Las razones del otro
Por Manuel F. Vieites
En los últimos veinticinco años España ha vivido un indudable
proceso de mejora, y con ella, con España, los pueblos, comunidades y lenguas
que la conforman. Muy pocos países federales del universo mundo pueden
ofrecer techos competenciales tan altos, como los que disfrutan nuestras comunidades
autónomas, algunas incluso gozando de privilegios evidentes y sumamente
rentables, de los que otras carecen, como fueros y conciertos, lo que no deja
en muy buen lugar su idea de solidaridad y de convivencia armónica entre
los pueblos. Con todo, la transformación ha sido evidente, en muchos casos
inapelable.
Pero no es menos cierto que ese proceso de modernización ha ido acompañado
de un proceso paralelo de involución en la conciencia democrática,
lo que ha supuesto que, en no pocas ocasiones, el paso adelante fuese corregido
con algunos pasos hacia atrás, y eso se deja ver también en el campo
de las libertades individuales, en el derecho a la libre expresión o en
el ejercicio libre del voto. En algunas comunidades incluso, la libre expresión
es todavía un privilegio de unos pocos, de aquellos que tienen la capacidad
de ordenar o recomendar la eliminación física, el asesinato en suma,
del que abandona el rebaño o no lo sigue. Ante esa situación, un
sector de la clase política está dando muestras de una considerable
inmadurez y de una frivolidad sin límites. No pondré ejemplos por
respeto a las personas implicadas y por evitar comparaciones que pueden resultar
opinables y ofensivas, pero nuestra clase política debiera reflexionar
seriamente sobre el sentido del ejercicio de la política, entendida ésta
al menos como un acto de servicio a la ciudadanía.
Una madre, de nombre Pilar Manjón, con la voz quebrada para siempre por
la pérdida irreparable e injustificable de un hijo, ha sido quien ha puesto
los puntos sobre las íes al preguntar a los parlamentarios y parlamentarias,
a sus líderes, bufones y comparsas: "¿de qué se reían
señorías?". El espectáculo que día a día
nos ofrece la clase política es un síntoma de que en algunas cuestiones
este país todavía está anclado en las estructuras del Antiguo
Régimen. Cuando el debate parlamentario deja de ser debate y se convierte
en un trajín de voces e insultos, de descalificaciones y bravatas, de chantajes
y amenazas, queda muy poco margen para aquello que debiera ser: la deliberación.
De ello escribía Adela Cortina este verano en El País, señalando
las dificultades de llegar a convertir la deliberación en pauta de conducta
cotidiana entre una ciudadanía que sólo lo será en tanto
sea capaz de debatir, deliberar y consensuar. Entretanto seremos masa, una masa
informe al frente de la que va una manada de borricos, los mismos borricos que
jalean, patean, insultan y vociferan en el Congreso de los Diputados y Diputadas,
en los Parlamentos Autonómicos, en las ruedas de prensa o en las comisiones
de investigación, incluso en aquellas en las que se están analizando
cuestiones tan graves como la venta de favores políticos o la pérdida
de vidas humanas tras un atentado salvaje, como todos los atentados. Y entonces
debemos reclamar nuestro derecho a vivir fuera del rebaño, y a que ese
derecho se respete, se pueda ejercer y no se demonice.
