ADE-Teatro

Las razones del otro / Cultura y acción cultural/ La despedida

por Manuel F. Vieites / Juan Antonio Hormigón

ADE-Teatro nº 104, marzo 2005

Las razones del otro

Por Manuel F. Vieites

En los últimos veinticinco años España ha vivido un indudable proceso de mejora, y con ella, con España, los pueblos, comunidades y lenguas que la conforman. Muy pocos países federales del universo mundo pueden ofrecer techos competenciales tan altos, como los que disfrutan nuestras comunidades autónomas, algunas incluso gozando de privilegios evidentes y sumamente rentables, de los que otras carecen, como fueros y conciertos, lo que no deja en muy buen lugar su idea de solidaridad y de convivencia armónica entre los pueblos. Con todo, la transformación ha sido evidente, en muchos casos inapelable.

Pero no es menos cierto que ese proceso de modernización ha ido acompañado de un proceso paralelo de involución en la conciencia democrática, lo que ha supuesto que, en no pocas ocasiones, el paso adelante fuese corregido con algunos pasos hacia atrás, y eso se deja ver también en el campo de las libertades individuales, en el derecho a la libre expresión o en el ejercicio libre del voto. En algunas comunidades incluso, la libre expresión es todavía un privilegio de unos pocos, de aquellos que tienen la capacidad de ordenar o recomendar la eliminación física, el asesinato en suma, del que abandona el rebaño o no lo sigue. Ante esa situación, un sector de la clase política está dando muestras de una considerable inmadurez y de una frivolidad sin límites. No pondré ejemplos por respeto a las personas implicadas y por evitar comparaciones que pueden resultar opinables y ofensivas, pero nuestra clase política debiera reflexionar seriamente sobre el sentido del ejercicio de la política, entendida ésta al menos como un acto de servicio a la ciudadanía.

Una madre, de nombre Pilar Manjón, con la voz quebrada para siempre por la pérdida irreparable e injustificable de un hijo, ha sido quien ha puesto los puntos sobre las íes al preguntar a los parlamentarios y parlamentarias, a sus líderes, bufones y comparsas: "¿de qué se reían señorías?". El espectáculo que día a día nos ofrece la clase política es un síntoma de que en algunas cuestiones este país todavía está anclado en las estructuras del Antiguo Régimen. Cuando el debate parlamentario deja de ser debate y se convierte en un trajín de voces e insultos, de descalificaciones y bravatas, de chantajes y amenazas, queda muy poco margen para aquello que debiera ser: la deliberación. De ello escribía Adela Cortina este verano en El País, señalando las dificultades de llegar a convertir la deliberación en pauta de conducta cotidiana entre una ciudadanía que sólo lo será en tanto sea capaz de debatir, deliberar y consensuar. Entretanto seremos masa, una masa informe al frente de la que va una manada de borricos, los mismos borricos que jalean, patean, insultan y vociferan en el Congreso de los Diputados y Diputadas, en los Parlamentos Autonómicos, en las ruedas de prensa o en las comisiones de investigación, incluso en aquellas en las que se están analizando cuestiones tan graves como la venta de favores políticos o la pérdida de vidas humanas tras un atentado salvaje, como todos los atentados. Y entonces debemos reclamar nuestro derecho a vivir fuera del rebaño, y a que ese derecho se respete, se pueda ejercer y no se demonice.

