p>La guerra, al parecer, ha existido siempre. En todo caso, aún en una misma época, ha sido percibida de muy distintas maneras, desde la magnificación al repudio, o desde ese término medio que ha consistido en condenarla en genera y defenderla cada vez que ha convenido a determinados intereses. La llamada “globalización” de nuestros días es un factor que altera profundamente su “normalización” tradicional, apoyada en determinados idearios religiosos, políticos, económicos y culturales.
El otro, los otros, están ya en nuestro horizonte. Han dejado de ser cosas, oscuros peligros, aunque el pensamiento tradicional se resista a considerarlos personas, y, cuando llega el caso, destruya su humanidad, su singularidad, mediante la aplicación de etiquetas neutras y genera1izadoras.
Como si el encuentro con los demás –que es también el encuentro con la parte más oculta de nosotros mismos– estuviera sujeto a una mediación ideológica que altera su condición de seres humanos.
Es cierto que, todavía, la guerra desempeña un papel fundamental en el orden económico y en la planificación política de muchos estados. Pero los que un día fueron “nobles” argumentos, generalmente vinculados al derecho del más fuerte, hoy suelen encubrirse o mezclarse con paradójicas invocaciones: la guerra corno instrumento de la paz, la muerte como dintel de la seguridad. Como si la historia estallase de repente y no fuera el resultado de un proceso cotidiano.
La guerra es hoy una realidad anacrónica, cada vez más odiosa para el común de las sociedades. Y no necesariamente porque se haya impuesto un discurso ético en favor de la solidaridad –siempre mal vista en la sociedad de mercado– sino, sencillamente, porque existe una mayor estimación de los bienes y placeres terrenales y las guerras se libran cada vez más lejos de los campos de batalla. En rea1idad, desde la II Guerra Mundial ya no hay campos de batalla. Lo han evidenciado reiteradamente los bombardeos de las poblaciones civiles, a los que hay que sumar ahora el terrorismo, que constituyen una cruel constatación frente a las épocas en las que estaban delimitados los espacios del heroísmo y del combate.
Si la defensa de la paz llevó un día a calificar de “pacifistas” a quienes mostraban esa vocación, hoy esa defensa está, cada vez más, en el discurso de una historia posible que niega los caminos de 1a historia de siempre. Los caminos de un horror que crece en la misma medida que crece la tecnología de las armas. En un plazo breve, las razones de lo que se llamó “teatro del absurdo”, entre las que figuraba la incomunicación entre los individuos, parecen haberse trasladado a lo que podríamos llamar “política del absurdo”, por cuanto la realidad histórica aparece como una construcción incoherente, donde flotan los gestos y los argumentos teóricos del poder cada vez más lejos del deseo y el sentido común de los contemporáneos. Quizá siempre hayan estado las normas y los principios por encima de las gentes; pero si eso ha parecido lógico en otras épocas, uno siente que no sucede otro tanto en nuestro tiempo, en el que se hace imperiosa la necesidad de construir la norma en función de las personas. Sobre todo, si alzamos el discurso político en el espacio complejo de lo que llamamos pensamiento democrático.
Si la guerra ha tenido su lógica en las historias del poder, o en la ambición de ciertos nacionalismos, la pierde cuando otorgamos el protagonismo al común de los humanos. Entonces, la guerra es absurda, como resu1tado de planteamientos ideológicos que también lo son. Afirmación que si en pasadas épocas pudo tener el carácter de una “quimera moral”, de un “buen sentimiento personal”, creo que va ganando terreno en la crisis de una época cada vez más informada y más consciente de los horrores del planeta. Es decir, de los horrores que pueden estallar en cualquier parte. Para abordar el tema, que es también el del IX Festival Madrid Sur, hemos elegido tres textos, que aluden, uno a la I Guerra Mundial, otro la Guerra de la Ex-Yugoslavia y un tercero a 1ª situación palestina. Son tres propuestas poéticamente muy distintas y hechas desde puntos de vista asimismo distintos, y en las que, sin embargo, prevalece el mismo sentimiento: la necesidad de subvertir una interpretación de la historia que, estructurada como un sistema ideo1ógico, nos conduce a la muerte sin fin de nuestros días. A la muerte en muchos lugares, aunque, todavía, haya gente incapaz de mirar más allá de su huerto y su casita.
Cuando ya teníamos ordenado el número, las Jornadas de Valle-Inclán, celebradas en Vilanova de Arousa, nos situaron frente a dos intervenciones dedicadas al esperpento. Y, desde nuestra condición teatrera, fue inevitable asociar la mirada de Valle a muchas situaciones de nuestro tiempo, cuando la crueldad, unida al absurdo y a la desfachatez, produce una forma espectacular a la que nos ha parecido que no es ajena la idea del esperpento. Lo que supondría, en el caso de Valle; una proyección extraordinaria de su obra, convertida en modelo de tantas estampas de la historia contemporánea, jaleadas con un entusiasmo que acaba prestándoles esa agonía tragicómica que él llamó esperpento. Pero eso está ya fuera de esta editorial y a los artículos en cuestión nos remitimos.