Resumen : Este artículo explora las consecuencias que se derivaron para el régimen de la Restauración en España de la política colonial desplegada en el Protectorado marroquí. El periodo que cubre son los últimos años del régimen (1917-1923), en los que se revisa la influencia de la cuestión marroquí en diversos ámbitos de la vida pública española. Se arguye en sus páginas que la escasa coherencia de la política colonial española exacerbó algunos de los problemas tradicionales del régimen, poniendo de relieve sus carencias representativas, manifestando su inercia y ejemplificando su impermeabilidad a los anhelos de cambio. En último término, la colonización de Marruecos tendría un papel determinante en su crisis final. Se consideran también en este artículo los impulsos renovadores y reformistas nacidos al amparo de la cuestión marroquí, exponiendo su limitada vitalidad y repercusión en la vida política y detallando su deterioro paralelo al de las instituciones del régimen.
Palabras clave: colonialismo, Marruecos, Restauración, Alfonso XIII.
Abstract : This article focuses on the impact of the Moroccan question in Spanish domestic policies in the twenties. Its aim is to highlight the role of colonial issues in the crisis of the Restoration regime (1917-1923). It argues that lack of consistency in Moroccan policies provoked political turmoil in the Peninsula, further undermining the credibility of the regime and ultimately triggering its collapse. The article also explores reform movements in the early 20s, analysing their shortcomings and decline in parallel with the regime itself.
Keywords: colonialism, Morocco, Restoration, Alfonso XIII.
Introducción
Convendría iniciar estas páginas señalando que la aventura colonial en Marruecos no fue el problema fundamental que hubo de afrontar el régimen de la Restauración en su última etapa, aunque sí uno de los más complejos. El proyecto canovista había comenzado a mostrar signos de debilidad anteriormente —algunos autores los harán retroceder hasta 1898—, y estas muestras de caducidad se vieron seguidas por periódicas fracturas que acabaron conduciendo a una situación de estancamiento brillantemente reflejada en los estudios que preceden a estas páginas. En ese progresivo, creciente y casi metódico proceso de desintegración del sistema político español en el primer tercio del siglo XX , la empresa marroquí no hizo sino sumarse a los diversos problemas que no encontraron salida en el seno del turnismo canovista, poniendo de relieve sus contradicciones más evidentes, engrandeciendo su inoperancia y, en último término, exasperando sus fricciones internas.
Irónicamente, sin embargo, la aventura marroquí se inició bajo los auspicios de lo que se consideraba como una inmejorable oportunidad para realzar la posición estratégica de España en Europa. La recuperación del honor nacional, tan necesitado de revitalización tras el desastre colonial de 1898, y el mantenimiento de un dudoso prestigio internacional fueron las razones fundamentales que impulsaron a los gobiernos de comienzos del siglo XX a aceptar una tarea para la que el país se encontraba escasamente dispuesto. En términos económicos, por su limitado desarrollo financiero y empresarial. En términos sociales, por el efecto desmoralizador que la derrota de Cuba ejercería en cualquier futuro proyecto colonial. La misión colonial, en este sentido, fue una tarea impuesta desde arriba, cuyo fervor popular —salvo ocasionales ráfagas de euforia— no fue comparable al que existía en otros países europeos como Gran Bretaña, Francia o incluso Italia [ 1 ] .
Y, sin embargo, existen razones para pensar que la diplomacia española actuaba con cierta intuición al intentar evitar el estrangulamiento internacional del país y mantener a Francia a raya al otro lado del Estrecho. En un clima internacional en el que España parecía abocada a formar parte de las naciones moribundas imaginadas por Salisbury, la tarea marroquí ofrecía a los gobiernos peninsulares una nueva oportunidad para recuperar un maltrecho prestigio colonial y remozar el espíritu de la nación, conservándola en la órbita de las potencias de segundo orden del escenario europeo.
Y, sin embargo, hoy lo sabemos, esa oportunidad acabó convirtiéndose en una suerte de destino fatal, en un intrincado laberinto —muestra evidente de los peores defectos y contradicciones del régimen — y, en último término, en el factor desencadenante que puso fin a su andadura.
Para analizar los diversos niveles en los que el problema marroquí ejerció una influencia significativa en la crisis del régimen, se ha dividido este ensayo en varios apartados. En primer lugar, se valorarán las repercusiones de la aventura africana en el prestigio y la imagen de la monarquía, especialmente en la persona del rey Alfonso XIII, singular abanderado de la misma. Seguidamente, se expondrá de qué manera afectó la tarea colonial a la estabilidad política del régimen, detallando su incidencia en las divisiones internas de los distintos partidos y su papel en la caída de diversos gobiernos. Las fricciones en el seno del ejército formarán parte del tercer apartado, en el que se explorará también el modo en que las campañas coloniales contribuyeron a radicalizar las tensiones entre el elemento militar y el elemento civil. Las repercusiones de la colonización africana en el presupuesto nacional serán objeto de atención en la siguiente sección, que estudiará los desequilibrios que se derivaron para el Tesoro. La opinión pública pasará a escena seguidamente, en este caso para rastrear las diversas etapas por las que atravesó su vinculación con la empresa africana. Finalmente, la diplomacia internacional ocupará un lugar destacado en este estudio, a fin de desvelar las prioridades de las potencias coloniales europeas en el Mediterráneo occidental y el modo en que éstas afectaron a la colonización española. Lo que fundamentalmente interesa, en definitiva, es valorar de qué modo el problema africano aproximó la crisis final de la Restauración, contribuyendo, de ese modo, a enriquecer las interpretaciones que se han ofrecido sobre la misma [ 2 ] .
