Resumen: Los campos de concentración franquistas y los nazis evidencian un cuerpo común. En ambos se desarrollaba una terapia para los internos que tenía al cuerpo como vehículo de aprendizaje. El tratamiento político prescribía penalidades físicas—la suciedad, el hambre, la sed—y morales que debían conducir a los prisioneros a comprender la finalidad buscada por el Estado totalitario alemán y español. Las humillaciones y los castigos infligidos debían conducir a la desintegración de la personalidad y con ello a la sumisión ante el mandato jerárquico y el silencio. En el caso español, se añade que el objetivo no sólo era el individuo encarcelado, sino el sujeto colectivo familiar, que debía aprender junto al recluso los cánones del nuevo régimen. El exterminio científico e industrial aplicado por los nazis no fue conocido en España, donde sí hubo un exterminio selectivo, a través de ejecuciones irregulares y penas de muerte dictadas por consejos de guerra aplicados a los civiles.
Palabras clave: Segunda Guerra Mundial, franquismo, campos de concentración, exterminio, represión, cárcel.
Abstract: Nazis and Francoist concentration camps had a common body.In both of them, there was a therapy for prisoners using their body as a mean of learning. The political treatment prescribed physical (hunger, thirst and dirtiness) and moral punishments, for convicts to know what German and Spanish totalitarian States looked for. Humiliations and punishments inflicted to prisoners would disintegrate their personality and then they would be docile to hierarchy and silence. Nazi scientific and industrial extermination was not known in Spain but a selective extermination was applied to opponents, using death penalties imposed to civilians by military trials and illegal executions.
Key words: Nazis and Francoist concentration camps, extermination, repression, jail.
Introducción
El cuerpo de atención de estas páginas es la estrategia de destrucción de los individuos y colectivos considerados enemigos desarrollado en los campos de concentración nazis y franquistas. Nuestro propósito no es historiar los campos de concentración, ni los españoles [ 1 ] ni aquellos que los nazis dispersaron por Europa central y oriental, dado que el Tercer Reich utilizó exhaustivamente el marco geográfico propio y de expansión transfronteriza para la implantación de los campos. Buscamos los elementos comunes a ellos y no las distancias cuantitativas ni cualitativas de los campos de concentración, en ambos regímenes. Los campos de concentración españoles nunca fueron, ex profeso , campos de exterminio. Sin embargo, en ellos sí se seguían estrategias totalitarias que incluían la muerte, aleatoria o selectiva, entre sus objetivos. Se establecieron sistemas de poder en el cual los prisioneros adquirían un carácter subhumano, por lo que se les podía infligir cualquier castigo.
¿Cuál era el motivo aducido en España? El delito permanente e inmanente de disentir, en alguna medida o modo, del orden pretendido por los militares insurrectos que les había internado en los campos de concentración. Los militares necesitaban de un cuerpo legal para legitimar ese propósito y para ello remodelaron el delito de rebelión militar —ya previsto en el Código de Justicia Militar— para su aplicación generalizada a los civiles, a través de consejos de guerra. Éstos no se solían desarrollar en los campos de concentración, allí se les clasificaba y su catalogación como desafectos les conducía ante el juicio militar.
Los vencidos de la Guerra Civil fueron tratados como delincuentes. La demonización del enemigo alcanzó, en el caso alemán, su máxima expresión: el enemigo es foráneo y venenoso, por lo cual el exterminio puede ser válido: «Para que el campo de concentración fuera posible, para que un proyecto de exterminio total pudiera tener lugar, es necesario que las víctimas no tengan rostro y que sus verdugos tengan la impresión de no estar asesinando personas, sino cosas, insectos, parásitos. El verdugo jamás se encuentra cara a cara con sus víctimas» [ 2 ] .
La estrategia totalitaria española estudiaba el virus político del disenso y lo aislaba del entorno, para crear la vacuna. Una vez debilitado el virus, convertido en inofensivo, podía ser inoculado en la sociedad sin que se reprodujera la enfermedad. No se pretendía un exterminio generalizado, sino selectivo. La muerte se sembraba en cada esquina del mundo concentracionario para que se reprodujese por sí misma, de forma aleatoria, dejando hacer a la brutalidad de los mandos y sus secuaces, que se sabían impunes. Las fórmulas indirectas fueron las más utilizadas. Las enfermedades provocadas por el hambre, el agotamiento y el frío. La acción conjunta y prolongada de las penalidades harían su labor por sí solas, al provocar un carácter epidémico para la tuberculosis y el tifus exantemático, entre otras enfermedades de la miseria. El respaldo reglamentario frío y burocrático de las cifras estadísticas sólo se aproxima a una realidad, sin duda, retocada. Los seleccionados expresamente para la muerte, con nombre y apellidos, podían sufrir apaleamientos, fusilamientos y garrote vil, cuando se deseaba dar a la ejecución especial penalidad y publicidad de ello.
La voluntad franquista no era establecer una mecánica de exterminio generalizado, sino de doblegamiento y sumisión, de amedrentamiento y pasividad, para que nunca jamás se le ocurriera a esa parcela de población levantar la cabeza contra la jerarquía del «orden natural» de la sociedad [ 3 ] . El dolor era una terapia de aprendizaje de los cánones del régimen para que sanasen de su «enfermedad ideológica» y, a su vez, como fórmula de expiación del pasado atribuido.
