Hace algunas semanas asistí en el Teatro Valle-Inclán, una de las sedes de nuestro Centro Dramático Nacional, a una representación que me produjo gran interés, no poca admiración y que constituye un buen punto de apoyo para agitar nuestras reflexiones. El CDN invitó por tres días a una compañía rusa, la Russian Academic Youth Theatre (Teatro de la Juventud Académica Rusa, RAMT) con su producción Democracia (ed. Methuen, 2003). Se trata de una obra del escritor británico Michael Frayn (1933), escenificada por Alexei Borodin, escenografía y vestuario de Stanislav Benediktov e iluminación de Andrei Rebrov, junto a un excelente elenco actoral.
La primera de mis meditaciones gira en torno a la obra. Los textos dramáticos de Frayn conocidos aquí, Noises Off, traducida entre nosotros como ¡Qué desastre de función!, o Copenhague, son ejemplos de creaciones estructuradas con esmero y solidez. Por otra parte, son fruto, en el caso de la segunda, de convertir en temática literaria arduos debates científicos, así como explorar la confrontación en torno a los comportamientos de los científicos, en aquello que conjuga ética y ciencia.
Democracia aborda una temática reciente, aunque dada la creciente desinformación de las multitudes puede parecer tan lejana como una historia medieval. La trama se sitúa en torno a la figura de Willy Brandt, desde las peripecias que le llevaron al acceso a la cancillería de la República Federal de Alemania (RFA) en 1969, hasta su defenestración obligada en 1974 a consecuencia del descubrimiento de que su amigo y colaborador personal, Günter Gillaume, era un agente de la inteligencia de la República Democrática Alemana (RDA). Miembro del Partido Socialdemócrata (SPD), uno de los aspectos más relevantes de la acción política de Brandt fue la denominada "apertura al este" (Ostpolitik), que significó tanto el reconocimiento como la apertura de diálogo con la RDA. Fue un nuevo paso para disminuir la tensión entre los dos bloques en ese periodo que conocemos, sólo para encontrar un lugar común, como Guerra Fría.
Fue sin duda un acontecimiento de notable importancia en el desarrollo político de aquel periodo. Poco después de que se desvelara aquel entuerto, estuve en Berlín por razones teatrales. Nadie hacía ningún comentario al respecto. Pregunté directamente a algún amigo. Me respondió que había un cierto debate en torno a la cuestión en la RDA. Algunos pensaban que situar a Guillaume en aquel lugar había sido imprudente, otros se enorgullecían de la eficacia de los servicios de inteligencia. Esto último era bien conocido, aunque en el plano político me inclino a pensar que fue un exceso.
El texto de Frayn narra este proceso mediante la sucesión de escenas breves y espacios múltiples. Mediante este mecanismo, el material histórico recogido por el autor se instituye en relato escénico, y de este modo las secuencias alcanzan una dinámica adecuada. Los debates y susurros de la política se conjugan en ocasiones con momentos de la vida personal nada banales, nada anecdóticos, sino que revelan aspectos que nos importa conocer para desvelar los comportamientos de los seres humanos que desempeñan tareas políticas.
Por otra parte, la característica notable de la obra de Frayn es que se aleja rotundamente de una historia de buenos y malos. La política interna y la internacional se mueven por dicho parámetro. Algunos dirigentes de la socialdemocracia que rodean a Brandt, son todo menos amigos. Intrigan, idean confrontaciones y ponen en cuestión con razones dudosas las acciones políticas, e incluso personales, del canciller. El superior que habla periódicamente con Guillaume y le transmite los modos de proceder, no tiene nada de los personajes truculentos que ha construido la cinematografía estadounidense y sus gregarias. Es más bien un profesional del entramado de la inteligencia que hace su trabajo con pulcritud e incluso sentido del humor. El anglosajón Frayn contempla el mundo en el marco de sus cuitas y contradicciones, desdeñando la pasión encendida y los supuestos primarios que tantas veces rodean las obras sobre acontecimientos históricos.
