En 1553, São Paulo era una planicie, dos ríos y unas chozas alrededor. No había hombres blancos, negros o pardos sino indios tupí-guaranís que sabían de oídas de la presencia de gentes nuevas en la región. «La tierra es muy sana, fresca y de buenas aguas», observó al llegar el misionero padre José Anchieta, jesuita español nacido de padre vasco y madre castellana en La Laguna, Tenerife. Anchieta prefería la Compañía de Jesús a los planes imperiales del reino portugués que por allí empezaba a campar. Por eso abandonó la colonia de Santo André da Borda do Campo, subió la sierra del mar y llegó a la planicie de Piratininga, la de la tierra sana y fresca. Y tierra segura, además: entre los ríos Tamanduateí y Anhangabaú («valle del diablo», en tupí guaraní) era el lugar ideal para predicar entre los indios, demostrarles la bondad del Verbo y, en fin, ayudar a constituir un pequeño paraíso natural en aquella meseta a pocas millas de la costa.
Anchieta fundó el 25 de enero de aquel 1553 un colegio de Jesuitas y después un poblado, São Paulo de Piratininga. La villa estaba prácticamente aislada por lo que el comercio se hacía complicado; la tierra, por otro lado, era fértil, pero no para los productos que querían exportarse. El jesuita tinerfeño murió sin ver cómo su pequeño edén se transformaba en una ciudad de pecado.
En 1681, los colonizadores portugueses convirtieron la misión en Capitanía, y el poblado pasó a llamarse São Paulo a secas. De allí iban a salir las expediciones de los bandeirantes, que con sus machetes desbravarían la poderosa jungla y abrirían espacio para la colonización del sur y el suroeste de Brasil. São Paulo se mantendría durante muchos años como un lugar de paso, reposo y estrategia de la conquista.
Así fue hasta mediados del siglo XIX. En ese momento se descubrió que Anchieta no se había equivocado del todo en su diagnóstico sobre la tierra: daba café. Con el cultivo y explotación de la droga más consumida del mundo llegaron el tren, el comercio y, sobre todo, miles de emigrantes europeos que cambiaron la faz de São Paulo. São Paulo se convirtió en ciudad gracias al café y con él creció desmesuradamente. En cinco años, de 1895 a 1900, la ciudad pasó de 130 000 a 240 000 habitantes. No quedaba ni rastro de los tupí guaranís, el centro histórico fue desbordado y barrios de obreros comenzaron a poblar los márgenes de otros ríos antes lejanos.
El café dejó de ser el motor de São Paulo en la segunda década del siglo XX. En ese momento, São Paulo ya era un territorio donde se creaban fábricas y naves industriales por doquier, donde se abrían bancos y comercios, donde se centralizaban las finanzas de Brasil, donde, en fin, se construía la metrópoli que tanta falta le hacía al país del futuro.
Hay ciudades inagotables y otras que se dejan ver en un instante. São Paulo pertenece a los dos grupos. Espacialmente inmensa, la mayor ciudad de América del Sur goza del incierto honor de ser considerada, también, una de las más feas e inhóspitas del continente.
A vista de pájaro es así: cientos, miles de altos edificios heterogéneos, que parecen clavados en la tierra sin orden ni concierto, sin rastro de vida humana, o con dudas sobre su existencia cabal en medio de tanto cemento y hormigón. Los aviones que despegan desde el aeropuerto de Congonhas, en el centro de la ciudad, apenas pasan unas decenas de metros por encima de los rascacielos. Los que llegan a Cumbica, en el extrarradio, sólo ven a lo lejos una mancha infinita de gris construido.
