La configuración de las funciones de dirección de escena,
definidas o identificables en mayor o menor medida, fue un proceso paulatino
no muy diferente al de otros países de Europa. A lo largo del los
siglos XVI y XVII, cuando el teatro comienza a ser un acontecimiento frecuente
en la vida social, las escenificaciones se ejecutaron según un normativismo
estrecho y rudimentario en líneas generales que alimentó bien
poco la inventiva escénica.
No obstante hay que señalar que los autores de compañía,
en la acepción propia del teatro del barroco, que se ocupaban de
labores de producción y gestión: elegir a los cómicos
integrantes del elenco y ajustar su soldada, contratar la compañía
en diferentes plazas y corrales, proveer la impedimenta, etc., escogían
igualmente el repertorio, hacían los repartos y dirigían los
ensayos, actividades todas ellas propias de un protodirector. Elencos profesionales
como los de Roque de Figueroa, Avendaño, Martínez de los Ríos,
Diego Osorio, Pedro de la Rosa, etc., enumeran algunos de sus nombres. A
ellos hay que añadir un número nada desdeñable de sus
colegas del sexo femenino, que convierten a España en un caso singular
y sin parangón en aquel momento. Sorprende la infatigable y opulenta
labor desarrollada por mujeres como Francisca Bezón (La Bezona),
Juana Cisneros, Juana de Orozco, María Hidalgo (La Viuda), María
Ladvenant, Agueda de la Calle, Andrea de Salazar, Petronila Jibaja (La Portuguesa),
Sabina Pascual, María Bernarda Portillo y otras, en los siglos XVII
y XVIII.
Por otra parte, el periodo barroco en España propició la
existencia de espacios escénico-arquitectónicos muy diversos
para la práctica teatral. No es difícil deducir que la formalización
de las escenificaciones resultantes fuera notoriamente variada. A la vista
de los documentos gráficos y descripciones que han llegado hasta
nosotros de algunas de aquellas representaciones, parece que fuera necesaria
cuando menos la existencia de un ordenador, de un diseñador escenotécnico
y de un ensayador de cierta entidad para que pudieran realizarse.
Es legítimo preguntarnos por el papel que Calderón pudo
desempeñar respecto a las escenificaciones de sus obras, quizás
también de otras, en el Coliseo del Buen Retiro. En 1635 fue nombrado
Director de las Fiestas del Rey, cargo que a la vista de las muchas actividades
de este género que se desarrollaron en las diferentes dependencias
y plazas del Palacio, suponía sin duda una laboriosa tarea. Entre
sus atribuciones estaba la de ordenar el cierre de los corrales, para que
los actores de los diferentes elencos pudieran reunirse a fin de preparar
la comedia que había de representarse en el Coliseo.
No sabemos a ciencia cierta qué protagonismo asumía en
la preparación de las representaciones, aunque podemos presumirlo
valorando ciertos indicios. Quizás su presencia en los ensayos fuera
más activa de lo que pueda suponerse. Está documentado, por
ejemplo, que durante sus estancias en Alba de Tormes y en Toledo viajó
siempre a la Corte para la escenificación de sus Autos Sacramentales.
Existe por otra parte la referencia un tanto enigmática a un suceso
acaecido en 1640, en el que se asegura que sufrió heridas leves a
causa de un tumulto en el Coliseo durante unos ensayos. Ignoramos en cualquier
caso la causa de todo ello.
Sin embargo los elementos básicos de esta indagación nos
los proporciona ante todo el material gráfico y la propias descripciones
del escritor. No me refiero tan sólo a las Memorias de las apariencias
para los Autos del Corpus, hoy bien estudiadas [ 1 ] , sino a las didascalias
que inserta en sus textos. En las comedias mitológicas que escribe
para ser escenificadas en el Coliseo, sus indicaciones escénicas
son mucho más amplias que las que aparecen en otras suyas o de los
autores de su tiempo. En algunos casos, dichas anotaciones adquieren el
carácter de descripciones en pasado porque anotan la representación
que se hizo en su día. Basta recordar a tal efecto las correspondientes
a la tramoya y artilugio para Hado y divisa de Leónido y Marfisa,
estrenada en el Coliseo en 1580.
Mayor interés si cabe tienen las que inserta en Andrómeda
y Perseo, por ir acompañadas además de los bocetos escenográficos
debidos a Baccio del Bianco. Como es sabido, esta obra se puso en escena
en el Coliseo del Buen Retiro el 18 de mayo de 1653. Poco más tarde
Felipe IV encargó que se preparara un manuscrito con el texto y la
música de la obra, junto a los dibujos escenográficos, para
que se enviara a la corte de Viena como presente a su suegro, el emperador
Fernando III. Dicho manuscrito que hoy reposa en la universidad de Harvard,
incorpora entreverada con el texto de la obra una narración en la
que se describen los pormenores de la fiesta que se dio en el Coliseo, es
decir de la escenificación.
Rafael Maestre [ 2 ] llevó a cabo su cuidadosa edición en 1994, publicando íntegras tanto la parte textual como la música
del espectáculo, así como los once bocetos escenográficos
en los que del Bianco incorpora además la composición escénica
de diferentes momentos, con la ubicación de los personajes, sus atavíos,
utensilios de escena, mobiliario, etc. Comparto las opiniones del editor
cuando afirma que se trata de un verdadero cuaderno de dirección,
junto con la fábula escénica. Páginas antes no
duda en aludir a la doble tarea del escritor como dramaturgo y director
de escena. No obstante idéntico atributo de director y escenógrafo
otorga a del Bianco, junto a otras muchas profesiones que enumera, desde
coreógrafo y figurinista hasta orfebre, comediógrafo o actor.
A manera de balance final podríamos decir que caben pocas dudas
respecto a la participación de Calderón en las escenificaciones
de sus obras, en particular de aquellas que se representaron en el Coliseo
del Buen Retiro y quizás también, por lógica extensión,
en las que se hicieron en el Salón de Comedias del Alcázar
así como en los Autos. No podríamos asegurar sin embargo,
que también lo hiciera respecto a las obras de otros autores en alguno
de estos espacios.