Pero Democracia es a su vez fruto de la escenificación de Aleksander Borodin, sobria, nítida, destinada a que el relato adquiera su propia identidad. El movimiento escénico está sabiamente construido, tanto en su intención primaria de contribuir al relato inteligible de la historia, a explicitar y reforzar su sentido, como al de la composición espacial en sí. Los materiales escenográficos, metal y metacrilato, configurados en dos grandes elementos móviles con puertas en cada cuerpo, propician la versatilidad de su uso y la determinación de una geometría que establece los diferentes espacios de la acción.
Nada es caprichoso ni casual, tampoco fruto de la querencia de un director que decide situarse por encima del texto cuya construcción escénica desarrolla. Parte de una lectura concreta precisa y articula todos los elementos expresivos para hacer perceptible lo que allí se cuenta y cómo se cuenta. La escenografía dinámica, el vestuario escogido con precisión en cuanto a funcionalidades y cromatismos, la espléndida iluminación que utiliza proyectores bi y trifocales, con haces muy nítidos y trazados con crudeza en el espacio. Todo ello busca establecer la coherencia finalista del relato escénico.
La interpretación a su vez, alcanza un nivel muy elevado de eficacia resolutiva y solvencia profesional. El elenco numeroso, diverso en edades y fisonomías, es un ejemplo de equilibrio, coherencia y entendimiento. Los intérpretes no tienen que buscar efectismos superfluos, compulsiones desmadradas o recursos de parecido jaez, para contentar los supuestos anhelos artísticos de ciertos espectadores. Muy al contrario, tienden a la construcción de los personajes con profundidad escénica, no exentos de una mirada irónica del actor hacia la entidad de ficción que elabora, que se percibe en cualquier caso sutilmente en el substrato de su desempeño. Se adivina igualmente que es un elenco que ha alcanzado dichas virtudes a través de un trabajo en común continuado y enriquecedor, promovido por la estabilidad institucional en la que se inscribe.
Aleksander Borodin con su pelo blanco, mirada penetrante a través de sus lentes, rostro de profesor atento y a la par, de combatiente tenaz, es un maestro, con todo lo que ello significa en la Rusia teatral. Algún comentarista que escribe de oídas, lo califica de "discípulo de Stanislavski". Debería tener más de cien años de haberlo sido. Que se formó en la tradición stanislavskiana es algo común en su país, porque las concepciones del maestro ruso están incorporadas como columna vertebral de los planes de estudio.
Muy al contrario es otra corriente de pensamiento escénico la que he percibido en su propuesta. La interpretación está exenta de cualquier psicologismo, al menos en sus formas superficiales. A ello contribuye, o quizá lo determina, la concepción del movimiento escénico que en nada contribuye a un desliz de ese tipo. La búsqueda de la frontalidad demostrativa, los escorzos pulcramente construidos y significantes, el diseño de diagonales, etc., son herencia de Meyerhold, por supuesto el de un periodo en que sus experiencias fisiomecánicas iniciales dieron paso a la recuperación del personaje individualizado y una dimensión social más concreta. En el plano escenográfico, por ejemplo, el módulo individualizado con puerta giratoria que utiliza en Democracia, posee todo el aroma de uno similar diseñado por Kukriniksy y Rodtchenko para la puesta en escena de La chinche realizada por Meyerhold en 1929. Por lo que toca a su realización escénica, estas constataciones tienen a mi modo de ver una relevancia evidente.
Esta reflexión sobre Democracia no pretende cantar las glorias de un acontecimiento escénico excepcional, desconfío de casi todos los que reciben dicha calificación. Hay frases hechas en este sentido que me causa pudor escucharlas y tan solo constatan la impericia de quienes las profieren. Lo más notorio es que refleja el nivel medio que puede alcanzarse con unas adecuadas condiciones de producción y organización de los teatros, y así las cosas es una magnífica escenificación no por su carácter heroico, único, divino, o simplezas parecidas que se repiten tantas veces, sino por ser fruto de una forma de producción que genera espectáculos como este.