Scherzo

John Williams y Jerry Goldsmith: vidas paralelas

por Guzmán Urrero Peña

Scherzo nº 218, Abril 2007

Se nos dice con asiduidad que la reciente música de cine tiende a la rutina y, en última instancia, a lo banal. El explicable apego de Hollywood por los aires de opereta y el pastiche posromántico abonan dicho prejuicio. Por descontado, si nos ceñimos a los últimos tiempos, quizá convenga decir que sólo un puñado de músicos deja algún resquicio para la sorpresa. Valdrá la pena interrogarse extensamente acerca de esa postura frente a dos creadores, Williams y Goldsmith, cuyo desempeño oscila entre la audacia y el amaneramiento. En todo caso, ya desde sus primeras composiciones, se advierte en ambos un programa ambicioso, diseñado de acuerdo a idénticas coordenadas. En lugar de evitar o disimular las aproximaciones, sus biografías evocan de continuo esa sustancia paralela, y ello nos permite especular, según ahora veremos, con una nítida y a ratos sorprendente correspondencia.

Música para piano a dos manos

A Jerrald K. Goldsmith ya se le han rastreado algunas claves y compromisos, pero acá le debemos noticia más completa. Este californiano de Pasadena nace el 10 de febrero de 1929. Por una inclinación letrada, sus padres saben que los estudios musicales pueden conducir a un niño despierto —tal es el caso— a una virtualidad superior. Permeable a lo que le rodea, el pequeño es un soñador riguroso, ensimismado ante el gramófono Columbia que anima las veladas familiares. Cuando se matricule en el conservatorio, su profesor predilecto será el pianista Jakob Gimpel, recién llegado a Estados Unidos. Gimpel le habla de sus maestros, Alban Berg y Edward Stuermann, quienes forman las ramas desde las cuales se yergue el imaginario musical del muchacho. Otro de los instructores de Goldsmith es también un desterrado, Mario Castelnuovo-Tedesco, junto a quien aprende armonía, contrapunto y composición.

Al entorno de don Mario se asocia un nuevo discípulo, John Tower Williams, neoyorquino, nacido el 8 de febrero de 1932. Aquí el linaje es de inflexible claridad: su padre, Johnny Williams, es percusionista del Raymond Scott Quintet y aún lo recuerdan en el apartamento de George Gershwin, donde solía participar en fascinantes jam sessions . Entre los protectores del futuro compositor, dos personajes se sitúan en primer plano: el citado Raymond Scott, maestro del swing y directivo de la CBS, y Carl Stalling, artífice a sueldo de Warner Bros y Walt Disney. Cuando en 1948 los Williams se trasladan a Los Ángeles, el chico pretende imitar a Scott y convence a su padre para que le pague clases de trombón y trompeta. Contra esos hábitos jazzísticos, el patriarca sólo opone una reserva: John Jr. debe recibir clases de piano. Una vez matriculado en el conservatorio de la UCLA, estudia orquestación con Robert van Eps, responsable musical de la Metro-Goldwyn-Mayer. Poco después, de regreso a Nueva York, lo encontramos en las aulas de la Juilliard, donde Rosina Lhévinne le ayuda a mejorar sus habilidades pianísticas. Como si ya quisiera encontrar la meta de su itinerario, Williams es un estudiante de apuestas fuertes, y también un dandi que muestra su competencia en recónditos clubes de jazz.

Meditación en un estudio radiofónico

¿Por qué un joven con el talento de Jerry Goldsmith quiere ligarse a la industria del cine? No es fácil responder tajantemente a esta cuestión. Es cierto que Castelnuovo-Tedesco gana un buen dinero gracias a Hollywood —Jerry conoce las partituras que su preceptor ha escrito para The Stars Look Down (1940), de Carol Reed, y El extraño caso del Dr. Jekyll (1941), de Victor Fleming—, y podemos creer que el italiano le comenta a su pupilo las condiciones del contrato que, merced al apoyo de Jascha Heifetz, ha firmado con la Metro-Goldwyn-Mayer. Tampoco es improbable que sea Gimpel quien contagie esa cinefilia a Goldsmith —cumpliendo un modesto compromiso, el maestro aparece tocando el piano en Luz de gas (1944), de George Cukor. Pero no parece objetivo ni suficiente limitar esa pasión a un influjo externo.

