Scherzo

Wilhelm Furtwängler. Pensamiento y estilo

por Arturo Reverter

Scherzo nº 191, noviembre 2004

Para la mayoría Wilhelm Furtwängler fue un renovador, un rompedor, un músico profundamente original, creador de un nuevo lenguaje expresivo, modelador de acentos sorprendentes, cincelador de fraseos insólitos y descubridor de un pensamiento musical. Algo o mucho hay de esto. Aunque se ha de partir de una premisa incontrovertible: el director berlinés fue un respetuoso servidor y seguidor de una tradición que enlazaba con Wagner y pasaba por Hans Richter, Felix Mottl —que ahormaría y fijaría las bases técnicas y estilísticas del joven músico—, Arthur Nikisch y Felix Weingartner; y que conectaba lógicamente con los maestros que habían conducido sus primeros balbuceos en Munich: Rheinberger, Schillings y Walbrunn.

Furtwängler era uno más de los numerosos directores que poblaban las provincias alemanas y que hacía un buen y ordenado trabajo sin estridencias, ocupado en un menester que no era el que le interesaba en realidad, porque él lo que quería era ser compositor. Por eso aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dirigir, sobrevenida cuando andaba por los 20 años, para colocar en los atriles de la Orquesta Kaim su Sinfonía nº 1 , que no gustó en absoluto. Como complemento, y eso demuestra evidentemente su arrojo, había elegido nada menos que la Sinfonía nº 9 de Bruckner, de la que hizo, según testigos, una interpretación escalofriante, más por la intensidad de la expresión que por la bondad de la ejecución. Revelaba ya una maneras a tener muy en cuenta. El encuentro con Hans Pfitzner en Estrasburgo y la protección de Bruno Walter avalaron, tras su oscuro desempeño como maestro de coros y como adjunto a la dirección en pequeñas localidades, su creciente progresión y su acceso a puestos de responsabilidad en sedes de cierto relieve como Lübeck o Mannheim y su llegada a Viena para ponerse al frente de la Tonkünstlerverein y a Berlín para regir la Ópera del Estado. La muerte de Nikisch fue la apertura hacia la cima: es nombrado titular de las dos formaciones que gobernaba el director húngaro, la Gewandhaus de Leipzig y la Filarmónica de Berlín. El encumbramiento definitivo se produjo en 1928 con su designación como rector de la Filarmónica de Viena tras la marcha de Weingartner. Hasta entonces nuestro músico, que evidenciaba ya talentos reconocibles y aplaudidos, circulaba por una senda abierta por sus predecesores, defendía similares presupuestos expresivos y andaba aún elaborando su técnica y su manera, que empezarían a hacerse presentes de inmediato y no tardarían en resplandecer y en sorprender. La actitud rompedora se apreciaba no en la utilización de nuevos planteamientos, de distintos esquemas, de un lenguaje diverso, porque éste era, sin duda, el de sus predecesores, como Nikisch, de quien había heredado la capacidad de comunicación, la facultad de magnetizar al respetable y de dirigir hacia la música una mirada libre, amplia, netamente romántica y de transformar de raíz la sonoridad de un conjunto orquestal al que nunca hubiera dirigido. Pero su pensamiento, fruto de una cultura y de un modo de ser, de una sensibilidad original y de una intuición milagrosa, era una muy otra cosa. De él se deriva en parte lo que podríamos llamar el estilo directorial furtwängleriano .

En busca de la estructura básica

Para el maestro alemán existía una idea básica, la de la humanidad y universalidad del arte; de ahí nacía la dificultad de su explicación, traslación e interpretación, en el caso que nos ocupa a través de un medio de reproducción sonoro de las notas que habitan una partitura, un instrumento o una serie de instrumentos que tocan juntos, una orquesta. Una recreación que había de tener en cuenta fundamentalmente el corazón, el núcleo expresivo, la estructura profunda de la composición; antes que el artificio, el virtuosismo más o menos superficial. Esos detalles que, inconexos, no poseen entidad ni auténtico significado, jugarán su papel y entrarán a formar parte del todo cuando se establezca entre ellos el adecuado encadenamiento lógico gracias al trabajo del oído interior, a la visión de conjunto que haya sido el origen del trabajo del creador. Ahí conocerán su misión en el todo, su verdadera función, su color y su tempo .

