ADE-Teatro

Inicios de la dirección de escena en España

por Juan Antonio Hormigón

ADE-Teatro nº 100, abril-junio 2004

La configuración de las funciones de dirección de escena, definidas o identificables en mayor o menor medida, fue un proceso paulatino no muy diferente al de otros países de Europa. A lo largo del los siglos XVI y XVII, cuando el teatro comienza a ser un acontecimiento frecuente en la vida social, las escenificaciones se ejecutaron según un normativismo estrecho y rudimentario en líneas generales que alimentó bien poco la inventiva escénica.

No obstante hay que señalar que los autores de compañía, en la acepción propia del teatro del barroco, que se ocupaban de labores de producción y gestión: elegir a los cómicos integrantes del elenco y ajustar su soldada, contratar la compañía en diferentes plazas y corrales, proveer la impedimenta, etc., escogían igualmente el repertorio, hacían los repartos y dirigían los ensayos, actividades todas ellas propias de un protodirector. Elencos profesionales como los de Roque de Figueroa, Avendaño, Martínez de los Ríos, Diego Osorio, Pedro de la Rosa, etc., enumeran algunos de sus nombres. A ellos hay que añadir un número nada desdeñable de sus colegas del sexo femenino, que convierten a España en un caso singular y sin parangón en aquel momento. Sorprende la infatigable y opulenta labor desarrollada por mujeres como Francisca Bezón (La Bezona), Juana Cisneros, Juana de Orozco, María Hidalgo (La Viuda), María Ladvenant, Agueda de la Calle, Andrea de Salazar, Petronila Jibaja (La Portuguesa), Sabina Pascual, María Bernarda Portillo y otras, en los siglos XVII y XVIII.

Por otra parte, el periodo barroco en España propició la existencia de espacios escénico-arquitectónicos muy diversos para la práctica teatral. No es difícil deducir que la formalización de las escenificaciones resultantes fuera notoriamente variada. A la vista de los documentos gráficos y descripciones que han llegado hasta nosotros de algunas de aquellas representaciones, parece que fuera necesaria cuando menos la existencia de un ordenador, de un diseñador escenotécnico y de un ensayador de cierta entidad para que pudieran realizarse.

Es legítimo preguntarnos por el papel que Calderón pudo desempeñar respecto a las escenificaciones de sus obras, quizás también de otras, en el Coliseo del Buen Retiro. En 1635 fue nombrado Director de las Fiestas del Rey, cargo que a la vista de las muchas actividades de este género que se desarrollaron en las diferentes dependencias y plazas del Palacio, suponía sin duda una laboriosa tarea. Entre sus atribuciones estaba la de ordenar el cierre de los corrales, para que los actores de los diferentes elencos pudieran reunirse a fin de preparar la comedia que había de representarse en el Coliseo.

No sabemos a ciencia cierta qué protagonismo asumía en la preparación de las representaciones, aunque podemos presumirlo valorando ciertos indicios. Quizás su presencia en los ensayos fuera más activa de lo que pueda suponerse. Está documentado, por ejemplo, que durante sus estancias en Alba de Tormes y en Toledo viajó siempre a la Corte para la escenificación de sus Autos Sacramentales. Existe por otra parte la referencia un tanto enigmática a un suceso acaecido en 1640, en el que se asegura que sufrió heridas leves a causa de un tumulto en el Coliseo durante unos ensayos. Ignoramos en cualquier caso la causa de todo ello.

Sin embargo los elementos básicos de esta indagación nos los proporciona ante todo el material gráfico y la propias descripciones del escritor. No me refiero tan sólo a las Memorias de las apariencias para los Autos del Corpus, hoy bien estudiadas [ 1 ] , sino a las didascalias que inserta en sus textos. En las comedias mitológicas que escribe para ser escenificadas en el Coliseo, sus indicaciones escénicas son mucho más amplias que las que aparecen en otras suyas o de los autores de su tiempo. En algunos casos, dichas anotaciones adquieren el carácter de descripciones en pasado porque anotan la representación que se hizo en su día. Basta recordar a tal efecto las correspondientes a la tramoya y artilugio para Hado y divisa de Leónido y Marfisa, estrenada en el Coliseo en 1580.

Mayor interés si cabe tienen las que inserta en Andrómeda y Perseo, por ir acompañadas además de los bocetos escenográficos debidos a Baccio del Bianco. Como es sabido, esta obra se puso en escena en el Coliseo del Buen Retiro el 18 de mayo de 1653. Poco más tarde Felipe IV encargó que se preparara un manuscrito con el texto y la música de la obra, junto a los dibujos escenográficos, para que se enviara a la corte de Viena como presente a su suegro, el emperador Fernando III. Dicho manuscrito que hoy reposa en la universidad de Harvard, incorpora entreverada con el texto de la obra una narración en la que se describen los pormenores de la fiesta que se dio en el Coliseo, es decir de la escenificación.

Rafael Maestre [ 2 ] llevó a cabo su cuidadosa edición en 1994, publicando íntegras tanto la parte textual como la música del espectáculo, así como los once bocetos escenográficos en los que del Bianco incorpora además la composición escénica de diferentes momentos, con la ubicación de los personajes, sus atavíos, utensilios de escena, mobiliario, etc. Comparto las opiniones del editor cuando afirma que se trata de un verdadero cuaderno de dirección, junto con la fábula escénica. Páginas antes no duda en aludir a la doble tarea del escritor como dramaturgo y director de escena. No obstante idéntico atributo de director y escenógrafo otorga a del Bianco, junto a otras muchas profesiones que enumera, desde coreógrafo y figurinista hasta orfebre, comediógrafo o actor.

A manera de balance final podríamos decir que caben pocas dudas respecto a la participación de Calderón en las escenificaciones de sus obras, en particular de aquellas que se representaron en el Coliseo del Buen Retiro y quizás también, por lógica extensión, en las que se hicieron en el Salón de Comedias del Alcázar así como en los Autos. No podríamos asegurar sin embargo, que también lo hiciera respecto a las obras de otros autores en alguno de estos espacios.