Marruecos y el rey
La colonización de Marruecos tuvo un efecto determinante en la pérdida de popularidad y prestigio del rey Alfonso XIII, señalado defensor de la misma. Las consecuencias de las repetidas crisis marroquíes de los años veinte encontraron en él un blanco hacia el que tendieron a converger las críticas parlamentarias de los enemigos del régimen y los agravios de crecientes sectores de la opinión pública, llegando a hacer vacilar las defensas de la monarquía [ 3 ] .
Indagar en los motivos que impulsaron al monarca a promover decididamente el proyecto marroquí supone un interesante ejercicio de introspección psicológica [ 4 ] . Es posible que el joven rey quisiera establecer marcadas diferencias de inicio entre su reinado y el reinado de su padre —ensombrecido por la derrota de Cuba—, y considerara Marruecos como una gran oportunidad para devolver a la monarquía un cierto esplendor imperial. También es posible que su educación militar y su carácter emprendedor encontraran en Marruecos un objetivo hacia el que encaminar sus energías de juventud. De acuerdo con el parecer de algunos diplomáticos, sin embargo, Alfonso XIII parecía vivir en una época que no se correspondía con la realidad histórica en la que se encontraba el país [ 5 ] . Sean cuales fueren las razones que explicaban su élan colonial, lo cierto es que la dificultosa evolución de la empresa marroquí produjo paralelas turbulencias en su posición como jefe de Estado, en sus relaciones con sus gobiernos y en su imagen a los ojos de la opinión pública.
Ciertamente, la vinculación del rey con Marruecos se inició al mismo tiempo que su reinado, en el que se firmaron los primeros acuerdos internacionales sobre el Imperio. Tras el preacuerdo firmado por Francia y España en 1902 para la división del territorio en dos zonas de influencia, que fue posteriormente revisado en 1904 con la participación de la diplomacia británica y confirmado en la conferencia de Algeciras (1906), el joven Alfonso XIII y el monarca inglés Jorge V intercambiaron notas diplomáticas por las cuales España renunciaba a Gibraltar a cambio de una zona de influencia al otro lado del Estrecho (1907). Años después, cuando el rey contaba ya con veintiséis años, el Tratado Franco-Español de 1912 estableció, de manera más firme, los límites administrativos de ambas potencias, trazando las líneas generales por las que habría de discurrir la acción colonial española en el norte de África.
Las primeras intervenciones de Alfonso XIII en la cuestión marroquí demostraron prontamente que el mismo carácter desenfadado con el que intervenía frecuentemente en asuntos de gobierno se iba a trasladar a la otra orilla del Estrecho. Apenas dos años después de los sucesos de la Semana Trágica (1909), y acompañado de la reina Victoria, el rey visitó por vez primera la zona asignada a España, haciendo ver en sus discursos que dicha visita obedecía a su deseo personal de promover la colonización marroquí tanto como a sus obligaciones representativas [ 6 ] . El interés del monarca en los progresos de la colonización en Marruecos —y de acuerdo con los documentos de la época— venía frecuentemente acompañado por iniciativas y sugerencias que, ciertamente, no correspondían a sus competencias reales, y que, para desconcierto y crispación de sus gabinetes, se distribuían en un amplio rango de instancias ministeriales, que incluían a civiles y militares [ 7 ] . Estas prácticas eran, sin duda, conocidas en ambientes políticos y parlamentarios, y pronto pasaron a ser parte del dominio público. Especialmente en aquellos momentos en los que la política colonial en Marruecos amenazaba con crear divisiones en el ejército de la Península —por ejemplo, tras la creación de las Juntas de Defensa en 1917—, el papel mediador del rey se vio hasta cierto punto mermado por sus devaneos imperiales, que inevitablemente le situaron en una posición incómoda y difícil a la hora de apaciguar disensiones internas y equilibrar reivindicaciones de diverso signo. La dilatada disolución de las Comisiones Informativas (iniciada en enero de 1922 y completada en noviembre del mismo año) confirmó la difícil postura del soberano en el conflicto establecido entre junteros y africanistas y el desairado papel que hubo de representar en la resolución del mismo [ 8 ] . Su deseo de seguir siendo el máximo valedor de la unidad del ejército, tal y como inequívocamente señaló en su famoso discurso de Barcelona en 1922, se vio cuestionado por sus simpatías coloniales, que le valieron la desafección de sectores importantes de la institución armada [ 9 ] .