De hecho, en esta apertura de horizontes, el deseo de crecer como compositor viene a ser lo que motiva ese acercamiento a Hollywood. Por gratitud, Goldsmith cita la fascinación que le inspira la partitura ideada por Miklós Rózsa para Recuerda (1945), de Alfred Hitchcock. ¿Dije fascinación? Y también aprendizaje. Recordemos que es el propio autor húngaro quien, con su acento mal aprendido, le adiestra en el oficio de producir bandas sonoras. Mencionarlo es casi reiterativo: desde su departamento en la USC, Rózsa aspira a consolidar una nueva generación de músicos de cine; un plan éste que se aviene con el hecho de que Goldsmith y el propio Williams figuren entre sus seguidores aventajados.

Por estos días, las firmas radiofónicas contratan a un buen número de compositores para que éstos enriquezcan sus archivos sonoros. En 1950, Jerry Goldsmith ingresa como copista en el departamento musical de la CBS. Pronto tiene la oportunidad de idear melodías para radiodramas como CBS Radio Workshop . Según consta en los ficheros de la casa, uno de los primeros episodios firmados en solitario por Goldsmith es Season of Disbelief , emitido el 17 de febrero de 1956. No obstante, sus colaboraciones con esa compañía, aunque no acreditadas, son muy anteriores: desde 1952, ya diseña ráfagas musicales para Escape , Suspense , Romance y Hallmark Hall of Fame .

Gracias a Raymond Scott, los Williams, padre e hijo, también se incorporan a la CBS. En esto, como en tantas cosas, el joven John es un entusiasta. Aunque sigue tocando el piano en los santuarios del jazz, cancela algunos compromisos para grabar su orquestación de Porgy & Bess (1957). Ya merece un cierto respeto como pianista, y ello le lleva a intervenir en registros de Henry Mancini ( Peter Gunn , 1958) y Elmer Bernstein ( Wagon Train , 1958).

Variaciones televisivas

Cuando la CBS amplía su programación televisiva, Goldsmith se convierte en un compositor recurrente. Suyas son las bandas sonoras de Climax (1954) y Gunsmoke (1955). Asimismo, secunda con la intensidad justa diversas entregas de La dimensión desconocida (1959), lo cual le permite alternar con otro de los asalariados del estudio, Bernard Herrmann. Aquí viene a cuento recordar que de la amistad con Herrmann emerge la Primera Sinfonía de John Williams (1966) y también el vínculo de éste con Goldsmith, quien lo emplea como pianista durante las grabaciones de City of Fear (1959) y Studs Lonigan (1960).

A partir de ahí, la suerte del neoyorquino se señala con puntos suspensivos. En 1965, André Previn y la Sinfónica de Houston estrenan una estimable producción de Williams, su Ensayo para cuerdas (1965), muy en la línea neorromántica de Samuel Barber. Por el camino, Previn comprueba el sentido improvisatorio de su colega, y graba con él tres discos de crossover : Young Hollywood Composers (1962), In Hollywood (1963) y Soundstage! (1964).

Según los mismos trazos, Goldsmith sigue depurando su oficio en la CBS. Por una decantación progresiva, también acaba instalado en el gusto de la época. Lo que no quiere decir más que una cosa: los aspectos temáticos de sus partituras televisivas y su definición estilística constituyen una suma llamativa pero ligera. Quien busque comprobarlo no tiene más que acudir a referencias tan impulsivamente coloreadas como El doctor Kildare (1961), Viaje al fondo del mar (1963) y El agente de CIPOL (1964).

Ese repertorio pierde fuelle si se mide con la nómina de composiciones cinematográficas que Jerry termina durante los sesenta. Ni que decir tiene que su mudanza a Hollywood tiene un pretexto: Alfred Newman, toda una institución en el gremio. Dotado razonablemente para la sensibilidad popular —fue colaborador de George Gershwin, Richard Rogers, Jerome Kern e Irving Berlin—, Newman distingue en Goldsmith a un autor de buena consistencia, dúctil, con una irreprochable musicalidad, y entra gustoso en el juego de hacerle subir escalones.

