En numerosas ocasiones he manifestado que la transición democrática que con mayor fortuna se hizo en el terreno político, en la economía, en la gestión de las instituciones representativas, etc., nunca tuvo lugar en el teatro. Hubo áreas de la cultura española que recibieron benéficos impulsos e incluso transformaron positivamente sus infraestructuras y sistemas organizativos. Unas pocas, es cierto, pero en el teatro, salvo algún intento tímido e incompleto de crear algunas instituciones y de aumentar los recursos ínfimos que antes había, lo demás fue maquillaje costoso, ostentación y supervivencia de los atávicos sistemas heredados.
Hasta ahora y durante años, hemos escrito, perorado y debatido; hemos realizado reuniones, encuentros, seminarios y congresos sobre la cuestión pero todo ha sido inútil. Parece que nadie de los que tienen la capacidad de legislar o tomar decisiones escuche, proyecte o quiera cuando menos enterarse de la situación Parece que desde las formaciones políticas la cultura sea una cuestión molesta y espinosa con la que no se sabe que hacer, menos aún del teatro en particular; por eso lo más cómodo es que todo siga como está, con los mismos vicios, argucias e inconsistencia de siempre y a vivir, que son dos días. Sólo les sirve como lugar común al que referirse o como una colección de rostros «conocidos» que enseñar cuando les conviene.
No todo es así, por supuesto. A lo largo de los treinta años de vida democrática, he encontrado a unos pocos políticos y cargos públicos, quizás puedo contarlos con los dedos de una mano, que consideran de verdad que la cultura no es una mercancía. Su voluntad ha logrado alguna acción parcial, incluso algún logro, pero no ha hecho granero. Hay demasiadas gentes interesadas en que todo siga igual. También debo constatar que hay sectores de la cultura en que se han dado algunos pasos importantes, no en el teatro desde luego, en donde el inmovilismo es desolador.
El desarrollo musical
Hace unas semanas escuché una entrevista que hicieron en Radio Clásica a José Luis Turina, director de la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE). Esta institución fue creada en el primer mandato del PSOE, si mi memoria no me falla, y se ha ido consolidando a lo largo de los años disponiendo de un apoyo creciente de los sucesivos gobiernos. No aparece en las páginas de los periódicos en demasía ni promueve escándalos a fin de dejarse ver, sino que realiza un trabajo tenaz, metódico y centrado en unos objetivos que se van cumpliendo de forma paulatina. Tan bien se hicieron las cosas en su día, que ni tan siquiera la actual ministra del ramo tan fascinada por el heavy metal , ha podido acabar con ella.
Turina habló de la orquesta como un proyecto maduro y con evidente y legítimo orgullo. No sólo hizo referencia a sus actividades sino que centró sus comentarios en algunas cuestiones intrínsecas a su propia constitución. Señaló por ejemplo el número creciente de solicitudes de jóvenes músicos para integrarse en la orquesta que se han multiplicado por diez. Igualmente aludió a cómo se han modificado los planes de formación, aumentando las horas lectivas en cuanto al estudio del intérprete orquestal. Hasta hace no muchos años, los alumnos de los conservatorios recibían una formación en la que predominaban los aspectos solistas, aunque la mayoría se integrara después en orquestas o conjuntos camerísticos. Ahora las cosas han cambiado y lo han hecho desde el plano estrictamente formativo.
Estas reflexiones le condujeron a señalar algunos de los objetivos alcanzados. Uno, el aumento de público en las manifestaciones musicales denominadas clásicas. Otro, de gran calado, se refiere a los instrumentistas. Durante años las secciones de cuerda se nutrieron de intérpretes provenientes de países del este de Europa, checos, polacos, rusos, etc. En este momento son mayoría ya los españoles, porque en este campo el desarrollo ha sido notable. En definitiva todo ello ha desembocado en la creación de numerosas instituciones orquestales en nuestro país, además de las existentes en Madrid y Barcelona de larga trayectoria. Algunas como las de Galicia, Extremadura, o Castilla y León dependen de las Comunidades; otras como las de Granada, Bilbao, Córdoba, Málaga, Valencia, etc., de los municipios. En general el nivel alcanzado por todas ellas es muy notable. Por último planteó la apertura de la orquesta hacia jóvenes directores, para incremetar igualmente su formación y desarrollo profesional.
Escuchando a Turina se me vino a la memoria un cometario difícil de olvidar. Cuando en 1985 se intentó crear el Centro Dramático de Aragón, el señor Labordeta escribió un comentario en la revista Andalán en el que decía que si una Comunidad autónoma no quería una tener una orquesta sinfónica no tenía por qué crearla. Más allá de que una cuestión como ésta no debe ser motivo de referéndum sino de la convicción ilustrada de los gobernantes que la impulsan para generar y difundir la cultura musical, lo cierto es que Aragón sigue siendo una de las que no tienen una institución de ese tipo. Quizás así se encuentren mejor y puedan dilapidar recursos en macroconciertos muy «visibles», que vienen, se van y nada dejan, en lugar de crear tejido cultural para su propia región y para su país.