En ella, el entorno familiar de los recluidos en cárceles y campos estaba en el punto de mira del Estado español. El círculo familiar también debía ser domeñado; se le multiplicaban las dificultades económicas: un miembro, habitualmente el cabeza de familia, en un recinto carcelario o concentracionario; los hijos, en el mejor de los casos, sometidos al adoctrinamiento intensivo en los colegios religiosos o nacionales. Otra remesa de niños, dependientes del Auxilio Social o de otras entidades de beneficencia, a la espera de ser recogidos. Algunos miembros de la familia que pudieran aportar algo a la economía familiar, depurados... Los pobres, vencidos, deberían volver a ser pobres, dependientes de la caridad eclesiástica o estatal, era su lugar de siempre.
En los campos nazis se trabajaba en paralelo el trabajo físico de aniquilamiento con el de desintegración moral, que quitaba de en medio a muchos con el suicidio y la ataraxia. La muerte se infligía masivamente, a través de distintas fórmulas: gas venenoso, inyecciones letales, ahorcamientos públicos, electrocuciones, fusilamientos, experimentos mortíferos, etc. En cualquiera de los casos se trataba de distintas velocidades en el tránsito hacia la muerte. No existía estrategia de asimilación. Todo lo contrario, se trataba de desintegrar y extirpar, por razones étnicas, políticas o sociales, lo que, en ocasiones, estaba integrado e interactuaba en sociedad. No se trataba de crear vacunas, sino de arrancar de cuajo de la vida aquello que se consideraba una plaga [ 4 ] .
Las penalidades morales se sumaban a las físicas. La incertidumbre legal de un detenido en España se solía iniciar en los campos, donde no se sabía cuándo ni dónde podía concluir. ¿Qué habría en el expediente que sobre su persona abrían las autoridades y que se iba confeccionando con datos oficiales y delaciones? ¿Tendría suficientes avales? ¿Serían lo suficientemente poderosos para que no le consignasen como desafecto? ¿Para lograr la libertad condicional? ¿O le llevarían al otro nexo de la malla concentracionaria: a las cárceles o a los batallones de trabajadores que se iban organizando sobre la marcha con la avalancha de cautivos? Allí le esperaría el consejo de guerra, habitualmente colectivo, una farsa a la que estaba obligatoriamente invitado, en el que se sorteaban penas terribles a los encartados y vuelta a empezar: la búsqueda del indulto de la pena de muerte por la de treinta años. Si la capilla ya no le esperaba, la lucha era por mejorar la situación penal y, si era posible, anticipar la libertad condicional. ¿Cuándo llegaba esa libertad? ¿Era libertad? Sólo vigilada.
No resulta difícil deslindar los evidentes vínculos de la ideología totalitaria y fascista con el ancestral pensamiento reaccionario español. Su legitimación de la violencia como Santa crueldad. La utilización de la simbología religiosa en los lenguajes totalitarios español y alemán nos revela sus raíces y, paralelamente, sus renovadas alianzas: «El caudillo no actuaba por propio mérito o por voluntad popular, sino por “Gottesgnade” (por la gracia de Dios)» [ 5 ] . El nuestro había sellado hasta en las monedas aquello de «Caudillo de España, por la gracia de Dios».
En ambos casos, el silencio y la ocultación se enseñoreaban de esa realidad para que sólo fluyera entre susurros. Por si cabía alguna duda sobre la acción del silencio, se sumaba la debilidad física, el aislamiento de un entorno generalmente hostil, de la familia o del núcleo asociativo, la falta de dinero u objetos de trueque de los internos, que provocarían que los intentos de evasión no llegasen muy lejos. Las huidas con éxito de los campos fueron excepcionales. El trabajo lento pero constante de la suciedad física y el hambre haría una parte importante de la tarea de desintegración de la personalidad. La humillación por la realización de actos íntimos en público, los parásitos, la desnudez absoluta ante las inclemencias del tiempo (más utilizado en Alemania que en España, sin duda por la influencia de la religión católica), como fórmulas de vejación, les dejaba aún más débiles ante la acción de la autoridad.
En el caso español, junto a miles de infiernos particulares, se trataba de crear un purgatorio generalizado. Los ojos del mundo se han enfrentado públicamente en el nuevo milenio a torturas similares, evidenciadas a través de las fotos obtenidas en la cárcel iraquí de Abú Ghraib. Parece el eterno retorno al dolor y a la humillación del enemigo, contra el que todo es aparentemente legítimo. Una vez más, se utiliza la desnudez como fórmula de vejación. El elemento contemporáneo se añade con la expresión de una sexualidad depravada, inducida entre los reos para expresar su indignidad. Entonces, en aquellas décadas desafortunadas de los treinta y los cuarenta, las ofensas al sentido del pudor tenían un menor recurso al ojo público. Hoy se usan sobre unos hombres, enemigos de la ocupación norteamericana, para los que el concepto del pudor es mucho más amplio que en la actual cultura occidental: «Vemos en Irak cómo las mismas cámaras de vídeo pueden ser utilizadas como un instrumento de banalización del mal, excitando una estética de la tortura, pero también como testigos inapelables del horror» [ 6 ] .
Se trata nuevamente de recrear un infierno, pero no al modo barroco, abigarrado, con centenares de cuerpos atosigados por castigos, penas y pesares. Por el contrario, se crea un infierno organizado, en el cual los mandos medios e inferiores dan rienda suelta a su perversidad porque, creyéndose impunes, hacen un buen servicio al objetivo de degradar y torturar, sin necesidad de órdenes explícitas.