Mientras tanto, crece la discografía de John Williams —ya ha grabado Daddy O (1958), su primera banda sonora en solitario. Estudios como Columbia y 20th Century-Fox le encargan diversos trabajos como arreglista, y este compromiso también le aproxima a Alfred Newman, junto a quien colabora desde un segundo plano. Es evidente que hay muchas ideas de Williams en las partituras crepusculares de Newman, Dimitri Tiomkin y Franz Waxman, pero no pretendo tratar de ellas ahora. De momento, la timidez del compositor resulta muy razonable, sobre todo si se lo compara con alguien tan prometedor como Jerry Goldsmith.

Quizá convenga hacerse a la idea de que el eclecticismo —no sé si por versatilidad o por afición— se convierte para ambos en una imperiosa costumbre. Al igual que su amigo Alex North, Goldsmith resuelve con éxito el encuentro entre la fiesta de Tinseltown y una herencia romántica de firme oficio —frases consabidas—, añadiéndole al conjunto una inspirada vena melódica, la sensibilidad rítmica del jazz y los asomos de angustia vienesa que Gimpel supo inculcarle. Mostrando todos estos recursos, destacan, con igual propiedad, sus aportaciones musicales en Los valientes andan solos (1962), Freud (1962) y El Yang-Tsé en llamas (1966). Con todo, aunque impresione la seriedad de su trabajo en los títulos citados, su primera obra maestra aún está por llegar.

Los simios y la vanguardia

En 1968, de la mano del realizador Franklin J. Schaffner, Goldsmith recibe el encargo de llevar a término la partitura de El planeta de los simios . En plena madurez, el músico sucumbe ante el hechizo de la vanguardia: capta originalísimas estructuras —hay indicios de paralelismo con Arcana , de Varèse—, y seduce con el poderío dinámico de unos incisivos metales y un heterogéneo conjunto de percusión. La pieza demanda medios exigentes —a la orquesta se le suman instrumentos étnicos— y revela con efecto cautivador unas arcaicas sonoridades que, por buscar su entorno de referencias, vincularemos con Bartók y Stravinski.

Podemos preguntarnos si esta novedad no es también una inspiración para Williams. Consideren, en este aspecto, la complejidad imaginativa de cada una de las piezas que escribe para Images (1972), donde postula la idoneidad cinematográfica del dodecafonismo. Tras este puntal, desde luego, el músico busca referencias más confortables —las operetas de su infancia, Mahler, Strauss…—, pero dicha cinta no deja de ser un síntoma de osadía sobre el que luego volveremos. En todo caso, que prevalezca el vínculo de Williams con la tradición vienesa no es un obstáculo. Al contrario: su comedimiento tiene la virtud de granjearle amistades. Con ayuda del orquestador Herbert Spencer, diseña el acompañamiento de Guía para el hombre casado (1967) con un pulso electrizante, herencia de Carl Stalling. Naturalmente, este vivo influjo —el de los cartoons — no se agota en piezas posteriores, como La aventura del Poseidón (1972) o El coloso en llamas (1974). De hecho, es fácil averiguar la misma coloración en otro proyecto ilustre, Tiburón (1975), de Steven Spielberg. Apoyado también aquí por Herrmann, Williams aumenta el efecto de un leitmotiv wagneriano y con ello afina este registro ameno y robusto, trazado a favor de la acción.

Pertenecen a la misma etapa tres obras menores del neoyorquino: esa parodia neobarroca que construye para La trama (1976), de Alfred Hitchcock, su Concierto para flauta (1969), impregnado de aires japoneses, y el neoclásico Concierto para violín (1976), de tono elegiaco, donde se impone la memoria de William Walton.

Es ahora el turno de Goldsmith, para quien hacer carrera en la música culta depende de pequeños favores. En 1969, atendiendo a los méritos de El planeta de los simios , el consejo de administración de la Orquesta de Cámara de California le hace llegar un primer encargo. Sin embargo, el músico es tratado con frialdad por los comentaristas. Muchos vuelven la espalda a su Christus Apollo , una cantata con libreto de Ray Bradbury. El menosprecio se hace extensivo a Music for Orchestra (1970), pieza breve donde también figura la serie dodecafónica. ¿El público? Al público parecen interesarle en mayor medida las sonoridades lujuriosas de la tercera obra concertante de Goldsmith, Fireworks (1999), una entrega efectista y danzable, de la que dispone a modo de propina cuando dirige a la Filarmónica de Los Ángeles en el Hollywood Bowl.