Es necesario constatar que una obra musical —en mayor medida cuanto más perfecta sea— sólo puede ser comprendida e interpretada de una manera, la buena , derivada en cierto modo de un proceso interior, que será de una forma o de otra según el pueblo y la época de la que emane. En el caso concreto de la música alemana, las formas —en particular las que podríamos denominar puras, como la fuga o la sonata, y hasta cierto punto lo que llamamos drama musical—, provienen de “un proceso, de un devenir psíquico”. El problema esencial para el traductor a sonidos de los pentagramas, el intérprete, puede llegar a tener la evidencia del camino a seguir para que los elementos aislados lleguen a reconstruir el todo. Ahí es preciso marcar la diferencia entre el trabajo de un hábil mezclador y el artista que es capaz de elaborar, de crear un todo orgánico que obedece las leyes de una lógica rigurosa. Es lo que sucede con la ejecución, la recreación nueva de una obra.

Furtwängler expresa esta cuestión de una manera muy bella: “Nadie lo ha explicado mejor que Wagner en el episodio legendario en el que Siegfried forja la espada. Es imposible, incluso al más hábil forjador, soldar y mantener unidos los fragmentos de la espada rota. No es sino reduciendo el todo a un verdadero magma y, para ser fiel a nuestra imagen, volviendo a crear la situación primitiva, es decir, el caos que precedía a la creación, y luego dándole forma al todo, que se podrá reconstruir y verdaderamente recrear la obra en su forma original”. Pero, he ahí otra cuestión básica, ¿cómo sabrá el ejecutante que la obra ha sido finalmente restituida en su forma acabada y definitiva? ¿Y cómo llegará, partiendo de los detalles, de los fragmentos de la espada, a elevarse a la concepción de un “todo” y del “acontecimiento interior” del que ese “todo” es la imagen? ¿Cómo detectar que se está o no ante la Buena interpretación? (Wilhelm Furtwängler: Musique et verbe . Recopilación de textos del maestro y de sus entrevistas de 1948 con Walter Abendroth. Albin Michel/Hachette. París, 1979).

Es muy difícil traducir a palabras, lo reconocía Furtwängler, la esencia de un proceso que podría definirse como orgánico. Al final el intérprete —y los que reciben su labor— deberá dejarse guiar por un gusto “individual”, incierto y contestable. En todo caso preferible —en esto insistía el director alemán— que el recurrir a la cómoda estupidez de la “fidelidad a las notas”. En definitiva, por resumir una cuestión que tiene poco de clara y de esquemática, el criterio de Furtwängler perseguía encontrar lo esencial de la partitura, su corazón, su estructura —“estructura viviente”—; saber “leerla” desde el fondo cuando esa estructura fuera más presentida que conocida. Ese conocimiento, concluía el músico “ha devenido a la vez más necesario y más difícil; más necesario porque no es la única manera de que el arte del pasado quede en nuestra posesión, más difícil porque nuestra época está cada vez más desamparada frente a todo lo que está anclado, orgánico, y porque el intérprete, a consecuencia de una falta de tradición instintiva y natural, está cada vez más reducido a sus propios recursos. Localizar esa estructura exige una musicalidad que sobrepasa las posibilidades de la mayoría”.