La función del silencio
El silencio, hasta donde era posible, fue una fórmula común en ambos regímenes para esconder la malla carcelaria y concentracionaria. El silencio era fundamental para hacer verosímil el engaño, un arma de guerra de primer orden. Silencio de las víctimas, pero también, de forma clamorosa, por parte de la sociedad que permanecía impávida ante la persecución y la tortura.
La bandera propagandística del franquismo de la última hora de la guerra de que «nada tenían que temer los que no tuvieran las manos manchadas de sangre» atrajo a miles de refugiados procedentes de Francia, siendo seguidamente encarcelados [ 7 ] . También les empujaban al retorno las autoridades francesas y los gendarmes senegaleses con gestos y palabras nada persuasivos. Así, la maniobra de la confusión también envolvía a los judíos y facilitaba su camino hacia los infiernos terrenales de los campos de concentración sin rebeliones. A ello contribuían los laberintos psíquicos de las personas que huyen de una verdad terrorífica para evitar el hundimiento moral: «La mayoría de los judíos occidentales creían a pies juntillas las mentiras de los alemanes que se negaban a abrir las notas (en que les avisaban que estaban en el campo de exterminio de Sobibor) por miedo a que los sorprendieran y los castigaran. Los que sí las leyeron, especialmente los judíos alemanes de más edad, las rompían o gritaban que no les hicieran caso, que era una trampa» [ 8 ] .
La extensa literatura testimonial concentracionaria tiene en el escritor italiano Primo Levi uno de sus más conocidos representantes. Su conocida trilogía sobre su experiencia como judío italiano trasladado a Auschwitz recala en el vía crucis de un prisionero superviviente, con todas las cicatrices físicas y morales, que tras haber logrado sobrevivir, le llevarían finalmente al suicidio. En una de sus denuncias señala el silencio de los alemanes: «(...) aunque no pueda suponerse que la mayoría de los alemanes aceptara la masacre sin inmutarse, la verdad es que la escasa difusión de la verdad sobre los Lager constituye una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán (...) Una vileza que se había convertido en hábito, tan profundo que impedía a los maridos hablar con sus mujeres, a los padres con sus hijos (...)» [ 9 ] .
Al silencio le sustituían los rumores que permitían entrever la realidad. La mayoría de los autores sitúan a lo largo del año 1942 el momento en que la población judía centroeuropea comienza a aprehender la existencia de campos de concentración y de exterminio. Los medios de información , siempre indirectos y susurrados, servían para intuir la estación final de los transportes masivos de judíos: «Como la mayor parte de los judíos polacos a finales de 1942, los de Piaski habían oído hablar de Belzec, ya que habían pagado a un católico para que siguiera al primer transporte que iba hacía allí. Según les dijo éste, todos los judíos eran llevados a un campo situado en medio de los bosques y nunca se volvía a saber de ellos» [ 10 ] ,
La existencia de compartimentos estancos dentro de un mismo campo, que impedía la circulación de los presos, entorpecía el conocimiento de los campos y abría la espita de los rumores. Una de las fórmulas de los nazis para mantener el engaño y eliminar elementos de verificación fue el desmantelamiento de los campos en plena guerra, tras un breve e intensísimo plazo de actuación. Tal fue el caso del campo de Belzec, que ya estaba en proceso de desmantelamiento en el otoño de 1942, habiendo sido inaugurado en la primavera de ese año. De la misma manera que el carácter transitorio de la mayoría de los campos de concentración españoles dificulta la localización de fuentes. Su tránsito de depósitos de soldados enemigos a centros de internamiento del enemigo interior en la inmediata posguerra, reforzó la nebulosa de su existencia.
La otra cara del silencio fue la noticia de los campos. Si bien el silencio predominaba, las noticias o los infundios, la información o la des información , hacían posible que algún conocimiento de ellos existiera. Esto servía de arma disuasoria ante los disidentes, reales o potenciales. Aun cuando los rumores fueran persistentes, podían no dejar de parecer infundios ante la imposible comprobación. El silencio se complementaba con la perversión del lenguaje. La conocida frase que presidía los campos nazis: «El trabajo os hará libres» era la falsedad traducida al alfabeto. La muerte estaba predeterminada cuando se traspasaba su puerta, para los que habían sobrevivido a los transportes y a las razzias en los guetos. El trabajo era uno de los principales instrumentos para llegar a la muerte. De igual manera, el lenguaje franquista envolvía la apisonadora legal que conducía a la servidumbre, y para miles de personas a la muerte, bajo el palio de una supuesta clemencia y misericordia con el vencido, muy propia de su inspiración religiosa.
El cuerpo como vehículo de aprendizaje
Los vencidos españoles fueron convertidos en botín de guerra y podían ser objeto de cualquier atrocidad. A la acción de los guardianes se sumaba la de las patrullas de falangistas que, desde distintas localidades del entorno de los campos, iban a la caza de sus paisanos rojos . Los campos de Levante, en especial los conocidos como de los Almendros y de Albatera, constituyen un ejemplo de todo ello. Los vencidos, hombres y mujeres, ancianos y niños, soldados y civiles, se aglomeraron en el puerto de Alicante a la espera de los barcos que las democracias occidentales enviarían para salvar a los republicanos españoles. Traicionados una vez más, fueron conducidos en masa hacia campos y locales donde iniciar su aprendizaje de su nueva condición subhumana. Allí sólo cabía esperar para conocer el destino que les había sido diseñado por el designio del vencedor sobre su persona, sobre los núcleos familiares, sobre sus necesidades básicas... En ellos, el cuerpo era convertido en miseria por la suciedad y el dolor del hambre, las enfermedades propias y las ajenas.