El papel del rey Alfonso XIII en el desencadenamiento de la mayor derrota colonial sufrida por España en Marruecos (Annual, 1921) terminó por deteriorar definitivamente su imagen ante la opinión pública y por cuestionar la propia razón de ser del régimen en los foros parlamentarios. No es que se demostrara fehacientemente que los entusiasmos del rey le habían llevado a excederse una vez más en sus sugerencias a los generales destinados en Marruecos, como había ocurrido ya en varias ocasiones desde 1912. El problema fundamental, en esta ocasión, fue que a lo largo del proceso de responsabilidades políticas iniciado para esclarecer las causas del desastre, su figura salió en numerosas ocasiones maltrecha y malparada de un debate parlamentario que, por vez primera vez muchos años, cautivó la atención de la opinión pública. El rey sufrió acusaciones por parte de la minoría socialista en el Parlamento, y pronto empezó a tomar cuerpo, incluso en los círculos diplomáticos, la sospecha de que el monarca había tenido alguna responsabilidad en los más de 9.000 muertos que la retirada de Annual había provocado [ 10 ] . Alfonso XIII, que tan gustosamente había asumido el sobrenombre de «El Africano», no pudo desvincular en esta ocasión su nombre del fatal desenlace marroquí, tal como pusieron de manifiesto diversas manifestaciones públicas en favor de la exigencia de responsabilidades políticas, que apuntaban inequívocamente hacia su persona. En ese sentido, la actuación del monarca ofreció una oportunidad única a los enemigos del régimen para arremeter contra los cimientos del mismo, mostrando un vigor muy superior al de aquellos que aún tenían energías para defenderlo. La escalada en la exigencia de responsabilidades políticas alcanzó los mismos aledaños del trono en la primavera de 1923, para deshilvanarse a partir de entonces, como se verá posteriormente, y diluirse en una atmósfera de resignación general a comienzos del verano, fecha en la que se aprobó, una vez más, la constitución de una nueva comisión de investigación que, presumiblemente, publicaría sus resultados a finales del otoño. Resultaría exagerado afirmar, de ese modo, que el golpe de Primo de Rivera vino impulsado por el deseo de evitar que la marea de las responsabilidades —que en realidad se había detenido por propia inercia parlamentaria y política varios meses antes— alcanzara al monarca [ 11 ] . Más acertado parece sugerir que el desprestigio sufrido por el rey a consecuencia de la aventura marroquí confirmó no sólo la precaria salud del régimen, sino también la inoperancia de sus mecanismos de regeneración.
Marruecos y los partidos
Más allá de la figura del monarca, el problema de Marruecos contribuyó también a acelerar la inestabilidad política del régimen. Desde comienzos de siglo, las operaciones militares africanas se convirtieron en fuente de ansiedad para el gobierno, y en el origen de turbulentas reacciones por parte de la opinión pública. El ejemplo de la Semana Trágica convenció prontamente a la clase política española de la necesidad de evitar a toda costa el envío de reservistas a Marruecos y de restringir la participación de soldados españoles en las campañas. Al mismo tiempo, sin embargo, otras prioridades como el dominio de la zona de influencia y el deseo de imitar los avances del ejército francés adquirieron creciente importancia en las agendas ministeriales desde 1912. De la contradicción entre ambos extremos nació la fragilidad de la política colonial española y el difícil equilibrio en que se mantuvo desde un principio. No es sorprendente que, dadas las circunstancias agravantes que comenzaron a manifestarse en Marruecos —rebeldía de los rifeños, carencia de adecuado equipamiento en las unidades del ejército de África, corrupción e ineficacia en el seno del mismo—, la presencia española al otro lado del Estrecho se convirtiera en un problema cada vez más acuciante para los gobernantes de las primeras décadas del siglo XX . De hecho, la sucesión de gabinetes que ya parecían marchar en rápida procesión desde la crisis de 1917 en España, no hizo sino incrementarse en los años veinte a consecuencia de los vaivenes de la política marroquí. Se trataba, en realidad, de un problema con una doble vertiente. Por una parte, la continua y creciente inestabilidad política del régimen impedía la aplicación de políticas coloniales estables y continuadas. Por otra, la inestable situación colonial nacida de esta falta de dirección desembocaba con frecuencia en situaciones comprometidas de las que acabaron siendo víctimas nuevos gobiernos (el gabinete Allende-Salazar en 1921, los gobiernos Maura y Sánchez Guerra en 1922 y el gobierno García-Prieto en 1923).
Además de su influencia en las vicisitudes gubernamentales, la empresa marroquí contribuyó a ahondar las divisiones entre las formaciones políticas que, ya desde comienzos del siglo XX , habían diversificado el original bipartidismo de Cánovas. La actitud ante el problema de Marruecos se convirtió, de este modo, en una de las razones que más agitaron la escena política española y que más crispación creó en su entorno. La política colonial pareció exigir de cada formación política una toma de postura y una declaración de intenciones, tanto más definida cuanto más urgente era su resolución. Desde comienzos de los años veinte, y especialmente desde el desastre de Annual, la empresa africana actuó como un catalizador de la vida política en torno al cual se alcanzaron todas las formas posibles de disenso y escasas bases de compromiso, creando fosos aparentemente insalvables entre facciones políticas (y aun en el seno de las mismas). No es de extrañar, por tanto, que la colonización de Marruecos se erigiera en protagonista de prolijas sesiones parlamentarias que retardaron la discusión o aprobación de importantes proyectos para el país. El saneamiento del presupuesto, la reforma agraria, las modificaciones en el sistema tributario y las reformas del sistema electoral —que eran esenciales para acometer la revitalización de un régimen cada vez menos en consonancia con las transformaciones sociales y económicas que se estaban produciendo en España desde finales del siglo XIX — se vieron pospuestos y aplazados ante la urgencia y gravedad del problema marroquí. Éste, sin embargo, no sirvió para despertar el espíritu y el genio nacional, tal y como esperaban —quizá ingenuamente—los regeneracionistas de comienzos de siglo, sino que, por el contrario, confirmó los peores defectos del funcionamiento del sistema [ 12 ] .