Una comparación desoladora
Pero pensé igualmente en nuestro mundo teatral, tan distante en su situación de lo que nos refería el director de la JONDE. Cuando se creó la orquesta, recuerdo que se suscitaba igualmente la creación de un Joven Teatro Nacional de España, aunque este nombre fuera tan sólo tentativo, a la manera del Young Vic Theatre británico. No prosperó. Cuando se habla de teatro parece que todo es demasiado costoso a la par que innecesario. Mucha responsabilidad recae no obstante sobre el propio mundo escénico, que ha carecido de la capacidad y la convicción para presionar en una dirección adecuada.
Del mismo modo que se han creado orquestas sinfónicas podrían haberlo sido instituciones teatrales: ¿Dónde reside el problema? A mi modo de ver hay un aspecto inicial que pasa por la óptica que se tiene sobre el concepto profesional de músicos y gente de teatro. Los conocimientos y la técnica que exige la utilización solvente de un instrumento confiere a los ejecutantes una especificidad incuestionable. Todos observamos con admiración, incluso los políticos, la maestría con que el violinista, el trombonista o el percusionista extrae de su instrumento con maestría sonidos extraordinarios capaces de transmitir profundidad y lirismo a un tiempo. Esta labor no es susceptible de engaños simplistas. Alguien puede ser «amiguito/a», «loquito/a» o de la cofradía de la coca, pero si su ejecución instrumental es deficiente o desconoce las pautas de trabajar en una orquesta, no será contratado. El rigor profesional no es susceptible de estas manipulaciones deleznables.
En el teatro son justamente el «amiguito/a», el «loquito/a», el de la cofradía o cualquier otro supuesto al margen de la preparación adecuada, los que pudieran primar a la hora de hacer una elección. Seguimos moviéndonos en este terreno por impulsos que se mantienen al margen de cualquier criterio de objetivación. Domina la creencia de que el arte interpretativo, la dirección de escena, la escenografía o cualquier otra de las tareas y profesiones escénicas no pueden tratarse con el mismo criterio objetivo y disuasorio a la par que empleamos con los músicos. Es una falacia que ha hecho fortuna y ha permitido que personas carentes de formación efectiva, no supuesta, se enseñoreen del quehacer escénico y dictaminen a su antojo sin ningún tipo de responsabilidad. Cualquiera puede ser considerado actor porque nadie quiere aplicar esos criterios objetivos que pueden establecerse, si se desea adoptar una actitud similar a la que tenemos con el intérprete musical.
La clave de la formación
El origen de este despropósito se inicia en lo que entendemos como periodo formativo. Poco tiene que ver éste con lo que hemos visto en relación a la música. En líneas generales lo que prima en la mayoría de los modelos educativos es el culto al individualismo y la ignorancia del trabajo en conjunto y la disciplina que ello supone. Es desolador que en el complejo mecanismo de construcción de un ente ficcional como es el personaje escénico, por parte del actor, sigan empleándose fundamentaciones y técnicas propias del idealismo del siglo XIX. No es ni mucho menos lo que sucede en otros países.
Todo indica que en España la interpretación pueda permanecer al margen de los grandes avances que se han dado en cuanto al conocimiento de cómo funciona el cerebro, las formas de percepción, los sistemas sensoriales, las interconexiones asociativas, la configuración de la memoria, el sentido emanado de las distancias que explora la proxémica, las codificaciones quinésicas, etc. Estas y otras aportaciones que tanto nos descubren en cuanto a la utilización del cuerpo y la voz por parte del actor, y la estructuración de todo ello a través de procesos cerebrales que incluyen desde las percepciones sensoriales hasta las áreas de producción de las emociones, son completamente ignoradas. Todo se reduce a un primario mecanismo de introspección, de autosugestión obsesiva, que poco tiene que ver con el dominio actoral de sus instrumentos de trabajo para construir un personaje verosímil para el espectador, según el código que se instaure.
Otro tanto podríamos decir de la dirección de escena o la escenografía. La falta de nitidez en los objetivos que configuran estas profesiones, las carencias formativas a la hora de transmitir metodologías que permitan enfrentarse con solvencia a la consecución de los mismos, hace que todo se reduzca a una serie de recursos elementales o a un abandonismo que nada tiene que ver con un capacitado ejercicio profesional. Todo ello explica que se siga considerando que alguien «es o no es actor o director», lo que equivale a convertirlo en un don de nacimiento fruto de la gracia divina. Debe ser la única actividad humana según ellos que no precisa aprendizaje, ni estudio, ni maduración, ni acumulación de experiencia... Se da o no se da porque sí: eso es todo.