Subjetivismo creador

A Furtwängler se le asignaron una serie de características que en ocasiones se convirtieron en cerrados tópicos, nada congruentes con una realidad movediza y caleidoscópica. Se le tachaba de director lento, genial pero impreciso, metafísico. Clichés que luego la realidad ha dinamitado. Por supuesto, sus ideas no eran ni confortables ni rutinarias y daban lugar a comportamientos muy subjetivos, en los que la voluntad del intérprete era la que mandaba en busca, por caminos no del todo rectilíneos, de esa verdad, de esa bondad, de esa estructura oculta depositada por el compositor en el fondo de su obra. Porque los pentagramas adquieren su real importancia no en el papel pautado sino en el espacio a través de los sonidos. Es, después de todo, el destino de cualquier composición musical. Es por tanto el intérprete, en este caso el director y los músicos que hacen que aquello suene, el responsable; y el momento decisivo el de la ejecución, en la que Furtwängler se renovaba cada vez, llevado de una febril actividad; oficiaba entonces como un auténtico sacerdote impulsado por un ciega fe. Dejaba que la música hiciera su entrada, explicaba Michelangelo Zurletti ( La direzione d'orchestra. Grandi direttori de ieri e di oggi . Ricordi. Mlán, 1985), según un itinerario en el que se fijaban psicológica y analíticamente los resultados extremos, y permitía que la orquesta sonara pidiendo a los instrumentistas su mejor contribución. Luego lo que llegaba al oyente era una extraña y no siempre confortable ni apacible combinación de pasión e intelecto, sino un discurso tenso y amenazado por la ruptura. Con su pasión por lo irrepetible, lo efímero, opinaba Hans-Klaus Jungheinrich ( Los grandes directores de orquesta . Alianza. Madrid, 1991), por la felicidad del instante, destaca como último exponente de un tiempo que comienza a amedrentar o aburrir a las generaciones venideras con la fijación y la conservación de las interpretaciones.

No debe extrañar que a veces Furtwängler pudiera ser considerado como director dialéctico. Su concepción de la dinámica buscaba la permanente oposición de los contrarios —forte-piano— y, por otro lado, en lucha paralela, la continua contraposición de los centros tonales. De ahí que encontrara su auténtica dimensión en el mundo sinfónico, más que en el operístico. Era la forma sonatística la que promovía sus mejores impulsos. Sobre todo la construida por Beethoven, autor que programó en su vida en 1045 ocasiones. El juego temático beethoveniano, sus tremendos desarrollos, la fuerza interior de su música, sus presupuestos avanzados eran campo abonado. Como lo era el mundo más místico de Bruckner por razones hasta cierto punto parecidas.

La lealtad fundamentalista de Toscanini ofendía la fe de Furtwängler en un arte vivo y fecundo. “Una fórmula para la interpretación correcta de todo, que pueda llegar a ser una ley universal aplicable en todos los casos no existe, aunque muchos piensen que sí”, decía el director alemán, que hablaba de este modo del comienzo de la Novena de Beethoven (y volvemos al gran sordo): “El caos, el inicio primitivo del tiempo del que todo evoluciona”. Toscanini, comentaba Norman Lebrecht ( El mito del maestro . Acento. Madrid, 1997), era capaz de dedicar diez minutos enteros de ensayos para que las cuerdas tocasen perfectamente al unísono. El resultado, afirmaba Furtwängler, era que “se escuchaba el pasaje exactamente como estaba en la partitura, con despiadada claridad; pero la idea de Beethoven desaparecía”. Su interpretación era trémula, opaca, cargada de múltiples posibilidades.

Para nuestro músico el tempo , que es una unidad absoluta, debía estar influido —y lo dicho hasta aquí corrobora buena parte de este aserto— por la sonoridad, tanto la de la propia orquesta como la conectada con la acústica de la sala. Una cuestión básica, casi nunca tenida en cuenta, y que fue la primera piedra de la teoría fenomenológica aplicada a la interpretación del arte de los sonidos desarrollada más tarde por Sergiu Celibidache, en tanto aspectos —no en todos— heredero de don Guillermo. La ecuación tiempo-espacio, que invocaba el rumano, tenía su punto de partida en las concepciones, muchas veces intuitivas, del alemán.