Juana Doña, militante de la JSU, acompañada de un niño de pecho, escribió uno de los primeros libros testimoniales sobre la represión, enumerando la primera etapa de aquel calvario: «Un gran campo erizado de alambradas y vigilado estrechamente les aguardaba: el “Campo de los Almendros”. Allí, como volquetes de arena, eran volcados para volver a marchar por nueva carga, sin comida, ni abrigo, ni un reloj que marcase la hora para medir el tiempo, ni nada. Sólo hombres y mujeres desnudos, esperando, sin saber qué; despersonalizados, ausentes de todo lo que había sido antes su vida» [ 11 ] .
El traslado en trenes con vagones de ganado era una fase crucial en el aprendizaje. El destino era desconocido, pero la suerte estaba echada: comisarías o cárceles les esperaban en el destino, si lograban sobrevivir. Esta etapa tiene grandes analogías con los traslados hacia los campos de concentración nazis. En ambos casos, los trayectos eran de días, el destino incierto, las condiciones de hacinamiento, hambre, sed, mugre, perfectamente equivalentes; se trataba de uno de los prólogos de la instrucción. l hambre era la tortura más habitual. La ración diaria de hambre olectiva era un castigo infligido sin cara pero que provocaba un dolor y una ansiedad constante en cada uno de los prisioneros. Los veinticuatro años, en conjunto, que pasó Melquesídez Rodríguez Chaos en los campos y cárceles franquistas tuvieron su inicio en marzo de 1939: «Como el hambre era tanta y la ración tan escasa, un día en blanco provocaba desesperación. Daban un chusco para cinco y una lata de sardinas para dos. Quienes no teníamos otra cosa, nos íbamos debilitando por días. Apenas nos podíamos mover (...)» [ 12 ] .
A la tortura del hambre se añadía, según el entorno, la de la sed. El agua fue uno de los problemas más serios en los campos españoles. En el campo de Los Arenales, de Cáceres, «había que traer (el agua) de la ciudad, además de usar la de las charcas y depósitos de lluvia para aseo (...) sin retretes y sin posibilidad de instalarlos» [ 13 ] . La hermosa isla de Formentera fue el espacio elegido para un centro-provisional, según Javier Rodrigo —pero dicha provisionalidad podía superar el año—, de cerca de cuatro mil hombres, y sus características climáticas incluían una pertinaz sequía: «Nos daban nada más que calabazas y después cebollas. Muchísima gente se moría (...) Centenares. Sobre todo, de los que llegaban de la Península. Había un grupo de gente que venía de Badajoz. Eran los más deficientes de todos. Ya habían pasado mucha hambre por allí, y aquí no encontraron nada: eran como esqueletos (...). Tampoco había agua. La traían de San Francisco, pero era demasiado poca, muy poca. Aquella agua no era precisamente salada, pero sí salobre (...). La bebías a la fuerza, pero sobre todo se había de padecer las consecuencias» [ 14 ] .
La destrucción del pudor era otra de las fórmulas comunes para triturar la autoestima. En los campos nazis se les hacía correr desnudos, acosados por las porras de los guardianes y seguidos por los perros. Se les hacía formar militarmente, a veces también desnudos, durante horas como un castigo multitudinario más. Era un instrumento más para degradar a los prisioneros de cara a sus guardianes y al resto de la población alemana. Con la desnudez se pretendía humillar a la persona, atendiendo a las normas de la cultura occidental. Las mujeres ante los hombres, los hombres y mujeres ante otros de su mismo sexo. Al mismo tiempo, en el caso de los varones judíos, era un medio de comprobación de su adscripción a la «raza maldita». La desnudez, sumada a las condiciones climáticas de Europa central y oriental, constituía un ingrediente más para el exterminio masivo.
La impostergable necesidad de evacuación era utilizada para crear situaciones límite en los vagones de ferrocarril donde eran trasladados los prisioneros, dado que se tenía que realizar a la vista de todos los presentes en el lugar. La realización en público de actos fisiológicos es otra vía de degradación del que se ve impelido a ello: «Era un barracón de madera, de dimensiones análogas a todos los de Buchenwald. Pero en el espacio disponible no había tabiques (...), dos vigas (...) permitían el apoyo de la espalda de los que se agachaban: dos hileras de deportados culo contra culo. Habitualmente, eran docenas los deportados que defecaban al mismo tiempo, en medio del olor pestilente característico de las letrinas» [ 15 ] .
En ocasiones, por el contrario, se les sacaba de aquellos agujeros infectos para que tuvieran que aliviarse en las orillas de las vías férreas: «Los SS de la escolta no ocultaban su diversión al ver a los hombres y a las mujeres ponerse en cuclillas en donde podían, en los andenes, en mitad de las vías; y los viajeros alemanes expresaban abiertamente su disgusto (...). No son Menschen, seres humanos, sino animales, cerdos; está claro como la luz del sol» [ 16 ] .
