Resumen
Tomando como referencia la reciente edición de la correspondencia entre José Ortega y Gasset y su traductora al alemán Helene Weyl, y de las cartas cruzadas entre Gregorio Marañón y Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, el autor medita sobre la conveniencia y necesidad de publicar los epistolarios, y sus posibles lecturas, y analiza estas nuevas ediciones.
Palabras clave
Epistolario, redes intelectuales, Ortega y Gasset, Helene Weyl, Marañón, Unamuno, raciovitalismo, España contemporánea
Abstract
Given the recent edition of correspondence between José Ortega y Gasset and his translator into
German Helene Weyl, and in the other hand, the exchange of letters among Gregorio Marañón,
Miguel de Unamuno and José Ortega y Gasset, the author meditates on the need and desirability of publishing the collected letters and analyzes these new editions and theirs possible interpretations.
Keywords
Collected letters, intellectual colleges, Ortega y Gasset, Helene Weyl, Marañón, Unamuno, raciovitalism, contemporary Spain
Los epistolarios, una gran cuestión, un gran debate [ 1 ] . ¿Deben o no deben publicarse? Y si sí, ¿cuándo? Se mezclan muchos intereses, a veces contrapuestos y difícilmente conciliables. Las cartas que uno escribe, salvo en contadas ocasiones, son cartas privadas, enviadas a un destinatario concreto. El autor de la misiva sabe que sólo aquél o un círculo reducido leerá esas letras, y en ellas se expresa con el grado de confianza que el receptor le merece, que puede ser mayor o menor según su intimidad. Ese grado de confianza hace que muchas cosas se den por supuestas, que existan omisiones y silencios porque el que leerá la carta vive dentro de un contexto rico de información, que casi siempre es imposible recomponer exactamente por el que luego años o siglos después publica la carta. Al que la escribe no le hace falta precisar numerosas cuestiones porque se dan por consabidas, ni hay necesidad de matizar comentarios sobre terceros –lo que seguramente sí haría si fuera un texto para darlo a conocer públicamente– porque se sobreentiende que el destinatario conoce otras impresiones del autor de la carta sobre esa misma persona. El insulto a alguien, que al investigador que años o siglos después transita por esos textos le puede parecer aberrante, a lo mejor no es sino una broma o una exageración sin malicia. A lo mejor. Caben muchas incomprensiones en la lectura histórica de los epistolarios, pero son una fuente valiosísima para reconstruir la biografía de un autor y sus relaciones con su circunstancia, incluida esa tupida circunstancia que son los otros, y, según los personajes, para conocer el contexto histórico general. Son un elemento clave para entender el ambiente de una época, lo que algún autor ha denominado los “invisible colleges” [ 2 ] , las redes de relación que marcan un tiempo y permiten al investigador comprender las “creencias” y las “ideas” (dicho con terminología orteguiana) [ 3 ] de una época y aclarar no pocos puntos negros de acontecimientos privados e históricos.
Volvamos al principio: ¿deben publicarse los epistolarios? Pienso que sí, pero también pienso que con ciertas garantías. Las primeras, jurídicas, que no es cosa baladí y a lo que no siempre los investigadores solemos darle importancia.
Se pueden publicar, pero respetando la ley, toda la legislación que afecta a este tema, incluidas las leyes de propiedad intelectual. Hay además normas de sentido común, recogidas en la propia ley, como que no pueden publicarse contra la voluntad de su autor en vida del mismo, ni después de su muerte contra el legítimo interés de sus derechohabientes. Cuando estos derechos prescriben o se consiguen los pertinentes permisos, mi criterio es que la edición de algo tan delicado como suelen ser los epistolarios (por esa su propia condición de la que hablaba al principio), éstos deben ponerse en manos de investigadores solventes, que conozcan el contexto de la época y las personas. Es el caso de Gesine Märtens y de Antonio López Vega, que acaban de publicar la correspondencia entre Ortega y su traductora alemana, Helene Weyl, en el primer caso, y de Marañón, Ortega y Unamuno, en el segundo.
Que los epistolarios se editen bien, en ediciones críticas que reconstruyan la circunstancia que le falta al lector actual (lo que han hecho Märtens y López Vega), no es un aspecto reverencial o de mojigatería intelectual, sino un objetivo de fiabilidad historiográfica y de seriedad académica. Las cartas se prestan a las manipulaciones, a que se pueda sacar de ellas lecturas erróneas o sesgadas, que, por otro lado, son inevitables, pero ahí está el buen hacer del investigador serio que es capaz de reconstruir la verdad objetiva (en la medida de lo posible) que hay tras de cada misiva, para que pueda contraponerse a lecturas maliciosas.
La correspondencia editada por Märtens y López Vega es muy diferente. Las cartas entre Ortega y su traductora Weyl son muy ricas tanto en los datos que aportan para conocer la biografía de ambos autores, y cómo se relacionan con la no pocas veces adversa circunstancia, como para profundizar en cuestiones claves de la filosofía de Ortega. Hay pocas cartas del filósofo en las que éste se detenga a explicar aspectos importantes de su pensamiento. No hay cartas filosóficas propiamente dichas, sino ráfagas de su filosofía aquí y allá, por eso es muy destacable esta correspondencia con Weyl, en la que al hilo de sus traducciones al alemán Ortega expone aspectos que permitirán interpretar con nuevos ojos algunas de sus obras.