Junto con un aumento de la crispación política, el problema africano provocó también un recrudecimiento de la tensión entre el poder civil y el militar, que se extendió a ambos márgenes del Estrecho, y que se concentró en las prioridades de la política colonial y la responsabilidad de sus diversos actores. Éstas constituyeron una fuente inagotable de suspicacias y rivalidades que paralizaron en reiteradas ocasiones la acción de gobierno, tanto en la Península como en Marruecos. Dicha rivalidad se originó, en buena medida, en la falta de una dirección colonial firme por parte de los gobiernos peninsulares —eternamente cambiantes en sus criterios sobre la administración colonial y la asignación de responsabilidades—, reproduciéndose a menor escala en Marruecos, donde el corporativismo militar, la debilidad de la posición de las autoridades civiles y la conflictiva situación en las líneas avanzadas, crearon una situación ambigua en el Protectorado español. No debería entenderse aquí, sin embargo, que los gobiernos de la Restauración se vieran impotentes para hacer respetar su autoridad en Marruecos. En repetidas ocasiones, diversos gabinetes utilizaron esa pretendida debilidad para asegurar la puesta en marcha de políticas expansivas en Marruecos y justificar su actuación ante otras potencias extranjeras [ 13 ] .
La pugna entre el poder civil y el militar alcanzó su máxima expresión a lo largo del esclarecimiento de las responsabilidades políticas y militares por el desastre de Annual, que dio lugar a acusaciones entre ambos bandos, precariamente disimuladas bajo el manto de un debate parlamentario. A lo largo de dicho proceso —que se prolongó durante dos legislaturas sin llegar a resolverse— el prestigio del ejército quedó definitivamente en entredicho, incluso en mayor medida que en 1898. Sin embargo, la pronta exigencia de responsabilidades militares por los sucesos de Annual —que se habían resuelto con ejemplar rigor para el verano de 1923— colocó en una posición insostenible a la clase política del régimen, aún parapetada tras interminables sesiones parlamentarias. No es de extrañar, por tanto, que las primeras conspiraciones para llevar a cabo un golpe militar tuvieran lugar precisamente al abrigo de este proceso de depuración de responsabilidades políticas, que, finalmente, se demostraría tan estéril como las iniciativas renovadoras que se iniciaron bajo su impulso. Dichos signos de revitalización de la vida pública —tales como la creación del Partido Social Popular, la victoria de los socialistas en la candidatura de Madrid en las elecciones de abril de 1923 o la formación de una comisión parlamentaria para el esclarecimiento de las responsabilidades — pronto quedaron sumergidos también en la rutinaria marcha política del régimen, enredados en sus requisitos legales e inermes ante sus interminables aplazamientos. A la altura de septiembre de 1923, la presumible eficacia de las mismos había quedado seriamente cuestionada [ 14 ] .
Marruecos y el ejército
Al igual que ocurrió en la escena política del régimen de la Restauración, el problema marroquí contribuyó a exasperar algunas de las tensiones que existían en el seno de la institución militar española. El Protectorado marroquí, o, por decirlo más exactamente, la zona de influencia de España en Marruecos, proporcionó al ejército una oportunidad para redimir sus errores coloniales y para desplegar de nuevo su capacidad militar. Al mismo tiempo, sin embargo, también facilitó un escenario en el que acabarían reproduciéndose las mismas irregularidades y desajustes de la institución militar peninsular. Con el tiempo, esta duplicación iniciaría su propio retroceso, y la actuación del ejército en África acabaría teniendo un impacto determinante en la vida militar española.
Marruecos se convirtió, en definitiva, en una oportunidad para aquellos oficiales que intentaban ascender en medio de un sobrecargado escalafón superior, y que encontraron en la otra orilla del Estrecho de Gibraltar una posibilidad para sortear la lenta y ardua promoción que les esperaba en la Península. A la inversa, la actuación colonial se convirtió también en una amenaza para aquellos oficiales peninsulares que, sin opción, oportunidad o energía para afrontar un destino colonial, veían con alarma que el estricto sistema de ascensos en el que habían depositado sus esperanzas podía verse adulterado por rápida elevación de los oficiales enviados a Marruecos. La introducción de los ascensos por méritos de guerra, medida aprobada por el gobierno Canalejas en 1911 para recompensar la bravura de los oficiales coloniales, confirmó estos temores, que, en último término, sirvieron para constatar la división del ejército español en dos corrientes de opinión. Mientras los junteros continuaron defendiendo la escala cerrada (uno de los motivos fundamentales para la constitución de las Juntas en 1917), los africanistas pasaron a convertirse en los defensores de los ascensos por méritos de guerra.
Marruecos se convirtió, por tanto, en un espejo de la situación del ejército en España, con el agravante de que esta réplica tenía lugar en un territorio en el que las campañas militares eran frecuentes y la inestabilidad de las posiciones era continua. Junto con momentos gloriosos que sirvieron para escribir las primeras hagiografías de las campañas, el ejército de África sufrió derrotas humillantes en Marruecos, que provocaron temblores en los cimientos del régimen. Ninguna tan decisiva como el desastre de Annual, la mayor catástrofe colonial española y una de las más resonantes en el continente (desde Adua), en la que se dieron cita las carencias más salientes del ejército africano. La derrota de Annual ejemplificó cómo la falta de previsión del mando, el escaso espíritu militar, el precario equipamiento de las unidades y el arrojo de las tribus rifeñas —que contagiaron a otras cabilas hasta entonces pacíficas— podían colapsar en apenas unos días la endeble organización militar española, desencadenando el derrumbamiento del sistema de posiciones establecido desde 1909 y la pérdida de una cantidad enorme de material, armamento y municiones. El impacto del desastre en la Península no hizo sino exasperar la división entre junteros y africanistas, la rivalidad entre civiles y militares y los desequilibrios en el presupuesto del Ministerio de la Guerra.