En diciembre de 2004, el Partido Nacionalista Vasco, y sus socios de gobierno,
conseguían aprobar los presupuestos de la comunidad autónoma gracias
a un fallo en el dispositivo electrónico que habilita el ejercicio del
voto de los parlamentarios y parlamentarias. La votación, a pesar del recuento
visual de los votos de uno y otro signo, no se repitió, lo que dice muy
poco de la voluntad democrática del Presidente de la Cámara, el
Sr. Atucha. La sonrisa abierta, ¡por una vez!, del Sr. Ibarreche y de su
vicepresidenta, nos envolvía una y otra vez en la misma pregunta: ¿De
que se reían? El hecho tiene una gravedad máxima porque estamos
ante un auténtico pucherazo, que dice muy poco de las convicciones democráticas
de un grupo de políticos que ahora amenazan con un referéndum. Al
margen de las mentiras del Sr. Ibarreche, que afirmaba su voluntad firme y decidida
de no apoyarse en los votos de los violentos, y ante una cuestión tan capital
como la que se somete a referéndum, ¿está garantizada la
limpieza del proceso y del recuento? Pero, además..., ¿cómo
es posible hacer campaña política en una consulta tan trascendental
y en una comunidad en la que los disidentes son aislados, tratados como escoria,
insultados, y van acompañados de escolta policial para evitar que los pateen
o "paseen", como en los peores tiempos de la dictadura franquista, como
ocurría con los judíos en Europa Central o con las personas de color
en los estados racistas del sur de los Estados Unidos? Pues yo también
me he sentido judío, negro o ser inferior en Euzkadi, en más de
una ocasión.
El Sr. Ibarreche habla de diálogo y se expone antes las cámaras
para proclamar esa voluntad de hablar, y es entonces cuando su lenguaje corporal
lo delata, porque su rostro, su cuerpo y sus manos ofrecen toda una riada de contenidos
latentes y emergentes que asoman en sus gestos, mientras sus palabras articulan
otros mensajes. Dice tender la mano, y dice "mano" en efecto, pero al
hacerlo la palma de su mano no se abre sino que tras una breve apertura se contrae
y en su gesto la palma se dobla hacia dentro, en tanto los codos se doblan y el
tronco se echa hacia atrás, lo que implica que sus extremidades superiores
se retraen, acompañando el alejamiento del tronco y su distancia con la
cámara. Así, el sintagma "mano tendida" va acompañado
de un mensaje corporal opuesto, como queriendo decir que el diálogo debe
entenderse como una invitación a asumir sus posiciones. El Sr. Ibarreche
no asume una posición corporal abierta, sino cerrada, pues su cuerpo, sentado
en una silla con respaldo, se cierra como en un abrazo. Me reservo la idea que
pueda tener de ese abrazo.
Argumentos para una crispación, que alientan unos y otros, los nacionalistas
de uno y otro signo, que intentan sumarnos a sus rebaños, para aumentar
la confrontación, para llegar tal vez a conflictos verdaderos y verdaderamente
irresolubles. Y en estos momentos, no puedo evitar recordar aquella canción
de Brassens, La mala reputación, que cantaba Paco Ibáñez
y recuperaban Loquillo y Los Trogloditas hace años. Y decían: "En
la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual / que la música militar
/ nunca me supo levantar". Ahora comprobamos que en realidad hay gente que
flipa con la música militar, con las banderas, las fronteras, las fiestas
y las selecciones nacionales. Como flipaba Franjo Tudjman el dictador croata colaborador
en su tierna juventud de las fuerzas nazis, hasta que su sobresaliente capacidad
de supervivencia lo llevó a sumarse a los partisanos de Tito. Sorprende,
realmente, antes y ahora, el crédito concedido en su día a Tudjman,
a quien tanto admiraba y jaleaba una buena parte de nuestros parroquianos esencialistas,
en especial el hijo del requeté. No deja de ser un disparate que con todos
los problemas que hay en la calle, en el barrio, en la empresa, en la ciudad,
en el campo..., y que afectan gravemente a la calidad de vida de tantos ciudadanos
y ciudadanas, a tantas personas que malviven en el umbral de la pobreza o en la
más absoluta pobreza, un sector significativo de nuestra clase política
se pierda en debates esencialistas propios del siglo XIX. Y ya no mentamos muchos
otros problemas, los que viven la mayoría de los habitantes de este planeta.
¿Para qué...?