La correspondencia entre Marañón, Ortega y Unamuno (en realidad entre Marañón y Unamuno, Marañón y Ortega, y éste y Marañón, y una carta de Unamuno a Marañón, nada más porque al parecer el resto de las de don Miguel al médico se perdieron durante la Guerra Civil) es, si no se me interpreta mal la expresión, además de mucho más diversa en la forma (desde el acuse de recibo a unas líneas de felicitación), mucho más anecdótica. Mientras que Ortega y Weyl viven separados toda su vida, excepto algún breve encuentro, y su relación es esencialmente epistolar, Ortega, Marañón y Unamuno, salvo en circunstancias como los exilios que todos sufrieron, se trataron bastante, se veían con frecuencia, especialmente Marañón y Ortega, y tenían además noticias unos de otros por terceros, de forma que las cartas completan una relación personal en la que éstas no son la parte sustancial de la misma. No digo que no tengan interés, que lo tienen y mucho, por ejemplo para precisar algunas cuestiones políticas, pero de la lectura de estas cartas no podemos colegir cuál fue el trato entre Marañón y Unamuno, ni entre Ortega y Marañón. Nos ayudan a entender, pero no nos dan todas las claves, y hay que añadir muchos más factores que conoce muy bien Antonio López Vega y que expone en el sustancioso “Estudio introductorio”.
Lo primero y principal para que los epistolarios puedan editarse y se editen rigurosamente es que se conserven. Las Fundación Gregorio Marañón, la Casa Museo Miguel de Unamuno y la Fundación José Ortega y Gasset han hecho aquí un esfuerzo notabilísimo. En el caso concreto de la Fundación José Ortega y Gasset, el acuerdo entre los tres hijos del filósofo permitió transformar un conjunto de papeles en un Archivo ordenado y catalogado de una enorme riqueza para el conocimiento de la historia de la España contemporánea. Además, Soledad Ortega Spottorno desempeñó un papel esencial en la recuperación de las cartas escritas por su padre, para lo que contactó con todos los posibles corresponsales y consiguió que al Archivo llegaran numerosos legados. No estaba entre ellos el de las cartas de Ortega a Helene Weyl, aunque sí se conservaban las que ella mandó a su admirado filósofo. Jaime de Salas puso los ojos en este epistolario a finales de los años ochenta y localizó las cartas que poseía uno de los hijos de Weyl, Michael, en Washington, pero éste, en aquel momento, no quería cederlas a la Fundación Ortega ni publicarlas.
Gesine Märtens, que ha hecho una estupenda tesis doctoral, dirigida por Jaime de Salas y Klaus Christian Köhnke, sobre la relación entre Weyl y Ortega y la recepción de la obra del filósofo español en Alemania [ 4 ] , heredó el empeño del profesor De Salas y consiguió convencer a los herederos de Weyl de la importancia de depositar estas cartas en la Fundación Ortega (la intervención de Jesús Sánchez Lambás fue decisiva) y de publicarlas.
Como ya he dicho, es un epistolario interesantísimo. Cuenta Märtens en su introducción que todo empezó en 1923, cuando Helene Weyl visitó España junto a su marido, el ya entonces famoso matemático Hermann Weyl. Es posible que Ortega y Helene Weyl se encontrasen en alguno de los diversos actos académicos o en alguna de las reuniones privadas a que Hermann Weyl fue invitado y a los que asistió Ortega, que se movía muy a gusto en ese círculo de científicos cuya cabeza más visible en nuestro país era Blas Cabrera. Mas no parece que el encuentro, si lo hubo, causara una fuerte sensación en ninguno de los dos. Helene Weyl, “mujer emancipada –según la editora–, segura de sí misma y algo excéntrica” (p. 32), que se había formado en algunas de las mejores universidades germanas en Matemáticas y Filosofía, se interesó entonces por las lenguas romances y quiso traducir algunos textos españoles al alemán.
No sabemos bien cómo pero el principal elegido (hubo otros como Juan Ramón Jiménez y Azorín ) fue Ortega, que por sugerencia de Hermann Weyl envió a su mujer algunas obras suyas. Märtens señala que
“ la correspondencia pasó por diferentes fases. Comenzó como alegre jugueteo entrelazado con el placer de la aventura de los protagonistas y animado por el exotismo de lo ajeno, el juego con el otro sexo y el disfrute de un mundo de pensamiento común (p. 25).”
A Ortega le hizo ilusión que algunos de sus textos se tradujesen al alemán, en principio para lectura de un círculo privado de amistades intelectuales (entre los que estaban Fritz Ernst, Max Rychner, Karl Anton Rohan y Eduard Korrodi), residentes en Zúrich, donde vivía Helene, y más tarde para algunas revistas suizas y alemanas, hasta que llegó el primer libro, Die Aufgabe unserer Zeit ( El tema de nuestro tiempo ), en 1928.
“Parece increíble la perfección con que se ha apoderado usted de mi estilo–escribe Ortega en carta del 25 de febrero de 1928–. Ha capturado usted mi canario y lo ha soltado usted a volar en aire alemán. Mientras lo leía me causaba una gran delicia sentir que mi lana española ha sido hilada por sus dedos, que ha pasado por su alma y por sus manos palabra a palabra (p. 68).”
El filósofo parecía encantado, pero al año siguiente ya empezó a mostrar sus temores de que su obra no fuese entendida en el mundo germano; ni siquiera creía que la hubiera entendido la propia Weyl, quien publicó un artículo en la Züricher Zeitung que disgustó al filósofo porque le parecía que su traductora consideraba que su filosofía no era sino un poso de lo que él había aprendido en Marburgo, en Scheler, en Simmel (al que Ortega colocaba tres interrogaciones), en Husserl, “con un apéndice de esa vaga cosa que se llama Lebendigkeit ” (p. 90). En otra carta paralela, seguramente no enviada porque el original se encontró entre los papeles del filósofo, éste le sugería a Weyl que sustituyera la palabra “vida” por Dasein en textos suyos como “El origen deportivo del Estado”, de 1925, para que apreciase la originalidad de su filosofía, “y una vez hecho esto piense en Heidegger” (p. 92). Ortega estaba entonces muy preocupado por sus anticipaciones y la originalidad de su filosofía frente a la obra del pensador alemán, que en 1927 había revolucionado el mundo académico de la Metafísica con su libro Sein und Zeit .