A ras de suelo, la imagen no mejora esencialmente. El tráfico de vehículos es insano y las personas transitan agitadas. São Paulo resulta inaprensible para el caminante, rodeado de coches, camiones y motos, de edificios que tapan el cielo, de niños que ofrecen chocolatinas, de sirenas encendidas, de vendedores ambulantes y de un aire pesado, contaminado, que se respira porque no queda más remedio
Las segundas y terceras vistas de la gran ciudad brasileña no mejoran en lo esencial las primeras impresiones. São Paulo da la sensación de haber sido imaginada por algún urbanista sádico con ganas de hacer infernal la vida de nueve millones de personas, y de otros ocho en los alrededores. O sea, mucha gente, demasiada, que hace colas para todo, que hace ruido, que es egoísta porque tampoco le queda más remedio.
La vida en São Paulo se hace difícil por la aglomeración humana, por los problemas de seguridad, por los seis millones de coches que circulan por sus calles, por la falta de una red de metro suficiente, por la casi inexistencia de parques y espacios públicos donde sentarse y mirar; por, en fin, la elevación al límite del concepto de ciudad como lugar de tránsito. São Paulo, «la ciudad que no para», deja poco espacio al ejercicio de la ciudadanía. Es fácil condenar a São Paulo al destierro de las ciudades que no facilitan la existencia de ciudadanos. Los instantes, horas o años de problemas citados son reales y esenciales a la ciudad y eso no tiene vuelta de hoja. Sin embargo, São Paulo no se agota en ellos. En primer lugar porque las ciudades también son su historia y São Paulo no siempre fue como es en la actualidad. El centro de la ciudad, con sus impresionantes edificios, puentes y calles modernistas planeadas hace un siglo mantiene vivo ese recuerdo de lo que fue y hoy se quiere recuperar. Pero, además, el centro industrial, laboral, financiero y académico de Brasil consiguió durante años atraer a poblaciones emigrantes de todos los puntos del país y del mundo. Entre otras muchas cosas, esa presencia multinacional se tradujo en un apabullante repertorio de razas, colores y tradiciones. Y también en abundantes muestras de gastronomía: São Paulo es sin duda uno de los centros gastronómicos más importantes del planeta, donde comprar delicado pan francés es tan fácil como acceder a la más tradicional harina de mandioca, o donde, según los especialistas, las pizzas saben mejor que en Italia y la feijoada de los miércoles y los sábados se degusta con sumo deleite en el boteco o tasca de la esquina que el viernes por la noche hace su agosto a base de vender decenas de cervezas de fabricación nacional. También en la música, en los periódicos o en las emisoras de radio, São Paulo lucha contra esa realidad de ciudad depredadora de ciudadanos. En las artes, las universidades y los medios de comunicación existe otra ciudad que se expresa y se educa a un ritmo inalcanzable para el resto de grandes urbes de Brasil. Es la que hace colas interminables en las taquillas del cine los sábados por la noche, la que llena los conciertos de música popular brasileña, o la que baila un ritmo incontenible una tarde de domingo en el Parque de Ibirapuera.
La «ciudad que no para» corre tanto que es imposible hacerle un retrato: la velocidad del tráfico, las contradicciones y la vida de sus calles siempre dejan algo sobrando [que sobra] en los márgenes. Seguramente, el padre José Anchieta, el jesuita español de La Laguna, Tenerife, tenía planes más celestiales para la villa que fundó hace ahora 450 años. Pero los paulistanos, obcecados, trabajadores y ambiciosos, nunca dejaron de llevarle la contraria a los sueños de eterna armonía del viejo misionero. Ya se han acostumbrado a vivir al día en la fuente inagotable de São Paulo.
Segunda monografía que Ábaco dedica a las grandes ciudades iberoamericanas, este número se gestó entre septiembre y noviembre de 2003. Fueron invitados a participar un escritor, cuatro personas del mundo académico y un fotógrafo. Los seis debían aportar, desde su ámbito particular, una visión sobre São Paulo, ciudad adoptiva o natural de todos ellos.
Fernando Bonassi, el escritor, nos regaló treinta relatos. Amargos, divertidos o violentos, los cuentos de Bonassi retratan algunas de esas partes de la vida en São Paulo que es posible congelar por un momento antes de que sigan su propio curso. Son historias cogidas por la mitad, sin principio ni final, simultáneas como la propia ciudad que las presencia o las genera.