Posiblemente la labor directriz de Calderón se centrara en primer
lugar en el trabajo con los actores, tanto para lograr el tono de propiedad
adecuado a la tipología de los personajes, como para desentrañar
el sentido, no pocas veces intrincado, de su versificación. Igualmente
podemos discernir observando los documentos aludidos, que se ocuparía
de las complejas y ajustadas disposiciones de los personajes, el sentido
de los agrupamientos y la selección de las distancias y los escorzos.
Tarea fundamental sin duda fue la del diseño del espacio escénico,
lo cual implicaba la adopción de la tonalidad y el sentido globalizador
que quisiera darse a la escenificación. Su colaboración con
los escenógrafos o realizadores de las escenografías, debió
ser intensa, minuciosa y fructífera. En el caso de Andrómeda
y Perseo, dadas las cualidades convergentes de Calderón y del
Bianco, es plausible deducir que pudo tratarse de una escenificación
conjunta, que hubieran podido firmar al unísono.
Hasta aquí, con certidumbres especulativas y especulaciones razonadas,
aquello que me hace suponer que don Pedro Calderón además
de ilustre comediógrafo, fue igualmente notable director de escena.
2
Es forzoso dar un salto temporal bastante amplio para hallar otro documento
acreditativo de la actitud específica de un director de escena,
en función del procedimiento que propone. Se debe a un escritor del
fuste de Leandro Fernández de Moratín, y se planteó
a propósito de la escenificación de una de sus obras. En 1799
la compañía de Luis Navarro, autor de la Compañía
del Teatro de la Cruz, hizo manifiesto su interés por representar
La comedia nueva [ 3 ] . Sabedor de tal propósito y quizás
escocido por anteriores experiencias poco decorosas ni aseadas, Moratín
dirigió el 14 de junio una carta al Corregidor de Madrid en la que
le proponía la adopción de una serie de medidas "a fin
de evitar el inconveniente de que, no ejecutándose con la perfección
posible, se diga tal vez que yo he tenido parte en ella, cargando de esta
manera sobre mí no sólo mis defectos como autor, que serán
muchos, sino los que pueden resultar de una declamación poco estudiada,
o de la mala elección de los actores". El escritor añade:
"Escribí a Luis Navarro proponiéndole que de aquí
en adelante, o no se contara conmigo en tales casos, o los cómicos
se sujetaran a cumplir exactamente las condiciones cuya copia remito a V.
S."
La Compañía, afanosa sin duda de montar la composición
moratiniana "y deseando que yo intervenga en su disposición
y ensayos, añade, se presta a cumplir cuanto yo exija de ella; pero
esto no basta". El escozor moratiniano parece que no era superficial
sino de fondo. Sencillamente no se fiaba de lo que los cómicos pudieran
hacer dejados a su albedrío. Su carta concluía con no poca
contundencia:
“No mediando la aprobación de V. S. ni estando yo seguro
de que interpondrá su autoridad para que tenga efecto cuanto propongo
en las condiciones mencionadas, no pasaré adelante en ello.
Espero, pues, que V. S. se servirá responderme si aprobará
el repartimiento de papeles que yo haré; si hecha por mí esta
distribución y dirigida a manos de V. S., tendrá a bien de
remitírsela a los cómicos a fin de que se ejecute sin réplica
alguna; y si podré contar con que V. S. se prestará a hacer
cumplir cuanto les tengo propuesto en la copia que le remito”.
La misiva se acompañaba de un listado de consideraciones y exigencias.
Este documento, leído desde una óptica procedimental, constituye
un catálogo de intenciones respecto a cómo ensayar y diseñar
la producción y qué objetivos se pretende alcanzar con ello:
“1.- Resuelta la ejecución de alguna de las comedias mías,
se pasará a mis manos el original que posee la compañía
de Luis Navarro para que, examinando las alteraciones que haya padecido,
suprimiendo o restableciendo lo que convenga, queden arreglados a él
todos los papeles antes de repartirlos.
2.- He de elegir los actores y actrices que han de representarla, valiéndome
indistintamente de los que hubiese en ambas compañías (en
caso de que lo juzgue necesario) y, hecho el nombramiento, pasarán
a estudiar los papeles que se les destinen sin réplica ni excusa
alguna.
3.- Cada uno de ellos en particular habrá de prestarse a recibir
las advertencias que le haré en cuanto a la ejecución de su
papel, y después ensayarán a mi vista, juntos o separados,
aquellos pasajes que pidan mayor delicadeza y estudio.
4.- Después se ensayará toda la comedia en el teatro cuantas
veces lo juzgue conveniente y en los términos que me parezca.
5.- Hasta que yo crea, en vista de los ensayos generales, que están
los actores en disposición de poder desempeñar con acierto
sus papeles, no se pondrá la comedia en lista ni se fijará
sin mi consentimiento el día en que se debe representar.
6.- Los dos últimos ensayos generales han de hacerse con la decoración
y aparato teatral que ha de servir para la representación.
7.- La decoración, los muebles de la escena y los trajes de los
actores se presentarán con ocho días de anticipación
a fin de ver si están como conviene, o se debe hacer alguna reforma
en ellos”.
Traducido a nuestras concepciones actuales, Moratín propone que
se reconozca su capacidad ineludible para intervenir el texto -el suyo-,
tanto para restaurar como para suprimir determinados fragmentos; igualmente
para tomar decisiones en cuanto a la elaboración del reparto; el
trabajo con los actores en la construcción de los personajes y los
ensayos conjuntos o individuales del periodo inicial; los ensayos completos
en el teatro que se realizarán cuantas veces sea necesario; los ensayos
generales hasta que él mismo considere que la escenificación
puede representarse ante el público; las condiciones que deben reunir
los dos últimos "generales"; el plan de realización
de la escenografía, la indumentaria y el mobiliario para revisarlos
e introducir modificaciones si conviene, etc. Todo ello, fundamentado en
el reconocimiento de su autoridad consciente respecto a la escenificación,
deberá hacerse "sin réplica ni excusa". El objetivo
no es otro que elevar el nivel artístico de la representación
para que alcance la propiedad necesaria.
