Exit

Lección de anatomía

por Rosa Olivares

Exit nº 42, Mayo / Junio / Julio 2011

Tal vez sea lo único que finalmente tengamos: el cuerpo. Un cuerpo como superficie habitable, una casa, una morada donde cobijarse, un lugar donde vivir. Y también una identidad y un sexo. Y a partir de ahí, el mundo. Todo gira en torno a estos cuerpos, algunos divinos, otros celestiales y, la mayoría, simplemente humanos. El cuerpo es lo que primero se estudia en dibujo, lo que primero nos gusta o disgusta de cualquiera que se nos ponga enfrente. A través del cuerpo sentimos toda la gama infinita de sensaciones que se pueden sentir. Y es que el cuerpo es, realmente, un lugar sin límites. Dentro de él nos propulsamos hasta el infinito; en un suspiro viajamos al fin del mundo, y un roce en la piel, esa capa fina e impermeable que recubre nuestros cuerpos, nos hace creer que podemos ser felices.

El cuerpo es la medida de todas las cosas, dijo Leonardo, y desde luego, es él mismo todas las cosas que crecen y se desarrollan a partir de sus necesidades. En el origen fue sin duda el cuerpo, el verbo hecho carne, y hoy, no quiero decir finalmente, eso es lo que somos: carne. El cuerpo como un objeto abandonado, un objeto que no queremos y modificamos, cortamos, ampliamos, achicamos; cuerpos masacrados por cualquier razón, cuerpos utilizados, destruidos; cuerpos reventados, en la realidad y en la cultura. Fragmentos de nosotros mismos atraviesan las galerías de arte, los almacenes de los museos y las interminables bienales. Fragmentos de cuerpos que en cada girón de carne llevan una historia de amor, de dolor, de sufrimiento. Esos son nuestros cuerpos: simple materia para una lección de anatomía sangrienta de la que nadie parece aprender.

El cuerpo se regenera completamente cada siete años. Cada una de sus células muere y es sustituida por otra que durará igualmente otros siete años. Pero no de una sola vez, los siete años de cada célula no coinciden necesariamente con la duración exacta de la vida de cada célula y, así, estamos continuamente muriendo, permanentemente cambiando, en un proceso de alteridad tan lento que no somos conscientes ni de vivirlo. Mariposas de piel, de carne, de hueso, de sangre, con una vida breve pero intensa. En total vivimos solo siete años, y este cuerpo que hoy habitamos no es el mismo que ayer besaron y amaron. Ese cuerpo se fue. Hoy, este cuerpo ya no recuerda aquellas caricias que nunca sintió. Cada centímetro de nuestra piel sigue siendo hoy, otra vez, virgen ansiosa a la espera de esa caricia que le haga tremolar. Sentimientos que también se borrarán de su piel según se regeneren sus células. La memoria no tiene cuerpo. Habla, cuerpo, cuenta tu gran historia de pasión y de cansancio, porque tu historia será necesariamente breve.

El alma dudosa es la que otorga esa aura de divinidad al cuerpo, la que al parecer le dota de la comprensión suficiente para saber diferenciar los sentimientos a partir de los roces, los tactos, las pulsiones físicas que, como quien toca un piano, sabe distinguir unas notas de otras, la clave de sol de la de mi. Pero la realidad, más o menos dura, es que nuestros cuerpos están en permanente cambio y transformación, mudan como la serpiente su piel, se convierten en ellos mismos otra vez, continuamente, pero cada vez son otros siendo los mismos. Mera apariencia, solo un objeto de carne.

El cuerpo es un volumen en el plano, un objeto al que cuando se le quitan los conceptos de identidad y de sexualidad le estamos anulando el alma, la capacidad de individualizarse, de sentir, de gozar y de sufrir. Pasamos a ser objetos, definidos por masas, volúmenes, planos, líneas, colores. El arte siempre utilizó el cuerpo para hablar de otras cosas ajenas a él en concreto. El cuerpo de un hombre se convierte en símbolo de fuerza, de poder; el de una joven, en pureza, o tal vez en símbolo de lujuria; los cuerpos han contado historias de religión, guerra, amor y soledad, de poder y de fracaso durante siglos. Rara vez se han mostrado exentos de cualquier sentimiento. Huimos de lo que somos: un objeto hecho de carne, sangre, fluidos y otras materias. Realmente un objeto de uso múltiple.