No se trata de sembrar alarmas, como lo hace la oposición y la prensa irresponsable,
la del sindicato del crimen y sus allegados, sobre todo aquella que callaba cuando
Franco reinaba en sus redacciones, pero sí de considerar el punto en que
nos encontramos para evitar aventuras que tal vez no tengan vuelta atrás,
pues tan grave puede ser declarar el estado de excepción o suspender la
autonomía vasca como insistir en una vía de libre asociación
que parte literalmente el cuerpo social del País Vasco y lo divide en dos
mitades, una de las que se condena inmediatamente al ostracismo o se invita a
emigrar (y eso se llama, lisa y llanamente, movilidad étnica). Es posible,
pero nada deseable, que todo esto desate una espiral de crispación y de
violencia verbal que puede echar al garete todo lo que se ha conseguido en estos
veinticinco años. Y en ese sentido, el Sr. Ibarreche es muy listo, buen
aprendiz de hecho del jesuita hijo del requeté, y nos recuerda que para
no resolver el problema a tortas, mejor dialogar siguiendo el gesto y la dirección
de su mano, lo cual no deja de ser un chantaje que finaliza con un comentario,
tan velado como alucinado, al uso de la violencia. ¡A tal grado de despropósito
se ha llegado en el desvarío identitario! La nota cómica, y un tanto
esperpéntica, la ponía el Sr. Carod Rovira, en plenas navidades,
con su acto de desagravio al cava catalán y a los excelentes vinos que
produce esa tierra, y que la gente sensata, y con el poder adquisitivo suficiente,
ha seguido consumiendo con sumo placer.
Iniciamos así un año que, en lo político, va a resultar sumamente
complejo y complicado y no estaría de más que la clase política
aprendiese a vivenciar, como en el teatro, las razones del otro, lo que en el
caso de las fuerzas nacionalistas de uno y otro signo implica abandonar el uso
abusivo del nosotros, pensar el vosotros y entender el ellos. Hace muy bien José
Luis Rodríguez Zapatero proponiendo diálogo y deliberación,
y los dirigentes y militantes del nacionalismo vasco y sus allegados, en un ejercicio
de cristiana humildad, también debieran hacer examen de conciencia, como
manda su Santa Madre Iglesia y el Padre Ignacio, para ver hasta dónde han
llegado con su Estatuto, que les sitúa en una relación prácticamente
federal con el Estado, y todo lo que les ha aportado una Constitución que,
con sus defectos, ha servido para transformar y modernizar España y a todas
y cada una de las comunidades autónomas que la integran, pero sobre todo
a Euzkadi, desde su economía al proceso de recuperación y normalización
lingüística. Y tanto en tan poco, en veinticinco años. Ojalá
la negación incomprensible de ese presente no suponga la destrucción
del futuro de todas y todos: el suyo, el vuestro y el nuestro. ¡Máis
sentidiño, please!
Cultura y acción cultural
Por Juan Antonio Hormigón
La Escuela Nueva fue una sociedad creada en 1911 por el historiador y maestro
de futuros investigadores, Manuel Núñez de Arenas. Sus objetivos
aparecen implícitamente enumerados en la definición fundacional:
«Asociación de Cultura, formada por profesores y literatos, que
se inspira en las necesidades y tendencias de la Casa del Pueblo, donde tiene
su domicilio.» Intelectuales provenientes de campos ideológicos
dispares, participaron en sus cursos y debates, entre ellos Jaime Vera, Fernando
de los Ríos, Besteiro, Leopoldo Alas (hijo), José Ortega y Gasset,
García Quejido, Américo Castro, García Morente, Rafael
Urbano, Fabra Ribas, Meliá, Araquistain, Adolfo A. Buylla, L. Bejarano,
Cossío, Tomás de Elorrieta, María de Maeztu, Pablo Iglesias,
Torralba Beci, Unamuno, Largo Caballero, R. Carande, Azaña, Morato, Alvarez
del Vayo, Luzuriaga, etc.
Las intenciones de Núñez de Arenas y de su inspirador, el neurólogo
socialista Jaime Vera, eran las de construir una alternativa cultural amplia,
abierta, polémica y creadora frente a las corrientes arcáicas
o caducas. En la conferencia inaugural escrita por el anciano doctor, uno de
los primeros intelectuales que se adhirió al PSOE a finales del pasado
siglo, aseguró:
«La transformación social no se engendra directamente por la cultura.