Las "condiciones" exigidas por Moratín no eran las propias
de un escritor que vigila la escenificación, sino las de alguien
que se erige en responsable de la misma aunque sea de una de sus propias
obras. En cierto modo lleva a la práctica los postulados expuestos
años antes por Santos Díez Gozález, profesor de Poética
en los Reales Estudios de San Isidro. En su Memorial sobre la reforma
de los teatros la Villa de Madrid de 2 de febrero de 1789, en el que
proponía la desaparición del autor, en la acepción
utilizada en los dos siglos anteriores, para ser sustituido por un director
“instruido en la poética y arte de declamar, y dotado de aquella
prudencia, discernimiento y conducta que es menester, obrando siempre bajo
las órdenes del señor Juez protector, quien le autorizaría
en toda forma para que fuese respetado y obedecido”.
El documento moratiniano posee en este sentido suma importancia, más
aún si comprobamos que no era meramente especulativo sino que iba
a traducirse en procedimiento escénico concreto. El Corregidor de
Madrid respondió favorablemente el día 15 a todas las peticiones
del director. Así lo testimonia al menos una carta de éste
con fecha de 24 de junio, en que agradecía que la autoridad hubiera
corroborado todas las disposiciones planteadas. Moratín anota en
su Diario [ 4 ] el día 29, que ha efectuado la lectura de la obra
en el Teatro de la Cruz. A lo largo del mes de julio registra a partir del
9 los ensayos en diferentes días, catorce en total, los primeros
en su casa o en la de alguna de las actrices y los últimos en el
coliseo de la Cruz. Así mismo testimonia un encuentro el 13 con el
pintor escenográfico Antonio María Tadei. El 27 escribe dando
noticia del estreno: "Comedia nueva, placuit". Las representaciones
concluyeron el domingo 4 de agosto.
Meses después, coincidiendo casi al unísono con las exigencias
moratinianas, D. Fermín Eduardo Zeglirscosac, seudónimo que
correspondía a Francisco Rodríguez Ledesma, da a la luz un
libro titulado Ensayo sobre el origen y naturaleza de las pasiones, del
gesto y de la acción teatral, impreso en cuarto por Sancha con
cuido y esmero, que incluye trece láminas con cincuenta y dos figuras
coloreadas manualmente debidas a Francisco de Paula Martí, grabador
de la Academia de San Fernando y más tarde autor dramático.
El celo rastreador de mi buen amigo y colega Eduardo Vasco, me descubrió
hace tiempo ya este tratado que contiene algunas sorpresas respecto a la
cuestión que nos ocupa [ 5 ] .
Percibimos en primer lugar las aportaciones de un ilustrado para afrontar
los problemas escénicos, en el marco de los "Teatros regulares",
que son los propiciadores del buen gusto y las buenas costumbres. En el
Discurso preliminar asevera:
“Entiendo aquí por arte dramático el talento de representar
todas las buenas piezas teatrales, de cualquier género que sean,
de una manera conforme a su asunto. Este talento es de mucha extensión;
y reflexionando sobre sus partes esenciales, no se encontrará cosa
que se parezca a oficio; y antes más bien se notará que por
ciertos respetos es aún superior este talento al de las artes”
La primera sorpresa surge cuando inmediatamente afirma que “el
arte dramático se divide en dos partes esenciales: primera, en la
de los preparativos necesarios para la representación de los Dramas;
y segunda, en la de la representación misma”. Es decir, el
arte dramático es privativo de la acción escénica en
concreto. Hete aquí que de forma inopinada, Don Fermín establece
-¡en 1800!- la diferencia, cuando menos conceptual, entre literatura
dramática y escenificación.
Interés particular tienen sus consideraciones respecto a la preparación
de la representación, lo que hoy entendemos como el conjunto de tareas
que diseñan y construyen una escenificación:
“Los preparativos abrazan todas las disposiciones, y todos los
pormenores preliminares, sin los cuales una representación no puede
tener lugar. Tales son la elección del sitio, el plan o construcción
del escenario, dispuesto según el género de dramas que deben
ser representados en él. El examen pertenece al juicio, que elige
el mejor de los proyectos que ha inventado el ingenio.(...) Además
la invención y arreglo de las decoraciones, y de las escenas movibles,
no es del resorte de la memoria. No depende todo solamente del pintor: el
Director del Teatro puede por sí sólo dirigirlo con arreglo
a su plan. (...) Los trajes pertenecen igualmente a los preparativos. (...)
Es necesario que sean empleados con discernimiento, y siempre de manera
que no se quebrante la verosimilitud, ni la conveniencia teatral. Una imitación
servil sería tan ridícula como perjudicial al efecto del Teatro.
(...) Es necesario mucho discernimiento, y un buen juicio para no exceder
el punto preciso donde deben conciliarse las conveniencias con la verdad
del traje, y el efecto que debe ser producido en los espectadores; y esto
exige ciertamente mucho más que habilidad”.
¿Quién debe ser el indicado para ejercer una tarea tan
poco frecuentada por aquel entonces, tal y como Moratín descubría
en su escrito? La respuesta es sorprendente de nuevo: el director del teatro
es la persona apta para tales funciones, siempre que cumpla los siguientes
requisitos:
“Un Director del teatro debe, pues, poseer un tino seguro y delicado,
necesario para distinguir los personajes, de manera que haga tanta impresión,
que los espectadores sean convencidos por sus propios ojos, así como
por sus oídos, de las diferencias de todos los papeles. Sin esta
precaución nunca existirá en la representación esta
unidad, y las piezas harán mucho más efecto sólo con
leerlas”.