Posiblemente la labor directriz de Calderón se centrara en primer lugar en el trabajo con los actores, tanto para lograr el tono de propiedad adecuado a la tipología de los personajes, como para desentrañar el sentido, no pocas veces intrincado, de su versificación. Igualmente podemos discernir observando los documentos aludidos, que se ocuparía de las complejas y ajustadas disposiciones de los personajes, el sentido de los agrupamientos y la selección de las distancias y los escorzos.

Tarea fundamental sin duda fue la del diseño del espacio escénico, lo cual implicaba la adopción de la tonalidad y el sentido globalizador que quisiera darse a la escenificación. Su colaboración con los escenógrafos o realizadores de las escenografías, debió ser intensa, minuciosa y fructífera. En el caso de Andrómeda y Perseo, dadas las cualidades convergentes de Calderón y del Bianco, es plausible deducir que pudo tratarse de una escenificación conjunta, que hubieran podido firmar al unísono.

Hasta aquí, con certidumbres especulativas y especulaciones razonadas, aquello que me hace suponer que don Pedro Calderón además de ilustre comediógrafo, fue igualmente notable director de escena.

2 Es forzoso dar un salto temporal bastante amplio para hallar otro documento acreditativo de la actitud específica de un director de escena, en función del procedimiento que propone. Se debe a un escritor del fuste de Leandro Fernández de Moratín, y se planteó a propósito de la escenificación de una de sus obras. En 1799 la compañía de Luis Navarro, autor de la Compañía del Teatro de la Cruz, hizo manifiesto su interés por representar La comedia nueva [ 3 ] . Sabedor de tal propósito y quizás escocido por anteriores experiencias poco decorosas ni aseadas, Moratín dirigió el 14 de junio una carta al Corregidor de Madrid en la que le proponía la adopción de una serie de medidas "a fin de evitar el inconveniente de que, no ejecutándose con la perfección posible, se diga tal vez que yo he tenido parte en ella, cargando de esta manera sobre mí no sólo mis defectos como autor, que serán muchos, sino los que pueden resultar de una declamación poco estudiada, o de la mala elección de los actores". El escritor añade: "Escribí a Luis Navarro proponiéndole que de aquí en adelante, o no se contara conmigo en tales casos, o los cómicos se sujetaran a cumplir exactamente las condiciones cuya copia remito a V. S."

La Compañía, afanosa sin duda de montar la composición moratiniana "y deseando que yo intervenga en su disposición y ensayos, añade, se presta a cumplir cuanto yo exija de ella; pero esto no basta". El escozor moratiniano parece que no era superficial sino de fondo. Sencillamente no se fiaba de lo que los cómicos pudieran hacer dejados a su albedrío. Su carta concluía con no poca contundencia:

“No mediando la aprobación de V. S. ni estando yo seguro de que interpondrá su autoridad para que tenga efecto cuanto propongo en las condiciones mencionadas, no pasaré adelante en ello.

Espero, pues, que V. S. se servirá responderme si aprobará el repartimiento de papeles que yo haré; si hecha por mí esta distribución y dirigida a manos de V. S., tendrá a bien de remitírsela a los cómicos a fin de que se ejecute sin réplica alguna; y si podré contar con que V. S. se prestará a hacer cumplir cuanto les tengo propuesto en la copia que le remito”.

La misiva se acompañaba de un listado de consideraciones y exigencias. Este documento, leído desde una óptica procedimental, constituye un catálogo de intenciones respecto a cómo ensayar y diseñar la producción y qué objetivos se pretende alcanzar con ello:

“1.- Resuelta la ejecución de alguna de las comedias mías, se pasará a mis manos el original que posee la compañía de Luis Navarro para que, examinando las alteraciones que haya padecido, suprimiendo o restableciendo lo que convenga, queden arreglados a él todos los papeles antes de repartirlos.

2.- He de elegir los actores y actrices que han de representarla, valiéndome indistintamente de los que hubiese en ambas compañías (en caso de que lo juzgue necesario) y, hecho el nombramiento, pasarán a estudiar los papeles que se les destinen sin réplica ni excusa alguna.

3.- Cada uno de ellos en particular habrá de prestarse a recibir las advertencias que le haré en cuanto a la ejecución de su papel, y después ensayarán a mi vista, juntos o separados, aquellos pasajes que pidan mayor delicadeza y estudio.

4.- Después se ensayará toda la comedia en el teatro cuantas veces lo juzgue conveniente y en los términos que me parezca.

5.- Hasta que yo crea, en vista de los ensayos generales, que están los actores en disposición de poder desempeñar con acierto sus papeles, no se pondrá la comedia en lista ni se fijará sin mi consentimiento el día en que se debe representar.

6.- Los dos últimos ensayos generales han de hacerse con la decoración y aparato teatral que ha de servir para la representación.

7.- La decoración, los muebles de la escena y los trajes de los actores se presentarán con ocho días de anticipación a fin de ver si están como conviene, o se debe hacer alguna reforma en ellos”.

Traducido a nuestras concepciones actuales, Moratín propone que se reconozca su capacidad ineludible para intervenir el texto -el suyo-, tanto para restaurar como para suprimir determinados fragmentos; igualmente para tomar decisiones en cuanto a la elaboración del reparto; el trabajo con los actores en la construcción de los personajes y los ensayos conjuntos o individuales del periodo inicial; los ensayos completos en el teatro que se realizarán cuantas veces sea necesario; los ensayos generales hasta que él mismo considere que la escenificación puede representarse ante el público; las condiciones que deben reunir los dos últimos "generales"; el plan de realización de la escenografía, la indumentaria y el mobiliario para revisarlos e introducir modificaciones si conviene, etc. Todo ello, fundamentado en el reconocimiento de su autoridad consciente respecto a la escenificación, deberá hacerse "sin réplica ni excusa". El objetivo no es otro que elevar el nivel artístico de la representación para que alcance la propiedad necesaria.

Las "condiciones" exigidas por Moratín no eran las propias de un escritor que vigila la escenificación, sino las de alguien que se erige en responsable de la misma aunque sea de una de sus propias obras. En cierto modo lleva a la práctica los postulados expuestos años antes por Santos Díez Gozález, profesor de Poética en los Reales Estudios de San Isidro. En su Memorial sobre la reforma de los teatros la Villa de Madrid de 2 de febrero de 1789, en el que proponía la desaparición del autor, en la acepción utilizada en los dos siglos anteriores, para ser sustituido por un director “instruido en la poética y arte de declamar, y dotado de aquella prudencia, discernimiento y conducta que es menester, obrando siempre bajo las órdenes del señor Juez protector, quien le autorizaría en toda forma para que fuese respetado y obedecido”.