Ortega le dijo entonces a su traductora que no actuase ya más por su cuenta (en realidad lo hacía con el permisivo permiso que le había dado) y que no publicase más cosas suyas, salvo dos libros que iba a enviarle en breve, La rebelión de las masas y Über die lebendinge Vernunft ( Sobre la razón vital –o viviente ). El primero llegó en 1930 y Weyl lo tradujo y publicó en 1931, pero el otro no llegó nunca, como sabemos, a pesar de que Weyl, que tenía una personalidad fuerte y que no se achantaba ante las críticas de su admirado pensador (por ejemplo le replica a sus teorías sobre la mujer en carta del 31 de julio y 3 de agosto de 1928), se lo reclamó en varias ocasiones y consideraba que este libro cubriría todas las malas interpretaciones que de su pensamiento se pudieran haber hecho en Alemania por sus traducciones. Weyl, pienso, había comprendido bastante bien al filósofo español desde el principio:
“No sé si estará usted de acuerdo con mi interpretación –le escribe en carta del 13 de enero de 1926–, pero se me antoja que más que una teoría filosófica lo que quiere dar usted es una nueva sensación del mundo y la vida; y quiero que el lector alemán conozca –a ser posible mediante diferentes objetos– su maravillosa manera de penetrar con amor en lo más grande y lo más pequeño, en los seres humanos y en las cosas así como que se deje llevar por el gran raudal de la vida (p. 50).”
En otra carta del 14 de marzo de 1928, le dice: “me inquieta por supuesto más si de verdad es posible, en lugar de la conciencia absoluta de Husserl, convertir la vivencia individual en una potencia que da sentido y nomina” (p. 71), lo que muestra muy claramente que había comprendido bien los caminos no siempre coincidentes de Husserl y de Ortega. A Weyl le preocupaba profundamente que el filósofo español se entregase a la política, como hace en los años de la República, porque el esperado libro Sobre la razón vital , que permitiría la correcta interpretación de su pensamiento en Alemania y en todo el mundo, se demoraría. Ante las quejas de Ortega cuando se anuncia la segunda edición de El tema de nuestro tiempo en Alemania, por entender que este libro no expresaba bien su filosofía, pues era sólo la introducción a un curso universitario, Weyl le replica muy claramente en carta del 19 de mayo de 1933: “La rectificación del Aufgabe unserer Zeit consiste en realidad en que escriba usted la Razón vital ” (p. 151).
Weyl, a pesar de que Ortega llega a decirle “que en lo sucesivo no debe publicarse nada” (p. 153), siguió, no obstante, editando numerosas traducciones de Ortega para revistas y proyectó varios libros, a pesar de las suspicacias del filósofo, que mostraba sus temores pero que casi siempre acababa dando el visto bueno para que sus obras se tradujesen, eso sí, ya con una mayor supervisión por su parte y según sus criterios, lo que no siempre respetó Weyl, como Märtens señala y ha analizado con pormenor en su tesis doctoral. Quizá exagera la editora al decir que “la despreocupación de Ortega en relación con la publicación en alemán de sus textos se mantuvo hasta que su reputación académica quedó arruinada en Alemania sin remedio” (p. 30), lo que además vincula al hecho de que Ortega no se decidiese a entrar en el círculo de publicaciones académicas alemanas, posibilidad que se le ofreció desde muy joven por condiscípulos como Nilolai Hartmann o maestros como Hermann Cohen y Paul Natorp [ 5 ] . Es verdad que el entonces joven filósofo español desaprovechó esta oportunidad y es una cuestión que debe meditarse dentro de los términos de la propia expresión que adoptó la filosofía de Ortega, que no quiso ser sólo un Gelehrte sino un filósofo en la plazuela pública del periódico, pero también es verdad que la “incomprensión” académica de Ortega no se dio solamente en Alemania sino que ha sido –suponiendo que no lo siga siendo– un debate abierto también en el mundo hispánico, por lo que quizá las libertades que Weyl se tomó al traducir estas o aquellas partes de las obras de Ortega no fueran el único elemento que contribuyera a la apreciación del filósofo español en Alemania. Märtens señala que algunas obras importantes como editaciones del Quijote quedaron sin traducir, pero otras de las que entiende que podían haber presentado a Ortega en el mundo germano con un perfil diferente como Sistema de la Psicología , ¿Qué es filosofía? o los cursos que Paulino Garagorri agrupó bajo el título de ¿Qué es conocimiento? son obras que Ortega no se decidió tampoco a publicar en español, salvo algunas partes de las dos últimas citadas, y que difícilmente iba a permitir que se publicaran en Alemania cuando no estaba convencido de publicarlas aquí [ 6 ] . Todas se publicaron póstumamente. Weyl llegó a tener –no sé si a traducir– alguno de los manuscritos de los cursos que en los años treinta Ortega pronunció en la Universidad Central titulados Principios de metafísica según la razón vital , pero no parece que el filósofo autorizara su publicación, a la espera de componer su gran libro, en el que expresaría sistemáticamente su pensamiento [ 7 ] . Pero el gran libro, anunciado en numerosas ocasiones desde los años treinta primero como Sobre la razón vital y más tarde como Aurora de la razón histórica no llegó. Una parte fundamental del mismo iba a ser “Historia como sistema” [ 8 ] , que a Weyl no le pareció que ofreciera gran novedad respecto a lo ya conocido de la filosofía orteguiana a la altura de 1936. Debió hacérselo saber en una carta que no se ha conservado o que no se publica. Lo sabemos por la contestación a la misma del 15 de abril de 1937, desde París, en la que Ortega habla de “la progresiva distancia que respecto a mí se va produciendo en usted” y del “naufragio de nuestra proximidad” (p. 212), para terminar defendiendo la originalidad de “Historia como sistema”, que fundamenta en tres puntos: una ontología no eleática, el carácter provisional de todo lenguaje o lo que llama nueva filología, y la concepción de la historia como res gestae o ciencia rerum gestarum (pp. 217-218).