En las Conclusiones finales es más explícito si
cabe. Introduce una terminología insólita, la de director
del espectáculo, y plantea el trabajo con los actores como cuestión
prioritaria. El autor explicita con sumo rigor las diferentes cuestiones
que ello plantea:
“En mi sentir, debería ser la ocupación esencial
del Director del espectáculo la de dirigir al Actor en el estudio
de su papel, de desenvolverle los pormenores, sin perder jamás de
vista la idea de la reunión, de indicarle el lugar verdadero que
debe ocupar en cada grupo, y de sujetarle todas las veces que su falta de
juicio le pudiese extraviar, o el necio orgullo, con el cual pretendía
substraerse a toda especie de subordinación, sin la cual muchos artistas
reunidos no producirían cosa ni aún mediana, y mucho menos
excelente”.
Las reflexiones postreras de D. Fermín se centran en la condición
actoral, tanto en su propiedad como en su formación, tanto en su
conducta como en su ética. Ese y no otro ha sido el objetivo fundamental
de su Ensayo: contribuir a la formación técnica de
los actores, a su amplitud y coherencia expresiva, a la gradación
de su proceso interpretativo y a reforzar el significado de las relaciones
que cada cual debe mantener con el conjunto para que las acciones se construyan
con coherencia y sentido. Estamos ante un libro curioso, en el que se expresan
algunas cuestiones concordantes con lo expuesto por Diderot en la Paradoja
del comediante respecto a la condición social de los actores;
en el que se reflexiona con bastante amplitud sobre el sentido de la teatralidad
respecto a la lectura. No deja de ser inquietante que textos como éste,
tan importantes y significativos, incidieran tan poco en la rutinaria práctica
escénica que se siguió desarrollando en España.
3
A lo largo del siglo XIX, las funciones de dirección de escena
suele desempeñarlas el primer actor, práctica que proseguiría
incluso después en el teatro español. El hecho quizás
no sea tan simple en cualquier caso, pues con alguna frecuencia observamos
la presencia del autor o la selección de los elencos por parte del
empresario, pero la tónica dominante es la señalada. La consecuencia
constatable es el estancamiento de la escenificación que se mantiene
en formalizaciones marcadamente convencionales, y la reducción de
las tareas de dirección a la simple ordenación de la escena
según criterios repetitivos.
No obstante en las últimas décadas, cuando existen ya algunos
directores de escena en Europa con su función relativamente definida,
podemos rastrear en España con bastante esfuerzo algunos libros que
abordan la cuestión, así como un puñado de nombres
que aparecen como pioneros en la materia. Unos, como Emilio Mario o Díaz
de Mendoza, son actores que adoptan en sus escenificaciones un criterio
estético o utilizan unas técnicas propiciadoras de la espectacularidad.
Adoptan en sus escenificaciones un criterio estético o utilizan unas
técnicas tendentes a conseguir un tono y propiedad escénicas
más depurado en todos los sentidos.
Uno de los textos más significativos es el de J. Manjarrés,
El Arte del Teatro, publicado en Barcelona 1875 en la Librería
de Juan y Antonio Bastinos. Manjarrés, profesor de Bellas Artes,
se califica igualmente de Director de escena de Teatros. El primer aserto
que establece en la Introducción es que "en el Teatro
están combinadas todas las formas que el Arte reviste, así
la literaria, como la tónica y como la plástica,
ausiliándose mutua y recíprocamente para alcanzar de común
acuerdo y por distintos medios el objeto, y obtener todos los resultados
que del Arte pueden y deben esperarse". Ello equivale a superar cualquier
prejuicio literario respecto al hecho teatral y a considerarlo en su compleja
combinación de elementos expresivos diferentes.
El libro conjuga un breve recorrido histórico por los grandes
periodos escénicos para centrarse en un pormenorizado periplo por
el edificio teatral, sus funciones y sus prácticas diversas. El guía
de todo ello es el director-arquitecto, binomio que para Manjarrés
expresa fielmente la combinaciones de funciones entre uno y otro. Parece
que se anticipara a ciertas manifestaciones de Copeau o Valle-Inclán
en este mismo sentido.
Por otra parte, los referentes que podían servir en aquel momento
de incentivo para favorecer la aparición del director de escena en
España en su sentido contemporáneo, eran los franceses; a
mi modo de ver los alemanes y los rusos debían ser mucho más
inaccesibles salvo excepciones más bien escasas. Es plausible por
tanto que quienes pudieran asumir tareas específicas de dirección,
aunque fuera en el sentido protomoderno del término, gozaran de dones
tales como el dominio de algún otro idioma, mantener contactos y
leer publicaciones del exterior, y viajar para conocer otras prácticas
teatrales distintas a las de aquí. Creo que el personaje que reúne
estas condiciones más que ningún otro en su tiempo, es Emilio
Mario, con la nada desdeñable contribución de Enrique Gaspar.
La figura de Emilio Mario (1838-1899), merece un comentario aparte. Actor
en diferentes compañías, curtido en las más diversas
lides interpretativas, trabajador tenaz, alcanzó el reconocimiento
unánime como actor, fue importante promotor, director de un teatro
y también director de escena. Deleito y Piñuela en sus Estampas
teatrales del Madrid teatral. Fin de siglo [ 6 ] , escribe: “Era Mario
hombre de cultura, de exquisito gusto, profundamente conocedor y admirador
del teatro español antiguo; y, aunque fuese el moderno el más
abundante en su repertorio, no olvidaba aquel, y le dedicaba puesto de honor...”
Mario mantuvo estrecha amistad con un autor notable en los amenes del
siglo XIX, Enrique Gaspar. El conjunto de cartas que el autor remitió
al director muestran hasta qué punto de confidencialidad artística
llegaba la relación entre ambos. Gaspar pasó buena parte de
su vida fuera de España, ejerciendo diferentes cargos consulares,
cuerpo en el que ingresó en 1869. Su pasión escénica
se desarrollaba lejos de los escenarios españoles, aunque alguna
vez dirigió personalmente algunas de sus obras. No obstante, seguía
pensando en términos renovadores en cuanto a la formalización
de las puestas en escena.
En 1887, el mismo año en que el Teatro Libre de Antoine
inicia en París sus actuaciones bajo el signo de las nociones del
naturalismo en el teatro expuestas por Zola, Gaspar publica en Barcelona
un libro que agrupa tres novelas, Castigo de Dios, Soledad y Entre
bastidores. Aunque esta última constituye una descripción
minuciosa de los lances y sucesos en el entorno de la escena, es en Soledad
en la que deja volar su imaginación para exponer sus concepciones
de una estética y una práctica teatral diferentes a las que
dominan en España [ 7 ] .