En diciembre de 2004, el Partido Nacionalista Vasco, y sus socios de gobierno, conseguían aprobar los presupuestos de la comunidad autónoma gracias a un fallo en el dispositivo electrónico que habilita el ejercicio del voto de los parlamentarios y parlamentarias. La votación, a pesar del recuento visual de los votos de uno y otro signo, no se repitió, lo que dice muy poco de la voluntad democrática del Presidente de la Cámara, el Sr. Atucha. La sonrisa abierta, ¡por una vez!, del Sr. Ibarreche y de su vicepresidenta, nos envolvía una y otra vez en la misma pregunta: ¿De que se reían? El hecho tiene una gravedad máxima porque estamos ante un auténtico pucherazo, que dice muy poco de las convicciones democráticas de un grupo de políticos que ahora amenazan con un referéndum. Al margen de las mentiras del Sr. Ibarreche, que afirmaba su voluntad firme y decidida de no apoyarse en los votos de los violentos, y ante una cuestión tan capital como la que se somete a referéndum, ¿está garantizada la limpieza del proceso y del recuento? Pero, además..., ¿cómo es posible hacer campaña política en una consulta tan trascendental y en una comunidad en la que los disidentes son aislados, tratados como escoria, insultados, y van acompañados de escolta policial para evitar que los pateen o "paseen", como en los peores tiempos de la dictadura franquista, como ocurría con los judíos en Europa Central o con las personas de color en los estados racistas del sur de los Estados Unidos? Pues yo también me he sentido judío, negro o ser inferior en Euzkadi, en más de una ocasión.

El Sr. Ibarreche habla de diálogo y se expone antes las cámaras para proclamar esa voluntad de hablar, y es entonces cuando su lenguaje corporal lo delata, porque su rostro, su cuerpo y sus manos ofrecen toda una riada de contenidos latentes y emergentes que asoman en sus gestos, mientras sus palabras articulan otros mensajes. Dice tender la mano, y dice "mano" en efecto, pero al hacerlo la palma de su mano no se abre sino que tras una breve apertura se contrae y en su gesto la palma se dobla hacia dentro, en tanto los codos se doblan y el tronco se echa hacia atrás, lo que implica que sus extremidades superiores se retraen, acompañando el alejamiento del tronco y su distancia con la cámara. Así, el sintagma "mano tendida" va acompañado de un mensaje corporal opuesto, como queriendo decir que el diálogo debe entenderse como una invitación a asumir sus posiciones. El Sr. Ibarreche no asume una posición corporal abierta, sino cerrada, pues su cuerpo, sentado en una silla con respaldo, se cierra como en un abrazo. Me reservo la idea que pueda tener de ese abrazo.

Argumentos para una crispación, que alientan unos y otros, los nacionalistas de uno y otro signo, que intentan sumarnos a sus rebaños, para aumentar la confrontación, para llegar tal vez a conflictos verdaderos y verdaderamente irresolubles. Y en estos momentos, no puedo evitar recordar aquella canción de Brassens, La mala reputación, que cantaba Paco Ibáñez y recuperaban Loquillo y Los Trogloditas hace años. Y decían: "En la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual / que la música militar / nunca me supo levantar". Ahora comprobamos que en realidad hay gente que flipa con la música militar, con las banderas, las fronteras, las fiestas y las selecciones nacionales. Como flipaba Franjo Tudjman el dictador croata colaborador en su tierna juventud de las fuerzas nazis, hasta que su sobresaliente capacidad de supervivencia lo llevó a sumarse a los partisanos de Tito. Sorprende, realmente, antes y ahora, el crédito concedido en su día a Tudjman, a quien tanto admiraba y jaleaba una buena parte de nuestros parroquianos esencialistas, en especial el hijo del requeté. No deja de ser un disparate que con todos los problemas que hay en la calle, en el barrio, en la empresa, en la ciudad, en el campo..., y que afectan gravemente a la calidad de vida de tantos ciudadanos y ciudadanas, a tantas personas que malviven en el umbral de la pobreza o en la más absoluta pobreza, un sector significativo de nuestra clase política se pierda en debates esencialistas propios del siglo XIX. Y ya no mentamos muchos otros problemas, los que viven la mayoría de los habitantes de este planeta. ¿Para qué...?