El documento moratiniano posee en este sentido suma importancia, más aún si comprobamos que no era meramente especulativo sino que iba a traducirse en procedimiento escénico concreto. El Corregidor de Madrid respondió favorablemente el día 15 a todas las peticiones del director. Así lo testimonia al menos una carta de éste con fecha de 24 de junio, en que agradecía que la autoridad hubiera corroborado todas las disposiciones planteadas. Moratín anota en su Diario [ 4 ] el día 29, que ha efectuado la lectura de la obra en el Teatro de la Cruz. A lo largo del mes de julio registra a partir del 9 los ensayos en diferentes días, catorce en total, los primeros en su casa o en la de alguna de las actrices y los últimos en el coliseo de la Cruz. Así mismo testimonia un encuentro el 13 con el pintor escenográfico Antonio María Tadei. El 27 escribe dando noticia del estreno: "Comedia nueva, placuit". Las representaciones concluyeron el domingo 4 de agosto.

Meses después, coincidiendo casi al unísono con las exigencias moratinianas, D. Fermín Eduardo Zeglirscosac, seudónimo que correspondía a Francisco Rodríguez Ledesma, da a la luz un libro titulado Ensayo sobre el origen y naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral, impreso en cuarto por Sancha con cuido y esmero, que incluye trece láminas con cincuenta y dos figuras coloreadas manualmente debidas a Francisco de Paula Martí, grabador de la Academia de San Fernando y más tarde autor dramático. El celo rastreador de mi buen amigo y colega Eduardo Vasco, me descubrió hace tiempo ya este tratado que contiene algunas sorpresas respecto a la cuestión que nos ocupa [ 5 ] .

Percibimos en primer lugar las aportaciones de un ilustrado para afrontar los problemas escénicos, en el marco de los "Teatros regulares", que son los propiciadores del buen gusto y las buenas costumbres. En el Discurso preliminar asevera:

“Entiendo aquí por arte dramático el talento de representar todas las buenas piezas teatrales, de cualquier género que sean, de una manera conforme a su asunto. Este talento es de mucha extensión; y reflexionando sobre sus partes esenciales, no se encontrará cosa que se parezca a oficio; y antes más bien se notará que por ciertos respetos es aún superior este talento al de las artes”

La primera sorpresa surge cuando inmediatamente afirma que “el arte dramático se divide en dos partes esenciales: primera, en la de los preparativos necesarios para la representación de los Dramas; y segunda, en la de la representación misma”. Es decir, el arte dramático es privativo de la acción escénica en concreto. Hete aquí que de forma inopinada, Don Fermín establece -¡en 1800!- la diferencia, cuando menos conceptual, entre literatura dramática y escenificación.

Interés particular tienen sus consideraciones respecto a la preparación de la representación, lo que hoy entendemos como el conjunto de tareas que diseñan y construyen una escenificación:

“Los preparativos abrazan todas las disposiciones, y todos los pormenores preliminares, sin los cuales una representación no puede tener lugar. Tales son la elección del sitio, el plan o construcción del escenario, dispuesto según el género de dramas que deben ser representados en él. El examen pertenece al juicio, que elige el mejor de los proyectos que ha inventado el ingenio.(...) Además la invención y arreglo de las decoraciones, y de las escenas movibles, no es del resorte de la memoria. No depende todo solamente del pintor: el Director del Teatro puede por sí sólo dirigirlo con arreglo a su plan. (...) Los trajes pertenecen igualmente a los preparativos. (...) Es necesario que sean empleados con discernimiento, y siempre de manera que no se quebrante la verosimilitud, ni la conveniencia teatral. Una imitación servil sería tan ridícula como perjudicial al efecto del Teatro. (...) Es necesario mucho discernimiento, y un buen juicio para no exceder el punto preciso donde deben conciliarse las conveniencias con la verdad del traje, y el efecto que debe ser producido en los espectadores; y esto exige ciertamente mucho más que habilidad”.

¿Quién debe ser el indicado para ejercer una tarea tan poco frecuentada por aquel entonces, tal y como Moratín descubría en su escrito? La respuesta es sorprendente de nuevo: el director del teatro es la persona apta para tales funciones, siempre que cumpla los siguientes requisitos:

“Un Director del teatro debe, pues, poseer un tino seguro y delicado, necesario para distinguir los personajes, de manera que haga tanta impresión, que los espectadores sean convencidos por sus propios ojos, así como por sus oídos, de las diferencias de todos los papeles. Sin esta precaución nunca existirá en la representación esta unidad, y las piezas harán mucho más efecto sólo con leerlas”.

En las Conclusiones finales es más explícito si cabe. Introduce una terminología insólita, la de director del espectáculo, y plantea el trabajo con los actores como cuestión prioritaria. El autor explicita con sumo rigor las diferentes cuestiones que ello plantea:

“En mi sentir, debería ser la ocupación esencial del Director del espectáculo la de dirigir al Actor en el estudio de su papel, de desenvolverle los pormenores, sin perder jamás de vista la idea de la reunión, de indicarle el lugar verdadero que debe ocupar en cada grupo, y de sujetarle todas las veces que su falta de juicio le pudiese extraviar, o el necio orgullo, con el cual pretendía substraerse a toda especie de subordinación, sin la cual muchos artistas reunidos no producirían cosa ni aún mediana, y mucho menos excelente”.

Las reflexiones postreras de D. Fermín se centran en la condición actoral, tanto en su propiedad como en su formación, tanto en su conducta como en su ética. Ese y no otro ha sido el objetivo fundamental de su Ensayo: contribuir a la formación técnica de los actores, a su amplitud y coherencia expresiva, a la gradación de su proceso interpretativo y a reforzar el significado de las relaciones que cada cual debe mantener con el conjunto para que las acciones se construyan con coherencia y sentido. Estamos ante un libro curioso, en el que se expresan algunas cuestiones concordantes con lo expuesto por Diderot en la Paradoja del comediante respecto a la condición social de los actores; en el que se reflexiona con bastante amplitud sobre el sentido de la teatralidad respecto a la lectura. No deja de ser inquietante que textos como éste, tan importantes y significativos, incidieran tan poco en la rutinaria práctica escénica que se siguió desarrollando en España.

