ADE-Teatro

Galicia somos todos

por Laura Zubiarrain

ADE-Teatro nº 112, Octubre 2006

El terrorismo tiene muchos rostros. Unas veces se explicita con explosivos, otras con el incendio de los bosques o la contaminación de las aguas. A veces sólo se les llama ingeniería financiera o accidente. No pocas veces los terroristas de Estado aplican ese nombre a quienes se resisten a ser dominados, expoliados o reducidos a la condición de vasallos silenciosos de sus felonías.

Del terrorismo incendiario Galicia tiene memoria y este último verano ha vivido días terribles que han destruido un patrimonio forestal, que es de todos. La ciudadanía puede especular pero nada sabe de quiénes se esconden detrás de este desastre, provocado con cuidadosa planificación para destruir. No parece que sus autores puedan limitarse a unos cuantos personajes que pertenecen al ámbito de la patología psiquiátrica, sea por causas ciertas o como resultado de personalidades psicopáticas que hacen del fuego su ajuste de cuentas personal contra alguien, aunque es la comunidad quien lo sufre.

La agresión planificada responde a grupos organizados, enmascarados y motorizados. Sólo así se explica la amplitud y perversa aparición de los focos incendiarios. No se pueden sembrar vientos porque se recogen tempestades. El eucalipto no es especie autóctona de Galicia y su introducción masiva obedeció a criterios de crecimiento rápido y comercialización beneficiosa. Cámbiese ese criterio pero no por ello, por el mismo principio bárbaro y pueril de la limpieza de sangre, hay que pegarle fuego a los montes. La introducción de especies autóctonas u otras que se considere utilizables por razones ponderadas, debiera obedecer a criterios ecológicos y de biodiversidad forestal y no a causas políticas. Me aterra pensar que el futuro de la gobernación pudiera estar en manos de gentes con una mentalidad tan fanática, simplista y oscurantista como la de quienes propalaron el incendio del bosque de eucalipto como purificación.

Pero quizás sólo existan intereses económicos bastardos tras el desastre. Casi siempre es así. ¿Puede hacerse algo?: creo que sí. Hubo que esperar a que una barbacoa abandonada a su suerte en un rincón de Guadalajara causara un cataclismo, para que se prohibieran los fuegos en el campo, algo habitual e implantado en los países de la Europa húmeda desde hace mucho tiempo. Ahora habría que analizar de una vez por todas los límites de la propiedad privada de los bosques en relación al bien común. ¿Donde radican los límites de la propiedad y qué obligaciones entraña su posesión? Las leyes de rango mayor siempre condicionan a las de alcance menor. Cualquier legislador clásico e ilustrado estaría conforme con que el bien común está por encima del derecho de propiedad, aunque este principio se transgreda frecuentemente por la patológica obsesión del beneficio rápido y a cualquier precio. Es la mentalidad que ha forjado el imperialismo en esta fase de depredación absoluta de la vida.

Nada puede hacerse a cualquier precio y un bosque debe ser cuidado y mantenido o revertir legalmente en bien común. Porque la tierra se tiene en usufructo pero es de todos los que la habitamos. Un campesino gallego decía a la televisión ante un bosque quemado que todo estaba calcinado, que habían desaparecido conejos, zorros jabalíes y cientos de caballos que viven en libertad se habían abrasado en una trampa del terreno. Concluyó con una frase que me produjo un hondo est reme cimiento: "Ahora en el monte sólo hay silencio". Es el silencio de la muerte, que se manifiesta de muchos modos en cada minuto, en ese desprecio a la naturaleza que ha acabado por embaldosar los jardines. Por eso ahora más que nunca debemos recordar que Galicia somos todos los españoles, para admirarla, para defenderla y para protegerla. Convendría no olvidarlo cada uno desde el lugar en que vive y desde sus quimeras individuales.

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