Se engendra por la aplicación de la cultura. Y la aplicación de
la cultura es acción inteligente, pero acción... No basta con
la marcha natural de las cosas, debemos conocer la marcha natural de las cosas
para propulsarlas con la acción...»
Estas palabras, como todas las afirmaciones con meollo, enjundia y convicciones
en su substrato, siguen teniendo indudable operatividad. No basta con enunciar
la cultura, vienen a decirnos, sino que es necesario transformarla en acción
cultural para que sirva de herramienta transformadora de la sociedad. Lo que
Vera no dice, quizás porque lo da por supuesto, es que algo así
nace de la convicción, se articula mediante proyectos y programas, se
propone mediante pautas instrumentales y funcionales y tiene un horizonte de
objetivos: la esperanza de cualquier acción política consecuente
y progresista.
2
Siempre confiamos en que un cambio político debe traer aparejadas modificaciones
positivas y constructivas en el ámbito cultural y teatral. No me refiero
a un frívolo cambiar por cambiar, que en ocasiones puede ser sinónimo
de vuelta atrás, sino a transformar los conceptos, las formas de organización,
el modo de tomar las decisiones, etc.
El candidato a la presidencia del gobierno Rodríguez Zapatero, destapó
el tarro de algunas esencias en su discurso de investidura. Ninguno de sus predecesores
había dedicado tanta atención y espacio al enunciado cultural.
Pero además y con expresión decidida, planteó otra forma
de gobernar. Es una cuestión ésta sobre la que ha vuelto en repetidas
ocasiones. Quizás incluso haya conseguido implantarla en algunos ámbitos
de la gobernación, de eso no tengo duda, pero no en otros muchos y no
parece que en ningún caso en la cultura. Todavía en su último
discurso parlamentario respondiendo al Lehendakari Ibarretxe, recordaba algo
elemental en una democracia pero tan necesario de que se repita entre nosotros:
nadie puede tomar las decisiones de forma arbitraria o unilateral, siempre existen
otros organismos que relativizan e impiden la adopción de comportamientos
autoritarios.
El autoritarismo no supone el ejercicio de la autoridad legítima, imprescindible
para que los caminos se amplíen, sino la arbitraria y prepotente toma
de decisiones sin diálogo ni explicación de los antecedentes y
razones por las que se adoptan. Observando lo que sucede en el ámbito
cultural tenemos la impresión de que los enunciados del Presidente no
son desarrollados de forma adecuada por los cargos intermedios que deben aplicar
los criterios emanados de la presidencia. Esto no puede sino preocuparnos en
sumo grado porque está arruinando las expectativas que se abrieron en
su día.
A nuestro modo de ver, la cuestión estriba en el correcto enunciado de
la definición de las condiciones que deben ostentar y las responsabilidades
que deben asumir los cargos públicos, así como las relaciones
que es necesario articular entre el gobierno y la sociedad civil para que se
aúnen de modo fructífero y constructivo. De estas cuestiones se
habló mucho hace unos meses en los círculos relacionados con la
cultura, aunque al parecer sirvió de poco tanto entonces como ahora.
Una de las lacras heredadas del franquismo que sobrevive pertinaz en nuestro
país y lastra, cuando no impide, nuestro desarrollo democrático,
es el mantenimiento de los conceptos dominantes en aquel periodo sobre esta
materia. Así se acuñó una forma de actuar en que el desempeño
de estos cargos estaba ligado exclusivamente al control de sus superiores, a
la discrecionalidad personal de quien lo ostentaba y al nulo contacto con la
sociedad civil, por muy incipiente que fuera, que se sustituía por relaciones
individuales con amigos, conocidos o grupos de poder, con frecuencia, empresarial.
Bajo ese sistema autoritario, discrecional e indiscutido, hasta podían
permitirse algunos la apariencia de ser liberales. Aunque las personas puedan
ser otras, si no se modifican dichos procedimientos la situación seguirá
siendo la misma en su fundamentación y la tendencia al autoritarismo
y la arbitrariedad, bien por ignorancia bien por torva ambición, seguirá
pendiente de nuestras cabezas. Las tentaciones de prepotencia o desdén
que generan son incompatibles con los comportamientos democráticos más
elementales. En ningún país europeo de tradición democrática
las cosas se producen de este modo.