3 A lo largo del siglo XIX, las funciones de dirección de escena suele desempeñarlas el primer actor, práctica que proseguiría incluso después en el teatro español. El hecho quizás no sea tan simple en cualquier caso, pues con alguna frecuencia observamos la presencia del autor o la selección de los elencos por parte del empresario, pero la tónica dominante es la señalada. La consecuencia constatable es el estancamiento de la escenificación que se mantiene en formalizaciones marcadamente convencionales, y la reducción de las tareas de dirección a la simple ordenación de la escena según criterios repetitivos.

No obstante en las últimas décadas, cuando existen ya algunos directores de escena en Europa con su función relativamente definida, podemos rastrear en España con bastante esfuerzo algunos libros que abordan la cuestión, así como un puñado de nombres que aparecen como pioneros en la materia. Unos, como Emilio Mario o Díaz de Mendoza, son actores que adoptan en sus escenificaciones un criterio estético o utilizan unas técnicas propiciadoras de la espectacularidad. Adoptan en sus escenificaciones un criterio estético o utilizan unas técnicas tendentes a conseguir un tono y propiedad escénicas más depurado en todos los sentidos.

Uno de los textos más significativos es el de J. Manjarrés, El Arte del Teatro, publicado en Barcelona 1875 en la Librería de Juan y Antonio Bastinos. Manjarrés, profesor de Bellas Artes, se califica igualmente de Director de escena de Teatros. El primer aserto que establece en la Introducción es que "en el Teatro están combinadas todas las formas que el Arte reviste, así la literaria, como la tónica y como la plástica, ausiliándose mutua y recíprocamente para alcanzar de común acuerdo y por distintos medios el objeto, y obtener todos los resultados que del Arte pueden y deben esperarse". Ello equivale a superar cualquier prejuicio literario respecto al hecho teatral y a considerarlo en su compleja combinación de elementos expresivos diferentes.

El libro conjuga un breve recorrido histórico por los grandes periodos escénicos para centrarse en un pormenorizado periplo por el edificio teatral, sus funciones y sus prácticas diversas. El guía de todo ello es el director-arquitecto, binomio que para Manjarrés expresa fielmente la combinaciones de funciones entre uno y otro. Parece que se anticipara a ciertas manifestaciones de Copeau o Valle-Inclán en este mismo sentido.

Por otra parte, los referentes que podían servir en aquel momento de incentivo para favorecer la aparición del director de escena en España en su sentido contemporáneo, eran los franceses; a mi modo de ver los alemanes y los rusos debían ser mucho más inaccesibles salvo excepciones más bien escasas. Es plausible por tanto que quienes pudieran asumir tareas específicas de dirección, aunque fuera en el sentido protomoderno del término, gozaran de dones tales como el dominio de algún otro idioma, mantener contactos y leer publicaciones del exterior, y viajar para conocer otras prácticas teatrales distintas a las de aquí. Creo que el personaje que reúne estas condiciones más que ningún otro en su tiempo, es Emilio Mario, con la nada desdeñable contribución de Enrique Gaspar.

La figura de Emilio Mario (1838-1899), merece un comentario aparte. Actor en diferentes compañías, curtido en las más diversas lides interpretativas, trabajador tenaz, alcanzó el reconocimiento unánime como actor, fue importante promotor, director de un teatro y también director de escena. Deleito y Piñuela en sus Estampas teatrales del Madrid teatral. Fin de siglo [ 6 ] , escribe: “Era Mario hombre de cultura, de exquisito gusto, profundamente conocedor y admirador del teatro español antiguo; y, aunque fuese el moderno el más abundante en su repertorio, no olvidaba aquel, y le dedicaba puesto de honor...”

Mario mantuvo estrecha amistad con un autor notable en los amenes del siglo XIX, Enrique Gaspar. El conjunto de cartas que el autor remitió al director muestran hasta qué punto de confidencialidad artística llegaba la relación entre ambos. Gaspar pasó buena parte de su vida fuera de España, ejerciendo diferentes cargos consulares, cuerpo en el que ingresó en 1869. Su pasión escénica se desarrollaba lejos de los escenarios españoles, aunque alguna vez dirigió personalmente algunas de sus obras. No obstante, seguía pensando en términos renovadores en cuanto a la formalización de las puestas en escena.

En 1887, el mismo año en que el Teatro Libre de Antoine inicia en París sus actuaciones bajo el signo de las nociones del naturalismo en el teatro expuestas por Zola, Gaspar publica en Barcelona un libro que agrupa tres novelas, Castigo de Dios, Soledad y Entre bastidores. Aunque esta última constituye una descripción minuciosa de los lances y sucesos en el entorno de la escena, es en Soledad en la que deja volar su imaginación para exponer sus concepciones de una estética y una práctica teatral diferentes a las que dominan en España [ 7 ] .

En la página 339 expone sus ideas sobre una transformación de la escenografía de telones, bambalinas, fermas y rompientes, propia del romanticismo -concepción exclusiva para Manjarrés-, en otra en la que se incluyan un techo acorde con las paredes, puertas amplias con cortinajes a medida, propiedad en la definición de los espacios interiores y exteriores de la acción, elementos decorativos adecuados y pertinentes con el lugar, etc. Su propuesta consiste en acabar con el convencionalismo pictórico y construir un espacio que sea reflejo de la realidad aludida.