La labor de Weyl fue, en cualquier caso, excepcional. Jaime de Salas comenta muy certeramente en el prólogo que
“en el mundo cultural alemán y en lo que respecta a la recepción de la cultura en habla hispana, las traducciones de Weyl constituyeron un acontecimiento editorial único hasta la novela hispanoamericana de la segunda mitad del siglo (p. 15)”.
Y así fue efectivamente, porque Ortega desde los años treinta hasta los años sesenta del siglo XX se convirtió en uno de los filósofos más leídos en Alemania, aunque alguno de estos libros no contuvieran su filosofía primera sino sus meditaciones über die Liebe (sobre el amor).
Las primeras cartas de Weyl expresan una adoración platónica a Ortega, a quien sólo conocía entonces por sus escritos. El filósofo gustaba de ese juego con el otro sexo, y su traductora alemana no era la única que recibía los piropos y coqueteos epistolares de don José. Son interesantísimas, por ejemplo, las cartas con Victoria Ocampo, parcialmente publicadas, con María Luisa Caturla o con la condesa de Yebes. Weyl con los dineros que reunió de las primeras traducciones se vino a Madrid en 1932 para conocer a su filósofo, y éste la paseó por los centros intelectuales y de ocio de aquella modernizada capital del sur y la llevó también a recorrer otras tierras y ciudades de España.
Así lo cuenta Märtens:
“ Prácticamente todas las mañanas Ortega la recogía de la Residencia de Señoritas para ir de paseo o hacer excursiones, y por las noches la introducía en la sociedad madrileña. Ella asistía a sus clases y escuchaba sus discursos parlamentarios. Desde ese momento Hella no sólo amó el pensamiento de Ortega sino a toda su persona. Una vez de vuelta en Alemania ahuyentó su nostalgia traduciendo todo lo que caía en sus manos (p. 33).”
La amistad fue muy profunda, a pesar de las desavenencias sobre la interpretación de algunos textos o la oportunidad de su publicación o el modo en que éstos se publicaron. Ortega intentó ayudar a los Weyl cuando por las políticas antijudías de Hitler, éstos, que eran judíos, tuvieron que salir de Alemania. El filósofo madrileño hizo gestiones para que Hermann Weyl y su mujer se pudieran establecer en España, aunque creía que no deberían permanecer más de un año porque el matemático se ahogaría en el pobre ambiente científico español de la época. Quizá exageraba, pues algunos grandes nombres, como el ya citado Blas Cabrera, eran buena compañía. Luego, Helene Weyl, Hella, como la llamaba todo el mundo y Ortega también, ayudó a éste cuando tuvo que salir de España por la Guerra Civil, e hizo todo lo posible para propiciar traducciones de sus textos al alemán y al inglés (ellos se habían marchado a Princeton finalmente), cuyos ingresos pudieran paliar algo la penuria económica que por aquel entonces sufría el filósofo. También medió en el envío de dinero de algún admirador de Ortega, como se muestra en las cartas de estos años, y luchó por conseguir que su amigo diese conferencias en Harvard y en otras universidades estadounidenses, que finalmente no interesaron a Ortega por diversos motivos.
El epistolario es muy útil para los estudiosos de Ortega y permite precisar algunas cuestiones importantes. Pondré cuatro ejemplos. Primero: que Ortega tenía pensado desarrollar una tercera parte de La rebelión de las masas como un libro independiente que le solicitaban desde Estados Unidos, y que la base de ese texto iba a ser sus dos conferencias sobre “¿Qué pasa en el mundo?”, que pronunció en 1933, y que se iba a llamar El hombre y la gente [ 9 ] . Segundo: el motivo último que llevó a Ortega a empaparse en la obra de Dilthey fue que Weyl lo vinculara a él como uno de los antecedentes de su filosofía [ 10 ] . Tercero: las cartas permiten precisar las fechas en que Ortega escribió el famoso “Prólogo para alemanes” (1934) y los motivos por los que decidió no terminarlo ni publicarlo, que tienen que ver con la situación política alemana. Cuarto: se ha acusado a Ortega de antijudío y de haber enmudecido ante el fenómeno nazi. La carta a Weyl, que la editora fecha razonablemente en enero de 1934, es la mejor respuesta a estas críticas:
“ El modo como ha sabido usted recibir un golpe tan duro del destino [se refiere a su huída de los nazis y su exilio en Estados Unidos] es sencillamente ejemplar y, si no hubiera otras razones, bastaría para probar el enorme error que se ha cometido. Precisamente esas calidades de energía espiritual que engendran pareja serenidad no es fácil que se produzcan sino en razas magníficas y que no han perdido su forma . Otras cualidades pueden ser más exclusivamente individuales pero ésa supone una base demasiado ancha para que no incluya toda una casta. Mi entusiasmo y mi lealtad agradecida a Alemania sufren mucho durante este tiempo, venían ya sufriendo desde hace años y algo creo que en algunas conversaciones haberle dejado entrever, aunque el deseo de no preocuparla me imponía silenciar casi todo (p. 167)”.