Por lo que se refiere a las primeras, el desastre de Annual proporcionó argumentos más que sobrados para crispar aún más las relaciones entre ambas partes. Mientras que los africanistas tendían a responsabilizar a los junteros del estado de laxitud y corrupción existentes en Marruecos (donde los junteros habían conseguido eliminar los ascensos por méritos de guerra en 1920), aquéllos acusaban con frecuencia a los africanistas de audaces intervenciones militares y ambiciones expansionistas que, en último término, habían desencadenado el desastre en la Comandancia de Melilla. Las críticas entre uno y otro bando crecieron en tono e intensidad, y acapararon las páginas de los medios de opinión civiles y militares, trasladándose, en última instancia, al Parlamento. La creciente rivalidad y acritud entre las partes envolvió al espectro político del régimen y, por elevación, a su máximo representante, el rey, quien como cabeza visible del ejército se vio obligado a mediar en la contienda. Su modo de ejercer este arbitraje no sólo provocó la dimisión de un gobierno (gabinete Maura en enero de 1922), sino que también le granjeó desafección en ciertos sectores de la institución militar, especialmente dentro del bando juntero.
El papel escasamente decoroso del rey en la contienda se vio remedado por la actitud decidida y resuelta de algunos oficiales afectos a las Juntas, que llegaron a amenazar a los responsables del Ministerio de la Guerra que defendían su disolución, mientras que otros se apresuraban a salir en su defensa [ 15 ] . En medio de esta grave confrontación, la presentación del expediente Picasso sirvió en cierta medida como un paréntesis y un punto de inflexión por la seriedad y dedicación con la que fue elaborado —unánimemente reconocidas— y por el rigor con el que se aplicaron a los mandos militares las condenas emanadas de éste. El papel meritorio del expediente Picasso trasladó momentáneamente a un segundo plano la rivalidad juntero/africanista —aún latente a pesar de la disolución de las Comisiones Informativas en noviembre de 1922— y trasladó a primer plano la exigencia de responsabilidades políticas por parte de la opinión militar. Éste, como ya se vio, fue uno de los momentos culminantes de la tensión entre el elemento civil y el militar, del que nacieron diversas conspiraciones para la intervención (como ocurrió en verano de 1923 en la persona del general Aguilera). A pesar de que ésta no se produjo entonces, la exigencia de responsabilidades políticas —o, por mejor decir, la falta de exigencia de responsabilidades políticas por el desastre — pareció confirmar a muchos militares, cualquiera que fuera su filiación, del agravio comparativo que se había cometido con el ejército y de la patente inoperancia del régimen, de modo que pocos de ellos se sintieron inclinados a defenderlo cuando Primo de Rivera (un abandonista que tenía contactos con los junteros) protagonizó su golpe de Estado.
Marruecos y el presupuesto
Desde un punto de vista financiero, los fondos destinados a la actividad colonial en Marruecos a comienzos del siglo XX fueron relativamente escasos. Básicamente, sirvieron para elevar los salarios de los oficiales destinados al otro lado del Estrecho y para ofrecer facilidades a las escasas compañías que mostraron interés en la empresa, sin que existieran inversiones significativas en las infraestructuras del territorio. En realidad, ésta había sido la opción preferida por los diversos gabinetes que empezaron a financiar la empresa marroquí, cuando comprobaron que ni la zona asignada a España podía ofrecer ventajas materiales significativas ni era sencillo persuadir a los empresarios españoles para que invirtieran en Marruecos [ 16 ] . Lo más lógico en dicha situación, con el fin de no crear excesivos gastos en el Tesoro, era trasladar a los mandos destinados a África las responsabilidades de la administración civil en el territorio, evitando así la creación de una paralela estructura burocrática, que hubiera necesitado nuevos fondos. Dicha situación se convirtió en la tónica general durante los llamados años de penetración pacífica (1900-1909), en los que los gastos fueron contenidos y las primeras etapas de la colonización no supusieron una carga apreciable para el presupuesto. Las circunstancias empezaron a cambiar cuando se inició la escalada militar en el área de influencia española (1909-1927), es decir, las primeras campañas militares para dominar el territorio, estimuladas por el deseo de imitar los avances realizados por el ejército francés en su zona de Protectorado y por la esperanza de administrar territorios más productivos (especialmente en las minas del Rif). A partir de entonces, las exigencias de fondos en Marruecos se hicieron más acuciantes, no sólo por los gastos de las campañas militares, sino también por razones de índole política derivadas de la experiencia colonial. En efecto, tras los sucesos de la Semana Trágica, se pusieron en marcha en Marruecos diversos proyectos que trataban de reducir la participación de reclutas españoles en la pacificación de la zona, a través del pago de pensiones a los jefes locales y la creación de unidades indígenas. Dichos proyectos no sirvieron, sin embargo, para extender la autoridad española a los territorios dominados por los kaides —que en muchos casos se beneficiaban de esa situación de inestabilidad— ni para pacificar a las cabilas de la zona avanzada (especialmente en el Rif). Por otra parte, no se vieron acompañados por inversiones significativas en medios de transporte y comunicación que habrían sido necesarias para asegurar su eficacia. Junto con las crecientes demandas de la incipiente administración civil —establecida desde 1909— y la corrupción de algunas unidades del ejército, estos factores terminaron de configurar un panorama complejo y crecientemente inestable en el capítulo de gastos en Marruecos [ 17 ] .
La situación se vio compensada durante la Primera Guerra Mundial por los dividendos que aportó la neutralidad española en el capítulo del comercio exterior. Sin embargo, cuando esta bonanza comenzó a difuminarse en los años de posguerra, se hizo más evidente el gravamen que el presupuesto para África suponía para el Estado, cada vez más empeñado en una inversión de escaso resultado. Ciertamente, los únicos beneficios reales que el gasto en Marruecos parecía garantizar se traducían en el mantenimiento de un cierto status internacional del cual se derivaban facilidades para la firma de acuerdos comerciales con otros países europeos (especialmente Francia y Gran Bretaña). Sin embargo, y especialmente se reiniciaron las operaciones tras el fin de la Primera Guerra Mundial (1919-1920), volvió cuando a hacerse patente que la colonización marroquí absorbía cada vez más recursos y que éstos no servían para asegurar una administración eficaz del territorio asignado a España [ 18 ] .