Una buena muestra de sus planteamientos sobre la ubicación, distancias y escorzos de los personajes, la propiedad de la indumentaria, la valoración de los objetos y la creación de acciones autónomas, la constituye un pasaje que podemos leer en las páginas 339-340:

“Otra de las reformas que gustó mucho fue que al descorrerse la cortina no aparecieran los dos interlocutores de ordenanza contándose sus cuitas uno enfrente del otro, a grito pelado y en el centro matemático de la escena, sino que uno de ellos, como dueño de su casa, leía el periódico tendido en una silla diván delante de una chimenea relegada al fondo, mientras el otro, huésped del primero, sentado ante un velador, se confeccionaba unos cigarrillos de papel para la provisión del día. Por supuesto, cada uno en un extremo distinto y vuelto de espalda, porque había desaparecido el sofá clásico paralelo a la batería que da a la decoración el aspecto de una sala en sábado cuando se separan todos los muebles de la pared, y en el que se desenvuelven las más arduas situaciones de la obra. Notábase que los artistas procuraban estar siempre ocupados ya en hojear un libro, ya en cortar tallos de flores para colocarlas en vasos, ya en trabajos de adorno o en pasatiempos sin importancia; porque en realidad nada es tan ridículo como las manos de nuestros actores, con las que no hacen en el transcurso de la comedia sino agitarlas en los momentos dramáticos o colocarlas en los normales en el estómago si es mujer, y repartirlas si es hombre entre la solapa del gabán y el bolsillo del pantalón”.

Gaspar proponía esta visión de conjunto respecto al desarrollo de las acciones descriptivas o autónomas, así como a la estructura global, de modo empírico, aunque fundamentada en unas concepciones estéticas próximas al naturalismo. Hoy podemos justificar todo lo que plantea en función del tratamiento de las distancias, las ubicaciones y los escorzos, lo cual confiere a sus palabras una extraordinaria modernidad y justeza. Se percibe claramente que pesa en su ánimo dar respuesta al interrogante que los actores se plantean a la hora de construir sus personajes: saber no sólo lo que dicen sino inducir lo que hacen, cosa que en su momento y ahora en muchos casos, es enormemente novedosa.

Las ideas de Gaspar no pasaron de ser consideraciones de carácter imaginativo pero no fue así en el proceder de Emilio Mario, cuyas escenificaciones, por los documentos que han llegado hasta nosotros en forma de descripciones y alguna fotografía, constituyen intentos más que casuales de llevarlas a la práctica. Nacido en Granada el 30 de enero de 1838, Mario Emilio López Chaves, que así se llamaba, fue militar antes de hacerse cómico tras pasar por el Conservatorio. Actuó en diferentes teatros de la capital y recorrió España y parte de América con distintos elencos. Hombre de cultura y de gusto exquisito, cuando regentó su propio proyecto se propuso una regeneración del teatro español, comenzando por incluir en su repertorio obras que representaban las tendencias más actuales en aquel momento. Viajó a París para conocer las nuevas corrientes y observar las formas organizativas de la Comédie Française. Conoció a buena parte de los grandes actores franceses de su tiempo y era buen amigo, como ya dije, de Gaspar.

En el Teatro de la Comedia recién inaugurado, sentó sus reales para llevar adelante sus planteamientos. Es actor ante todo y confiere una enorme propiedad a sus personajes, fruto de la observación y un depurado proceso de apropiación y depuración, pero piensa como director de escena, en primer lugar, en lo relativo a los repartos. Constituye una especie rara en el teatro de su tiempo y de después y de ahora mismo: en las obras que produce y escenifica, se otorga en ocasiones personajes menores, incluso mínimos, adecuados a sus características, renunciando a los protagonistas que no le corresponden. En un artículo aparecido en Blanco y Negro [ 8 ] en 1893, tres años después del estreno de Las personas decentes, una de las grandes obras de Gaspar escenificada por él, leemos:

“Le es deudora la escena española al actor insigne de una de las circunstancias que más avaloran las extranjeras, y que él ha logrado implantar en las nuestras, dando la norma a todos los teatros en tan vitanda cuestión: la propiedad en el decorado. Ya, fuera de España, habíase llegado a la más escrupulosa verdad en las tablas, y todavía continuábamos aquí sirviendo a la vista del público pollos de cartón y té por cerveza. Emilio Mario rompió contra semejantes convencionalismos, y en fuerza de estudio, paciencia y dinero, ha conseguido que las obras representadas bajo su dirección resulten verdaderos cuadros tomados de la realidad, con todos sus característicos detalles: el natural mismo”.

La escena como reproducción verista de la realidad, es el objetivo estético que rige el movimiento de renovación escénica europea, bien sea desde las categorías del naturalismo o de un realismo algo más estilizado. Deleito y Piñuela en el libro que cité, escrito años después de la desaparición de Mario pero con el recuerdo vivo de las representaciones que presenció, describe muchas de las reformas emprendidas en sus escenificaciones en cuanto a la composición, la escenografía, la indumentaria, los muebles y objetos, etc., a fin de que se erigieran en expresiones "del natural mismo".

En primer lugar se propuso armonizar los elencos. Impuso una disciplina firme aunque poco contundente en apariencia, fundamentada en su autoridad y en el respeto mutuo. Logró en buena medida domeñar esa petulante e insustancial prepotencia de determinados actores, que sientan plaza de divos o seres divinizables, haciéndoles que aceptaran en la confección del reparto los personajes que entendía más adecuados a ellos. Con idéntica contundencia se aplicó en particular al rechazo de los convencionalismos que asolaban la escena:

“Uno de ellos era el de que los actores no pudiesen volver la espalda jamás al público. Mario en escenas de sillón y tertulias domésticas, los hacía agruparse con naturalidad, de frente, de espalda o de perfil, como en una verdadera reunión de personas que conversan; pues consideraba con razón que el escenario no es un escaparate de maniquíes, colocados cada uno en su lugar para mejor visión del viandante, sino un reflejo de la realidad cotidiana”.

Igualmente fue relevante su preocupación por la indumentaria. No sólo en la distinción para vestir el frac, la levita o los atuendos prolijos de las actrices, sino también para servirse de los más comunes. Para el personaje protagónico de El cura de Longueval, compró una sotana en el Rastro y “paseó por Madrid enfundado en ella días antes del estreno, caracterizándose tan bien, que se presentó en su casa haciendo creer a su criada que era un cura auténtico”.