Con todo, la película de Schaffner le convierte en un músico predilecto de los grandes estudios. En adelante, su obra condensa todo un caudal de estilos que hace sospechar cierta pátina de pastichismo. Ahora bien, las nuevas entregas que se acumulan en este cajón de sastre revelan una fusión sugestiva, resuelta con claro dominio de la paleta orquestal. A la pegadiza marcha de Patton (1969) se suma el sustancioso orientalismo de El viento y el león (1975). De muy efectista factura, La profecía (1976) privilegia las partes corales, cuyo vigor enfático repasa el estilo de Carl Orff. Sin ser deslumbrante, La fuga de Logan (1976) alterna con nervio la música electrónica y la estética impresionista. Ya dentro del ritmo de vals, Los niños del Brasil (1978) admite un examen aún más riguroso de sus virtudes.

A estas alturas, como ven, nada impide postular que Goldsmith se sitúa en competencia directa con Williams.

La estrategia de Korngold

Al calor de las nuevas tecnologías, el sintetizador se adapta a las exigencias de la música cinematográfica. Goldsmith, que admira las creaciones de Milton Babbit y Morton Subotnik, aprecia ese modo de generar sonidos. John Williams, obvio es decirlo, refrena este anhelo de modernidad en favor de la tradición romántica. Ello se traduce en su empleo de referencias poco encubiertas: Steiner, Waxman y, sobre todo, Korngold. Tal vez la cumbre de dicho programa se halle en dos obras de lucimiento, Encuentros en la tercera fase (1977) y La guerra de las galaxias (1977). Con las reservas del caso, emparejaremos los méritos de ambas.

En principio, la partitura que escribe para Spielberg admite un doble enfoque, según privilegiemos su exposición atonal —reflejo de la extrañeza de los protagonistas, en la línea de Images — o sus partes tonales —correspondientes a escenas costumbristas. Memorable, por cierto, es ese motivo de cinco notas que sirve para establecer el diálogo con los extraterrestres. Para fijarlo, Williams analiza la notación para sordomudos concebida por Zoltan Kodály y la congruencia entre música y colores propuesta por Scriabin.

En el caso de la epopeya de George Lucas, el músico opta por un estilo familiar, útil para dar unidad a ese universo múltiple y exótico, que debe hacerse interesante de golpe. Aunque por momentos la descripción musical pertenece a la órbita de Wagner y Strauss, Williams también se entusiasma ante los cálculos planetarios de Holst. De la variada oferta —incluso el swing se traba en ella—, también cabe subrayar que los motivos se repiten y se adornan al estilo de Korngold. Una vez reconocida esta deuda, no cuesta averiguar en la famosa fanfarria de Star Wars los ecos de aquella otra que el moravo usó en Kings Row (1942), de Sam Wood. La semejanza es moderada, y permite colegir que Williams encara el género analizando cumplidamente sus principales constituyentes: el cromatismo orquestal de Mahler y Strauss, las operetas vienesas (libérrimas a la hora de sumar estilos), el musical de Broadway y la traducción de todo ello en la música de cine escrita por centroeuropeos.

Cuando lo retiran de la cartelera de Superman (1978), Jerry Goldsmith pierde la oportunidad de imponerse en un similar compromiso. El encargo pasa a manos de su competidor, quien bruñe las armas que ya le han dado fama y obtiene un nuevo triunfo. Vistos los ejercicios a los cuales se consagra, ¿qué otro músico puede sacarle mejor partido al repertorio ligero?