Muy interesantes eran las prescripciones furtwanglerianas en la parcela rítmica, que estaban en íntima comunión con su manifestación gestual. Había que hablar no de reglas estrictas, meramente métricas, sino de fluctuaciones, de oscilaciones de tempo , que buscaban la ansiada expresión —la realización que decía Celibidache. Lo que equivalía a sustituir el concepto ritmo por el concepto pulsación, más elástico y, por supuesto, menos riguroso. Y, claro, para ello era necesario tener una transparente idea de lo que significaba el rubato y de su correcta aplicación mediante el uso del ritardando , del accelerando , del stringendo , del affrettando y de otros conceptos relacionados con la agógica. Todo ello concedía al discurso una extraordinaria capacidad de seducción, de fuerza oratoria y de gusto por la oratoria. Se advertía en ese estilo, subrayaba Zurletti, un gusto por las pausas, por la dilatación de las coronas (cadencias), de establecer tremendas urgencias en los momentos decisivos, abriendo abismos de luces y sombras.

Este modo de hacer suponía, lógicamente, otorgar un muy relativo relieve a los ensayos, en los que, además, el maestro berlinés hablaba poco y muchas veces no explicaba nada. “Es un error habitual creer que cuantos más ensayos se hagan mejor se toca. Eso sería demasiado fácil. Es que el ensayo no es algo independiente: separado del concierto no posee ninguna virtud. Debe servir para que durante el concierto no se improvise más que lo que es estrictamente indispensable improvisar. Pero ni menos ni más, eso es muy importante”. Existía para él, al parecer, una suerte de ley de la improvisación, que es la que regía toda forma orgánica y exigía que el artista se identificara con la obra y con la trayectoria de su devenir. Durante la interpretación, es decir, en el concierto, en suma, ¿qué debe hacer el director para transmitir lo esencial, esa otra cosa, a la orquesta?: “El concierto es donde se encuentran lo no mensurable, el alma y el espíritu de una obra, y las conquistas y las necesidades técnicas. Se trata de una terra incognita en la que la técnica no sirve, e incluso no existe, más que en relación con el arte, en función del arte”.

Con unos criterios como los expuestos, no es raro que el contacto del director con la música de su tiempo fuera relativo; aunque no inexistente. De hecho, estrenaría numerosas partituras que hoy en día no relacionamos con él, así las Variaciones para orquesta op. 31 de Schönberg. Fue también un resuelto protector de la creación de Hindemith; y del propio compositor, a quien defendió durante el nazismo, un régimen con el que mantuvo no pocas concomitancias y con el que colaboró, eso sí, desde una posición de velada crítica. Pero esa es otra historia. En todo caso, las creencias y pensamientos del director, hasta aquí enunciados resumidamente, ponen de manifiesto que sus preocupaciones y apetencias, también preparación, iban por otros derroteros claramente imbricados en la tradición pretérita germano-austriaca.

Técnica y gesto

Bertha Geissmar, que fuera secretaria de Furtwängler —y luego lo sería de sir Thomas Beecham, tras ser depurada por los nazis—, contaba en su librote Baton and the Jackboot (Hamish Hamilton. Londres, 1944), que durante toda su vida el director no cesó de trabajar la técnica de dirección, incluso y de manera particular, sobre las partituras que conocía mejor que nadie, y de estudiar muy humildemente la de sus colegas. El ademán de Furtwängler expresaba de forma visible su pensamiento en cuanto a la libertad de aproximación a la entraña de la música. Jungheinrich señalaba que para él no había directrices inequívocas, ni figuras de puntuación que indicasen limpiamente los modos de compás. “Odiaba la dirección orquestal como catálogo de órdenes aceptadas complacientemente. Sus gestos, su mímica, fueron siempre expresión, representación enfática de la música, reproducción preparatoria del acto musical. Una cierta vaguedad o indeterminación servía para activar la iniciativa de los músicos de la orquesta, de lo que, por tanto, resultaba una imagen sonora bastante distinta de la rígidamente militar”.