No se trata de sembrar alarmas, como lo hace la oposición y la prensa irresponsable, la del sindicato del crimen y sus allegados, sobre todo aquella que callaba cuando Franco reinaba en sus redacciones, pero sí de considerar el punto en que nos encontramos para evitar aventuras que tal vez no tengan vuelta atrás, pues tan grave puede ser declarar el estado de excepción o suspender la autonomía vasca como insistir en una vía de libre asociación que parte literalmente el cuerpo social del País Vasco y lo divide en dos mitades, una de las que se condena inmediatamente al ostracismo o se invita a emigrar (y eso se llama, lisa y llanamente, movilidad étnica). Es posible, pero nada deseable, que todo esto desate una espiral de crispación y de violencia verbal que puede echar al garete todo lo que se ha conseguido en estos veinticinco años. Y en ese sentido, el Sr. Ibarreche es muy listo, buen aprendiz de hecho del jesuita hijo del requeté, y nos recuerda que para no resolver el problema a tortas, mejor dialogar siguiendo el gesto y la dirección de su mano, lo cual no deja de ser un chantaje que finaliza con un comentario, tan velado como alucinado, al uso de la violencia. ¡A tal grado de despropósito se ha llegado en el desvarío identitario! La nota cómica, y un tanto esperpéntica, la ponía el Sr. Carod Rovira, en plenas navidades, con su acto de desagravio al cava catalán y a los excelentes vinos que produce esa tierra, y que la gente sensata, y con el poder adquisitivo suficiente, ha seguido consumiendo con sumo placer.

Iniciamos así un año que, en lo político, va a resultar sumamente complejo y complicado y no estaría de más que la clase política aprendiese a vivenciar, como en el teatro, las razones del otro, lo que en el caso de las fuerzas nacionalistas de uno y otro signo implica abandonar el uso abusivo del nosotros, pensar el vosotros y entender el ellos. Hace muy bien José Luis Rodríguez Zapatero proponiendo diálogo y deliberación, y los dirigentes y militantes del nacionalismo vasco y sus allegados, en un ejercicio de cristiana humildad, también debieran hacer examen de conciencia, como manda su Santa Madre Iglesia y el Padre Ignacio, para ver hasta dónde han llegado con su Estatuto, que les sitúa en una relación prácticamente federal con el Estado, y todo lo que les ha aportado una Constitución que, con sus defectos, ha servido para transformar y modernizar España y a todas y cada una de las comunidades autónomas que la integran, pero sobre todo a Euzkadi, desde su economía al proceso de recuperación y normalización lingüística. Y tanto en tan poco, en veinticinco años. Ojalá la negación incomprensible de ese presente no suponga la destrucción del futuro de todas y todos: el suyo, el vuestro y el nuestro. ¡Máis sentidiño, please!

Cultura y acción cultural

Por Juan Antonio Hormigón

La Escuela Nueva fue una sociedad creada en 1911 por el historiador y maestro de futuros investigadores, Manuel Núñez de Arenas. Sus objetivos aparecen implícitamente enumerados en la definición fundacional: «Asociación de Cultura, formada por profesores y literatos, que se inspira en las necesidades y tendencias de la Casa del Pueblo, donde tiene su domicilio.» Intelectuales provenientes de campos ideológicos dispares, participaron en sus cursos y debates, entre ellos Jaime Vera, Fernando de los Ríos, Besteiro, Leopoldo Alas (hijo), José Ortega y Gasset, García Quejido, Américo Castro, García Morente, Rafael Urbano, Fabra Ribas, Meliá, Araquistain, Adolfo A. Buylla, L. Bejarano, Cossío, Tomás de Elorrieta, María de Maeztu, Pablo Iglesias, Torralba Beci, Unamuno, Largo Caballero, R. Carande, Azaña, Morato, Alvarez del Vayo, Luzuriaga, etc.

Las intenciones de Núñez de Arenas y de su inspirador, el neurólogo socialista Jaime Vera, eran las de construir una alternativa cultural amplia, abierta, polémica y creadora frente a las corrientes arcáicas o caducas. En la conferencia inaugural escrita por el anciano doctor, uno de los primeros intelectuales que se adhirió al PSOE a finales del pasado siglo, aseguró:

«La transformación social no se engendra directamente por la cultura. Se engendra por la aplicación de la cultura. Y la aplicación de la cultura es acción inteligente, pero acción... No basta con la marcha natural de las cosas, debemos conocer la marcha natural de las cosas para propulsarlas con la acción...»

