ADE-Teatro

El valor intrínseco de la cultura

por Juan Antonio Hormigón

ADE-Teatro nº 122, Octubre 2008

Es evidente que unos y otros han conseguido que el país tenga una profunda sensación de crisis, y es posible también que unos y otros tienen el mérito de hacer creer a muchos españoles que el gobierno es responsable de la misma. Algunos y algunas periodistas lo aseguran con particular delectación como si -según la costumbre- estuvieran en posesión de la verdad y fueran adalides de la justicia y defensa de los menesterosos. Ellas sobre todo, siempre dicen "cuando voy al súper"... Lo extraño es que nadie se desternille de risa ante el chiste.

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Cualquier persona con un mínimo de información sabe que la crisis responde a tres factores básicos: la presión del dispendio de la guerra de Irak sobre la economía estadounidense y las que le son subsidiarias, la catástrofe desencadenada por las denominadas "hipotecas basura", una de las lindas perversiones del sistema que, obsesionado por el consumo como motor de la economía, genera mecanismos a través del crédito bancario. Cuando los bancos observan que la morosidad no se sostiene, lo cortan en seco y provocan una falta de liquidez general.

El tercero ha sido la subida de los precios del petróleo en una operación especulativa de gran calado. No obstante todo hace pensar que los auténticos beneficiarios son las empresas de transformación y refino. Hay países productores que carecen de dichos instrumentos, que se ven sometidos al pago de cantidades más elevadas que las del petróleo que vendieron cuando lo reciben como gasolina o gasóleos.

Algunos ciudadanos desde hace tiempo, observábamos con inquietud el espejismo de dispendio desaforado que dominaba a una parte bastante amplia de los españoles. Parecíamos una comunidad de nuevos ricos en que muchos se embarcaban en aventuras diversas mediante créditos, como si todo fuera posible. Para ello era necesario generar y expandir una mentalización, más aún entre los jóvenes y los niños, a fin de hacerlos acérrimos consumidores, convictos de que en ello reside la felicidad e imbuirles de un principio malsano: éste es el único horizonte de sus vidas, lo demás son sueños o utopías vanas.

La mayor parte de los medios de comunicación están entregados en cuerpo y alma a esta tarea, pero los políticos, educadores y la red de grandes empresas, como es lógico en este caso, no les van a la zaga. Desde aquel "¡Enriqueceos!" de Solchaga hasta el "¡Consumid!" reciente del señor Rodríguez Zapatero, hay una línea común y constante. Los políticos del PP siempre estuvieron en ello, cosa lógica también, aunque siempre añadían aquello de "y además dos huevos duros", tomado de Marx, Groucho, claro, nadie se aterre.

Otro problema ha sido que la segunda vía prioritaria de desarrollo económico ha estado constituida durante años por la construcción, lo que hemos denominado "el ladrillo" de forma coloquial. Aprovechando la bonanza de créditos y una discrecionalidad verdaderamente inaudita para la recalificación de terrenos por parte de los ayuntamientos, se ha producido durante años una enloquecida carrera de construcción, desde bloques descomunales hasta pareados, un incremento sostenido e inaudito de los precios a través de un proceso especulativo y sin ningún control.

La construcción fue el refugio más utilizado para el blanqueo del dinero negro. Cuando la transición al euro, se llegaron a vender edificios completos en plano y sin que se hubiera empezado a excavar aunque con fecha fija de entrega. La construcción ha creado la ilusión del desarrollo, ha provocado situaciones de injusticia social y ha fabricado millonarios de gente sin saber ninguno pero dispuesta a sortear los límites de la legalidad o a transgredirla comprando a quien hiciera falta. Muchos eran los que reclamaban un control más efectivo de este sector entregado a la búsqueda inmediata y torrencial de beneficios, pero los poderes públicos poco hicieron y en ocasiones actuaron como cómplices. Ha sido el corte de los créditos bancarios lo que ha dado al traste con el tinglado.