Es una fortuna, insisto, poder contar con este epistolario publicado y editado con rigor, pero hay que poner algunas anotaciones en el debe de este buen balance: primero, que no se hayan publicado todas las cartas de Weyl, en algunos casos más interesantes que las del propio Ortega, o que otras se hayan extractado, y, segundo, las varias erratas que los duendes de imprenta han colado y alguna que otra imprecisión en la traducción. Algunos ejemplos: “Nuevo Bastián” (p. 141) es “Nuevo Baztán”, uno de los no muchos símbolos españoles de arqueología industrial racionalista dieciochesca, fruto de la inteligencia de don Juan de Goyeneche, lugar al que Ortega gustaba de llevar a sus amistades y discípulos. “El Jardín del Monje” (p. 143) es “El Jardín de los Frailes” del Monasterio de El Escorial. En este caso es Weyl la que se confunde, pero una nota al pie aclaratoria no hubiera sobrado. “El nacimiento del Estado desde el deporte” (p. 255) es “El origen deportivo del Estado”. Por otro lado, hubiera sido mejor traducir “gelebte Wirklichkeit” (p. 88, n. 11) en lugar de como “realidad avivada” como “realidad viviente” o en una perífrasis que expresara mejor el pensamiento de Ortega aunque no fuera fiel a la letra alemana como la “realidad radical que es cada vida humana”.
Algunas de las cuestiones que aparecen en la correspondencia entre Ortega y Weyl salen también en las cartas entre el filósofo y Marañón. Por ejemplo, éstas permiten precisar algunas cuestiones relacionadas con la política española y la actuación de Ortega y Marañón en ella durante un periodo tan relevante como los últimos meses de 1930 y los primeros de 1931. Las cartas destilan cómo se fue configurando la Agrupación al Servicio de la República y muestran claramente que Ortega era la voz cantante y quien elaboró el manifiesto fundacional. Esto era algo sabido por otros estudios anteriores [ 11 ] , pero ahora queda mucho más claro.
La carta del 19 de enero de 1931 expone muy bien cómo planteó Ortega los fines de la Agrupación; en ella habla del manifiesto fundacional [ 12 ] :
“Qº. Marañón: hasta ahora no tengo sino excelentes impresiones. Me complace mucho lo de la “blandura”: ahí está precisamente el secreto de la jugada.
El sábado fue leído el documento en pleno Consejo y faltó poco para que los ministros enviasen su adhesión. Les causó mucha impresión lo razonado y mesurado del escrito y lo declararon “preocupador”.
Hoy me informaré –por la mañana– de la fecha en que levantan la censura –creo que es mañana o pasado. Ésta es una de las previsiones que me hicieron no imprimirlo. Porque así lo darán todos los periódicos democráticos de España dentro de dos fechas y esto es preferible a todo. De todas suertes tengo una imprenta que a media palabra pone treinta mil ejemplares en circulación.
A estas horas está circulando por Barcelona, Valladolid, Asturias, Andalucía, etc.
Hoy está, bajo sobre, en manos de todos los profesores de la Universidad y esta tarde se reparte a Institutos, Escuelas Especiales, Normal... (pp. 178-179).”
A Marañón, el manifiesto que había redactado Ortega le había impresionado. Esto dice en carta de finales de diciembre de 1930 o principios de enero de 1931:
“Mi querido amigo: he releído el documento y me parece que está tan inspirado en la gran emoción histórica de este momento, que tendrá, seguramente, esa virtud que han tenido otros actos de algunos hombres, de servir de encaje entre una época de la historia de un pueblo y una gran masa de individuos
(p. 256).”
También sale en ambos epistolarios la seria preocupación que Ortega sentía ya desde 1934, incluso antes de la revolución de octubre, por la situación política y social española. “Estoy triste y proyectado hacia el vacío –cosa que muy pocas veces me ha pasado” (p. 177), le escribe a Weyl el 4 de junio de 1934. Y el 24 de agosto precisa: “estoy saturado de España y no encuentro ningún lugar en ella donde me sienta a gusto. Necesito un viaje largo. Veremos cómo, cuándo y adónde” (pp. 179-180). La preocupación venía por el afán colectivista de algunos grupos –problema que también veía con los nazis en Alemania– que parecían querer diluir el individuo en la colectividad, fuese nación o partido. El 19 de noviembre es todavía más contundente y le habla a Weyl de la “insuficiencia de sus compatriotas” y de que tiene pensado tomar “importantes resoluciones íntimas” (p. 183). Estaba meditando la posibilidad de marcharse de España e intentar buscarse otro futuro en América, pues preveía que la guerra civil era una posibilidad cierta.
Marañón sintió una preocupación idéntica. En carta del 24 de febrero de 1934 le escribe a Unamuno:
“Debía hacer usted el suyo [se refiere al discurso de ingreso en la Academia Española] y venirse a vivir a Madrid. Es posible que durante unos años no nos quede más vida grata que reunirnos unos cuantos a rehacernos unos a otros (p. 133).”
Y en otra un poco posterior, del 26 de junio, le habla a don Miguel de “lo necios que son nuestros izquierdistas” (p. 133). Seguramente Marañón pensaba lo mismo de “nuestros derechistas”, aunque no lo diga, porque es uno de esos silencios que citaba al principio de este artículo y que el otro entiende, pues sabe como piensa su interlocutor.