No es posible que a estas alturas, cuando tanto se ha escrito en torno a la formación, en el terreno teatral tengamos casi todo por hacer y cualquiera se sienta capacitado para opinar aunque a veces no sepan ni tan siquiera en qué consiste el perfil de la profesión a que aluden. Tratándose de enseñanzas tan específicas y complejas, de profesiones que exigen tanto conocimiento y depuración, parece mentira que cualquiera pueda crear una escuela de teatro, dar cursos de esto y aquello, sin normativa alguna que regule su funcionamiento aunque entrañen en muchos casos un peligro para la salud mental de quienes los padecen. No es un eufemismo pero no tengo espacio para la casuística.
Converger con Europa
La convergencia con Europa la formulamos como el deseo de esclarecer el territorio y articularlo de un modo productivo y fructífero para el desarrollo de las artes escénicas. Que se establezca una nítida diferenciación entre el teatro que se produce como bien de cultura del que acepta su condición de mercancía y busca la obtención de beneficios económicos. Esta separación es ostensible en los países europeos y con frecuencia está contemplada en las leyes o normativas. Si un empresario español dice que hace teatro como podría «fabricar zapatos» -la frase es textual y pública- está en su derecho, pero también en el nuestro reclamar un espacio específico para quienes no pensamos así. Todo ello conduce a la constatación del prestigio de las artes escénicas en Europa, bien distinta de la que tienen en España. Hablo de prestigio real, como parte intrínseca de la cultura de un pueblo, no como algo postizo y simplemente de apariencia. Pero no olvidemos que cuando hablamos del teatro de los países de nuestro entorno sólo vemos, aunque mal, el que se define como bien de cultura y no el de los fabricantes de zapatos u otros productos tan útiles como lejanos de los procesos escénicos. Quizás por eso el teatro español en Europa no existe.
La segunda cuestión urgente es la de reinstaurar niveles estrictos de profesionalidad, ostensibles y objetivables, como los que se dan en Europa, combatiendo el delirante intrusismo de la incompetencia y falta de preparación que nos invade. Hay individuos que nunca podrían subirse a un escenario en países como Francia, Alemania o Gran Bretaña, porque los espectadores los sacarían a patadas y le pegarían fuego al teatro ante tamaña burla, aunque aquí son considerados como «figuras» excelsas por los componentes de su clan. Lo mismo podríamos decir de directores de escena de nula formación técnica, carentes de experiencia, de metodología, del imprescindible rigor en sus planteamientos, a los que se encargan escenificaciones a costa del erario público, porque «la peña dice que es lo que mola». También de escenógrafos o figurinistas que no saben ni tan siquiera hacer un boceto o una maqueta, alguno viene incluso del escaparatismo, otros se ponen casa, e ignoran los más elementales planteamientos propios de su profesión.
Cuando esto se hace con recursos privados, es un problema de quienes sufragan el fraude y nada más; cuando sucede en el área de lo público la cuestión afecta a la sociedad y recae en los políticos que sostienen y propician estos desmanes, aunque sean jaleados por unos cuantos informadores obedientes que obran a su servicio. Nuestra inquietud deriva en estas circunstancias hacia la elaboración de unas pautas para establecer un control de calidad del teatro a partir de criterios objetivos y constatables.
Quedan como es lógico múltiples cuestiones que deben conducirnos hacia esa convergencia teatral con Europa, unas ligadas a las formas de organización y estructuración de los teatros públicos y las obligaciones que deben cumplir respecto a la comunidad, otras relativas a la formación, el acceso profesional, el escalonamiento pausado en el desarrollo, el respeto y consideración de todo el cuerpo profesional de las artes escénicas, la investigación, las ediciones, la información , la distribución, etc. Quizás todo ello pudiera resumirse en la existencia de garantías que eliminen la arbitrariedad y obliguen al reconocimiento del saber y la preparación como fundamento de la actividad escénica y manden al infierno tanta basura de apariencias vanas, de ambiciones sin mesura, de grupos cerrados de autoprotección, en definitiva de incompetentes que pasan por lo que no son.
La ADE elabora un documento cuya pretensión es suscitar el debate en torno a propuestas de ley para una configuración de las actividades escénicas, acorde con lo que nuestro país practica en otros campos como la ciencia, la sanidad, la tecnología e incluso la cultura, en el que se contemplen las aspiraciones genéricas que hemos enunciado. Nuestra pretensión es que sea sancionado en nuestro próximo Congreso y que podamos presentarlo a las formaciones políticas e instancias sociales como marco de reflexión que propicie la adopción de soluciones legislativas. Nunca es tarde para abandonar la reivindicación más o menos locuaz, y proponer acciones específicas que contribuyan a llenar el vacío gubernativo en que nos encontramos en este terreno. Pensamos que este es nuestro deber aquí y ahora y en ello estamos.