Idéntica era la fórmula utilizada en España en aquella inserción forzosa en el destino predispuesto. Juana Doña nos proporciona una de las etapas del descenso colectivo: «Habían pasado dos días y aún el campo no había cambiado de fisonomía, el tren estaba largas horas parado y cuando andaba lo hacía a paso cansino, era la lentitud de la muerte, otro niño había muerto en el vagón (...). Dos guardias civiles asomaron la cabeza e instintivamente se taparon la nariz; el olor pesado y pestilente de cadáveres en descomposición les echó para atrás. Con la nariz tapada preguntaron:
—¿Qué lleváis ahí?, ¡apesta!
—Niños muertos y mierda—contestó una mujer.
—¿Niños..., muertos?
¡Sí, niños muertos! contestaron las mujeres, ¿Por qué se extrañan? No tenemos ni aire, ni comida, ni agua. Aquí sólo hay muerte. Se miraron los guardias y uno de ellos exclamó: “¡Qué carroña!”» [ 17 ] .
Los relatos de las mujeres españolas, que penaron por partida doble en el caso de ser madres, nos aportan abundantes testimonios de la continuidad de este tipo de estrategias. Los transportes de las madres con sus hijos pequeños, la muerte de muchos de ellos y su posterior estancia carcelaria han quedado hoy por escrito. A ellos sumamos las investigaciones que empiezan a aflorar [ 18 ] .
La suciedad ha sido una receta ancestral para humillar al prisionero, porque con ello se le acerca a un estado animal. Con esta situación física se contribuía a su destrucción moral, si no había anticuerpos anímicos para ello. Como contrapunto, los nazis se presentaban como modelos de limpieza corporal. Los sucios eran los otros, los enemigos, las razas impuras y sus compañeros de viaje. Una razón más para mirarles por encima del hombro y condenarles como si se tratasen de insectos.
La suciedad facilitaba que los prisioneros tuvieran parásitos (piojos y chinches). Esto, por sí solo, contribuía a la tortura y proporcionaba una mayor predisposición a la enfermedad. Existía una difusión controlada de la imagen, en la que se subrayaba una imagen de pulcritud para su propaganda exterior. La inmensa labor realizada por Francisco Boix, parte integrante de la célula clandestina del Partido Comunista español, colocado en el laboratorio fotográfico del campo de Mauthausen, muestra claramente esa intencionalidad. En una foto se ven dos presos, perfectamente uniformados y rapados, en un entorno aseado y pulcro, jugando al ajedrez [ 19 ] . «Los nazis tenían pasión por la limpieza y el orden; les encantaba llamar a los prisioneros “sucios judíos”. En realidad, la mayor parte de los judíos polacos que llegaban en vagones de ganado estaban vestidos con andrajos y cubiertos de piojos, ya que era imposible mantener la higiene en un gueto atestado y maloliente sin instalaciones sanitarias» [ 20 ] .
Los prisioneros eran objeto de mofa y escarnio para diversión de los guardianes. La receta para la burla premeditada podía empezar por hacerles llevar ropa procedente de otros prisioneros, muertos o asesinados, que no correspondía a su talla, para que pareciesen payasos. También se inventaban juegos perversos para reírse de ellos: «Había que transportar la materia fecal en una especie de tinas de madera colgadas de una larga pértiga que se llevaba entre dos (...) si se respetaba el paso ligero que exigían los SS era imposible evitar que la inmundicia que contenían las tinas nos salpicara. Entonces nos castigaban por ensuciar las ropas, lo cual era contrario a los estrictos reglamentos de higiene» [ 21 ] .
Frente a lo relatado previamente, los recuentos públicos podrían parecer nimiedades. Pero dichos inventarios humanos no buscaban una simple enumeración de los internos, sino sumar otra forma de tortura. Su duración era indeterminada, a veces veinticuatro horas, siempre de pie, al margen de las condiciones climatológicas extremas. Cada convocatoria, podía ser de mañana y tarde, era un medio añadido para la amenaza y el castigo, el amedrentamiento o la muerte. Los encuadramientos militares eran un vehículo para el vasallaje y una ocasión privilegiada de hacer pagar al colectivo prisionero por el error o la acción de unos pocos. Era una etapa crucial en el aprendizaje de la esclavitud: al amo todo le estaba permitido y el esclavo sólo podía esperar su benevolencia: «Las revistas de recuento eran en todos los campos el terror de los prisioneros. Después de trabajar duramente, cuando todo el mundo deseaba el merecido descanso, había que permanecer de pie durante horas en el lugar de revistas, a veces bajo un tiempo tormentoso, bajo la lluvia o con un viento helado, hasta que las SS habían contado a sus esclavos, comprobando que nadie se había escapado por el camino» [ 22 ] .
Las formas de causar el dolor eran poliédricas, por todos los medios y hasta el último momento. No es que hubiera necesariamente un intercambio de información al respecto entre la España franquista y la Alemania nazi, sino que, en ambos sistemas, se daba el sadismo sin coerciones, institucionalizado, con lo que se llegaba a la misma cloaca. En el nazismo, también se intentó dar un viso de legalidad a las ejecuciones de alemanes disidentes, condenados por tribunales civiles, una minucia cuantitativa comparado con el genocidio de millones de personas en los campos de concentración. A ellos tampoco se les ahorraba dolor: «Esta mañana el comandante del campo ha venido y me ha leído la sentencia, de un modo tan infame, insultante, burlón, ¡esa bestia! Están tan acostumbrados al asesinato; alimentarse de los sufrimientos de sus víctimas es para ellos un particular placer» [ 23 ] .
