ADE-Teatro

El escenario, espejo del habla

por Laura Zubiarrain

ADE-Teatro nº 156, Julio/Septiembre 2015

Los maestros franceses de la puesta en escena, desde Jouvet a Vilar, siempre expresaron que una de las misiones del teatro era el amejoramiento del idioma, de su prosodia, de su sintaxis, de su construcción, de su riqueza terminológica. La ostensibilidad de la escena genera esta pedagogía no explícita que radica en la ejemplificación de lo que se oye, en las actitudes verbales que se perciben.

Al unísono, el escenario a través de la elaboración literaria que el autor construye así como de la prosodia y sentido que el actor aporta, se instituye como pedagogía en vivo del idioma en toda su amplitud, sin mediaciones restrictivas que no sean las de la entidad estética. Dicha entidad es la que hallamos en Cervantes, Lope o Valle-Inclán, pero también en escritores de menor empaque como García Santisteban, Blasco, Granés y tantos más de los que cultivaron el género ínfimo: así lo llamaron. En ese sentido el escenario se torna en espejo del habla de periodos históricos, incluso cuando se somete al procedimiento estricto de la versificación.

Por todo ello, cuando la escena se convierte en un ditirambo de expresiones soeces repetidas hasta la saciedad, la abrumadora mayoría sin justificación ninguna, por puro deleite arbitrario con la pretendida intención de epatar, el escenario pierde una de sus funciones más nobles y más perennes. Y lo de epatar no lo consiguen, desde luego; simplemente empalagan, empachan con tanto exceso insistente y simplón, y determinan un profundo rechazo.

El avillanamiento de la lengua, la eliminación de nuestra riqueza idiomática, no pueden ser objetivos para el teatro. Porque no se trata en estos casos de la crítica del mal uso del idioma, sino de la exaltación del mal decir, del miserabilismo de la expresión. Este empobrecimiento del lenguaje conduce y traduce inexorablemente la pobreza del pensamiento, su elementalidad, que es el mejor camino de lograr ciudadanos obedientes, sumisos, que acepten las mentiras como verdades y voten para mantener en los puestos de decisión a quienes les expolian.

Nada es inocente en este caso. Por supuesto que muestran la impotencia literaria de quienes así hacen. Pero desde el escenario instituyen una deplorable ceremonia perversa y abyecta, un dispendio económico gratuito y un despropósito social y cultural.

El empobrecimiento del lenguaje en la escena, so capa de quiméricas transgresiones, es algo falaz, antidemocrático, señoritil, más propio de bufones de pacotilla que de escritores literariodramáticos.

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