Arde España
por Juan Antonio Hormigón
Quizás el verano pueda parecernos un tanto arcaico y algunos encuentren este comentario obsoleto. Pensar así es caer en la trampa de la vorágine informativa que nos desinforma, del tumulto de voces que nos impide madurar las palabras y sus sentidos, de la acumulación de novedades que dejan paso inmediatamente a otras olvidando las anteriores y dejando de hablar de ellas. Las cosas son noticia cuando lo deciden los medios y dejan de serlo de igual modo, más aún si lo ordenan quienes les mandan.
La obligada ausencia de un desasosiego semejante nos impide responder de inmediato a lo que sucede, pero propicia como disyuntiva compensadora que podamos recoger aquello que en nuestra opinión la memoria debe conservar. Tan respetable es una cosa como otra, siempre que las hagamos con honestidad y coherencia.
La memoria emergente de este estío está teñida de llamas destructoras, de rostros ennegrecidos, de depredación inicua, irracional y perversa. España ha ardido de punta a cabo. Es una historia que se repite año tras año, que destruye nuestro patrimonio natural, que desertiza el territorio sin que al parecer sólo algunos se den cuenta de la barbarie que eso supone y del riesgo que entraña para nuestra propia supervivencia.
El terrible incendio de Guadalajara, no mayor que muchos otros que ha habido, tuvo la desgracia añadida de cobrarse la vida de un retén que combatía en su extinción. Sólo entonces el gobierno de la Nación sacó adelante un decreto que prohibía hacer fuego en el campo en todo el territorio. Esta medida rige desde hace muchos años en numerosos países europeos, mucho más húmedos y fríos que el nuestro.
La mentalidad desarrollista que se instauró en el último periodo del franquismo, no ha hecho sino crecer con los gobiernos de la democracia, llenar sus velas con el pragmatismo economicista: todo vale para ganar, acumular y enriquecerse. Estos principios poco tienen de ético pero ni tan siquiera de cristiano en su sentido lato, aunque para superar ese pequeño problema bien se puede recurrir al calvinismo a la gringa en cualquiera de sus manifestaciones. Al final llegamos al paradigma cotidiano: la posibilidad de construir unos cuantos adosados propicia cualquier iniquidad como incendiar los bosques, acabar con especies animales y ecosistemas, destruir el habitat en definitiva con casi absoluta impunidad.
La mayor parte de la quema de España la ejecutan profesionales del incendio, incluidos algunos que sientan plaza en las brigadas de extinción. Aparte de contados casos de psiquismo extraviado, los otros están motivados por razones economicistas: recalificación de terrenos para urbanizarlos, materia prima barata para pasta de papel, pleitos atávicos de ganaderos, etc. Queda el caso de la barbacoa o la paella campestre, gobernadas por irresponsables que ignoran el riesgo que entraña esa costilla o cucharada de arroz si el fuego que precisan se descontrola.
En ocasiones nos asalta el barrunto de que España no se ha constituido como una comunidad de ciudadanos, sino como masa gregaria de siervos enriquecidos en poco tiempo. Avanzó en la senda de erigirse como tal en el primer tercio del siglo XX, y el franquismo socavó hasta los cimientos la noción de ciudadanía responsable para imponer un ordenancismo chusquero y una sumisión jerárquica incontestable. El largo periodo de democracia que felizmente disfrutamos, no ha logrado extinguir todavía dicha mentalidad en muchos, a pesar de los alardes que puedan hacerse.
España se ha caracterizado siempre por hacer las leyes cuando las catástrofes se han producido. Causa sonrojo la actitud de la oposición parlamentaria, cuyo partido detentó el gobierno de España durante dos legislaturas, reclamando ahora lo que ellos tampoco hicieron. Esto se produce en el ámbito político a cada paso: los que se oponen no generan proyectos de gobernación que proponer a la ciudadanía, se limitan a decir lo contrario de quien gobierna, sea correcto o no, y a demandar que se haga en pocos días lo que ellos tampoco hicieron cuando gobernaron. Quizás algunos de los profesionales de la política piensen que somos tontos y se nos puede seguir engañando con palabrería. Ciertas gentes se dejan engañar sin duda, y en conjunto no exigimos a los políticos ni a los cargos públicos que cumplan con su misión: ser honrados servidores del pueblo y emblemas de conducta que se erijan en referencias.
Pero España, mi país, un país en el que por razones familiares, laborales, culturales, afectivas, económicas, de disfrute y placer me siento gallego, catalán, vasco, aragonés, andaluz, extremeño, canario y de todas y cada una de las regiones que lo configuran, arde también por otras muchas causas y razones. Hay quienes en aras de un nacionalismo cateto se dedican a soñar con una fragmentación de retales que sólo es engendradora de decadencia. Se hiperbolizan diferencias anecdóticas convirtiéndolas en sustantivas, sin percibir las nociones reales de identidad. Se ignora la voluntad de la ciudadanía que percibe que no son esas las cuestiones que deben ocuparnos, etc.
En el debe de este gobierno, lo decimos una vez más, hay que anotar su inacción y su carencia de interés por la cultura, aunque se engolfe en los fastos pirotécnicos que son su antítesis. Un gobierno ilustrado debe saber discernir entre lo populista y lo popular, lo elitista y lo cívico, lo mercantilero y lo artístico, etc. Hacer de la cultura en definitiva algo intrínsecamente ligado a la cotidianidad de los ciudadanos. Tendría que preocuparles que tengamos la liga de futbol más importante del planeta, seamos también los primeros en consumo de cocaína y ocupemos la última plaza en cuanto al rendimiento escolar de nuestros bachilleres. Problemas éstos a los que hay que dar respuesta y hallar soluciones.