El dolor físico y el moral estaban destinados a minar la resistencia de los prisioneros y a impedir la creación de redes de ayuda mutua entre ellos, algo que, evidentemente, no siempre lograban.
La estratificación de los presos
La creación de un escalafón dentro de los mismos presos estaba al servicio de la visión de los amos. En su escalafón superior implicaba la cesión de parcelas de autoridad por parte de éstos a presos de su confianza. La autoridad delegada se debía ejercer sobre los otros prisioneros y al servicio de los deseos del superior, que así no se manchaba las manos. Al establecer una estratificación de los internos, se les dividía, e insertaba la sospecha y la desconfianza entre ellos y se posibilitaba un ejercicio interpuesto de la autoridad, habitual en toda institución carcelaria o concentracionaria. Los que recibían la confianza delegada del poder vivían con ciertos privilegios, como mayor movilidad, más comida y prebendas variadas. A cambio, su colaboración con el poder era rechazada moralmente y mirada con total desconfianza, lo que solía aislarles respecto a sus compañeros. Éstos podían establecer ciertos acuerdos con ellos para facilitar el intercambio de información o de bienes.
En los campos se creaba su propia pirámide social. Una estructura que tenía en su cabeza a los kapos o capos, sinónimo de los ancestrales cabos de vara españoles. Estos presos ejecutaban una parte de las labores de represión del enemigo a cambio de librarse, al menos inicialmente, del destino prefabricado para sus compañeros. En la tarea de ser el perro de su amo, los kapos variaban su ejecución en función de su talante personal: los sanguinarios, los sádicos, los depravados y pervertidos tenían la ocupación ideal para encauzar sus pulsiones, sin tener que rendir cuentas a nadie y con la total satisfacción de sus superiores. Ése era uno de los objetivos del enemigo: que parte de su trabajo perverso fuera ejecutado por los mismos que estaban doblegados: «Los primeros insultos, los primeros golpes no venían de la SS, sino de los otros prisioneros, de “compañeros”, de aquellos misteriosos personajes que, sin embargo, se vestían con la misma túnica a rayas que ellos, los recién llegados, acababan de ponerse» [ 24 ] .
La mezcla de delincuentes comunes y políticos fue una de las fórmulas habituales para insertar el disenso y la desconfianza en las filas de los internos y uno de los medios para enseñarles que su actitud, sus ideas, les habían llevado a lo más bajo de la sociedad. Se esperaba del prisionero un acto de contrición política: «Se rebajaba con esto al enemigo más peligroso, al político, a la escala más baja; expulsado de la comunidad debería sentir, al ser equiparado a criminales, asociales, inconstantes e idiotas, que se había convertido en la “escoria de la sociedad”. La intención de privarle de toda conciencia de valor era evidente; debía perder bajo sus pies el apoyo de la personalidad» [ 25 ] .
Los presos comunes, que también existían en los campos nazis, fueron los primeros —pero no únicos— que estuvieron dispuestos a desempeñar esta tarea. Los alemanes extendieron la labor de captación a los diferentes grupos nacionales para sembrar la semilla de la discordia en su seno: «Los españoles del campo, cada vez más interesados en una reorientación moral que les hiciese quedar bien como grupo colectivo, repudiaban abiertamente la conducta de Ernesto. Muchos, al verle, giraban ostensiblemente la cara. El flamante Kapo no les hacía caso; a imitación de los delincuentes alemanes, ratas viejas de prisión, se había hecho un mundo aparte, con una sociedad y una moral especiales, y debía prescindir de los otros» [ 26 ] .
En el escalón más bajo de la pirámide social prisionera se encontraban aquellos que en algunos campos eran llamados «musulmanes». El término no tenía nada que ver con la religión. Quizás se popularizó para indicar un fatalismo ante el destino, un entregarse a la muerte sin más resistencia, el doblegarse a un designio impuesto: «Los “musulmanes” están más allá de estas nociones: más allá de la vida, de la supervivencia (...). Ellos están en otro mundo, flotando en una especie de nirvana caquéctico, en una nada algodonosa en la que se ha abolido todo valor, en la que sólo la inercia vital del instinto —temblorosa luz de una estrella muerta, alma y cuerpo agotado— aún les mantiene en movimiento» [ 27 ] .
La aplicación de la violencia sobre otros compañeros dejaba una huella indeleble en la retina de los internos. Las sospechas y las denuncias les distanciaban y facilitaban el trabajo de los amos y se conseguía una mayor eficacia de cara a los indecisos y blandos, para lograr su sumisión. Paralelamente, se establecía un doble vínculo respecto a los colaboracionistas: eran siervos de la Jefatura, por lo que tenían privilegios, y, a su vez, estaban aislados por los restantes prisioneros que los temían y despreciaban. La división facilitaba la acción del enemigo, era como inyectar un virus para que por sí solo se reprodujese, creando la disputa y el disenso, las peleas y la barbarie, ya no sólo aplicada desde arriba, desde los amos, sino desde abajo, entre los propios prisioneros.
