ADE-Teatro

A las puertas del centenario de «Luces de bohemia»: la necesidad de un teatro político

por Eduardo Pérez-Rasilla

ADE-Teatro nº 175, Abril - Junio 2019

Si al teatro se le exige siempre la responsabilidad ética con la sociedad desde y para la que escribe, esa responsabilidad se vuelve acuciante cuando la injusticia, el expolio, la opresión, la necedad o el fanatismo ganan terreno en la polis y cuentan con la aquiescencia de muchos, con la simpatía y el apoyo de otros más, y con la alborozada propaganda de no pocos. La necesidad de enfrentarse a esta situación desde la escena podrá parecer a algunos, acaso con razón, un empeño ingenuamente desproporcionado, o tal vez anacrónico o hasta estéril, pero todos convendremos en que resultaría difícil justificar la indiferencia ante el obsceno desfile de acontecimientos bochornosos, lacerantes o terribles como se van repitiendo de manera creciente en todo el mundo durante los últimos lustros. La tantas veces citada máxima brechtiana recordada por Benjamin: "No conectar con el buen tiempo pasado sino con el mal tiempo presente" puede volver a adquirir sentido en este contexto. 

El próximo año se cumplirá el centenario de la publicación por entregas en la revista Españade Luces de bohemia. Como es sabido, en 1924 Valle-Inclán publica, ya en forma de libro, la versión definitiva del texto, en la que se han corregido algunos detalles y se han añadido tres escenas, las que en esta edición figuran como la segunda, la sexta y la undécima. Singularmente estas dos últimas añaden a la versión inicial una fuerte dosis de dolor y de insobornable crítica política, que deja al descubierto no solo a los principales responsables de un sistema de poder corrupto y mediocre, al servicio de intereses oscuros y bastardos, sino también a amplios sectores de una sociedad española indiferente o cómplice -"A los ricos y los pobres, la barbarie ibérica es unánime", sentencia Max Estrella en la escena sexta-, caracterizada por un comportamiento insensible, mezquino y necio. La monarquía, arbitraria y venal; la apolillada Academia; la prensa servil; la intelectualidad perezosa; la policía, zafia y brutal; la religiosidad beata; el lenguaje degradado o corrompido; la sociedad pequeño-burguesa o la oligarquía dominante, la bohemia trasnochada o unas clases populares sin conciencia política alguna son vituperadas y zarandeadas sin miramientos. Luces de bohemiaen su conjunto se erige como un vibrante alegato, como un poderoso diagnóstico de un tiempo histórico cuya complejidad no se rehúye a la hora de analizarlo, dramática y dialécticamente, mediante un texto literario imaginado para la escena -aunque no deudor de sus servidumbres comerciales-, de una extraordinaria riqueza compositiva, que hace acopio de materiales estéticos de muy diversa procedencia, brillante y eficazmente amalgamados. Su originalidad y su fuerza siguen deslumbrándonos hoy: durante última temporada se han exhibido al menos dos espectáculos de los que yo tenga noticia, construidos a partir del primer esperpento valleinclaniano. 

Nadie que posea unos mínimos conocimientos literarios y teatrales podría negar hoy a Luces de bohemiasu condición de texto literario-dramático ejemplar ni su valiente compromiso con su sociedad y con su tiempo. Lo que no significa que pueda encuadrarse dentro de las normas que algunos considerarían propias del "buen gusto", ni mucho menos que se ajuste a una corrección moral ni expresiva al uso. Por el contrario, sus personajes se muestran en muchas de sus escenas -en casi todas, en realidad- irreverentes, desmesurados, venales, procaces, maleducados y hasta brutales, se profieren gritos injuriosos y amenazadores o se proponen programas de acción que, tomados al pie de la letra, resultarían estremecedores a muchos. Si la sociedad actual soporta sin protesta su exhibición en el escenario tal vez se deba a que Luces de bohemiale es mostrada bajo el marbete de clásico de la literatura dramática o a que el espectador lo percibe desde una distancia temporal que le permite concluir que se trata de asuntos de un pasado ya superado y lejano. 