Particular cuidado tuvo respecto a otros aspectos de la escenificación que se resolvían tradicionalmente de forma rutinaria y bastante zafia, me refiero al mobiliario y los objetos de utilería. Deleito recuerda cómo para la comedia citada, rechazó una rica vajilla que le presentaba el utilero, inclinándose por “una de loza blanca, más acomodada a la sencillez de un párroco rural”. Sustituyó igualmente las jarras, copas, vasos, armas, etc., fabricados en madera pintada de purpurina, por piezas reales y con entidad propia. Aquello respondía cabalmente a su criterio estético, aunque con ello subvertía las normas de una platea habituada a los objetos elegantes y lujosos aunque chocaran con la temática expuesta.

Deleito relata un recuerdo familiar, magnífico exponente no sólo del rigor y minuciosidades de Mario a la hora de la construcción de los elementos escénicos, sino también de las condiciones de producción disponibles en sus manos y en las de algunos otros, menos míseras al parecer de lo que comúnmente se supone:

“A mi abuelo (mueblista entonces de casi todos los teatros de Madrid) le daba Mario solo más quehacer que los demás empresarios y directores juntos. Ante la proximidad de cada temporada, celebraba con él repetidas entrevistas, para hacerle minuciosos encargos referentes a las obras nuevas o renovadas en preparación. Intervenía en todos los detalles: en el tono y el matiz de sedas, rasos y terciopelos, en los juegos de tapices y cortinajes, en minucias de bordados y pasamanerías. De aquellas conferencias surgía una movilización de comerciantes de telas, ebanistas, carpinteros, tapiceros, doradores y demás operarios de la industria del mueble”.

Otros recursos escénicos fueron igualmente tratados con atención muy particular. El realismo naturalista -del natural, sería más justo- que guiaba su práctica escénica, le llevó a introducir efectos de notoria y vistosa envergadura. También en El cura de Longueval hizo "llover" en escena con convincente verismo, por primera vez según creo. En otra ocasión en que la acción precisaba un carruaje, hizo aparecer un tílburi con su caballo correspondiente causando la sensación que es fácil presumir.

Otro aspecto que quiso regular fue el de las vituallas escénicas. Hasta entonces se utilizaban habitualmente pollos o viandas diversas de cartón, o simplemente no existían. Mario tuvo particular empeño en introducir en sus escenificaciones alimentos de verdad. Su exigencia verista en esto fue de grandes proporciones. Cuando se trataba de banquetes de gala o elevado postín, las encargaba a Fornos, el mejor restaurante de Madrid por aquel entonces, y eran los propios camareros de la casa quienes las servían en el momento oportuno de la representación. La copia del natural debía llevarse a cabo en todos sus extremos, dentro de las normas del buen gusto y la moral dominante, podríamos añadir. Así se hizo en El amigo Fritz y en alguna otra comedia. La calidad y cantidad de aquellos manjares era de tales proporciones, que lo sobrante se repartía después entre los maquinistas y carreros del teatro con gran regocijo por parte de los agraciados.

Las ideas de Mario transmiten el aroma y el sentido de las solicitudes de Moratín, así como de las formulaciones del libro de Zeglirscosac. Son igualmente las de un ilustrado, menos seguro en cuanto al procedimiento de implantarlas y más profundo en sus referencias realistas e incluso naturalistas, como es lógico. Un siglo separa unas de otras pero el combate era el mismo y en poco habían cambiado las cuestiones de fondo. La virtud de Mario, su capacidad, su mérito también, consiste en que pudo llevarlas a cabo con bastante eficacia y coherencia, aunque no fuera su ejemplo el que imitaran quienes se consideraban sus pares.

4 Algunos coetáneos, discípulos en cierto modo de Mario, tuvieron iniciativas estimables. Entre ellos hay que resaltar las de Díaz de Mendoza. El fue el primero en apagar por completo las luces de la sala. El domingo 27 de octubre de 1901, la compañía Guerrero-Mendoza que actuaba en el Teatro Español de Madrid, lo llevó a cabo consiguiendo mayor concentración en la escena por parte de los espectadores. En eso sí cundió su ejemplo y la medida fue adoptada rápidamente por los demás teatros.

También invirtió cuantiosos recursos en sus producciones, mandó realizar costosos vestuarios, pintar telones, adquirir muebles y utilería originales, etc. Su amistad con gentes de la nobleza propició en ocasiones el préstamo de armaduras, orfebrería, tapices, armas y objetos varios, todos de constatable autenticidad. Una vez más el deseo de hacer de la escena expresión de lo real condujo en ocasiones a cierta desmesura.

Las pautas estéticas dominantes en aquel momento, eran ya la búsqueda del verismo historicista como objetivo prioritario. No provenía dicha tendencia de la aplicación de las tesis del naturalismo escénico, como pudiera parecer leyendo a algunos de los críticos que con mayor denuedo enarbolaban su bandera, sino de la formalización que impera en el ámbito de la ópera italiana e incluso wagneriana. Era la postrera palpitación del romanticismo verista que tuvo su expresión plásticoformal en los treinta o cuarenta años últimos del siglo precedente. Las disposiciones escénicas aunque bien construídas en general, siguen siendo sin embargo de un convencionalismo notorio. El antecedente próximo de Emilio Mario tenía sin duda su importancia y Díaz de Mendoza y María Guerrero habían trabajado con él y sabían de sus planteamientos, pero su línea de trabajo es muy diferente a mi entender.

Deleito asevera que puso en su empeño toda “su cultura histórica y artística, el estudio de museos, colecciones y palacios (incrementado por sus viajes al extranjero), su exquisito gusto personal, sus hábitos de rancio aristócrata, y también sus relaciones en el "gran mundo" madrileño”. Pero si en Mario se percibe el afán consecuente y fundamentado en lo que intenta, en Díaz de Mendoza predomina la pretensión de mostrar el lujo y el esplendor de un verismo exhibicionista, que a fuerza de acarrear valiosos objetos originales acaba siendo puro decorado ilusorio. Así debemos comprender la importancia de Emilio Mario como director de escena.

Díaz de Mendoza, unido artística y matrimonialmente a María Guerrero, constituyen una fructífera simbiosis al menos en los años finales del siglo y comienzos del siguiente. Ambos se muestran muy interesados por las corrientes escénicas europes. En el mes de agosto de 1903, mientras el elenco iniciaba en Madrid los ensayos de Fuenteovejuna -refundida por Valle-Inclán y Manuel Bueno-, ellos se encontraban en París viendo teatro, trabajando en definitiva, para desplazarse después a Londres y Berlín con idéntico objetivo. El 26 de agosto de 1903, El Liberal de Murcia recogía unas declaraciones de Díaz de Mendoza en las que afirmaba:

"Aparte de lo que nos seduce el asistir al trabajo escénico de los grandes artistas, nos lleva al Extranjero el propósito de estudiar procedimientos de decorado, mise en scène o indumentaria. Los teatros ingleses son en ese orden teatros modelos".