Se trataba de crear condiciones selváticas entre compañeros de cautiverio, para dificultar las redes de supervivencia y solidaridad. De hecho, nos dice Kogan que sólo había tres formas de solucionar la constante lucha entre cautivos: «siendo un solitario (tales personas, afirma Kogan, estaban en peligro, a no ser que tuvieran algún admirador callado que poseyese poder e influencia), adherirse a un grupo o hacerse miembro de un partido» [ 28 ] .
En los campos de exterminio nazis la situación de los colaboracionistas llega a límites dantescos: «Para limpiar las cámaras de gas y enterrar los cadáveres (del campo de Sobibor), los SS mantenían una fuerza de trabajo de cien judíos que, como Avi, el amigo de Shlomo, dormían en los barracones junto a las “duchas” y al cobertizo donde dentistas judíos arrancaban el oro de los dientes» [ 29 ] .
Incluso en las tareas más infames se hacía una diferencia entre los prisioneros. Los judíos que procedían de países occidentales respecto a aquellos que procedían de los guetos de los países del este. Su transporte se desarrollaba en trenes de pasajeros y no en furgones de carga. En el acto de recepción se mantenía la tramoya hasta su entrada en el campo —que ellos creían de trabajo— donde eran separados hombres y mujeres; éstas, de sus hijos mayores de seis años, para pasar a ejecutar el plan, que los igualaba a todos, del exterminio judío.
En todo caso, con los prisioneros se podía todo. En el caso alemán, se llegaron a alturas inimaginables de abyección en los experimentos pseudocientíficos a los que fueron sometidos. En el caso español, los experimentos pseudosiquiátricos del Dr. Vallejo Nájera muestran hasta qué punto llegó la infección ideológica nazi en el régimen español.
La rentabilidad económica de los prisioneros
La mentalidad totalitaria permitía la utilización de mano de obra esclava para todo tipo de fines. Pero con el trabajo no sólo se buscaba rentabilidad, sino castigo y dolor, expiación de supuestas culpas y aprendizaje del destino que el Estado totalitario deparaba para sus súbditos indeseados.
Existía un proletariado concentracionario dedicado a las labores del sector primario y secundario. Este inmenso cuerpo de trabajo era exprimido hasta sus últimas consecuencias. Sin apenas comida, sin suficiente ropa para lidiar con las inclemencias climáticas, sin medicamentos para curar lo que ello provocaba, el esclavo duraba poco en las condiciones requeridas para el trabajo. El esclavo debía saberse fácilmente sustituible. O era útil o se acercaba pavorosamente a la muerte a través de la degradación física. La agonía de supervivencia podía durar días, meses o años, según la fortaleza física de cada uno. La picaresca de algunos, con el apoyo de partidos como el comunista, les permitía desviar la atención y esconderse en alguna función más acorde con sus fuerzas.
La muerte debía ser tangible en cada esquina de los campos. El ritmo endiablado del trabajo convertía a la mayoría en infrahombres y les conducía a la muerte. Pero no a cualquier muerte: la muerte pública, a base de latigazos y maltrato, o la muerte por enfermedad: el tifus, la tuberculosis o, sobre todo, la disentería. Estos últimos enfermos, quizás los más abundantes, sufrían además un sentimiento de indignidad que les acompañaba hasta el último aliento: «Éramos nosotros mismos los que moríamos de agotamiento y de cagalera en medio de aquel hedor, allí (en las letrinas) es donde podía tenerse la experiencia de la muerte ajena como horizonte personal: estar con/para la muerte, Mitsein zum Tode » [ 30 ] .
Recuerdos más dolorosos se evocan con la muerte de un compañero de tragedia, Diego Morales. Éste había superado innumerables peligros como guerrillero en la retaguardia enemiga durante la Guerra Civil y posteriormente en la Francia ocupada, y entonces esperaba la muerte en el sótano destinado a los enfermos en Buchenwald, cuando estaba próxima la liberación: «Me arrodillé ante su lecho para ahorrarle el esfuerzo por acercarse a mí (...) Morales tuvo una convulsión, espoleta de una descomposición pestilente. Se agarró fuertemente a mi brazo con las últimas fuerzas que le quedaban. Su mirada triste, expresaba la más humillante de las miserias. Unas lágrimas se deslizaron por su cara de guerrero. “¡Qué vergüenza!”, dijo, en su último suspiro» [ 31 ] .
El sector de prisioneros cualificados, de interés para el mando, era apartado de las tareas más duras para desarrollar labores administrativas o de su especialidad: mecánicos, orfebres, sastres y modistas, músicos... Esta selección también rompía con la unidad de los esclavos —los había prominentes — y ellos disponían de una mayor movilidad y mejores condiciones de supervivencia, formando algo así como las clases medias del universo concentracionario. Las instituciones sobredimensionadas de los campos exigían complementar el uso de funcionarios y fuerzas de orden público con prisioneros en destinos de responsabilidad, pero en una situación de fragilidad perpetua, una espada de Damocles pendía del intangible humor del mando.
En el caso español, el trabajo de los prisioneros se reformuló para sacarles formalmente del ámbito concentracionario. Los prisioneros válidos para el trabajo pasaban a formar parte de los batallones de trabajadores. Si todavía estaban en edad militar, en Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. Pero, dada la transitoriedad de la mayor parte de los campos españoles, el desarrollo del trabajo prisionero estaba incorporado al ámbito carcelario a través del Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo [ 32 ] .