No parece disparatado conjeturar que si alguien fuese capaz de escribir hoy un texto de semejante incisividad y ambición estética en el que se afrontasen críticamente los presupuestos culturales, sociales, políticos, económicos y religiosos sobre los que se sustenta la España actual, su texto, y más aún su hipotética escenificación en el caso de que llegara a producirse, sería objeto de protestas, aspavientos y denuncias por parte de cansinos colectivos e instituciones, que se dirían ofendidos en sus sentimientos y convicciones y se considerarían víctimas de un discurso dominado por el extremismo y por la falta de respeto a las normas básicas de nuestra convivencia. Y, presumiblemente, los medios de comunicación oscilarían entre el ninguneo y la estridencia impostada. Y, también previsiblemente, a las denuncias seguirían las interdicciones cuando no los castigos desproporcionados. Desde luego esta hipótesis solo habita en mi pensamiento, por lo que carece de valor probatorio alguno, pero no creo que mi imaginación se haya desbocado al concebir semejante panorama, si tenemos en cuenta la multitud de lamentos y la intensidad del griterío que se escucha cada vez que algún artista, o sencillamente algún ciudadano común, da publicidad a alguna forma de expresión, estética o no, que roce siquiera levemente la cada vez más tupida red de valores presuntamente intocables y se muestre mínimamente crítica con ellos o pueda desprenderse de su contemplación o su lectura algún atisbo de burla o de falta de respeto. 

Podrá aducirse que el momento histórico que vivimos hoy, a pesar de las convulsiones, incertidumbres y miserias que lo aquejan, es muy distinto de aquel en el que transcurrieron las obras de Valle o de Brecht y, ciertamente, la sociedad española contemporánea, y también la europea en su conjunto, se reconocerían con dificultad en el paisaje económico de los años veinte. Sin embargo, la obscenidad impune con que los atropellos y las injusticias se producen y la indolencia con que parecen ser acogidas contrastan con la lucha que entonces (y después) mantuvieron los intelectuales (y tantos millones de trabajadores, claro) y que ha hecho posible precisamente que la sociedad en la que vivimos presente notorias diferencias con la que Valle dibuja en Luces de bohemia. El compromiso del teatro ha contribuido también a conformar una conciencia social y ética que parecería impedir la indiferencia ante ciertos abusos y desigualdades y que habría de reclamar una mayor exigencia en el rigor de los mecanismos democráticos, en la transparencia de las relaciones de los individuos entre sí en el ámbito de lo público, y de estos con el conjunto social, y en el funcionamiento de las instituciones y de los servicios públicos. Sin embargo, el avance de movimientos sociales liberadores convive en este tiempo nuestro con una regresión difícil de negar en aspectos relacionados con la distribución de la riqueza, con la solidaridad, con la libertad, con la noción misma de lo público y también con la inteligencia política y la responsabilidad en la tarea común. Y, por supuesto, ha de verse regresión en el retorno nostálgico a nociones que nos parecían ya superadas y lejanas y en la pervivencia de un fanatismo tan necio como carente de atractivo, pese a las ruidosas apelaciones a lo más vergonzosamente emocional.

Sería injusto decir que el teatro español ha rehuido sus responsabilidades políticas. Por el contrario, las afronta a través de una estimulante diversidad de lenguajes escénicos, que atienden también a aspectos tan diversos como la memoria, la dimensión política del cuerpo, la migración y la mirada del otro, la reivindicación de la mujer en el espacio público, la corrupción política, la precariedad laboral, la denuncia de la manipulación del discurso, el maltrato, la protesta por la exclusión de las generaciones jóvenes, y tantas otras. Existe un teatro político o, mejor dicho, existen muchos teatros políticos, aunque muchas veces los responsables de las programaciones los proscriban o los invisibilicen, o los medios de comunicación concedan la atención y el espacio a otra clase de producciones, siempre más inocuas o más inicuas. Pero no está de más llamar la atención sobre los creadores escénicos. Algunos (me gustaría creer que somos muchos) hemos depositado grandes esperanzas en su valentía, en su capacidad para no dejarse intimidar ni por el desdén de los poderosos, ni por el miedo a sí mismos que reviste formas de la autocensura. Pero, ciertamente, la responsabilidad es también (sobre todo) nuestra, como ciudadanos. Por encima de miedos o de mojigaterías es hora de defender un teatro valiente e incómodo. 

 

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