Estas palabras, como todas las afirmaciones con meollo, enjundia y convicciones en su substrato, siguen teniendo indudable operatividad. No basta con enunciar la cultura, vienen a decirnos, sino que es necesario transformarla en acción cultural para que sirva de herramienta transformadora de la sociedad. Lo que Vera no dice, quizás porque lo da por supuesto, es que algo así nace de la convicción, se articula mediante proyectos y programas, se propone mediante pautas instrumentales y funcionales y tiene un horizonte de objetivos: la esperanza de cualquier acción política consecuente y progresista.

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Siempre confiamos en que un cambio político debe traer aparejadas modificaciones positivas y constructivas en el ámbito cultural y teatral. No me refiero a un frívolo cambiar por cambiar, que en ocasiones puede ser sinónimo de vuelta atrás, sino a transformar los conceptos, las formas de organización, el modo de tomar las decisiones, etc.

El candidato a la presidencia del gobierno Rodríguez Zapatero, destapó el tarro de algunas esencias en su discurso de investidura. Ninguno de sus predecesores había dedicado tanta atención y espacio al enunciado cultural. Pero además y con expresión decidida, planteó otra forma de gobernar. Es una cuestión ésta sobre la que ha vuelto en repetidas ocasiones. Quizás incluso haya conseguido implantarla en algunos ámbitos de la gobernación, de eso no tengo duda, pero no en otros muchos y no parece que en ningún caso en la cultura. Todavía en su último discurso parlamentario respondiendo al Lehendakari Ibarretxe, recordaba algo elemental en una democracia pero tan necesario de que se repita entre nosotros: nadie puede tomar las decisiones de forma arbitraria o unilateral, siempre existen otros organismos que relativizan e impiden la adopción de comportamientos autoritarios.

El autoritarismo no supone el ejercicio de la autoridad legítima, imprescindible para que los caminos se amplíen, sino la arbitraria y prepotente toma de decisiones sin diálogo ni explicación de los antecedentes y razones por las que se adoptan. Observando lo que sucede en el ámbito cultural tenemos la impresión de que los enunciados del Presidente no son desarrollados de forma adecuada por los cargos intermedios que deben aplicar los criterios emanados de la presidencia. Esto no puede sino preocuparnos en sumo grado porque está arruinando las expectativas que se abrieron en su día.

A nuestro modo de ver, la cuestión estriba en el correcto enunciado de la definición de las condiciones que deben ostentar y las responsabilidades que deben asumir los cargos públicos, así como las relaciones que es necesario articular entre el gobierno y la sociedad civil para que se aúnen de modo fructífero y constructivo. De estas cuestiones se habló mucho hace unos meses en los círculos relacionados con la cultura, aunque al parecer sirvió de poco tanto entonces como ahora.

Una de las lacras heredadas del franquismo que sobrevive pertinaz en nuestro país y lastra, cuando no impide, nuestro desarrollo democrático, es el mantenimiento de los conceptos dominantes en aquel periodo sobre esta materia. Así se acuñó una forma de actuar en que el desempeño de estos cargos estaba ligado exclusivamente al control de sus superiores, a la discrecionalidad personal de quien lo ostentaba y al nulo contacto con la sociedad civil, por muy incipiente que fuera, que se sustituía por relaciones individuales con amigos, conocidos o grupos de poder, con frecuencia, empresarial. Bajo ese sistema autoritario, discrecional e indiscutido, hasta podían permitirse algunos la apariencia de ser liberales. Aunque las personas puedan ser otras, si no se modifican dichos procedimientos la situación seguirá siendo la misma en su fundamentación y la tendencia al autoritarismo y la arbitrariedad, bien por ignorancia bien por torva ambición, seguirá pendiente de nuestras cabezas. Las tentaciones de prepotencia o desdén que generan son incompatibles con los comportamientos democráticos más elementales. En ningún país europeo de tradición democrática las cosas se producen de este modo.