En la página 339 expone sus ideas sobre una transformación
de la escenografía de telones, bambalinas, fermas y rompientes, propia
del romanticismo -concepción exclusiva para Manjarrés-, en
otra en la que se incluyan un techo acorde con las paredes, puertas amplias
con cortinajes a medida, propiedad en la definición de los espacios
interiores y exteriores de la acción, elementos decorativos adecuados
y pertinentes con el lugar, etc. Su propuesta consiste en acabar con el
convencionalismo pictórico y construir un espacio que sea reflejo
de la realidad aludida.
Una buena muestra de sus planteamientos sobre la ubicación, distancias
y escorzos de los personajes, la propiedad de la indumentaria, la valoración
de los objetos y la creación de acciones autónomas, la constituye
un pasaje que podemos leer en las páginas 339-340:
“Otra de las reformas que gustó mucho fue que al descorrerse
la cortina no aparecieran los dos interlocutores de ordenanza contándose
sus cuitas uno enfrente del otro, a grito pelado y en el centro matemático
de la escena, sino que uno de ellos, como dueño de su casa, leía
el periódico tendido en una silla diván delante de una chimenea
relegada al fondo, mientras el otro, huésped del primero, sentado
ante un velador, se confeccionaba unos cigarrillos de papel para la provisión
del día. Por supuesto, cada uno en un extremo distinto y vuelto de
espalda, porque había desaparecido el sofá clásico
paralelo a la batería que da a la decoración el aspecto de
una sala en sábado cuando se separan todos los muebles de la pared,
y en el que se desenvuelven las más arduas situaciones de la obra.
Notábase que los artistas procuraban estar siempre ocupados ya en
hojear un libro, ya en cortar tallos de flores para colocarlas en vasos,
ya en trabajos de adorno o en pasatiempos sin importancia; porque en realidad
nada es tan ridículo como las manos de nuestros actores, con las
que no hacen en el transcurso de la comedia sino agitarlas en los momentos
dramáticos o colocarlas en los normales en el estómago si
es mujer, y repartirlas si es hombre entre la solapa del gabán y
el bolsillo del pantalón”.
Gaspar proponía esta visión de conjunto respecto al desarrollo
de las acciones descriptivas o autónomas, así como a la estructura
global, de modo empírico, aunque fundamentada en unas concepciones
estéticas próximas al naturalismo. Hoy podemos justificar
todo lo que plantea en función del tratamiento de las distancias,
las ubicaciones y los escorzos, lo cual confiere a sus palabras una extraordinaria
modernidad y justeza. Se percibe claramente que pesa en su ánimo
dar respuesta al interrogante que los actores se plantean a la hora de construir
sus personajes: saber no sólo lo que dicen sino inducir lo que hacen,
cosa que en su momento y ahora en muchos casos, es enormemente novedosa.
Las ideas de Gaspar no pasaron de ser consideraciones de carácter
imaginativo pero no fue así en el proceder de Emilio Mario, cuyas
escenificaciones, por los documentos que han llegado hasta nosotros en forma
de descripciones y alguna fotografía, constituyen intentos más
que casuales de llevarlas a la práctica. Nacido en Granada el 30
de enero de 1838, Mario Emilio López Chaves, que así se llamaba,
fue militar antes de hacerse cómico tras pasar por el Conservatorio.
Actuó en diferentes teatros de la capital y recorrió España
y parte de América con distintos elencos. Hombre de cultura y de
gusto exquisito, cuando regentó su propio proyecto se propuso una
regeneración del teatro español, comenzando por incluir en
su repertorio obras que representaban las tendencias más actuales
en aquel momento. Viajó a París para conocer las nuevas corrientes
y observar las formas organizativas de la Comédie Française.
Conoció a buena parte de los grandes actores franceses de su tiempo
y era buen amigo, como ya dije, de Gaspar.
En el Teatro de la Comedia recién inaugurado, sentó sus
reales para llevar adelante sus planteamientos. Es actor ante todo y confiere
una enorme propiedad a sus personajes, fruto de la observación y
un depurado proceso de apropiación y depuración, pero piensa
como director de escena, en primer lugar, en lo relativo a los repartos.
Constituye una especie rara en el teatro de su tiempo y de después
y de ahora mismo: en las obras que produce y escenifica, se otorga en ocasiones
personajes menores, incluso mínimos, adecuados a sus características,
renunciando a los protagonistas que no le corresponden. En un artículo
aparecido en Blanco y Negro [ 8 ] en 1893, tres años después
del estreno de Las personas decentes, una de las grandes obras de
Gaspar escenificada por él, leemos:
“Le es deudora la escena española al actor insigne de una
de las circunstancias que más avaloran las extranjeras, y que él
ha logrado implantar en las nuestras, dando la norma a todos los teatros
en tan vitanda cuestión: la propiedad en el decorado. Ya, fuera de
España, habíase llegado a la más escrupulosa verdad
en las tablas, y todavía continuábamos aquí sirviendo
a la vista del público pollos de cartón y té por cerveza.
Emilio Mario rompió contra semejantes convencionalismos, y en fuerza
de estudio, paciencia y dinero, ha conseguido que las obras representadas
bajo su dirección resulten verdaderos cuadros tomados de la realidad,
con todos sus característicos detalles: el natural mismo”.
La escena como reproducción verista de la realidad, es el objetivo
estético que rige el movimiento de renovación escénica
europea, bien sea desde las categorías del naturalismo o de un realismo
algo más estilizado. Deleito y Piñuela en el libro que cité,
escrito años después de la desaparición de Mario pero
con el recuerdo vivo de las representaciones que presenció, describe
muchas de las reformas emprendidas en sus escenificaciones en cuanto a la
composición, la escenografía, la indumentaria, los muebles
y objetos, etc., a fin de que se erigieran en expresiones "del natural
mismo".
