega el porvenir de la nación, refleja de forma expresa en ocasiones la ensoñación de la dictadura, la querencia por el cónsul que ha de guiarnos en la situación de peligro o dificultad porque nosotros, como ciudadanía responsable, no somos capaces de hacerlo.
En todos los gobiernos sin embargo, sea cual sea su origen, se da esa división ministerial que expresa la organización del Estado en diferentes departamentos y desarrolla programas políticos en áreas de actividad específica. Dicha estructura define las responsabilidades del Estado y también las preferencias programáticas de los gobiernos por unas u otras. Cuando el presidente de un gobierno escoge un ministro, se supone que busca a alguien que es conocedor de su materia en cuanto a objetivos políticos, que tiene capacidad para el diseño programático, la gestión, la dinamización y la coordinación, no sólo de las propias actividades que su departamento genera sino de aquellas que emanan de la sociedad civil en cualquiera de sus expresiones, a las que debe desbrozar caminos e inducir su desarrollo y labor productiva.
Un ministro traduce un programa de gobierno que su presidente propone y que el consejo hace suyo mediante mutuo acuerdo. Un programa que expresa en el plano de la acción para un periodo concreto, el del partido o partidos que lo sustentan en el Parlamento. Su ejercicio no puede ser fruto de la improvisación; no debe considerarse el más sabio en las materias que le ocupan sino el que mejor puede servirlas; tampoco está allí para dar gusto a sus preferencias personales o caprichos claros u oscuros, ni para colocar a sus amistades o a las de otros aunque no estén capacitados para asumir el cargo que se les encomienda. Su oficio implica escuchar, dialogar, comprender, analizar y establecer a partir de ello las pautas de acción o corregirlas.
La sabiduría y preparación que un ministro precisa no es siempre de carácter académico, o al menos no sólo. Indalecio Prieto de quien hablábamos antes, fue Ministro de Obras Públicas en dos gobiernos consecutivos de la Segunda República, presididos ambos por Manuel Azaña. Su composición incluía republicanos y socialistas. Su desempeño abarcó desde mediados de diciembre de 1931 a septiembre de 1932. Prieto carecía de estudios universitarios pero poseía una gran inteligencia y una enorme astucia y capacidad política. No obstante en el gobierno provisional fue Ministro de Hacienda y al frente de las obras públicas hizo un trabajo encomiable. Posiblemente supiera poco de la materia pero conocía sus limitaciones y lo que era urgente y necesario. Era consciente del problema que padecía España con sus sequías cíclicas, una escasa capacidad de producción eléctrica, la ausencia de territorios de regadío y, en consecuencia, una agricultura extensiva de bajo rendimiento.
Prieto reunió en su entorno a los más prestigiosos y competentes ingenieros hidráulicos del momento, y les instó a que confeccionaran un plan hidrológico a medio y largo plazo que cambiara la faz de España. No pudo realizarlo ni tampoco sus sucesores, sobre todo a consecuencia de la guerra civil, pero la construcción de pantanos que el franquismo llevó a cabo y que tanta gracia amarga nos hacía a muchos, era la aplicación de aquel plan que los facciosos vencedores se encontraron en los cajones del ministerio.
La historia de España nos ha ofrecido sin embargo ejemplos bien distintos. Podemos establecer una larga lista de ministros que representan todos los vicios y ligerezas imaginables, todas las sinrazones que podamos intuir y cuya ejecutoria fue lamentable. Nuestra esperanza consiste siempre en que un gabinete en su conjunto y los ministros uno a uno, respondan a los parámetros enunciados. Son nada más que los propios de una sociedad democrática desarrollada, respetuosa con la condición de ciudadanía, que desea ser eficaz, que tiene objetivos y se toma en serio la gobernación: parece que aún nos falta mucho para llegar a eso. Bien es verdad que la cosa va por barrios. No deja de ser curioso que en los ministerios económicos no haya titulares de los mismos ni altos cargos que sean mujeres. ¿No las hay capacitadas o alguien presupone que con las cosas serias e importantes no se juega, con las otras qué más da?
Como remate diré que del mismo modo que el presidente del gobierno es responsable del nombramiento de los ministros de su gabinete, estos lo son de los altos cargos de su departamento. Sus errores y deficiencias son igualmente los suyos. Sus incompetencias y sus actitudes también. De todo ello se deriva la acción de gobierno y eso es lo que deberían percibir los ciudadanos. Nada de todo esto es cuestión de talante, sino de programas, de modos de comportamiento, de decisiones adecuadas, de gestión solvente. Algo que es exigible para cualquier gobierno, pero más aún cuando dice ser la izquierda y representar tus propias convicciones.
La España ilustrada existe, no es una quimera ni utopía, ni depende tampoco del talante. Sin embargo se percibe con dificultad tras una selva mediática que dice lo que quiere y no lo que realmente es, que miente si es necesario en aras de los intereses y objetivos de sus propietarios y del sistema que sostienen, y que oculta tras la bazofia la realidad del país. De eso hablaré otro día.