El peso cada vez mayor del presupuesto marroquí se vio multiplicado por el desastre de Annual, que exigió un enorme esfuerzo económico por parte del gobierno Maura para rehacer la estructura militar y administrativa que había desaparecido en julio de 1921, deshecha por los ataques de las harkas y el desmoronamiento de las posiciones españolas. El deseo de restablecer prontamente el honor nacional, la presión de los sectores africanistas del ejército, y el cumplimiento de los acuerdos internacionales de 1912 volvieron a actuar como revulsivo para destinar nuevos fondos a la causa africana, en este caso, para reconstruirla desde sus cimientos en la Comandancia de Melilla.
La manera en que el gobierno intentó hacer frente a la situación confirmó un modus operandi que ya había sido habitual en años anteriores, y que consistía en la puesta en circulación de nuevas emisiones de obligaciones del Estado para cubrir los gastos. Esta opción había sido recurrente en la Hacienda Pública desde la Primera Guerra Mundial, y, en último término, alimentaba una tendencia perjudicial para la economía española, ya que conducía a una progresiva acumulación de capital inmóvil en deuda pública que restaba iniciativa y vitalidad a otras actividades productivas. Las condiciones generosas ofrecidas por el gobierno tras el desastre de Annual —con el fin de asegurarse el éxito de la emisión— perpetuaron de este modo los mecanismos que estaban mermando la capacidad de crecimiento de la economía española y la precaria estabilidad de las cuentas públicas [ 19 ] . Además de ello, el gasto marroquí —que ya pasó incluso a ocupar un lugar destacado en las discusiones parlamentarias de 1921 y de 1922— aplazó la financiación de otros proyectos que se consideraban de señalada importancia para la economía del país, y de los que el ministro de Hacienda, Cambó, dio detallada cuenta ante el gobierno en 1922 [ 20 ] . La dimensión económica del problema marroquí contribuyó así a retrasar reformas fundamentales en el capítulo presupuestario e, indirectamente, a restar estabilidad a los diversos gabinetes que se sucedieron tras el desastre, al convertirse en la desencadenante de la dimisión de varios ministros (Cambó en 1922, Pedregal en 1923).
Marruecos y la opinión
Si es cierto que la empresa marroquí contó desde su inicio con una financiación problemática, también lo es que apenas atesoró simpatías populares en España. Los políticos españoles de comienzos del siglo eran conscientes del estado de la opinión pública con respecto a nuevas aventuras coloniales, especialmente tras el desastre de Cuba, de ahí que fueran especialmente cuidadosos no sólo a la hora de justificar la firma de nuevos acuerdos internacionales, sino también de presentarlos en los mejores términos posibles. El africanismo en España no consiguió, en este sentido, atravesar los límites de un movimiento marginal, reservado a viajeros, científicos y literatos, que creían encontrar en la otra orilla del Estrecho remedios para los males que sufría el país.
En realidad, puede decirse que la Semana Trágica de 1909 estableció la pauta del que sería el papel de la acción colonial marroquí en la opinión pública peninsular en el primer tercio del siglo XX : el de servir de acicate, de chispa, de desencadenante para la manifestación de tensiones sociales nacidas de la falta de adaptación institucional a la cambiante realidad económica de España a comienzos del siglo XX . Marruecos se convirtió, en ese sentido, en un detonante de reivindicaciones nacidas de la precaria situación de amplios sectores de la sociedad española, agravada por el estancamiento del régimen en procedimientos y prácticas que impedían la renovación de sus estructuras y que lo alejaban cada vez más de la realidad social. Esto no significa que la acción en Marruecos fuera siempre recibida en España con desidia u hostilidad. Hubo ocasiones en que campañas victoriosas al otro lado del Estrecho de Gibraltar levantaron ráfagas de entusiasmo en la Península (como en 1913, tras la campaña del Kert), aunque, por lo general, la respuesta de la opinión pública se mantuvo entre los límites del recelo y el distanciamiento [ 21 ] .
Este distanciamiento se redujo dramáticamente tras el desastre de Annual. La magnitud de la derrota, las dimensiones de las pérdidas, el dramatismo de la caída de las posiciones y la agónica supervivencia de algunos soldados y oficiales se unieron para convertir por espacio de unos meses a Marruecos en el centro de atención de la vida nacional. De ese modo, el desastre de Annual sacudió a la opinión pública española y la hizo interesarse como pocas veces hasta entonces por la labor en Marruecos. Esto fue sorprendente incluso para los propios medios de difusión, que percibieron este cambio de actitud, y ésta fue también una oportunidad singular para el régimen, que se vio rodeado por el apoyo de la mayoría de los españoles [ 22 ] . Porque así fue, en efecto. Tras los primeros instantes de estupor e incredulidad, la campaña patriótica iniciada por el gobierno Maura para conseguir un estado favorable de opinión que permitiera el envío de tropas encontró una adhesión generalizada en la mayoría de las ciudades del país, dando lugar a un momento de singular sintonía entre los ciudadanos y la labor de gobierno, en un reverso paradójico de la situación en 1909. Campañas patrióticas, donaciones, fiestas y recaudaciones en la mayoría de los pueblos de España se unieron a las despedidas multitudinarias de los soldados, en las que participaron autoridades religiosas y civiles. Esta oportunidad fue claramente percibida por los defensores del régimen, que consideraban que podía ser una ocasión idónea para iniciar un nuevo rumbo en la vida política de la Restauración [ 23 ] .