En primer lugar se propuso armonizar los elencos. Impuso una disciplina
firme aunque poco contundente en apariencia, fundamentada en su autoridad
y en el respeto mutuo. Logró en buena medida domeñar esa petulante
e insustancial prepotencia de determinados actores, que sientan plaza de
divos o seres divinizables, haciéndoles que aceptaran en la confección
del reparto los personajes que entendía más adecuados a ellos.
Con idéntica contundencia se aplicó en particular al rechazo
de los convencionalismos que asolaban la escena:
“Uno de ellos era el de que los actores no pudiesen volver la espalda
jamás al público. Mario en escenas de sillón y tertulias
domésticas, los hacía agruparse con naturalidad, de frente,
de espalda o de perfil, como en una verdadera reunión de personas
que conversan; pues consideraba con razón que el escenario no es
un escaparate de maniquíes, colocados cada uno en su lugar para mejor
visión del viandante, sino un reflejo de la realidad cotidiana”.
Igualmente fue relevante su preocupación por la indumentaria.
No sólo en la distinción para vestir el frac, la levita o
los atuendos prolijos de las actrices, sino también para servirse
de los más comunes. Para el personaje protagónico de El
cura de Longueval, compró una sotana en el Rastro y “paseó
por Madrid enfundado en ella días antes del estreno, caracterizándose
tan bien, que se presentó en su casa haciendo creer a su criada
que era un cura auténtico”.
Particular cuidado tuvo respecto a otros aspectos de la escenificación
que se resolvían tradicionalmente de forma rutinaria y bastante zafia,
me refiero al mobiliario y los objetos de utilería. Deleito recuerda
cómo para la comedia citada, rechazó una rica vajilla que
le presentaba el utilero, inclinándose por “una de loza blanca,
más acomodada a la sencillez de un párroco rural”. Sustituyó
igualmente las jarras, copas, vasos, armas, etc., fabricados en madera
pintada de purpurina, por piezas reales y con entidad propia. Aquello respondía
cabalmente a su criterio estético, aunque con ello subvertía
las normas de una platea habituada a los objetos elegantes y lujosos aunque
chocaran con la temática expuesta.
Deleito relata un recuerdo familiar, magnífico exponente no sólo
del rigor y minuciosidades de Mario a la hora de la construcción
de los elementos escénicos, sino también de las condiciones
de producción disponibles en sus manos y en las de algunos otros,
menos míseras al parecer de lo que comúnmente se supone:
“A mi abuelo (mueblista entonces de casi todos los teatros de Madrid)
le daba Mario solo más quehacer que los demás empresarios
y directores juntos. Ante la proximidad de cada temporada, celebraba con
él repetidas entrevistas, para hacerle minuciosos encargos referentes
a las obras nuevas o renovadas en preparación. Intervenía
en todos los detalles: en el tono y el matiz de sedas, rasos y terciopelos,
en los juegos de tapices y cortinajes, en minucias de bordados y pasamanerías.
De aquellas conferencias surgía una movilización de comerciantes
de telas, ebanistas, carpinteros, tapiceros, doradores y demás operarios
de la industria del mueble”.
Otros recursos escénicos fueron igualmente tratados con atención
muy particular. El realismo naturalista -del natural, sería más
justo- que guiaba su práctica escénica, le llevó a
introducir efectos de notoria y vistosa envergadura. También en El
cura de Longueval hizo "llover" en escena con convincente
verismo, por primera vez según creo. En otra ocasión en que
la acción precisaba un carruaje, hizo aparecer un tílburi
con su caballo correspondiente causando la sensación que es fácil
presumir.
Otro aspecto que quiso regular fue el de las vituallas escénicas.
Hasta entonces se utilizaban habitualmente pollos o viandas diversas de
cartón, o simplemente no existían. Mario tuvo particular empeño
en introducir en sus escenificaciones alimentos de verdad. Su exigencia
verista en esto fue de grandes proporciones. Cuando se trataba de banquetes
de gala o elevado postín, las encargaba a Fornos, el mejor restaurante
de Madrid por aquel entonces, y eran los propios camareros de la casa quienes
las servían en el momento oportuno de la representación. La
copia del natural debía llevarse a cabo en todos sus extremos, dentro
de las normas del buen gusto y la moral dominante, podríamos añadir.
Así se hizo en El amigo Fritz y en alguna otra comedia. La
calidad y cantidad de aquellos manjares era de tales proporciones, que lo
sobrante se repartía después entre los maquinistas y carreros
del teatro con gran regocijo por parte de los agraciados.
Las ideas de Mario transmiten el aroma y el sentido de las solicitudes
de Moratín, así como de las formulaciones del libro de Zeglirscosac.
Son igualmente las de un ilustrado, menos seguro en cuanto al procedimiento
de implantarlas y más profundo en sus referencias realistas e incluso
naturalistas, como es lógico. Un siglo separa unas de otras pero
el combate era el mismo y en poco habían cambiado las cuestiones
de fondo. La virtud de Mario, su capacidad, su mérito también,
consiste en que pudo llevarlas a cabo con bastante eficacia y coherencia,
aunque no fuera su ejemplo el que imitaran quienes se consideraban sus pares.
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Algunos coetáneos, discípulos en cierto modo de Mario,
tuvieron iniciativas estimables. Entre ellos hay que resaltar las de Díaz
de Mendoza. El fue el primero en apagar por completo las luces de la sala.
El domingo 27 de octubre de 1901, la compañía Guerrero-Mendoza
que actuaba en el Teatro Español de Madrid, lo llevó a cabo
consiguiendo mayor concentración en la escena por parte de los espectadores.
En eso sí cundió su ejemplo y la medida fue adoptada rápidamente
por los demás teatros.
También invirtió cuantiosos recursos en sus producciones,
mandó realizar costosos vestuarios, pintar telones, adquirir muebles
y utilería originales, etc. Su amistad con gentes de la nobleza propició
en ocasiones el préstamo de armaduras, orfebrería, tapices,
armas y objetos varios, todos de constatable autenticidad. Una vez más
el deseo de hacer de la escena expresión de lo real condujo en ocasiones
a cierta desmesura.