Nueva Orleans: una cruel evidencia
Antonio Urzainqui
Hay ocasiones en que la naturaleza tiene manifestaciones que nos resultan crueles. Es una constatación de quienes los padecen, pero que no se sitúan en la lógica de los acontecimientos. Los seres humanos han ido conociendo mejor la causa y características de los diferentes meteoros y aprendido a detectarlos, prevenirlos y responder a su violencia. Hacer ésto sólo es posible cuando tratamos a la naturaleza con respeto y reconocemos que sus leyes no son las nuestras, y que nuestra defensa debe ser colectiva y los individualismos la agravan.
La Humanidad que todavía sigue observando la naturaleza, comprende las señales y sabe lo que anuncian. Los habitantes de algunas islas asoladas por el sunami, vieron horas antes como mamíferos y aves se alejaban de las costas y se dirigían al interior. Hicieron lo propio y salvaron sus vidas. Hemos visto imágenes sobrecogedoras de gente contemplando la ola gigantesca que avanzaba, sin moverse. Han contemplado tantas catástrofes en el cine y la televisión que aquello les parecía un espectáculo en directo. No lo contaron.
La ciencia nos ha permitido desarrollar mecanismos de detección y de seguimiento de terremotos, huracanes, maremotos, etc. También ha establecido unas pautas para reducir sus consecuencias. Las construcciones antisísmicas absorben en buena medida las convulsiones demoledoras de los estratos; una pronta noticia permite el abandono del terreno; un pararrayos atrae la descarga terrible y la conduce a tierra, etc.
Pero a veces las comunidades, las formas de vida, la presunción de dominio, hacen que se olviden estos principios. Se construyen ciudades por debajo del mar, se disputa al océano su territorio, se invaden ríos y torrentes con construcciones, se alteran los protocolos de seguridad, se obra con negligencia y falta de personal. En el origen de todo está el dinero; el dinero no para vivir con holgura sino para obsesionarse con la posesión, con el poder, con la ambición que crece como un cáncer hasta destruir cualquier sentimiento humanitario.
Lo sucedido en Nueva Orleans se ha convertido en una macabra metáfora de lo podrido e inicuo de un sistema, que hace de las lacras antedichas exaltación y sinónimo de virtud. No voy a insistir en aspectos relativos a la masacre que allí se ha producido porque se ha dicho tanto, que resultaría redundante. Se ha responsabilizado al grupo de poder de la presidencia de no haber firmado el convenio de Kioto y sufrir las consecuencias, de carencia de planes de emergencia, de evacuación, de respuesta ante la destrucción masiva, de recorte de fondos para reforzar los diques de una urbe que en su setenta por ciento se ha construido varios metros por debajo del nivel del mar, etc. Se ha dicho -¡ahora!- que los soldados hacían falta allí y no en Irak, como los recursos que a ello se destinan.
Todo este rosario de invectivas podría resumirse en algo que en estas páginas se dijo hace tiempo: la primera víctima del gobierno estadounidense es su propio pueblo. De pronto mucha gente que se ha creído lo que el cine hecho propaganda les muestra y lo que tantos pequeños esbirros de su poder airean, han visto con escándalo que era mentira. Nueva Orleans contenía enormes bolsas de miseria similares a la de los países más deprimidos, tasas de violencia, de drogadicción, de desapariciones, escalofriantes. Es lógico que los providencialistas hayan invocado súbito la variante del castigo divino a tanto desastre, pero hay que joderse con esa divinidad aludida que se lleva por delante a los pobres, a los desamparados, a los más débiles y deja que la procacidad de los responsables quede impune.
En su primera aparición, las palabras iniciales de Bush fueron: «Estamos luchando contra el terror...» Al parecer nadie le había cambiado el soniquete de tanta palabrería huera, ni informado que el «Katrina» era un huracán, no un grupo cualquiera de terroristas. Parece un boxeador sonado, nunca me ofreció otro aspecto. Una madre cuyo hijo soldado murió en Irak, quiere que le reciba este sujeto para responderle cuando le diga defendiendo la democracia y la libertad, que miente. Ya es mayoría la proporción de ciudadanos estadounidenses que están contra la guerra de Irak y de Nueva Orleans. ¿Quién estaba en lo cierto cuando millones de ciudadanos de todo el mundo se manifestaron contra esa barbarie y las consecuencias que ha provocado?
Los reaccionarios de nuestro tiempo que con frecuencia tanto invocan la democracia, la entienden simplemente como forma de elegir un caudillo. Consienten que haya un periodo para la reyerta, que no el debate, y luego le otorgan al vencedor -sean cuales sean los medios utilizados- poderes casi absolutos. Consideran el diálogo y el acuerdo como una debilidad y exigen un «liderazgo fuerte» como garantía de que el dominio de los que dominan seguirá siempre igual. Muchos estadounidenses quisieran que su presidente fuera como el que oficia en El ala oeste de la Casa Blanca, pero cuando eligen lo hacen por su antítesis, que ha llegado a extremos patéticos y paródicos con un tal George W. Bush. Las primeras víctimas son ellos y en ocasiones sólo lo alcanzan a comprender a través del dolor.