Y, sin embargo, el milagro no se produjo. Tras meses de apoyo continuado, los sucesivos gabinetes que se sucedieron en el gobierno del país no fueron capaces de resolver los problemas que más preocupaban a la opinión pública con respecto a Marruecos: la recuperación de las posiciones perdidas, el castigo a los rebeldes, la liberación de los prisioneros españoles, el fin de las campañas militares, la repatriación de los soldados y la exigencia de responsabilidades políticas. Una a una, todas las esperanzas que se habían creado a la sombra de la derrota de Annual se vieron aplazadas y desvirtuadas. En primer lugar, la reconquista de las posiciones perdidas (nunca conseguida plenamente), tras la cual buena parte de la opinión esperaba una reducción de los contingentes militares, que no llegó a ser significativa, y que incluso se vio desmentida en 1923. En segundo lugar, el rescate de los prisioneros, sólo finalmente conseguido en febrero de 1923 en unas condiciones humillantes. En tercer lugar, la depuración de responsabilidades políticas, paralizada en las Cortes. Y, finalmente, el fin de las campañas militares, repetidamente prometido y nunca consumado. En apenas dos años, el potencial que la adhesión de la opinión pública ofreció al régimen se desvaneció, hasta el punto de que en el verano de 1923 podía decirse que la resignación y el fatalismo habían sustituido a sus pasados entusiasmos.
En resumen, Annual proporcionó al régimen una oportunidad para iniciar reformas en un momento en el que contaba con el apoyo de sectores significativos de la opinión del país, dentro de la cual surgieron movimientos, manifestaciones e iniciativas que mostraron síntomas de una nueva vitalidad en la conciencia ciudadana. La recuperación de posiciones, el rescate de los prisioneros, la depuración de responsabilidades y otra multitud de asuntos derivados de las campañas marroquíes fueron objeto de interés, discusión, debates y manifestaciones multitudinarias y parecieron sacudir la apatía inveterada de la opinión con respecto a la colonización africana. Sin embargo, el compromiso de la opinión pública fue gradualmente desapareciendo al mismo tiempo que el régimen decepcionaba sus esperanzas y dilapidaba el crédito que se le había ofrecido. En apenas veinticuatro meses, la cuestión que había servido para despertar a la opinión pública pasó a convertirse en uno de sus agravios fundamentales dirigidos contra el régimen, y quizá en la razón última de su escasa popularidad en septiembre de 1923.
Marruecos en el escenario europeo
Como ya se mencionó anteriormente, el proyecto marroquí comenzó a configurarse en el horizonte internacional de España como una inesperada consecuencia de la precaria situación en la que se encontraba el país tras el desastre de 1898. Obligada a renunciar definitivamente a gloriosas y caducas aspiraciones en el Atlántico y el Pacífico, la política exterior española se vio forzada a reducir sus perspectivas y a reorientar sus prioridades hacia el marco europeo y mediterráneo, en un clima internacional marcado por la extinción de las naciones débiles, tal y como había formulado brutal, pero acertadamente, lord Salisbury en 1898. No es exagerado afirmar que la causa fundamental por la que los gobiernos de la Restauración apostaron tan decididamente por la presencia española en Marruecos se redujera a intentar preservar un mínimo status internacional del país en un momento en el que la división entre naciones vivas y moribundas adquiría caracteres cada vez más definidos en el foro internacional [ 24 ] .
Evidentemente, esto no quiere decir que las potencias coloniales europeas, como Francia y Gran Bretaña, concedieran a España otro papel que el de comparsa para satisfacer sus crecientes ambiciones expansivas, y que con esa intención admitieran las débiles reclamaciones territoriales españolas al otro lado del Estrecho en los tratados de 1902 y 1904. De la confluencia de ambos intereses —escasamente disimulados, por otra parte— nació la extraña y contradictoria posición de España en Marruecos, que adquiriría carta de naturaleza tras la conferencia de Algeciras (1906).
Considerada en principio como una empresa figurativa que repartiría dividendos de prestigio internacional, la realidad colonial y el empuje de Francia en el Imperio marroquí, vaciaron pronto de sentido las expectativas de una indolora y relativamente pacífica presencia española en África, enfrentando al país con una verdadera obra de colonización para la que ni sus recursos financieros ni el clima social de la Península estaba preparado o dispuesto. Si el mantenimiento de un cierto decoro en el marco internacional fue el primer motor del proyecto, pronto los gobernantes españoles descubrirían que la misión que se había impuesto al país excedía con mucho los límites fijados en sus inicios, ampliándose progresivamente hasta incluir nuevas responsabilidades nacidas de sucesivos compromisos internacionales (Tratado de Protectorado de 1912).
Si los primeros pasos de la colonización española fueron recibidos con cierta benevolencia por parte de otras cancillerías europeas, pronto se pusieron de manifiesto las primeras contradicciones de una política dubitativa, desorientada y dolorosamente consciente de sus propias limitaciones. Los primeros avances militares en la zona (desastre del barranco del Lobo, campaña del Kert) prontamente incorporaron a la diplomacia colonial las vicisitudes de una administración improvisada y desafortunada, que contrastaba patentemente con la eficaz y solvente labor desplegada por el mariscal Lyautey en la zona francesa.