Estas valoraciones son constatables y bien conocidas. Sorprende por eso que se plantee la situación como consecuencia de las actuaciones e insuficiencias del gobierno. Que se plantee y se denuncie porque sí, sin preocupación alguna por demostrarlo. Otra cosa es que su reacción ha sido pobre de ímpetu y de miras. Como sucede siempre en España, las oposiciones por su parte embisten pero nadie plantea acciones coherentes. ¿Puede haberlas dentro de este sistema a que todos se someten? Lo único que muchos proclaman de inmediato es que hay que reducir el gasto público. ¿Pero qué gasto público?

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Gasto público es el que se dedica a mantener el tejido de la sanidad pública, de la educación pública y de la concertada; del Servicio Exterior y la diplomacia; de las coberturas sociales de diverso tipo como las pensiones; de las empresas públicas, como RENFE, TVE, televisiones autonómicas como las catalanas, las vascas o Tele Madrid; de los Institutos de investigación, Entidades Culturales como el Museo del Prado, la Biblioteca Nacional o el Instituto Cervantes, etc. Evidentemente el gasto público hay que remitirlo no sólo al que cumplimenta el gobierno sino también a los ayuntamientos, las comunidades autónomas y las diputaciones. En este grupo hay que incluir igualmente la acción cultural y artística en sus diversas manifestaciones.

Sin embargo, a pesar de lo que ello significa, todo queda reducido a la frase antes reseñada: "hay que reducir el gasto público". Manuel Martín Ferrand, antiguo accionista de televisiones privadas, reclamaba la inmediata privatización de Televisión Española. Sin más. Algunos elucubran con la retirada de todas las ayudas a la producción cinematográfica española. Otros, un poco más atrevidos, explicitan la reducción de salarios, eso sí en absoluto el suyo, que en ocasiones es simplemente catarata de dinero por un trabajo sucio de tamañas dimensiones.

Para desgracia nuestra, cada vez es más frecuente observar que cuando se habla de cultura en sus diversas manifestaciones, la referencia inmediata es o bien a su consideración como mercancía lisa y llana, o a su conexión indisoluble con el turismo. Opiniones así menudean tanto entre unos como entre otros. Parece que se haya interiorizado a escala hispánica este valor que desconoce la consideración de arte y cultura emanadas de la Ilustración. Del valor intrínseco de la cultura como construcción humana, testimonio y reflexión sobre su acontecer y su condición, paradigma crítico de comportamientos, impulso de la civilidad o estímulo de transformaciones individuales o colectivas, sólo se habla en algunos pocos enclaves de resistencia.

Los compromisos públicos con la cultura en el plano de la financiación nos sitúan en la zona baja de los países europeos. Esto es constatable. Lo es en mayor medida si nos referimos al teatro o la danza. Desde hace años venimos insistiendo sobre esta cuestión pero también en lo que compete y es responsabilidad emanada de lo público. Muchas veces lo que denominamos así no es sino subterfugio para que determinados individuos se vean gratificados o regalados con una entidad dedicada a la producción artística que se maneja como algo propio sólo que sostenida por el erario público. Las diferentes instituciones del Estado y quienes ocupan cargos públicos de dirección cultural, deberían haber establecido hace tiempo las pautas precisas para que nada de eso sucediera. Por eso he dicho en más de una ocasión que seguimos en muchos aspectos de nuestra vida teatral con los malos usos de nuestro siglo XIX.

Sería lamentable que ante esta crisis de ciertos sectores de la producción que sin duda nos compete a todos, fuera la cultura, como ha sucedido en ocasiones precedentes, la castigada en primer lugar y con violencia sostenida. Ya se habla de recortes en cultura, expresión que provoca negros presagios. La producción de cultura impulsada desde el área pública, debe ser fruto de convicciones firmes respecto a lo que supone como contribución a la democracia, la civilidad y el desarrollo integral del ciudadano. Cuando se elude esta responsabilidad y se la reduce a mercancía o a su mera dimensión económica, se la destruye en su valor intrínseco. Por supuesto que las contribuciones públicas a la cultura producen unos dividendos mayores de retorno, cosa que muy pocos se ocupan de precisar, pero esta consecuencia no debería ser nunca el elemento motivador.