Aún a riesgo de ser contumaz en el empeño, quisiera invocar una vez más la cuestión de la sociedad civil, en particular la cultural y más específicamente la teatral. Ello supone que la sociedad se articula en entidades representativas. Hablar con un individuo no supone hacerlo con un segmento social agrupado en aras de unas convicciones y también de unos intereses y objetivos. Este diálogo entre gobierno y sociedad civil para avanzar en proyectos de gobernación, realizaciones y reformas estructurales es uno de los procedimientos más atractivos y ecuánimes que pueden desarrollarse para llevar a cabo transformaciones que tiendan hacia la justicia y la igualdad de oportunidades.

En ocasiones caemos en la trampa de creer que España fue siempre lo que nos legó el franquismo: sencillamente no es verdad. Los avances que se dieron en este sentido durante la Segunda República, nos pasan con frecuencia inadvertidos. Les pondré un ejemplo: He reconstruído las instancias que intervinieron en el nombramiento de Valle-Inclán como Director de la Academia de Bellas Artes en Roma. Se emitieron cinco informes de otras tantas entidades culturales, a partir de las cuales la Junta de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado, elaboró un informe conclusivo. Sólo entonces se hizo el nombramiento de Valle-Inclán. España sí había comenzado una auténtica modernización, sólo que el franquismo fue desolador.

La ADE ha querido asumir siempre su condición de ser sociedad civil. Podría enunciar lo que nuestra entidad ha hecho en diversos campos, a veces con carácter exclusivo, pero entiendo que son bien conocidas. Más importante sin duda es nuestra aspiración a ejercitarnos como un intelectual orgánico, como decía Gramsci, en el ámbito de la acción cultural. Y eso desde nuestra condición asociativa es un reto permanente. En aras de estos principios podemos exigir -que no pedir: somos ciudadanos no vasallos- el diálogo constructivo con las administraciones. Tarea ímproba al parecer si no existe voluntad para ello. Pero dialogar no es simplemente hablar. Se puede hablar por hablar sin que sirva para nada y eso me ha sucedido ya muchas veces. Dialogar supone saber sobre qué, para qué, con quiénes, con qué objetivo y si lo concluido va a tener incidencia en la decisión. Lo demás es charla insustancial, como hubiera dicho en ocasión como ésta Manuel Azaña.

Son muchas y de notable calado las cuestiones que nos inquietan. Las de mayor urgencia a nuestro modo de ver pasan por la elaboración de un plan nacional e integral para el teatro, que configure un programa de acción de gobierno a corto, medio y largo plazo. Que no sea un simple enunciado de intenciones sino una propuesta de la administración que pueda ser discutida por las entidades representativas de la sociedad civil teatral y que estructure sus vías y plazos de aplicación. En segundo lugar por la revisión del concepto de propiedad intelectual respecto a la autoría de la escenificación. Por último, dentro de la inminencia, el sentido, responsabilidades, titularidad, organización, objetivos programáticos, relaciones con la sociedad civil, optimización de recursos, etc., de los teatros.

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Hace algún tiempo, una persona joven y estudiosa me hablaba de un libro que iba a publicar, en el que analizaba el teatro como forma de conocimiento. Sentí una curiosa vibración cuando me lo dijo. Durante años enuncié con estos mismos términos uno de los más importantes sentidos del hecho escénico. Después dejé de hacerlo, un tanto aburrido ante la esterilidad y porque el panorama que tenemos a la vista nos obliga a movernos en propuestas de mínimos. Aquello me llevó nuevamente a considerar la problemática de la Ilustración española. El desprecio a la Ilustración que ha habido en nuestra historia ha sido casi una constante que se ha desbocado en el presente, en aras del dinero como valor máximo y supremo, que puede justificar todas las indignidades. La defensa de la Ilustración de entonces y de ahora es un objetivo en el que la ADE se ha comprometido desde hace tiempo en foros muy distintos, nacionales e internacionales.