El estallido de la guerra tras el golpe fratricida del autodenominado bando nacional y la violencia desatada en ambos bandos, pero muy especialmente en el republicano por ser éste en el que Marañón y Ortega permanecían, incluso físicamente, hizo que el giro antirrepublicano de ambos se confirmase, como bien señala López Vega en la introducción. Las sacas de la Cárcel Modelo de Madrid cuando son asesinados algunos amigos suyos como Melquíades Álvarez (antiguo jefe político de Ortega en los tiempos de la fundación del Partido Republicano Reformista), Manuel Rico Avello (miembro de la Agrupación al Servicio de la República y luego ministro con Diego Martínez Barrio en 1933) y Fernando Primo de Rivera (colaborador de Marañón en el Instituto de Patología Médica) acentuaron un ánimo ya adverso hacia una República que no consideraban fuese fiel a los principios de su nacimiento. En este contexto hay que interpretar las manifestaciones profranquistas que aparecen en algunas cartas –“las notas de Franco son cada vez más acertadas y en su punto” (p. 193), escribe Ortega a Marañón el 17 de agosto de 1937–, que vistas desde hoy pudieran dar la impresión de una adhesión incondicional al ejército sublevado, pero que conviene matizar con otras como la que el 9 de marzo de 1937 Ortega escribe a Weyl: “Seis meses, como los que llevo, en absoluto rompimiento con un gobierno y no adscripción al otro me dan algún derecho a dos cosas: 1ª., a decir eso, 2ª., a no decir más que eso. El Gran Brahmán va engrosando, día por día, en proporciones fabulosas” (p. 208). Desde 1932 el filósofo pensaba que los intelectuales podían hacer muy poco frente a la deriva de los acontecimientos, porque no eran tiempos para escuchar voces reflexivas sino de agitación e ímpetu. Por eso, lo mejor era callarse.
Marañón y Ortega quisieron casi desde el comienzo de la guerra que ésta la ganase el bando sublevado, porque temían más –quizá porque lo habían vivido de cerca– lo que podía pasar si triunfaba una República reconvertida en revolución social. Mas no eran ingenuos y eran conscientes de que el régimen que Franco diseñaba coincidía poco con sus ideas e intereses políticos. Querían que la guerra acabase pronto y confiaron durante un tiempo más o menos breve en que la dictadura militar que impondría Franco podría reconvertirse en una democracia liberal bajo el auspicio de la Monarquía impuesta por las potencias occidentales [ 13 ] . Ambos fueron conscientes de que tardarían en regresar a España. Marañón lo hizo en 1942, pero hasta 1946 no pudo volver a ejercer su cátedra. Ortega, tras pasar años entre Francia, Holanda, Portugal y Argentina, fijó su residencia en Lisboa en 1942 y desde 1945 hasta su muerte en 1955 pasó algunas temporadas en España e incluso inició varios proyectos como el Instituto de Humanidades, pero siempre quiso mantener su residencia oficial en Lisboa como muestra de su separación de la Dictadura. Ya casi al fin de la guerra, ante el posible nombramiento de Enrique Suñer como presidente del Tribunal de Responsabilidades, Ortega le escribía a Marañón el 13 de marzo de 1939:
“No le oculto que si esta noticia se confirma la consideraría como la más penosa que en el último año y medio he recibido de España. Ya sabe usted que no soy pronto a perder los estribos pero le aseguro que un hecho como ese a estas alturas me llevaría a adoptar, sin frases ni gestos, resoluciones muy enérgicas respecto al futuro de mi persona (p. 203).”
Tampoco se olvidaron de los amigos del otro bando, si es que ellos estaban en alguno. La preocupación por la suerte que pudiera correr Julián Besteiro, trágica al fin como sabemos, única autoridad socialista que se quedó en Madrid para entregar la ciudad a las tropas franquistas, llegó a quitar el sueño a Ortega, quien le escribía a Marañón el 30 de marzo de 1939 para ver si éste podía mover alguna de sus influencias, las cuales debía considerar mejores que las suyas:
“¡Con qué dignidad y sentido del deber ha estado Besteiro hasta el último momento! Supongo que lo comprenderá así Franco y que no correrá ningún riesgo pero convenía asegurar que esto es así y hacer lo humanamente posible para que no perturbasen a este hombre que ha hecho tanto por los madrileños victimarios, que está enfermo y es viejo (p. 207).”
Marañón, que se quedó en París durante un tiempo, incluso después de la entrada de las tropas alemanas, también se preocupaba por amigos como Gustavo Pittaluga y por el resto de exiliados en Francia:
“ La incapacidad, verdaderamente cerril, que han tenido los actuales gobernantes, para recoger al más de un millón de españoles que están fuera –le escribe a Ortega el 8 de abril de 1940–, obliga a éstos a agruparse y lo hacen en torno de una ilusión liberal, con exclusión de todo comunismo (p. 267).”
Hay que entender bien las biografías de hombres como Marañón y Ortega para comprender las posiciones que adoptaron ante los sucesos de julio de 1936, el golpe militar y la revolución social desencadenada por las milicias en la zona republicana. Ortega, como es sabido, había sido el intelectual de la joven Generación del 14 que más había hecho desde la prensa y desde otras tribunas públicas –con no demasiado éxito, todo hay que decirlo–, para transformar el régimen de la Restauración en una democracia liberal con fuertes tintes sociales. Su actuación fue además clave para que en las elecciones del 12 de abril de 1931 triunfasen las candidaturas republicanas en las principales capitales de provincia. Su artículo “El error Berenguer”, con su famoso delenda est Monarquia [ 14 ] , y su Agrupación al Servicio de la República contribuyeron a que buena parte de la ciudadanía creyese en la posibilidad de que una potencial República no supusiese necesariamente el desorden social.