La elevada estatura, la esbeltez de la figura, la extraña autoridad frente a la orquesta imponían. El gesto, siempre calificado de poco claro, de ambiguo, poseía en todo caso un notable poder de sugestión y, al tiempo, era muy convincente. Marcel Deblue, que fuera violinista de la Orquesta de la Suisse Romande, recordando sus experiencias como instrumentista ante Furtwängler, escribía: “Cuando llegamos a comprender ese gesto el efecto fue sorprendente. No se trataba de un golpe seco, métrico. Producía la sensación de una masa que se agita, de un magma que se pone en movimiento dentro de una especie de halo. Y por eso, consciente o inconscientemente, él no quería un gesto demasiado claro. Teníamos el sentimiento de poder hacer música con total libertad dentro del respeto a cada una de nuestras personalidades, como si hubiéramos tocado para nosotros solos. Eso explica la riqueza de sonoridad de la orquesta, su brillo, su poder”.

El gesto, confirmaba Zurletti, “era evanescente, ningún autor de tratados de dirección habría podido recomendarlo: era un temblor vago, una llamada a la inanidad, una denuncia de indeterminación”. Friedrich Herzfeld, en su conocido libro La magia de la batuta (Labor. Madrid, 1958), consideraba que “las líneas ondulantes, aunque arbitrarias en apariencia, del gesto de Furtwängler, encierran un sentido profundo. En primer lugar, tienen un centro de gravedad que la orquesta ha percibido de manera misteriosa”. Son famosos sus dibujos de las anacrusas, sus largos movimientos previos a la iniciación del ataque, que le servían para conectar psicológicamente con los instrumentistas.

“Cuando usted dirige, ¿cuál es el papel de la mano izquierda?”, le preguntó un día a Furtwängler un joven colega. Y el director se dio cuenta entonces, tras más de veinte años de práctica de la dirección de orquesta, que no se había planteado nunca tal cuestión. “Es solamente —reflexionaba el maestro— cuando la obra de arte no ocupa todas sus fuerzas, toda su atención y toda su tensión, que el intérprete comienza a pensar en sí mismo y aprende —sobre todo si es director de orquesta— a posar —tipo de técnica que un verdadero artista no tendrá, me parece a mí, tiempo de aprender. La técnica deviene un fin en sí misma. Es el signo cierto de que se está en trance de perder el sentido de la forma, que es interpretación del espíritu de la técnica, del alma y de los medios de la música; que se está en trance de perder el sentido de la necesidad y de la veracidad artística; el sentido de lo que convierte a la vida en obra de arte”.

El arte de Furtwängler, decíamos en estas mismas páginas en febrero de 1986 (SCHERZO, nº 1), era en definitiva extraordinariamente sugerente, profundo y vital, contradictorio y limitado, calaba hondo en el oyente y arrastraba a los instrumentistas. Ésta era sin duda la razón de que los cambios de tempo , las aparentemente innecesarias fluctuaciones, no llegaran a resultar extraños. Y, decimos ahora, tampoco reparamos ante lo que muchos podrán considerar atentados estilísticos, como los de tocar y acentuar de manera evidentemente romántica obras del XVIII, como esa curiosa y muy criticada, y en todo caso interesantísima, Pasión según san Mateo de Bach, expuesta con una libertad creadora magnífica; o interpretar a tutta orchestra , masivamente, sinfonías de Haydn, que, sin embargo, resultaban esclarecedoramente enunciadas, cargadas de tensiones sentimentales por completo románticas y tocadas de un singular —y en este caso conveniente— sentido del humor.

Evocamos hoy a aquella alta figura que oficiaba en el podio una sorprendente ceremonia, perfectamente integrada en la música que sonaba y en el gesto que la acompañaba y de la que emanaba una tibia luz interior que aún hoy, gracias al vídeo y al disco, nos acompaña, nos ilumina y nos ilustra.

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