Las pautas estéticas dominantes en aquel momento, eran ya la búsqueda
del verismo historicista como objetivo prioritario. No provenía dicha
tendencia de la aplicación de las tesis del naturalismo escénico,
como pudiera parecer leyendo a algunos de los críticos que con mayor
denuedo enarbolaban su bandera, sino de la formalización que impera
en el ámbito de la ópera italiana e incluso wagneriana. Era
la postrera palpitación del romanticismo verista que tuvo su expresión
plásticoformal en los treinta o cuarenta años últimos
del siglo precedente. Las disposiciones escénicas aunque bien construídas
en general, siguen siendo sin embargo de un convencionalismo notorio. El
antecedente próximo de Emilio Mario tenía sin duda su importancia
y Díaz de Mendoza y María Guerrero habían trabajado
con él y sabían de sus planteamientos, pero su línea
de trabajo es muy diferente a mi entender.
Deleito asevera que puso en su empeño toda “su cultura histórica
y artística, el estudio de museos, colecciones y palacios (incrementado
por sus viajes al extranjero), su exquisito gusto personal, sus hábitos
de rancio aristócrata, y también sus relaciones en el "gran
mundo" madrileño”. Pero si en Mario se percibe el afán
consecuente y fundamentado en lo que intenta, en Díaz de Mendoza
predomina la pretensión de mostrar el lujo y el esplendor de un verismo
exhibicionista, que a fuerza de acarrear valiosos objetos originales acaba
siendo puro decorado ilusorio. Así debemos comprender la importancia
de Emilio Mario como director de escena.
Díaz de Mendoza, unido artística y matrimonialmente a María
Guerrero, constituyen una fructífera simbiosis al menos en los años
finales del siglo y comienzos del siguiente. Ambos se muestran muy interesados
por las corrientes escénicas europes. En el mes de agosto de 1903,
mientras el elenco iniciaba en Madrid los ensayos de Fuenteovejuna
-refundida por Valle-Inclán y Manuel Bueno-, ellos se encontraban
en París viendo teatro, trabajando en definitiva, para desplazarse
después a Londres y Berlín con idéntico objetivo. El
26 de agosto de 1903, El Liberal de Murcia recogía unas declaraciones
de Díaz de Mendoza en las que afirmaba:
"Aparte de lo que nos seduce el asistir al trabajo escénico
de los grandes artistas, nos lleva al Extranjero el propósito de
estudiar procedimientos de decorado, mise en scène o indumentaria.
Los teatros ingleses son en ese orden teatros modelos".
De aquel periplo europeo trajo la firme convicción de llevar el
verismo a los límites escénicos que su público de abono
le permitía. Si bien la escenografía de Fuenteovejuna
se realizó más bien con retales, no sucedió lo mismo
con la otra producción ensayada casi al unísono. Se trataba
de La desequilibrada de Echegaray, en la que aplicaron lo entrevisto
en su excursión europea. El Liberal del 11 de diciembre de
1903, decía por ejemplo:
"La empresa Guerrero-Mendoza, en su afán de llegar, en cuanto
a la representación de las obras se refiere, a la más perfecta
reproducción de la vida real, ha empleado un nuevo procedimiento
en la construcción del decorado de esta obra, sustituyendo en la
decoración del primero y segundo acto la tela o papel pintado por
las maderas, telas y bronces que se emplean en los interiores más
lujosos. Sobre este fondo de realidad, los muebles construidos por la casa
Lissarrag, con arreglo a los últimos modelos ingleses, convierten
el escenario en habitación lujosísima sin detalle alguno convencional".
No deja de ser curioso que la casi totalidad de la crítica convirtiera
el verismo plástico en piedra de toque de la pertinencia y propiedad
de una escenificación, al margen de la entidad estética emanada
del texto y de la puesta en escena en su conjunto.
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En los años postreros del siglo XIX se producen igualmente algunos
intentos de renovación y aparecen en este sentido no pocos textos
que estudian diferentes aspectos del hecho teatral, incluyendo la dirección
de escena [ 9 ] . En particular recordaré las páginas que a dicha
cuestión dedica Sebastián J. Carner en su Tratado del arte
escénico. En líneas generales podríamos decir que
prosigue la pugna por situar la dirección de escena en el lugar que
le corresponde.
Las aportaciones más importantes se dan en Barcelona y se dieron
ante todo alejadas del ámbito comercial, en donde la puesta en escena
transcurría habitualmente por caminos adocenados. En la transición
entre los dos siglos, Barcelona estaba en plena eclosión modernista
en la arquitectura, el mobiliario, las artes decorativas y la literatura.
Su burguesía era más culta que la de otras ciudades españolas,
lo que contribuía a generar una sociedad civil más desarrollada
y propiciadora de que ciertas iniciativas teatrales hallaran su apoyo. La
situación geográfica y el dinamismo social le hicieron ser
más abierta a las formas artísticas que emergían en
Europa, Francia en primer lugar.
Adrià Gual es el personaje más eminente de aquel periodo.
Así mismo tienen interés las iniciativas de Felip Cortiella
e Ignasi Iglésias, que crearon en 1896, en Barcelona, la Compañía
Libre de Declamación. Felip Cortiella, obrero tipógrafo anarquista,
creó más tarde en el barrio de Poble Sec, un grupo teatral
formado por obreros, con el que organizó las Vetllades Avenir.
En algunas ocasiones se les unieron actores profesionales de prestigio.
En la primera de dichas sesiones se representó la obra de Octave
Mirbeau, Les mauvais bergers, traducida como Els mals pastors.
Representaron obras de Ibsen, antes de que lo fueran en los teatros comerciales.
En su conferencia El teatro y el arte dramático de nuestro tiempo,
pronunciada el 9 de enero de 1904 en el Teatro Lara de Madrid y publicada
ese mismo año [ 10 ] , expuso sus concepciones escénicas como vehículo
de ideas. Toda su actividad estuvo dedicada a difundir sus convicciones
anarquistas.
