Scherzo

Um Mitternacht

por José Luis Téllez

Scherzo nº 189, septiembre 2004

A Gustav Mahler le subyugaban lo que podríamos denominar las formas inferiores de la música de la institución , esa misma institución que tan ásperamente denunciaría después en su práctica artística: música basada en esas formas folclóricas escuchadas en una irrecobrable niñez provinciana que, al perder aquello que les otorgaba su certeza como tradición oral para transformarse en música de tradición escrita, se degradaban en música de salón urbano de irredenta vulgaridad. Mahler es quizá el único compositor que asumió el reto de integrar en una música refinadísima lo trivial y lo kitsch como inequívoco testimonio de una otredad inequívocamente expresionista. Los ländler , valses, polkas, mazurkas o esa languidez untuosa de la música schrammel atraían a Mahler con la misma mórbida fascinación que experimentaba hacia la marcha fúnebre —un locus classicus de su propia obra— cuya inclusión en la beethoveniana Heroica la había convertido en un movimiento sinfónico de pleno derecho que a la altura del fin de siglo era también música de la institución en su expresión más noble (por cierto de la Heroica : algún día debería hacerse un estudio del uso mahleriano de las tonalidades de mi bemol mayor y menor y de la función simbólica que cumplen en su gramática). Mahler vuelve una y otra vez sobre la Volksmusik como lo hace sobre la marcha fúnebre, con la misma obsesiva fijación que le llevaba igualmente hacia el intervalo de cuarta y a las fanfarrias y marchas de la música militar en la medida en que esa materia estaba destinada a regresar en sus textos como su más desgarrada contrafigura: la cuarta pieza del Op. 6 weberniano está implícita allí, como lo está la última de las tres piezas para orquesta de Alban Berg, las dos marchas fúnebres más aterradoras de la escuela de Viena. Y ello es así porque la música de Mahler está íntegra y deliberadamente elaborada a partir de materiales de desecho minuciosamente contemplados en un espejo deformante.

La sinfonía es la forma institucional por antonomasia de la música instrumental, y por eso mismo necesitaba Mahler dominarla si quería sembrar en ella el fermento de su disolución: la voluntad de inscribir en su interior el poema sinfónico, como había intentado en la Primera Sinfonía , se revelaba pronto como demasiado infantil. Como Beethoven, Mahler abrigaba el propósito de hacer estallar la forma desde su interior, pero si aquél resolvió el problema merced al injerto de formas arcaicas o híbridas (las variaciones, la fuga, la cantata, la ópera, el motete politextual…), éste vuelve su atención hacia el género romántico por excelencia, el lied . Llama la atención que su primer ámbito poético sea Des Knabes Wunderhorn , la colección de canciones y baladas (muchas de las cuales son realmente de origen popular) que fue decisiva en el establecimiento del imaginario romántico germanohablante: una mezcla de medievalismo, leyenda y fascinación por la naturaleza cuyos habitantes fantásticos (Loreley, Erlkönig, Melusine, Alpenbraut, Krokus o Rübezahl, un personaje sobre el que Mahler llegó a esbozar una ópera juvenil cuya música nutre una de sus primeras canciones, Hans und Grete ) focalizaron la imaginación de los malerpoeten los “poetas pictóricos” como Moritz van Schwind, Ludwig Richter, Napoleon Neureuther, Leopold von Bode o Ludwig Schnorr von Carosfeld, pródigos en el desarrollo de su iconografía. Podría resultar desconcertante este marco referencial en la obra de un autor nacido medio siglo más tarde que la recopilación de Arnim y Brentano (que se había editado en 1808), pero basta escuchar Zu Straßburg auf der Schanz , Der Tambourgesell o Revelge (cuya alucinada referencia puede rastrearse en el primer acto de Wozzeck , pero también en la Sexta Sinfonía y que según la feliz expresión de Henri-Louis de la Grange, es “la música más plebeya y antirromántica jamás escrita por Mahler”) para comprender que la evocación folclorizante se había transfigurado en una visión de pesadilla mucho más próxima a Otto Dix o a Max Beckmann (por no decir Brueghel o Hyeronimus Bosch) que a la ensoñación ingenuista y complaciente de los artistas cuyas obras coleccionase el Conde Schack. La tradición oral había dejado así de constituir el depósito de una identidad colectiva ensoñada e idealizada para articularse como una criptografía de la aniquilación.

Se cumple ahora el centenario de la Sexta Sinfonía (aunque la orquestación se demoró hasta mayo de 1905), la más clásica (es decir: la más beethoveniana) y, por eso mismo, la más trágica de las suyas, cuya centralidad escinde el itinerario mahleriano en dos tramos, el segundo de los cuales, y pese a la vocinglería pseudolitúrgica de la Octava , (donde, por cierto, tanto tiene que decir el tono de mi bemol) avanza hacia un horizonte de destrucción. En palabras de T. W. Adorno, “la música absoluta conquista aquí una dimensión que estaba reservada a la literatura y la pintura. Aquel pasaje que es como una irrupción brutal en la coda del primer movimiento lo oímos de manera inmediata como una agresión de lo repugnante […]. En Mahler la negatividad ha llegado a constituir una categoría puramente compositiva: y lo es gracias a que lo trivial se declara como trivial, y a que el sentimentalismo gemebundo se quita la máscara”. En esa denuncia desesperada se firma la liquidación definitiva de la forma.

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