Si el arte ha utilizado el cuerpo a su antojo desde el origen, la fotografía realiza un uso más sofisticado de este objeto que en el blanco y negro alcanza el límite de la realidad. El contraste formal entre los tonos de la piel, entre las formas de los cuerpos, alcanza en la fotografía su cima absoluta. Muchos son los artistas que a través de la cámara han visto fielmente esos cuerpos que vivían dispersos en el mundo. Algunos de ellos están en estas próximas páginas. Muchos realizan un sistemático estudio de las partes, una taxonomía, una catalogación de los tipos y partes del objeto: manos, pies, hombros, vientres, aislados, sin identidad, sin rostro, fragmentos en los que el sexo no significa sensualidad, al menos no más que un pie o que un brazo. Otros hacen de una parte el conjunto, todo el cuerpo está en ese fragmento que condensa su esencia. Sin embargo, eliminado el rostro, el gesto, la duda y la certidumbre de la mirada, esos cuerpos solo son ya meros contenedores vacíos. Somos personas a través de nuestros sentimientos y vivimos en unos cuerpos que pueden ser alterados e incluso a veces intercambiables. Nuevamente la cámara y la mirada del fotógrafo corta y elimina, como un bisturí, para construir otra lección de anatomía, esta vez sin sangre, plena de belleza pero sin alma. Son cuerpos bellos sí, pero también cuerpos muertos, vacíos.

Abandonados como cosas, sin identidad, como los muertos anónimos, cubiertos con telas, ya ausentes, objetos sin nombre. Qué lugar más adecuado que una morgue para esos objetos que ya no tienen sentido, que ni siquiera como máquinas funcionan. Ajenos a la vida y a los sentimientos, en ese mundo de las cosas, el cuerpo tiene una vida nueva. La fotografía prolonga eternamente, ya sin vida, sin memoria, sin recuerdos, esos muertos necesariamente estáticos sobre el papel. Los artistas que reunimos en estas páginas trabajan con el cuerpo con proyectos y sentimientos diferentes, pero todos tienen en común que, en su mirada, el cuerpo está aislado, es la herramienta, y ninguna resalta ni necesita la identidad. Solo son cuerpos, nada más que cuerpos. Tampoco hemos querido aproximarnos al cuerpo desde ese ángulo en el que el deseo se hace visible, en el que la carne es algo más que carne. El sexo es la identidad genérica, y la fotografía siempre ha tenido muy en cuenta la identidad, individual y colectiva, pero en esta ocasión no parece importar excesivamente de qué cuerpo son esos fragmentos, qué caras se ocultan debajo de esas telas, de ese pelo.

Más que una obsesión, el cuerpo parece ser la meta final, la única meta. Para Minkkinen, Bellmer, Mapplethorpe y Coplans... Para Navarro, Davies y Micó.... Todos ellos han hecho de los cuerpos un material polivalente, bello y abisal. Han hecho de la piel una materia y, de sus contornos, el paisaje. Pero también hay algo terrible en esta bella deshumanización, algo que nos acerca a los extremos, a la locura de Bellmer, a la angustia de Mapplethorpe, a la soledad de muchos de estos artistas, y a la persecución de una respuesta a una pregunta nunca formulada. El cuerpo en su dimensión más silenciosa, hasta perderse totalmente y desaparecer. Hasta la muerte. Esos cuerpos ocultos de todas las miradas que encontramos en las morgues y en las calles de todas las ciudades nos hablan de la deshumanización de nosotros mismos, de que, en tanto cuerpos, finalmente solo nos espera el vacío, la desaparición. Cerrar los ojos es empezar a morir y, al final, sólo seremos ceniza, polvo que vuelve al polvo, pero como dijo el poeta, "polvo serán, mas polvo enamorado".

 

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