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Si no resolvemos esta confusión no puede sorprendernos que los repertorios existentes en España, por ejemplo, tengan poco que ver con los europeos, no sólo en los títulos sino en las intenciones. Si repasamos esas publicaciones que ofrecen publicidad nada encubierta de las escenificaciones que salen al mercado, es fácil colegir que son mayoría las que tienen como objetivo obsesionado divertir a costa de contenidos necios y lances soeces, o de un humor deleznable y primario. Aunque en cantidad menor menudean igualmente las que proponen lo escatológico como mercadeo, lo escatológico gratuito y sin razón alguna introducido a capón como recurso de venta.

El año pasado asistí a uno de los festivales que se hacen en nuestro país, nada estrecho ni reducido en su formato. Allí pude ver una producción mínima, en la que intervenían tres actores y algunos familiares. Se veía a las claras para quienes conocen la cuestión, que se trataba de un ejercicio de escuela, algún taller en el que los alumnos se dedican a hacerse una función mientras los profesores descansan y abdican de sus responsabilidades. Pero los muchachos sueñan con que están "creando" y luego lo enseñan a sus familias y sus amigos que les aplauden.

Alguno de estos episodios que debían mantenerse a resguardo de los muros escolares, los traspasan con más descaro que sentido común y se convierten en un "espectáculo circulante". Este era el caso: una historia insulsa urdida por ellos y coordinada por el que más desvergüenza tenía, unas cuantas gansadas gestuales o verbales y unas deposiciones familiares de ínfimo interés testimonial complementario. Al fondo, claro, lo último que habían leído en un artículo de divulgación por algo que se hace lejos, o quizás fruto de lo que les ha contado algún profe procedente del país adecuado.

Hasta aquí la cosa no pasaría de algo demasiado frecuente en alguno de sus aspectos. Lo que me puso los pelos de punta fue por un lado la reacción del público que daba alaridos de satisfacción en sus expectativas primarias, mientras el resto ni tan siquiera daba un aplauso de cortesía; por otro la delectación de los denominados programadores, que lo consideraron "el mejor espectáculo del festival". Ese era el mercado en acción reduciendo el teatro a la idiotez.

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Y así seguimos. La crisis celebrada en términos altisonantes por ciertos medios y periodistas, en donde se enuncia en términos patéticos que los españoles buscan trabajo, choca con bastante carencia de pudor con los beneficios netos obtenidos por las entidades bancarias en el último ejercicio. Quizás la más elocuente sea la del Santander con ocho mil millones de euros. Otros no le van a la zaga.

Hacen muy mal quienes por razones políticas intentan crear un sentimiento colectivo de catástrofe para defender sus intereses. Da la impresión de que no tienen nada que proponer, sólo causar miedo, un mecanismo puesto en práctica por los "neocons" como coartada a sus desmanes. Gore Vidal lo explicó hace unos años en un brillante artículo. Al fin y a la postre, la Unión Europea ha señalado a España y Alemania, con un gobierno democristiano-socialdemócrata, como países que pueden entrar en recesión.

Sí sería pertinente sin embargo que se redujera el gasto público en fastos inútiles, en faraonismos inútiles, en producciones desorbitadas de valor escaso aunque de mucha apariencia, mediática sobre todo. Los mismos que van al súper y observan las inquietudes de las gentes, no vacilan en sonreír cuando oyen esto y consideran que estamos hablando de pobreza. Nada más lejos de nuestra intención. La vida digna, el trabajo digno y útil, son todo lo contrario a todo lo que antes enuncié como inútil.

Y para concluir: en la medida que la cultura en su acepción intrínseca es un valor necesario de un país, es el nervio central que lo vigoriza, lo cohesiona y le da sentido histórico, hay que apoyarla con decisión y convicción firme. No puede convertirse en moneda de cambio para acuerdos políticos coyunturales. No puede dejarse al albur del mercado para que se reduzca a cenizas y al gusto que determinan unos cuantos informadores susceptibles de ser comprados. No se pueden reducir sus presupuestos cuando hay tantas fastuosidades perfectamente prescindibles. ¡No! Y esto sí que supone una piedra fundamental para que exista alguna credibilidad respecto a lo que representan y a quienes representan los poderes públicos.

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