Marañón, por su parte, aunque no había estado en la Liga de Educación Política Española en 1914, sí se vinculó a diversas iniciativas de la revista España ya desde 1915, como nos recuerda López Vega al mencionar el “Manifiesto de adhesión a las Naciones aliadas” que se publicó el 9 de julio de 1915, y en el que ya aparece la firma de Marañón, junto a la de Ortega, Ramón Pérez de Ayala y otras muchas más de esa joven generación que, en palabras del editor del epistolario, creía que la “nueva España liberal debía tener como fundamento de su política la libertad, la justicia social, la competencia y la modernidad” (p. 23).
Marañón y Ortega no debían mantener por entonces un trato frecuente. La primera carta que se conserva de Ortega a Marañón es del 29 de febrero de 1916, y es un simple acuse de recibo y agradecimiento por la suscripción del médico al nuevo proyecto editorial orteguiano tras su ruptura con España ; ese proyecto era su revista unipersonal El Espectador , cuyo primer volumen aparecerá en mayo de ese mismo año. El tono de la carta refleja un trato distante.
Aunque como se puede colegir de la lectura de la propia correspondencia entre ambos, algunas cartas deben haberse perdido, no parece que el intercambio epistolar encontrase otro motivo hasta 1920, en que Marañón le escribe a Ortega para darle las gracias por su apoyo a la campaña que está llevado a cabo contra el sistema de oposiciones en la universidad. No se conservan o no hubo cartas de Ortega a Marañón hasta finales de 1923 y tampoco son muy frecuentes durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera, aunque hay que tener en cuenta que viven en la misma ciudad y su trato era más personal que epistolar. Las cartas de Ortega al médico en 1925 reflejan cierta suspicacia por las posiciones e ideas de Marañón. En una del 29 de septiembre de 1925 le dice que no le gusta verle coincidir con la opinión común “de grupos demasiado amplios”, sin que sepamos exactamente a qué se refiere (p. 175). Y en la siguiente del 24 de noviembre del mismo año escribe: “siempre tengo la sospecha de que mis ideas le van a usted un poco a redropelo y quisiera evitarle enojos” (p. 176). Esto, a pesar de que Marañón le habla en carta del 10 de noviembre del mismo año de “la sincera y profunda adhesión espiritual que le tengo” (p. 251).
Antonio López Vega, que ha escrito como tesis doctoral una estupenda biografía de Marañón, dirigida por Juan Pablo Fusi, y que es seguramente quien más sabe de la vida y de la labor intelectual del egregio médico, destaca en esta tesis y en otros escritos, además de en la introducción al epistolario en cuestión, que Marañón orbitó intelectualmente entre dos soles, primero Unamuno y después, a partir de 1925, Ortega [ 15 ] . Si Marañón no había sido especialmente activo en los orígenes políticos de la Generación del 14, sí fue por el contrario uno de los más firmes en sus críticas a la Dictadura de Primo de Rivera, hasta el punto de que le costaron un mes de cárcel y una fuerte multa en 1926 cuando la arbitraria justicia dictatorial lo consideró implicado en la Sanjuanada . Marañón fue uno de los principales apoyos que encontró Unamuno durante su persecución por la Dictadura, que le envió desterrado a las Canarias, aunque acabó huyendo a Francia, y fue también uno de los primeros que vio claro que la Dictadura era el golpe mortal a la Monarquía. “Yo tengo una triste impresión de la posibilidad de una continuación de la Monarquía actual” (p. 108), le escribe a Unamuno el 22 de noviembre de 1923 en una carta donde cuenta el trato despectivo que el rey había ofrecido al conde de Romanones y a don Melquíades Álvarez, quienes como presidentes del Senado y del Congreso, respectivamente, fueron a visitar a Alfonso XIII para exigirle una vuelta al régimen de la Constitución de 1876.
Marañón fue excesivamente optimista y pensó que la Dictadura iba a caer pronto: “esto va a tocar a su fin” (p. 120), le escribe a Unamuno el 1 de octubre de 1925, pero todavía quedaban más de cuatro largos años. Cuando ya de verdad sí tocaba a su fin, vuelve a escribirle a Unamuno:
“Esto está dando las boqueadas. Yo he firmado el manifiesto republicano con Ayala, Jiménez de Asúa, Hernando y muchos más. A pesar de lo que diga Araquistáin, creo que hemos hecho bien. Yo me convenzo, cada día más, que los que esgrimen la fórmula: “el parlamentarismo ha fracasado” y “peor eran los de antes”, no son sino servilones encubiertos. Tal vez me equivoque: pero creo que todo es ya cuestión de días (p. 125).”
¡Qué bien había calado Marañón a Luis Araquistáin, cuya flojera democrática quedó bien clara en muchas de sus actuaciones durante la República!
La falta de confianza de Marañón en la Monarquía y muy especialmente en Alfonso XIII venía de atrás. Buena parte de la correspondencia con Unamuno son anécdotas hirientes sobre el monarca. En una carta de 1921 le cuenta el espectáculo bochornoso que es ver al rey jugarse los cuartos en el tiro de pichón, con varios aristócratas que buscaban el “regio desplume” (pp. 94-95). El monarca le parecía “un botarate educado entre faldas y sotanas y recriado con los más eminentes tiradores de pichón de la península” (p. 101), le dice en otra del 11 de agosto de 1921.
El epistolario Marañón, Ortega, Unamuno nos permite enterarnos de otras muchas cosas, algunas serias, como la forma en que el filósofo intentó hacer llegar al presidente de la República su oposición a que se ejecutasen las penas de muerte a los inculpados por su implicación en la revolución de octubre de 1934; otras más anecdóticas, como que “uno de los espectáculos de aquí –le escribe Marañón a Unamuno desde París el 8 de septiembre de 1921– es ver a Don Santiago Alba correr detrás de las putillas, en frenesí francamente morboso” (p. 103). O la opinión que a Ortega, no sé si con ironía bromista o desde una profunda reflexión filosófica, le merecía el matrimonio, según lo que le dice a Marañón en carta del 5 de mayo de 1944:
“Claro que al ver casarse a mis hijos o los de mis amigos queridos, enseño un poco los colmillos por mi falta de simpatía hacia la institución matrimonial, terrible petrefacto incrustado aún en nuestra civilización (p. 212).”