Ignasi Iglésias (1871-1928) se había iniciado como escritor
en 1892 a la edad de 21 años, y llegó a componer más
de cuarenta obras y a ser extremadamente popular. Próximo a los postulados
anarquistas, realizó en el barrio de San Andreu de Palomar actividades
de sesgo parecido al de Cortiella, acrecentando el repertorio por su contribución
prolífica autoral. De formación autodidacta, siempre escribió
en catalán.
En 1898, Adrià Gual crea con un grupo de amigos el Teatre Íntim,
para promover un teatro moderno que revitalice la rutina dominante en los
escenarios de su entorno. Desde aquel momento su actividad escénica
no dejó de desarrollarse y crecer en intensidad e importancia. En
un principio adoptó un perfil vanguardista y elitista, pero andando
el tiempo fue transformándose hasta adquirir una cierta dimensión
ciudadana. De forma más o menos continuada, el Teatre Intim
va a prolongar su existencia durante treinta años, hasta 1928. En
su repertorio figuran autores clásicos, contemporáneos europeos
como Ibsen, Maeterlinck, Hauptmann, D'Annunzio, catalanes de su entorno,
Galdós, Benavente y las obras del propio Gual. Aunque la plétora
de su actividad corresponde al siglo XX, emana de sus inicios en el siglo
anterior.
Autor sólido, escenógrafo eminente, director de escena
de amplia formación, pedagogo solvente y laborioso, Adrià
Gual es un personaje fundamental en la configuración del espacio
renovador teatral en los primeros treinta años del siglo. También
el director de escena en el sentido contemporáneo de mayor cualificación
en la España del momento. Fue igualmente quien llevó a la
práctica el principio de autonomía de la escenificación,
diferenciándola de la literatura dramática, y la necesaria
e ineludible presencia del director. Por muy contradictorias que nos parezcan,
convergen en su caso la influencia de Antoine, de la noción wagneriana
del Arte Total, las creaciones ambientales de los simbolistas a través
de los espectáculos de Paul Fort y Lugné-Poë y los progresos
técnicos y científicos de la escena. La tarea del director
consistía a su modo de ver en que “suponiendo que todos los
elementos de que dispone están perfectamente penetrados de la obra
en cuestión, los guiemos por la mano, procurando la perfecta armonía
entre ellos” [ 11 ] . Su presencia es igualmente necesaria para impedir
discordancias artísticas y establecer la armonía del conjunto,
entendido como un trabajo cohesionado de los actores que participan del
mismo amor, sacrificio y voluntad.
En Madrid las cosas fueron algo diferentes. No faltaron propuestas, escritos
ni intentos, algunos de ellos de gran interés y entidad, pero siempre
fueron efímeros en su materialización o tan sólo lograron
influir en un entorno minoritario de convencidos. Incluso en algunos casos
no trascendieron el entorno familiar y de amistades que a ellos concurrían.
La capital del Reino ha sido siempre pábulo de intrigas en el medio
escénico y espeso boñigal de mezquindades. Con harta frecuencia
se desdeñó allí, con olímpico rictus mostrenco,
el saber y se ensalzó al mercachifle, al filisteo pertinaz, al ignorante
con ínfulas de estar de vuelta de todo, al petulante bilioso.
A nadie se le ocurrió pensar que si no se modificaba el modo de
producción teatral existente, era imposible que un teatro con motivaciones
estéticas y sustentador de ideologías progresistas, pudiera
difundirse y construir su espacio propio en el tejido social. Todas las
gentes abnegadas, voluntariosas y muchas veces de gran cultura en cuestiones
teatrales, miraban a Adrià Gual como un ejemplo anhelado, como una
luminaria en el horizonte, como un modelo a seguir. Nunca consiguieron algo
de similar envergadura en sus pagos. Al parecer tampoco comprendían
que en eso sí eran diferentes Barcelona y quienes la habitaban.
En 1899, Benavente creó en Madrid el Teatro Artístico,
en el que colaboró Valle Inclán, cuyo objetivo era representar
un repertorio guiado por los intereses exclusivos del arte y por su intencionalidad
regeneracionista en toda la amplitud del término. Su referencia más
inmediata fue, como en otros casos, el Teatro Libre creado años
antes por André Antoine en París. Entre sus propósitos,
aluden a la escenificación de obras minoritarias y es perceptible
un cierto elitismo endogámico en sus propuestas.
En primavera y en el Teatro de las Delicias de Carabanchel Alto, representaron
La fierecilla domada de Shakespeare, traducida posiblemente por Manuel
Matoses y dirigida por Antonio Vico (hijo). Intervinieron como actores Concha
Catalá (Katharina), Benavente (Petruchio), Barinaga
(Vicentio), Martínez Sierra, Pedro González Blanco
y Alonso y Orera. Los carteles están diseñados por Santiago
Rusiñol.
El 7 de diciembre estrenan en el Teatro Lara, Cenizas, de Valle
Inclán que se ocupó de dirigirla. Su objetivo era recaudar
fondos para comprarle un brazo ortopédico a su autor, al que se lo
habían tenido que amputar el pasado mes de julio. La srta. Ordóñez
interpretó el personaje de Octavia, Benavente el de Pedro
Pondal, Martínez Sierra el del Padre Rojas y Moreno el
de Don Juan Manuel. Completó la velada la comedia en un acto
de Benavente, Despedida cruel. El reparto incluía al propio
autor junto a Martínez Sierra y Josefina Blanco. Escenificaron también
el Juan José de Dicenta y se propusieron estrenar Interior,
de Maeterlinck, traducida y dirigida por Valle Inclán, pero el proyecto
se frustró.
Todas estas experiencias de renovación adquieren sin embargo mayor
entidad en cuanto a la renovación de los repertorios y la promoción
de iniciativas que dinamicen el entorno o se dirijan a públicos diferentes.
Es difícil establecer en qué medida pudieron incidir en el
campo de la dirección de escena, aunque no deja de hablarse de la
cuestión en muchos casos. El siglo XX proporcionará desde
luego no pocas aclaraciones.