La incipiente inquietud que esto produjo en otras potencias coloniales se vio acrecentada durante la Primera Guerra Mundial, durante la cual Marruecos se convirtió en escenario de intrigas de agentes alemanes, que cuestionaron la neutralidad española en el conflicto.La aparente inacción de las autoridades españolas les valió el calificativo de germanófilas y un perdurable recelo entre las potencias de la Entente. La consecuencia de este estado de cosas fue una latente animadversión por parte de Gran Bretaña, pero, sobre todo, una profunda y perdurable desconfianza por parte de las autoridades coloniales francesas, encabezadas por el mariscal Lyautey, para quien la guerra se convirtió en un punto de inflexión con respecto a la presencia española [ 25 ] . A partir de 1918, la actitud de la administración francesa sería de permanente hostilidad y recelo hacia su homóloga española, lo que dificultaría enormemente la tarea colonial de aquélla, mucho más necesitada de colaboración que la francesa.
El desastre de Annual —que, a juicio del mariscal Lyautey, no fue sino la consecuencia de la actitud benevolente de las autoridades españolas hacia los agentes alemanes en Marruecos durante la Gran Guerra— no haría sino reafirmar la neutralidad indiferente de las autoridades francesas, temerosas de verse identificadas con las españolas a los ojos de las tribus rebeldes [ 26 ] . A lo largo de dos años, el movimiento de resistencia iniciado en el Rif contó con las ventajas de la permeabilidad de la frontera francesa y la de la actitud ambigua de sus autoridades, de la que extrajo nuevo vigor y oportunidades [ 27 ] . En ese sentido, puede decirse que la falta de entendimiento entre las autoridades españolas y francesas en Marruecos fue una de las causas determinantes de que la situación creada tras el desastre de Annual se prolongara indefinidamente, debilitando las últimas energías del régimen de la Restauración y confirmando la pertenencia de España a las naciones desfallecientes del entorno europeo [ 28 ] .
Conclusión
La aventura marroquí contribuyó a aumentar aún más la distancia que separaba al régimen de la Restauración de una parte creciente de la sociedad española, especialmente cuando mostró en toda su crudeza el coste económico y social de una desacertada administración, de una corrupción extendida y de innumerables faltas en el cumplimiento de deberes y responsabilidades. Ello no ha de hacer suponer, sin embargo, que Marruecos estuviera llamado, desde su inicio, a suponer una falla irremediable en la evolución del sistema. Por el contrario, el proyecto colonial marroquí se insertó desde el primer momento en un discurso regeneracionista que prefiguraba la otra orilla del Estrecho de Gibraltar como un nuevo El Dorado en el que el genio colonial español podría redimirse de sus amargas experiencias cubanas. En diversos momentos de la colonización española en Marruecos pareció que, efectivamente, el país recuperaba a los ojos de otras potencias europeas y quizás ante sí mismo, una nueva imagen más eficaz y moderna, una nueva confianza en sus instituciones y funcionamiento. Sin embargo, la áspera realidad de la zona de influencia española y los mecanismos defectuosos de su administración, ignorados o descuidados por los diversos actores que se dieron cita en el Protectorado y en la Península, terminaron por transformar la colonización marroquí en una carga excesivamente onerosa para la frágil estructura del régimen.
No debe colegirse de ello que la empresa africana acercara irremediablemente al régimen de la Restauración a sus últimas etapas. Más bien podría decirse que cada nueva crisis marroquí ofreció, por una parte, evidencia de los errores del régimen y, por otra, una oportunidad para reformarlos. Especialmente cierto fue ello en los años que siguieron al desastre de Annual, única crisis marroquí que tuvo una repercusión verdaderamente nacional (junto con la de julio de 1909), y que familiarizaría por primera vez a la mayoría de los españoles con el problema africano. La crisis de Annual fue, en este sentido, una oportunidad para el rejuvenecimiento del proyecto canovista, una brecha a través de la cual encontraron camino un número importante de iniciativas reformistas, avaladas por el compromiso político y la conciencia ciudadana que se despertó en diferentes lugares de la Península. No es de sorprender que a partir de la derrota de Annual y de la consiguiente sacudida experimentada por la sociedad española, el régimen viviera un último momento de vigor, de entusiasmo, de esperanza en su propia regeneración, tal y como han señalado acertadamente diversos autores [ 29 ] . Ello resulta indudable a tenor de los acontecimientos transcurridos en los años 1921-1923, que atestiguan con claridad cómo el impacto colonial dislocó y trastocó la dinámica del régimen y creó expectativas de un nuevo reajuste político y social que quebrara definitivamente sus fronteras. Estas esperanzas fueron reales y promovieron un número significativo de iniciativas renovadoras — tanto por su origen como por su finalidad— que se han visitado brevemente en este ensayo: manifestaciones, comisiones de responsabilidades políticas y militares, intervenciones en las Cortes, disolución de las Juntas, creación de nuevos partidos políticos... El drama para la supervivencia del régimen fue que dichas iniciativas no fructificaron debido a la exasperante y crónica lentitud y debilidad de su funcionamiento interno, que fue lo que, en último término, las condenó, y convenció a sus promotores de la imposibilidad de llevarlas a término. En este sentido, el golpe de Estado de Primo de Rivera tuvo su origen en la determinación de remediar la crónica debilidad del régimen, en mayor medida que protegerlo frente a las amenazas externas. El papel de Marruecos en este proceso sería el de servir como indicador del pulso social en la Península y catalizador de las últimas energías de la Restauración, encauzando aspiraciones de reforma social y política que la propia inercia del régimen se encargó de disipar.