Raquel Rolnik, urbanista, muestra en su artículo que São Paulo vive al borde del abismo sin terminar de caerse nunca. Argumenta Rolnik que el presente caótico de la ciudad no es resultado de ninguna necesidad histórica sino de la acción de personas y grupos de personas a lo largo del tiempo. Por esa razón, afirma la autora, São Paulo no está abocada al desastre sino que su reconstrucción depende de la propia actividad de sus ciudadanos. Marco Antonio Cabral, historiador, analiza a continuación uno de los problemas más conocidos de São Paulo: la criminalidad. Cabral se detiene especialmente en dos aspectos de la violencia urbana que, sin pasar desapercibidos para nadie, se suelen perder frente a la explotación sensacionalista de la misma. El exhibicionismo mediático y la violencia policial son mostrados por Cabral en un artículo que propone nuevas vías para combatir el crimen en la metrópoli.
El profesor Elias Thomé Saliba rescata en su artículo a los cronistas olvidados del momento de gestación de São Paulo como metrópoli. De los macarrónicos, como él los llama, hemos tomado prestada la idea de la imposibilidad del retrato de la ciudad. El artículo de Saliba, a pesar de referirse a hechos del pasado (pasado cercano, en todo caso), nos ayuda entre otras cosas a comprender, con nombres, apellidos y seudónimos, el carácter multinacional de la gran urbe. También en el pasado cercano se sitúa el último artículo de la revista.
Fabio Franzini, historiador especialista en fútbol y cultura, recuerda los primeros tiempos del deporte rey en la ciudad. Aunque se tienda a pensar que el fútbol se explica por sí solo con goles y resultados, error cometido habitualmente por especialistas de todos los órdenes, el deporte más popular del mundo, y por supuesto de Brasil, jugó un papel esencial en la configuración de la ciudad y fue escenario de los propios cambios que São Paulo iba sufriendo con el transcurso del siglo. El texto de Franzini da buena muestra de ello.
Finalmente, capítulo aparte merecen las fotografías de Eduardo Duwe. Sin ser un texto, y sin pretender ilustrar los artículos de este número, las imágenes que captó el ojo bidimensional de su cámara son ellas mismas un ensayo sobre São Paulo. Diecisiete composiciones fotográficas, incluyendo la de portada, recorren esta ciudad que huye del retrato. Del paisaje urbano a la fábrica, de los ciudadanos anónimos a los señores del fútbol, las imágenes de Eduardo muestran las contradicciones, los límites y las emociones de una ciudad cansada y eufórica al mismo tiempo.
Debo agradecer a todos los colaboradores el tiempo y el trabajo que se tomaron para participar en este número de Ábaco. También a quienes no participaron directamente pero tuvieron una intervención fundamental en la elaboración de la revista. Es el caso de la asesoría de prensa de la
Sabesp, compañía del Saneamiento Básico del Estado de São Paulo, que nos facilitaron el acceso, a Eduardo Duwe y a mí, a las obras de canalización del Río Tietê. También del servicio de prensa de los centros comerciales Iguatemí y Market Plaza, por conseguirnos los permisos necesarios. A Ceferino Fernández, presidente de Ifer, le debo otro agradecimiento por abrirnos las puertas de su fábrica en Santo Amaro (São Paulo). Juan Figueroa, João, Andreia y Rosana dieron consejos y contactos. Mi hermano Pablo echó una más que valiosa mano en las traducciones y sugirió correcciones. En este aspecto también colaboró Gabriela, cuya presencia, además, se manifestó con otras virtudes. Ella estuvo al principio, en el medio y al final de esta experiencia con imaginación e ideas. Sin ella, São Paulo sería inhabitable.
Victor Garcia Guerrero es Corresponsal de la revista Abaco en Sao Paulo ( Brasil).