Alguna de las cartas recopiladas por López Vega eran ya muy conocidas y habían sido editadas o citadas largamente, pero no deja de tener interés encontrarlas aquí juntas y en su contexto. Es el caso, por ejemplo, de la del 22 de mayo de 1935 en que Ortega rechaza ingresar en la Academia Española, que entonces no era Real por motivos obvios. Ésta expresa de forma muy diáfana la personalidad del filósofo, sobre todo frente a las críticas de ventajista u otras similares que se le han hecho:
“ La carta en que me comunica usted el deseo manifestado durante alguna de sus reuniones por los miembros de la Academia Española, de facilitar mi ingreso en ésta, me ha causado viva emoción. Sé muy bien que hay hoy contadísimos españoles con pleno e incuestionable derecho a ser elegidos miembros de esa máxima Academia y sé también que yo no me encuentro entre ellos. Mi obra, además de escasa y adventicia, es poco sólida y lo es muy especialmente en el orden literario e idiomático. [...]
Por desgracia, al penetrar en mí esa generosidad y esa benevolencia, emanadas de tan alto lugar [ser refiere a la Academia], me encuentran ya muy dentro de la vida, con la mayor porción de ella a la espalda y esto quiere decir que endurecida en hábitos y modos. Ahora bien, los más constantes de la mía han sido precisamente buscar los rincones y la media luz y evitar todo aventajamiento público. [...]
Como usted ve, los motivos que me vedan acudir al deseo expresado en su carta, no rozan lo más mínimo la autoridad de la Academia. Se refieren al orden interior de mi vida e ignoro si un día esos motivos cesarán.”
Luego le dice a Marañón que desde hace muchos años es académico electode la de Ciencias Morales y Políticas, y que no podría ingresar en una sin hacerlo en la otra, y
“[n]o he de ocultar a usted que me produce terror perspectiva pareja. Porque no había de aceptar esos honores sin atenderlos y servirlos con lo cual mi tiempo sufriría terrible contracción. Repito que estoy muy adelante en esa faena del vivir y empieza a angustiarme la visión de que de mi obra, a la que he dedicado todos mis esfuerzos, está por hacer. Es verdaderamente angustioso saber con atroz precisión que esa obra está ya ahí, es decir, en la propia cabeza, completamente formada y que al mismo tiempo no está ahí porque no está fuera de uno, materializada, escrita. No hay ya holgura para esperar. El paisaje se angosta: ya se ve, nada lejos, como una serranía, la fina línea blanca del fin de la vida. ¡Y queda tanto por manuscribir, letra a letra, palabra a palabra...! (pp. 186-189).”
Son muchas las cuestiones de interés que aparecen en la correspondencia entre Marañón y Ortega, pero no puedo extenderme ahora en más pormenores, sólo apunto: la situación internacional entorno a la posible segunda guerra mundial y el acuerdo de Múnich, la edición del libro español en Iberoamérica y cómo quedaría ésta tras la guerra civil, o cómo ellos mismos fueron viendo los acontecimientos que pasaban por su propia vida o por la del otro. “Estoy aprendiendo a ser viejo” (p. 213), le dice Ortega al médico el 5 de abril de 1944.
Es una pena que las cartas que falten en el epistolario publicado por López Vega sean precisamente las de Unamuno, excepto una porque el resto se debieron perder durante la guerra. Don Miguel es de los tres el que más abre su corazón y entrega toda su personalidad en las cartas, como muestran los varios y dispersos epistolarios suyos publicados [ 16 ] . En la única que se conserva, del 28 de enero de 1933, Unamuno habla de su mujer, “mi costumbre”, que dice que es la única que ha conocido y así una vida sin devaneos le ha permitido dedicarse “además a mi familia de hogar, a la patria, a la universal y a mi Dios desconocido” (p. 163). Y habla también que por su mujer conoció el espíritu de los Larraza, familia materna de ella y también del padre de Unamuno, una “especie de ánimo de un quaquerismo católico-liberal” (p. 164). Con un pincel mezcla de Sorolla y Zuloaga, Unamuno no hubiera hecho mejor autorretrato.
Marañón, Unamuno y Ortega quisieron implicarse en la historia de su país y sufrieron los avatares de la misma. Se ha criticado mucho sus planteamientos intelectuales, sus posibles incongruencias, sus posiciones políticas –y no digo que no sean criticables–, pero a veces uno se pregunta por qué estos hombres que lo tenían todo –una profesión estable, una grata vida familiar, prestigio profesional y suficiente fortuna para vivir holgadamente–, por qué decidieron implicarse en la cosa pública, cuando sabemos que en muchos casos rehusaron los honores que se les ofrecieron. Todos dudaron en algún momento de si habían acertado y pensaron que su vida podría haber sido más feliz si se hubieran dedicado a lo suyo, sólo a lo suyo, como algunos les reclamaban. Las palabras de Marañón a Ortega en una carta sin fecha, seguramente de los años cuarenta, reflejan muy bien esta inquietud:
“Le aseguro a Vd. que en España hay un subsuelo neutral donde se vive bastante bien. Es más, a veces, siente uno el pesar de no haber estado siempre en este estrato, que debe haber existido en todos los regímenes. En él se halla cuanto hay de grato en nuestra vida nacional y apenas llegan filtraciones de lo demás (p. 271).”
No creo que hubieran cumplido su vocación si hubieran hecho esto.