Aún a riesgo de ser contumaz en el empeño, quisiera invocar una
vez más la cuestión de la sociedad civil, en particular la cultural
y más específicamente la teatral. Ello supone que la sociedad
se articula en entidades representativas. Hablar con un individuo no supone
hacerlo con un segmento social agrupado en aras de unas convicciones y también
de unos intereses y objetivos. Este diálogo entre gobierno y sociedad
civil para avanzar en proyectos de gobernación, realizaciones y reformas
estructurales es uno de los procedimientos más atractivos y ecuánimes
que pueden desarrollarse para llevar a cabo transformaciones que tiendan hacia
la justicia y la igualdad de oportunidades.
En ocasiones caemos en la trampa de creer que España fue siempre lo que
nos legó el franquismo: sencillamente no es verdad. Los avances que se
dieron en este sentido durante la Segunda República, nos pasan con frecuencia
inadvertidos. Les pondré un ejemplo: He reconstruído las instancias
que intervinieron en el nombramiento de Valle-Inclán como Director de
la Academia de Bellas Artes en Roma. Se emitieron cinco informes de otras tantas
entidades culturales, a partir de las cuales la Junta de Relaciones Culturales
del Ministerio de Estado, elaboró un informe conclusivo. Sólo
entonces se hizo el nombramiento de Valle-Inclán. España sí
había comenzado una auténtica modernización, sólo
que el franquismo fue desolador.
La ADE ha querido asumir siempre su condición de ser sociedad civil.
Podría enunciar lo que nuestra entidad ha hecho en diversos campos, a
veces con carácter exclusivo, pero entiendo que son bien conocidas. Más
importante sin duda es nuestra aspiración a ejercitarnos como un intelectual
orgánico, como decía Gramsci, en el ámbito de la acción
cultural. Y eso desde nuestra condición asociativa es un reto permanente.
En aras de estos principios podemos exigir -que no pedir: somos ciudadanos no
vasallos- el diálogo constructivo con las administraciones. Tarea ímproba
al parecer si no existe voluntad para ello. Pero dialogar no es simplemente
hablar. Se puede hablar por hablar sin que sirva para nada y eso me ha sucedido
ya muchas veces. Dialogar supone saber sobre qué, para qué, con
quiénes, con qué objetivo y si lo concluido va a tener incidencia
en la decisión. Lo demás es charla insustancial, como hubiera
dicho en ocasión como ésta Manuel Azaña.
Son muchas y de notable calado las cuestiones que nos inquietan. Las de mayor
urgencia a nuestro modo de ver pasan por la elaboración de un plan nacional
e integral para el teatro, que configure un programa de acción de gobierno
a corto, medio y largo plazo. Que no sea un simple enunciado de intenciones
sino una propuesta de la administración que pueda ser discutida por las
entidades representativas de la sociedad civil teatral y que estructure sus
vías y plazos de aplicación. En segundo lugar por la revisión
del concepto de propiedad intelectual respecto a la autoría de la escenificación.
Por último, dentro de la inminencia, el sentido, responsabilidades, titularidad,
organización, objetivos programáticos, relaciones con la sociedad
civil, optimización de recursos, etc., de los teatros.
3
Hace algún tiempo, una persona joven y estudiosa me hablaba de un libro
que iba a publicar, en el que analizaba el teatro como forma de conocimiento.
Sentí una curiosa vibración cuando me lo dijo. Durante años
enuncié con estos mismos términos uno de los más importantes
sentidos del hecho escénico. Después dejé de hacerlo, un
tanto aburrido ante la esterilidad y porque el panorama que tenemos a la vista
nos obliga a movernos en propuestas de mínimos. Aquello me llevó
nuevamente a considerar la problemática de la Ilustración española.
El desprecio a la Ilustración que ha habido en nuestra historia ha sido
casi una constante que se ha desbocado en el presente, en aras del dinero como
valor máximo y supremo, que puede justificar todas las indignidades.