Éstos, tanto en el caso español como en el nazi, no sólo producían bienes, sino también elementos simbólicos que, hechos por la mano del enemigo, adquirían otra cualidad. Rashke cuenta cómo un judío copiaba al óleo retratos de Hitler, al igual que en los talleres de las cárceles españolas se hacían bajorrelieves de Franco para poblar los establecimientos oficiales y religiosos.
Se utilizaba a los prisioneros no sólo para crear la infraestructura de los campos y su mantenimiento, sino que, atendiendo a las necesidades, se creaban brigadas penales para acelerar la construcción de infraestructuras para los propios campos, para los municipios cercanos o para lo que decidiese la Superioridad. Tras la guerra, se deseaba unir a los menores de edad dispersos en los campos de concentración de España, por lo que se tiene que conocer su número y situación. La correspondencia oficial del Cuartel General del Generalísimo delimitó, en primer lugar, quiénes se podían considerar menores de edad según la ley penal, establecida en diecisiete años. En una segunda fase había que situar dónde se encontraban. Pocos menores quedaban en los campos al finalizar la guerra, pues su destino había sido otro: «Quizás pueda haber alguno más, muchos, en los batallones de trabajadores, pues a los (que) por su robustez y buen estado de salud se podían estar al trabajo ( sic ) se les destinó a esas unidades» [ 33 ] .
La rentabilidad económica sufría pérdidas importantes por los sabotajes internos. A pesar de los riesgos que ello implicaba y las indudables represalias que conllevaría en caso de ser descubierto, el deseo de venganza por lo infligido individual y colectivamente llevaba a los prisioneros a arriesgarse a través de las formas más variopintas.
Epílogo
El terror se desarrollaba en lo que podríamos designar como círculos concéntricos. Los traslados de prisioneros en vagones de ganado —comunes a los regímenes totalitarios alemán y español— reproducían las condiciones onerosas de los campos como entrenamiento en la humillación y el vasallaje que los prisioneros iban a encontrar en los campos de destino. Hacinados, hambrientos, sin agua ni intimidad alguna para la realización de aquellos actos íntimos que exigen pudor, cuando llegaban a los campos de concentración ya estaban adiestrados —si lograban sobrevivir— en lo que se iban a encontrar a su llegada, ya se habían situado escénicamente.
El poder utilizaba el terror como una de las vías para hacerlos más dóciles a los mandatos. Los nuevos negreros podían asesinar a sangre fría por cualquier nimiedad ante los ojos de los presentes. Las vejaciones y la brutalidad gratuita buscaban acobardar, para lo cual todo ello se hacía en público, ante otros. Se trataba de que las únicas representaciones mentales que pudieran mantener a los prisioneros fueran la de la simple supervivencia, haciendo desaparecer cualquier estrategia defensiva de carácter solidario entre ellos.
En el caso español, no había una mecánica científica de exterminio, sino un exterminio selectivo llevado a cabo en todo un extenso sistema de campos de concentración, cárceles y prisiones, comisarías o Casas de Falange, lo que formaba una red de encarcelamientos con muchos nodos. Con ella se llevaron por delante a la vanguardia de partidos y sindicatos y organizaciones de muy distinto signo que los sublevados identificaban con el régimen republicano. Con todo lo terrible que haya en ello, lo más representativo del régimen franquista fue su objetivo de cortar de forma sangrienta y disuasoria con los segundos y terceros niveles, y así hasta niveles muy ulteriores, de conciencia política, social y cultural que los insurrectos identificaban con la República. Eso fue lo que llevó el terror a cada rincón de España.
En el magnífico ensayo de Zygmunt Bauman sobre el Holocausto se afirma que éste «no resultó de un escape irracional de aquellos residuos todavía no erradicados de la barbarie premoderna. Fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad» [ 34 ] . En España nunca podrían expresar una modernidad aquellos que representaban todo lo contrario. Los militares insurrectos se habían sublevado contra la modernidad, identificada con la República y con todos los fenómenos políticos, sociales y culturales generados o reforzados por ésta.
La utilización de una terrible violencia generalizada, común a ambos regímenes, quedó legitimada por el orden militar o gubernamental. Sin embargo, sería erróneo dar a entender que se asesinó, se apaleó y se condujo a la miseria por participar en la vida política o sindical, o en la renovación social y cultural. En realidad, se descabezó ese mundo, pero además se extendió la represión en círculos concéntricos, de mayor a menor cercanía, con lo que pudiera implicar el reformismo republicano, desde el liberalismo a la izquierda más heterogénea, para inducir a la sumisión, a la pasividad y al miedo a la población. Si simplemente querían sobrevivir, el sentido común, no ya el político, les debía inducir al silencio. Todo ello se ejecutó legalmente, reinterpretando los delitos en el Código de Justicia Militar, para aplicarlos a los civiles.
La fórmula para vencer, lo que Bauman llama «la piedad animal», inherente a la especie humana, también estuvo presente en el totalitarismo español de primera hora. La figura del capellán, que bendecía a los que volvían a la fe católica cuando iban a ser ejecutados, es el dispensador hispano de lo que Bauman llama «pastillas para dormir la moralidad», que la burocracia y la tecnología modernas habían puesto a disposición del régimen nazi [ 35 ] . El nivel de desarrollo español no permitía el distanciamiento entre las víctimas y los verdugos, y la utilización de lamáquina como intermediario. En España, el ejército ejecutaba y, en el ámbito espiritual, la Iglesia católica envolvía la culpa de los ejecutores con el celofán de la absolución.