Concluiré: Lo que no tiene sentido, lo que no nos causa ningún placer, lo que pensamos que es una pérdida de tiempo que no nos merecemos es vernos abocados a llenar la Plaza del Rey de colegas vociferantes pidiendo que se nos escuche. Parece que sólo así caen en la cuenta algunos de que existimos. Es un absurdo y un despropósito. Supone constatar que se gobierna de forma contraria a las planteadas por el Presidente del Gobierno.

Proclamamos nuestra voluntad de diálogo constructivo y sólo encontramos un pétreo muro de silencio más macizo que nunca. ¿A quién sirve una actitud así? Desde luego no a la cultura ni al teatro, ni a usted tampoco señor Presidente. Más bien lesionan su crédito ante un segmento significativo de la ciudadanía, y el respeto que sus palabras y hechos nos producen las más de las veces. ¿A quién entonces? Usted, señor Presidente, debería hallar respuesta a esta pregunta. Pero en cualquier caso, usted más que yo debería reflexionar seriamente sobre las palabras de Jaime Vera.

La despedida

Por Juan Antonio Hormigón

Hay un soneto de Leandro Fernández de Moratín, La despedida, que me causa siempre que lo leo una honda emoción. Lo he dicho muchas veces pero no me importa reiterarlo. Fue escrito poco antes de que su autor partiera hacia el exilio del que nunca retornó. La persecución política decretada por Fernando VII era razón suficiente pero quizás no le afectara tanto como la hosquedad que percibía en su país, el triunfo pavoroso de la incultura, el fanatismo, la tosquedad y el arribismo por todas partes. "Adiós, ingrata patria mía", concluye, tan profundo era el daño que sentía.

Alguien puede pensar que un escritor de apariencia tan ponderada y ecuánime como Moratín el mozo, con su construcción impecable, su sentido equilibrado de las proporciones, su ausencia de desmesura, difícilmente logre transmitir algo más que placer reposado, sosiego y quizás gélida racionalidad -siempre la gélida razón tan aludida despectivamente por la sensiblería populachera que osa autodefinirse como romántica-. Sin embargo una emoción casi primaria me inunda cuando leo este poema y en ocasiones me produce un cierto ahogo que me impide hablar. He llegado a la conclusión de que me siento implicado por lo que allí se expresa y lo demás es su consecuencia.

Sin duda debe ser esta la razón por la que ese poema me conmueve: sentirme en ocasiones en una situación similar. No porque me vaya de mi país, que al menos de momento no tengo intención, sino por percibir la marginación interior, el desdén, la misma hosquedad por parte de quienes tienen la obligación de hacer que la ciudadanía sienta lo contrario. Nuestro mundo es felizmente muy distinto al que padeció Moratín, pero las inquietudes, las prepotencias y los desafueros pueden ser similares.

En definitiva estoy hablando de un sentimiento, de la sensación del tiempo que pasa inútilmente sin que las cosas posibles y deseables se hagan, de tanto esfuerzo que no encuentra cauce para fructificar, de los derroches absurdos que nos encogen el ánimo, de que la desfachatez petulante o la ambición disfrazada con afeites diversos sean quienes encuentran el camino franco para sus manejos. Una época en que el trabajo tenaz y consecuente tiene menos crédito que el del vago e indocto que derrocha hueros y vacuos gracejos. Estoy hablando de cultura, de la cultura que todo lo impregna y cuando no es así el pueblo se hace horda fanática, rebaño sumiso o apática multitud pero no ciudadanía.

Moratín supo encontrar la palpitación en su ánimo de todo esto en un soneto admirable.: "Pero si así las leyes atropellas, si para ti los méritos han sido culpas..." escribe. El sabor de un mundo en que la impunidad prevalece y se enseñorea puede ser así de amargo.

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