De aquel periplo europeo trajo la firme convicción de llevar el verismo a los límites escénicos que su público de abono le permitía. Si bien la escenografía de Fuenteovejuna se realizó más bien con retales, no sucedió lo mismo con la otra producción ensayada casi al unísono. Se trataba de La desequilibrada de Echegaray, en la que aplicaron lo entrevisto en su excursión europea. El Liberal del 11 de diciembre de 1903, decía por ejemplo:

"La empresa Guerrero-Mendoza, en su afán de llegar, en cuanto a la representación de las obras se refiere, a la más perfecta reproducción de la vida real, ha empleado un nuevo procedimiento en la construcción del decorado de esta obra, sustituyendo en la decoración del primero y segundo acto la tela o papel pintado por las maderas, telas y bronces que se emplean en los interiores más lujosos. Sobre este fondo de realidad, los muebles construidos por la casa Lissarrag, con arreglo a los últimos modelos ingleses, convierten el escenario en habitación lujosísima sin detalle alguno convencional".

No deja de ser curioso que la casi totalidad de la crítica convirtiera el verismo plástico en piedra de toque de la pertinencia y propiedad de una escenificación, al margen de la entidad estética emanada del texto y de la puesta en escena en su conjunto.

5 En los años postreros del siglo XIX se producen igualmente algunos intentos de renovación y aparecen en este sentido no pocos textos que estudian diferentes aspectos del hecho teatral, incluyendo la dirección de escena [ 9 ] . En particular recordaré las páginas que a dicha cuestión dedica Sebastián J. Carner en su Tratado del arte escénico. En líneas generales podríamos decir que prosigue la pugna por situar la dirección de escena en el lugar que le corresponde.

Las aportaciones más importantes se dan en Barcelona y se dieron ante todo alejadas del ámbito comercial, en donde la puesta en escena transcurría habitualmente por caminos adocenados. En la transición entre los dos siglos, Barcelona estaba en plena eclosión modernista en la arquitectura, el mobiliario, las artes decorativas y la literatura. Su burguesía era más culta que la de otras ciudades españolas, lo que contribuía a generar una sociedad civil más desarrollada y propiciadora de que ciertas iniciativas teatrales hallaran su apoyo. La situación geográfica y el dinamismo social le hicieron ser más abierta a las formas artísticas que emergían en Europa, Francia en primer lugar.

Adrià Gual es el personaje más eminente de aquel periodo. Así mismo tienen interés las iniciativas de Felip Cortiella e Ignasi Iglésias, que crearon en 1896, en Barcelona, la Compañía Libre de Declamación. Felip Cortiella, obrero tipógrafo anarquista, creó más tarde en el barrio de Poble Sec, un grupo teatral formado por obreros, con el que organizó las Vetllades Avenir. En algunas ocasiones se les unieron actores profesionales de prestigio. En la primera de dichas sesiones se representó la obra de Octave Mirbeau, Les mauvais bergers, traducida como Els mals pastors. Representaron obras de Ibsen, antes de que lo fueran en los teatros comerciales. En su conferencia El teatro y el arte dramático de nuestro tiempo, pronunciada el 9 de enero de 1904 en el Teatro Lara de Madrid y publicada ese mismo año [ 10 ] , expuso sus concepciones escénicas como vehículo de ideas. Toda su actividad estuvo dedicada a difundir sus convicciones anarquistas.

Ignasi Iglésias (1871-1928) se había iniciado como escritor en 1892 a la edad de 21 años, y llegó a componer más de cuarenta obras y a ser extremadamente popular. Próximo a los postulados anarquistas, realizó en el barrio de San Andreu de Palomar actividades de sesgo parecido al de Cortiella, acrecentando el repertorio por su contribución prolífica autoral. De formación autodidacta, siempre escribió en catalán.

En 1898, Adrià Gual crea con un grupo de amigos el Teatre Íntim, para promover un teatro moderno que revitalice la rutina dominante en los escenarios de su entorno. Desde aquel momento su actividad escénica no dejó de desarrollarse y crecer en intensidad e importancia. En un principio adoptó un perfil vanguardista y elitista, pero andando el tiempo fue transformándose hasta adquirir una cierta dimensión ciudadana. De forma más o menos continuada, el Teatre Intim va a prolongar su existencia durante treinta años, hasta 1928. En su repertorio figuran autores clásicos, contemporáneos europeos como Ibsen, Maeterlinck, Hauptmann, D'Annunzio, catalanes de su entorno, Galdós, Benavente y las obras del propio Gual. Aunque la plétora de su actividad corresponde al siglo XX, emana de sus inicios en el siglo anterior.

Autor sólido, escenógrafo eminente, director de escena de amplia formación, pedagogo solvente y laborioso, Adrià Gual es un personaje fundamental en la configuración del espacio renovador teatral en los primeros treinta años del siglo. También el director de escena en el sentido contemporáneo de mayor cualificación en la España del momento. Fue igualmente quien llevó a la práctica el principio de autonomía de la escenificación, diferenciándola de la literatura dramática, y la necesaria e ineludible presencia del director. Por muy contradictorias que nos parezcan, convergen en su caso la influencia de Antoine, de la noción wagneriana del Arte Total, las creaciones ambientales de los simbolistas a través de los espectáculos de Paul Fort y Lugné-Poë y los progresos técnicos y científicos de la escena. La tarea del director consistía a su modo de ver en que “suponiendo que todos los elementos de que dispone están perfectamente penetrados de la obra en cuestión, los guiemos por la mano, procurando la perfecta armonía entre ellos” [ 11 ] . Su presencia es igualmente necesaria para impedir discordancias artísticas y establecer la armonía del conjunto, entendido como un trabajo cohesionado de los actores que participan del mismo amor, sacrificio y voluntad.