La defensa de la Ilustración de entonces y de ahora es un objetivo en
el que la ADE se ha comprometido desde hace tiempo en foros muy distintos, nacionales
e internacionales.
Concluiré: Lo que no tiene sentido, lo que no nos causa ningún
placer, lo que pensamos que es una pérdida de tiempo que no nos merecemos
es vernos abocados a llenar la Plaza del Rey de colegas vociferantes pidiendo
que se nos escuche. Parece que sólo así caen en la cuenta algunos
de que existimos. Es un absurdo y un despropósito. Supone constatar que
se gobierna de forma contraria a las planteadas por el Presidente del Gobierno.
Proclamamos nuestra voluntad de diálogo constructivo y sólo encontramos
un pétreo muro de silencio más macizo que nunca. ¿A quién
sirve una actitud así? Desde luego no a la cultura ni al teatro, ni a
usted tampoco señor Presidente. Más bien lesionan su crédito
ante un segmento significativo de la ciudadanía, y el respeto que sus
palabras y hechos nos producen las más de las veces. ¿A quién
entonces? Usted, señor Presidente, debería hallar respuesta a
esta pregunta. Pero en cualquier caso, usted más que yo debería
reflexionar seriamente sobre las palabras de Jaime Vera.
La despedida
Por Juan Antonio Hormigón
Hay un soneto de Leandro Fernández de Moratín, La despedida,
que me causa siempre que lo leo una honda emoción. Lo he dicho muchas
veces pero no me importa reiterarlo. Fue escrito poco antes de que su autor
partiera hacia el exilio del que nunca retornó. La persecución
política decretada por Fernando VII era razón suficiente pero
quizás no le afectara tanto como la hosquedad que percibía en
su país, el triunfo pavoroso de la incultura, el fanatismo, la tosquedad
y el arribismo por todas partes. "Adiós, ingrata patria mía",
concluye, tan profundo era el daño que sentía.
Alguien puede pensar que un escritor de apariencia tan ponderada y ecuánime
como Moratín el mozo, con su construcción impecable, su sentido
equilibrado de las proporciones, su ausencia de desmesura, difícilmente
logre transmitir algo más que placer reposado, sosiego y quizás
gélida racionalidad -siempre la gélida razón tan aludida
despectivamente por la sensiblería populachera que osa autodefinirse
como romántica-. Sin embargo una emoción casi primaria me inunda
cuando leo este poema y en ocasiones me produce un cierto ahogo que me impide
hablar. He llegado a la conclusión de que me siento implicado por lo
que allí se expresa y lo demás es su consecuencia.
Sin duda debe ser esta la razón por la que ese poema me conmueve: sentirme
en ocasiones en una situación similar. No porque me vaya de mi país,
que al menos de momento no tengo intención, sino por percibir la marginación
interior, el desdén, la misma hosquedad por parte de quienes tienen la
obligación de hacer que la ciudadanía sienta lo contrario. Nuestro
mundo es felizmente muy distinto al que padeció Moratín, pero
las inquietudes, las prepotencias y los desafueros pueden ser similares.
En definitiva estoy hablando de un sentimiento, de la sensación del tiempo
que pasa inútilmente sin que las cosas posibles y deseables se hagan,
de tanto esfuerzo que no encuentra cauce para fructificar, de los derroches
absurdos que nos encogen el ánimo, de que la desfachatez petulante o
la ambición disfrazada con afeites diversos sean quienes encuentran el
camino franco para sus manejos. Una época en que el trabajo tenaz y consecuente
tiene menos crédito que el del vago e indocto que derrocha hueros y vacuos
gracejos. Estoy hablando de cultura, de la cultura que todo lo impregna y cuando
no es así el pueblo se hace horda fanática, rebaño sumiso
o apática multitud pero no ciudadanía.
Moratín supo encontrar la palpitación en su ánimo de todo
esto en un soneto admirable.: "Pero si así las leyes atropellas,
si para ti los méritos han sido culpas..." escribe. El sabor de
un mundo en que la impunidad prevalece y se enseñorea puede ser así
de amargo.