Al borde mismo del exceso, Star Trek (1979) ilustra bien a las claras el modo en que Goldsmith acepta el signo un tanto naïf de los tiempos. No puede ignorar la repentina popularidad de Star Wars , y por eso rebusca en el catálogo las mismas influencias que frecuenta su colega. A saber: Steiner, Waxman y otros precursores de un romanticismo recobrado. Quizá ello tenga algo que ver con la desazón que le causa Alien (1979), una cinta a la que dedica enormes esfuerzos, y para la cual entreteje una sabia partitura, de gran sentido dramático. Por desgracia, esa fidelidad del músico a ciertas constantes personales —inventiva estructural, exquisiteces armónicas y una interpretación muy matizada de la vanguardia— es del todo incomprendida por el director, Ridley Scott, quien remonta la banda sonora y elimina varios pasajes para sustituirlos por fragmentos de la música que el propio Goldsmith escribió para Freud . Desde luego, tales anomalías dejan de ser excepcionales cuando advertimos el modo en que Scott rechaza el acompañamiento que el californiano graba para Legend (1985).

De mediana entidad son sus siguientes registros. Si Atmósfera cero (1981), Poltergeist (1982) o Bajo el fuego (1983) hubiesen alcanzado un poco más de vuelo, quizá no se hubiera visto forzado a redoblar su ritmo de trabajo, aceptando empeños mediocres.

En contraste con el poco selectivo olfato de Goldsmith, John Williams evita la descalificación popular. De la mano de Spielberg, explota un americanismo marcial en 1941 (1979) y en el tema característico de En busca del arca perdida (1981). Algo más lejos de las ocurrencias de John Philip Sousa queda su siguiente entrega, ET, el extraterrestre (1982), cuyo despliegue melódico se empareja con el decorado sonoro de sagas como Star Wars y Harry Potter .

La fuerza de la costumbre

¿Relevo o revancha? Sea como fuere, Goldsmith compone para Spielberg la partitura de En los límites de la realidad (1983), y lo hace con el estilo que el cineasta espera de Williams. A algunos les parecerá insípida, pero se trata de una banda sonora bien resuelta. Dicho esto hay que convenir que no son éstas las páginas que mejor le cuadran a nuestro músico. No es de extrañar su creciente falta de entrega. Con cierto oportunismo, recurre a cadencias de la música pop en Gremlins (1984) y Hoosiers (1985), integrando los sintetizadores en el conjunto sonoro. Y si bien alcanza mayor temperatura emotiva con Instinto básico (1992), posterga las audacias a una segunda fila y legitima el collage en obras de amena escucha, pero escasamente memorables, en la línea de Desafío total (1990). Lo cual no obsta para que los devaneos jazzísticos de LA Confidential (1997) le devuelvan el favor de la crítica.

Prolífico y disciplinado, Goldsmith aún lucha por encaramarse a esa cumbre de la que empiezan a desplazarle James Newton Howard, James Horner o Danny Elfman. El cáncer que deteriora sus fuerzas le urge a suscribir nuevos compromisos, pero a duras penas logra completar Looney Tunes Back In Action poco antes de su fallecimiento, ocurrido el 21 de julio de 2004.

En contraste, el seductor Williams restringe su campo de acción desde el atril de la Boston Pops Orchestra. Escribe fanfarrias al servicio del mejor efecto festivo —Olimpiada de Los Ángeles, 1984; centenario de la Estatua de la Libertad, 1986— y sigue teniendo la primacía en un género de grata escucha el de Parque Jurásico (1993) o La lista de Schindler (1993)—, que goza de claro interés discográfico. En el resto de su producción orquestal, nos encontramos con obras de directa emotividad, como el Concierto para violonchelo (1994), el concierto para fagot The Five Sacred Trees (1993) y el concierto para violín TreeSong (2000). No hay en ellas nada que no haya sido presentido en piezas anteriores. Pero entendámonos, se adivina qué tipo de beneficio pueden traer a quienes buscan refugio en un suave espiritualismo.

Que Williams personaliza el lustre y el agotamiento de un estilo es cosa que puede darse por probada, ya que en Hollywood impera el tradicionalismo musical. Nadie ignora que el impulso hacia lo nuevo, previsto un día por Goldsmith, aún choca con la lógica convencional de los estudios. La respuesta varía según la moda, pero esta comprobación puede llevarnos a sospechar que el espectador medio, indispuesto ante las novedades, sigue agradeciendo esa nostálgica cortesía.

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