Hace unas semanas el profesor Vidal Beneyto afirmó en una entrevista televisiva que España se había convertido en el país más amoral de Europa. Aducía que personas encausadas con abundantes pruebas en casos de corrupción urbanística, habían sido reelegidas en las recientes elecciones municipales y autonómicas. Recordó el caso del Presidente de la diputación de Castellón que dijo tras su triunfo que los electores lo habían absuelto, pero añadió que habían sido treinta y siete los electos en situación similar en toda España.
Aunque coincido con el diagnóstico de Vidal Beneyto, a mi entender existen razones más de fondo que explican la amoralidad existente de forma más palmaria. Desde poco después de iniciarse la transición, nuestro país con todas sus autonomías, ha visto paulatinamente erigirse el dinero como valor supremo que todo lo justifica, sustituyendo a otros que siempre fueron valorados como cívicos y propios de la dimensión y desarrollo humanos: el trabajo bien hecho, la honradez, el esfuerzo, la adquisición de conocimientos, la competencia profesional en cualquier terreno, el saber, etc. Me refiero claro está al dinero que no procede del trabajo productivo, adquirido con honradez, esfuerzo e inteligencia, sino de todos los supuestos adscritos a la delincuencia en sus diferentes formas o a la pérdida de la dignidad de la persona.
En este dislate que hemos vivido y seguimos padeciendo, han intervenido representantes tanto de la derecha como de la izquierda política, a la par que determinados medios de comunicación y una bobería generalizada de una parte de la ciudadanía dispuesta a aceptar este estado de cosas como natural. Dispuesta incluso a comprender favorablemente a quien «tiene el valor» y la desvergüenza de practicar el fraude, el cohecho, la prevaricación, el expolio, la chapuza, la incompetencia a todos los niveles, etc., a la caza del dinero.
Nos sorprendería saber el número de españoles que en su fuero interno lamentan no tener la truculenta capacidad de ser como cualquiera de los encusados en las operaciones, urbanísticas casi siempre, es un decir, que convierten a un sujeto de cualquier profesión en un potentado delirante que se forja un patrimonio descomunal fruto de sus ilegales manejos. Les da igual que se edifique en zonas verdes o declaradas de interés público, que se destruyan áreas forestales protegidas, que se asfalten montes entre adosados, que se destrocen entornos costeros, todo vale porque es una forma de acumular dinero y en definitiva de poseer y alcanzar poder.
El dinero como valor supremo y único que es para muchos, está detrás de esa amoralidad perceptible en la vida española. Por dinero se puede autojustificar cualquier comportamiento por muy infamante o indigno que sea. Ciertas televisiones han propalado conductas de este tipo presentando como algo atractivo a seres que no dudan en aceptar insultos, que se hurgue en su intimidad, que se les trate de forma vejatoria a cambio de dinero. Los hay que cobran mucho y otros relativamente poco, pero todos tienen su representante porque en la medida que se les reclama para esos menesteres son mercancía que se puede alquilar... o vender. En otros casos han hecho de estos individuos figuras mediáticas a partir justamente de ser emblemas de la amoralidad.
Lo perverso de esta situación es la conducta amoral asumida. Las consecuencias más inmediatas, el deterioro de los patrones del esfuerzo y el trabajo como generadores de bienestar. Eran las piedras angulares propuestas por Adam Smith para acrecentar la riqueza de las naciones, pero los monstruos implícitos en su exégesis que no pudo prever han alcanzado proporciones delirantes. Los jóvenes que transitan de la adolescencia a la edad adulta o los que ya están en ella sin ningún objetivo en la vida, resultan los más afectados. ¿Por qué va un joven a dedicarse al estudio, a la formación, a una tarea de paulatina acumulación de saberes y experiencias que lo pueden convertir en un ser útil para sí mismo y la comunidad a la que pertenece, aunque a veces no lo sepa, si mediante una de estas representaciones aparentemente reales puede alcanzar el dinero y esa popularidad tan deleznable que la televisión confiere? Programas pautados y en ocasiones ensayados para que todo parezca veraz, melodramático y muy sensiblero, con mucho abrazo y mucha mandanga. Ardientes participaciones de mucha gente apoyando el triunfo de una mocita o un mocito, su paisano, del que nada saben pero al que los guionistas les han hecho creer que es de los suyos, que es uno de ellos. Todo en definitiva muy gringo, muy falso, muy mendaz y notoriamente amoral. Porque el candidato cuenta en la medida que vende, no por el valor intrínseco de lo que hace.
Otro síntoma de la amoralidad latente reside en la pérdida de las proporciones. Las cosas interesan en la medida que se ocupa un puesto o un cargo, lo cual otorga poder y el poder es lo que cuenta, no para transformar y construir sino en beneficio propio o para repartir dádivas clientelares. No importa cuáles sean los conocimientos ni capacidades, la experiencia que se posea o cualquier otra cuestión inherente de forma sustantiva al cargo, lo que importa es tenerlo. Desde la Ilustración se vienen formulando críticas y sarcasmos sobre actitudes similares, sin gran éxito por otra parte.
Recuerdo la desazón y la ira de Adolfo Marsillach cuando en un debate televisivo en la segunda cadena, fue increpado por un mozalbete que le dijo que a ver cuándo dejaban las poltronas los mayores para que las ocuparan ellos. Se refería de los ministros hacia abajo. En ningún momento se planteó si se precisaban conocimientos específicos para ocupar un cargo público, lo importante era sentarse en la poltrona y ya se verían. Claro que lo de ser ministro se ha puesto en ocasiones tan barato y es tanta la incompetencia de alguno que así se abona ese dislate.
El profesor Vidal Beneyto tenía razón al afirmar con no poco susto que España se había convertido en el país más amoral de Europa. Creo que poseemos demasiados indicios para estar de acuerdo con el diagnóstico. Quizás le faltó remachar, insisto, que quienes votan a un candidato encausado en un proceso de corrupción, fraude, prevaricación, etc., muchas veces saqueando a los propios ciudadanos, son tan amorales como él. Porque en su fuero interno lo heroifican, lo aclaman como modelo y sueñan con poder hacer lo mismo. Pero más grave aún es pensar hacia donde vamos y ésta es una cuestión que debía preocuparnos a todos.