En Madrid las cosas fueron algo diferentes. No faltaron propuestas, escritos ni intentos, algunos de ellos de gran interés y entidad, pero siempre fueron efímeros en su materialización o tan sólo lograron influir en un entorno minoritario de convencidos. Incluso en algunos casos no trascendieron el entorno familiar y de amistades que a ellos concurrían. La capital del Reino ha sido siempre pábulo de intrigas en el medio escénico y espeso boñigal de mezquindades. Con harta frecuencia se desdeñó allí, con olímpico rictus mostrenco, el saber y se ensalzó al mercachifle, al filisteo pertinaz, al ignorante con ínfulas de estar de vuelta de todo, al petulante bilioso.

A nadie se le ocurrió pensar que si no se modificaba el modo de producción teatral existente, era imposible que un teatro con motivaciones estéticas y sustentador de ideologías progresistas, pudiera difundirse y construir su espacio propio en el tejido social. Todas las gentes abnegadas, voluntariosas y muchas veces de gran cultura en cuestiones teatrales, miraban a Adrià Gual como un ejemplo anhelado, como una luminaria en el horizonte, como un modelo a seguir. Nunca consiguieron algo de similar envergadura en sus pagos. Al parecer tampoco comprendían que en eso sí eran diferentes Barcelona y quienes la habitaban.

En 1899, Benavente creó en Madrid el Teatro Artístico, en el que colaboró Valle Inclán, cuyo objetivo era representar un repertorio guiado por los intereses exclusivos del arte y por su intencionalidad regeneracionista en toda la amplitud del término. Su referencia más inmediata fue, como en otros casos, el Teatro Libre creado años antes por André Antoine en París. Entre sus propósitos, aluden a la escenificación de obras minoritarias y es perceptible un cierto elitismo endogámico en sus propuestas.

En primavera y en el Teatro de las Delicias de Carabanchel Alto, representaron La fierecilla domada de Shakespeare, traducida posiblemente por Manuel Matoses y dirigida por Antonio Vico (hijo). Intervinieron como actores Concha Catalá (Katharina), Benavente (Petruchio), Barinaga (Vicentio), Martínez Sierra, Pedro González Blanco y Alonso y Orera. Los carteles están diseñados por Santiago Rusiñol.

El 7 de diciembre estrenan en el Teatro Lara, Cenizas, de Valle Inclán que se ocupó de dirigirla. Su objetivo era recaudar fondos para comprarle un brazo ortopédico a su autor, al que se lo habían tenido que amputar el pasado mes de julio. La srta. Ordóñez interpretó el personaje de Octavia, Benavente el de Pedro Pondal, Martínez Sierra el del Padre Rojas y Moreno el de Don Juan Manuel. Completó la velada la comedia en un acto de Benavente, Despedida cruel. El reparto incluía al propio autor junto a Martínez Sierra y Josefina Blanco. Escenificaron también el Juan José de Dicenta y se propusieron estrenar Interior, de Maeterlinck, traducida y dirigida por Valle Inclán, pero el proyecto se frustró.

Todas estas experiencias de renovación adquieren sin embargo mayor entidad en cuanto a la renovación de los repertorios y la promoción de iniciativas que dinamicen el entorno o se dirijan a públicos diferentes. Es difícil establecer en qué medida pudieron incidir en el campo de la dirección de escena, aunque no deja de hablarse de la cuestión en muchos casos. El siglo XX proporcionará desde luego no pocas aclaraciones.

NOTAS

  • [ 1 ] - Escudero, Lara y Zafra, Rafael: Memorias de apariencias y otros documentos sobre los autos de Calderón de la Barca; Universidad de Navarra/Reichenberger: Kassel, 2003
  • [ 2 ] - Calderón, Pedro: Andrómeda y Perseo, Edición de Rafael Maestre. Madrid: Ministerio de Cultura, 1994.
  • [ 3 ] - Fernández de Moratín, L.: La comedia nueva, edición de John Dowling. Madrid: Castalia, 1970: pp. 308-310.
    - Andioc, René: À propos d'une reprise de "La comedia nueva" de Leandro Fernández de Moratín. "Bulletín Hispanique", LXIlI (1961), 54-61

  • [ 4 ] - Moratín, Leandro de: Diario, edición de René y Mireille Andioc. Madrid: Castalia, 1968, pp. 223-225.
  • [ 5 ] - Zeglirscosac, Fermín Eduardo: Ensayo sobre el origen y naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral, con un discurso preliminar en defensa del ejercicio cómico. Madrid: Imprenta de Sancha, 1800, pp. IV-VII y 115-116.
  • [ 6 ] - Deleito y Piñuela, José: Estampas del Madrid teatral. Fin de siglo. Madrid, Calleja, pp. 157-161.
  • [ 7 ] - Gaspar, Enrique: Soledad. Barcelona: Daniel Cortezo, 1887,pp. 339-340.
    - Poyán, Daniel: Enrique Gaspar, medio siglo de teatro español. Madrid: Gredos, 1957, Tomo I, pp. 111-112 y 336-142.
    - Hormigón, Juan Antonio: "Enrique Gaspar y el teatro de la Restauración", en: Enrique Gaspar: Las personas decentes. Madrid: Publicaciones de la ADE, 1989
  • [ 8 ] - León, Juan Luís de: Don Emilio Mario. "Blanco y Negro", 1893, p. 446.
    - Garcés, J. J.: Emilio Mario actor de excepción. "El Español", 8 de mayo de 1943, nº 28.
    - Sanchez Pérez, A: Emilio Mario. En "El Arte del Teatro", nº 10. 15 agosto de 1906
  • [ 9 ] - Rubio, Jesús: La renovación teatral española de 1900: manifiestos y ensayos. Madrid: Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España, 1998
  • [ 10 ] Cortiella, Felip: El teatro y el arte dramático de nuestro tiempo. Barcelona: Imprenta José Ortega, 1904.
  • [ 11 ] Gual, Adrià: L'Art escènic i el drama wagnerià. Barcelona: Associació agneriana, 1904. pp. 115-144.
    -Batlle i Jordà, Carles: L'Espai del teatre, en Adrià Gual, mitja vida de Modernisme. Barcelona: Diputació, 1992.

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