ADE-Teatro

Formación y práctica profesional

por Laura Zubiarrain

ADE-Teatro nº 111, Julio / Septiembre 2006

Todo proceso de formación implica la transmisión de conocimientos, metodologías y técnicas varias por parte de los sujetos docentes a quienes se hallan inmersos en dichos procedimientos. Una correcta y coherente programación de los recorridos, una deficición clara y precisa de los objetivos que se pretenden alcanzar, constituyen la garantía de que los resultados sean fructíferos.

A todo ello hay que añadir la imprescindible cualificación del profesorado en cuanto a sus conocimientos y capacidades para transmitirlos a sus alumnos. De nada sirve tener un programa adecuado si no disponemos del profesor capaz de impartirlo de forma solvente y convincente.

En este sentido, suele darse con frecuencia en España una concepción equivocada de lo que es un profesor de teatro en cualquiera de sus especialidades. Es muy común que se prefiera a alguien con «un nombre sonoro», en ocasiones de probado valor artístico, -en otras muchas no-, aunque desconozca la naturaleza de los procesos pedagógicos inherentes a su especialidad y carezca de la capacitación para enseñar a otros de forma sistemática. Sistematicidad es justamente lo que se reclama en este caso, como en cualquier desarrollo docente, a la par que síntesis de la globalidad de concepciones que pueden darse en su territorio.

A lo más que puede llegarse mediante esa conducta es a la transmisión de una serie de recursos de oficio, de astucias emanadas de la experiencia personal, que fue lo prototípico de las enseñanzas en la antigüedad, cuando el discípulo simplemente imitaba las fórmulas del maestro. En el terreno del teatro este fue el modo dominante durante siglos. Todavía en la actualidad hay quien sueña con esta forma de hacer frente a los procedimientos sistemáticos y de basamento científico, aunque en verdad se trata casi siempre de la preferencia por mecanismos publicitarios sobre la calidad y competencia de las enseñanzas.

Como dije al principio, un profesor en el área de las artes escénicas está obligado a transmitir conocimientos concretos y genéricos, una metodología que capacite al alumno para llevar a cabo la práctica de dicha especialidad y un dominio de los instrumentos técnicos, estéticos y conceptuales inherentes a la misma que le permitan ejecutarla con solvencia. En ello estriba la profesionalidad. No es una tarea fácil ni al alcance de todos, como nada en la vida. En el terreno de las artes escénicas, la falta de definición precisa de las especialidades y del mínimo respeto por los referentes científicos y procedimentales, conduce con cierta asiduidad a posiciones confusas y a la creencia de que alguien puede hacerlo todo y lo que es peor, opinar de todo como si su conocimiento alcanzara cotas universales.

A un profesor de violín no se le pasaría por la cabeza enseñar el trombón o la dirección orquestal sin realizar los pertinentes estudios para ello. Todos, por supuesto, saben música, mucha música. La formación y la práctica profesional están intrínsecamente conectadas en este caso. En el ámbito teatral son numerosos los que creen que pueden ser profesores de todo lo que se les ponga por delante. Lo de menos es saber, algunos no saben nada de nada. Lo importante es tener la desfachatez y el aplomo para aparentar ser lo que no son.

Este conjunto de hechos descritos de forma esquemática, explican en cierto modo las dificultades que existen a la hora de definir las pruebas de selección del profesorado para los Centros Superiores de enseñanza de las artes escénicas. Centrándonos en el área de la dirección de escena que es la que nos afecta desde un punto de vista profesional, sorprende que la prueba práctica de las oposiciones, que consta del análisis dramatúrgico de una obra literariodramática de envergadura y de un proyecto de escenificación, se haya visto contaminada en fechas recientes por la exigencia de un ridículo prontuario de producción, enunciado originalmente como los planteamientos que hubiera hecho un empresario de pueblo de hace cincuenta años. Sin embargo «producción» es tan sólo una asignatura en el plan de estudios de Dirección de escena, cuyos objetivos son bien distintos, y que además debe ser entendida en su vertiente del diseño de las etapas de materialización de los procesos de puesta en escena. A nadie se le ocurriría proponer algo similar en el ámbito de la dirección de orquesta porque constituiría un escándalo, pero quienes se obstinan en no entender las caracterísitcas específicas del director de escena, piensan al parecer que la anomalía que supone su condición de autoproductor, fruto del particular derrotero seguido por nuestro teatro, tan distinto al europeo, es lo normal.

Para comprender estos hechos así como los temarios absurdos o la tipología y estratificación de las diferentes pruebas, hay que saber que no son fruto de su elaboración por parte de los especialistas. El catedrático de esta disciplina, sólo hay uno, jamás ha sido consultado por los responsables de las administraciones. Son otros, pertenecientes a áreas diferentes, los que han metido una y otra vez sus manos en los temarios, las definiciones de las pruebas prácticas, etc. Incluso en alguna ocasión, ya en pleno esperpentismo, un interino que debía opositar seguidamente, impuso sus opciones respecto a la prueba práctica con la anuencia de la gente ajena que le apoyaba. La cosa no sólo era grotesca sino ilegal y así lo declararon los responsables de la administración, pero... todo se había hecho tan a última hora que las convocatorias habían sido ya enviadas al Boletín. ¡Para qué inquietarse por estos desmanes si alguien puede resolver el entuerto! Aunque quizás no hubiera tanto interés por que se resolviera sino por propiciar la prevaricación.

Muchos profesores y profesionales tienen convicciones firmes y responsables en cuanto a la calidad e importancia de la formación. Saben que en su fructífero desarrollo estriba una mejor capacitación y una práctica artística coherente y consecuente. Sin embargo, cuando un representante de Comisiones Obreras se permite afirmar que prefiere la defensa del puesto de trabajo a la calidad de la enseñanza, está trazando el camino que conduce a la destrucción de los sistemas formativos y reduce su acción a un mero gremialismo verdaderamente desolador. Gente así debiera ser expulsada de los Centros docentes, pero también de un sindicato de pasado glorioso al que denigran con afirmaciones de tamaño caletre.

Sin el afianzamiento de la formación, sin una sólida asunción de nuestro teatro, dificilmente lograremos modificar la condición de los profesionales de la escena en todos los sentidos. La profesión teatral necesita afianzar su prestigio que no puede emanar sino de su reconocimiento como tarea de alta cualificación. De no ser así todo se irá al garete y seremos pasto de los intrusos que por mucho desparpajo y aparente seguridad que propalen, no dejarán de ser eso: intrusos e ignorantes. Pero sólo desde una correcta formación y de la valoración del conocimiento, tendremos alguna posibilidad de revertir la tendencia.

Los Centros Superiores de enseñanza del teatro, que de una vez por todas deben ver reconocida dicha cualificación y no encontrarse en una tierra de nadie en la que se les aplican criterios de las enseñanzas medias, tienen ante sí una enorme responsabilidad. Los cambios de mentalidad, de dotación metodológica e instrumental, de forma de entender la profesionalidad, de sentido del trabajo de conjunto, de saber dónde se ubica cada uno según su especialidad en el proceso creativo, etc., se generan en buena medida en el periodo formativo. Si esos presupuestos no se cumplen, estos centros no tienen sentido.

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