Antes las marcas deportivas eran un elemento adherido al deporte. Una herramienta para correr. Pero ahora, con la integración del deporte en el comercio, las zapatillas deportivas recorren la historia deportiva. Adidas se fundó en 1948 en Europa por Adi Dassler, un fabricante de calzados alemán, hijo de fabricante de zapatillas deportivas, y gran aficionado al atletismo. Para crear su producto utilizó su experiencia personal de corredor asiduo pero, además, acudió a competiciones oficiales y conoció las quejas y los consejos de los mejores atletas.
El objetivo de Adi Dassler fue producir la zapatilla más ligera y funcional posible para mejorar el rendimiento de los colegas atletas. No pensaba en nada más importante. Como consecuencia, al cabo de unos años, un corredor calzado con Adidas obtuvo la primera medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1932 y también Jesse Owens consiguió, con lo que sería Adidas (entonces todavía Dassler Company), el record de 4 medallas de oro en 1936.
©José Antonio Hernández-Díez. Marx, 2000.
Fotografía, C-Print 210x160 cm.
Doce años más tarde, en 1948 y como resultado de una disputa familiar, Dassler Company se escindió en dos: Puma que se desarrolló bajo la gestión de un hermano de Adi Dassler, y la misma Adidas. Desde ese momento Adidas fue consagrándose como firma adherida a los valores olímpicos y su contenido ético. Todo ello a lo largo de los dos primeros tercios del siglo XX. Nike, sin embargo, en los años ochenta, apareció y la desbancó. ¿Cómo? ¿Por qué? Nike vino a significar la modernidad del deporte popular, mientras Adidas seguía pensando en la entrega y valores profesionales. Nike, en fin, se fijó en que mucha gente corría y cada vez corrían más.
Los participantes en el maratón de Nueva York fueron apenas 156 en 1970, pero en 1980 eran ya más de 7.000. La gente corría y corría como una manera deportiva, o no, de escapar. Como una forma de estar juntos, saberse capaz de superar el esfuerzo y obtener autoestima. La consecuencia fue que, en vistas a lo contagioso del fenómeno, la demanda de zapatillas se multiplicó y vino a ser una suculenta fuente de ingresos para quienes entendieron el cambio. Nike lo comprendió.
El futuro multimillonario, Phil Knight, que había fundado la empresa Blue Ribbon Sports en 1964 con el propósito de importar zapatillas baratas desde Japón y hacerse rico vendiéndolas en Estados Unidos, amplió el proyecto, mejoró los diseños, desarrollo el marketing, creó calidad y se convirtió en el rey del mercado.
La marca Nike significa “victoria” en griego, y esto fue lo que pasó respecto a la competencia. Les venció a todos en unos de los éxitos más fulgurantes de la historia empresarial. En la actualidad, tanto unos como otros, Adidas, Reebock, Nike o Puma están al tanto de que apenas son los atletas quienes corren sino medio mundo occidental. En la actualidad, tras peripecias con Reebock, Nike es el malditismo y Adidas la tradición. Nike es ganar a toda costa y Adidas vencerse a sí mismo. Con estas sentencias de pura raíz filosófica, el mundo revive el pensamiento clásico sin complicación.
©Leni Riefenstahl. Jesse Owens,
Juegos Olímpicos, Berlín 1936.
El deporte, que ahora sirve para alcanzar beneficios inmensurables en directo y por televisión, fue hasta el periodo entre las dos guerras mundiales, una actividad marginal que se promovía con el objetivo explícito de la formación física y la formación moral. Algo completamente ajeno a lo que sucede hoy en la práctica del gentío, donde el ejercicio de algún deporte ha pasado a convertirse en una manera contemporánea de estar. Un pasatiempo de la actualidad.
Apenas queda la idea del perfeccionamiento moral y sí, en cambio, el proyecto, sobre todo cosmético, de estar en forma. No hacer deporte o estar en trance de hacerlo supone cargarse con una terrible responsabilidad personal respecto a la salud visible y, en ciertos estratos, no hacer deporte se asimila a un detalle de decadencia.
De esta manera, el deporte se ha extendido vivamente por el territorio de los deberes de las clases medias-altas o altas y se ha perdido en cuanto experiencia de abnegación destinada a la mejora del alma. Los hombres, las mujeres, todos los adultos, sin importar la edad, hablan de hacer deporte como un elemento al que deberá referirse un ser de nuestros días. Lo demás significa marginación porque ahora “todos” juegan a algo en una clase de socialización que de una parte evoca ejercicios contra el estrés y de otra, sencillamente, infantilización.
Pero después, en otro territorio, se desarrolla el espectáculo deportivo que brilla en la ciudad. Un espectáculo cuya condición fundamental es la de no poseer un guión previo, predecible, ya escrito; y de ahí su enorme atracción o su metáfora del devenir en la vida de la humanidad.
El match se desarrolla sin libreto, a diferencia del cine, el teatro o el telefilme; cuenta pues con los componentes de una aventura de la que se ignora el proceso y, sobre todo, el final. El marcador, justiciero, inapelable y total. De esa manera el espectáculo deportivo y significativamente el partido de fútbol (donde la predicción es notablemente menor, debido a las dificultades de control con el pie y a las inevitables irregularidades del campo) se presenta como la vida misma expuesta a lo largo de la cancha.
La justicia, el azar, el esfuerzo, la colaboración entre amigos o familiares, la adversidad, la suerte, acuden al campo como atributos capitales de la vida misma. El espectador sigue el espectáculo y obtiene una doble gratificación posible: la oportunidad estética del buen juego (no siempre garantizada pero crecientemente promovida por los clubes-espectáculo), y la vivencia de una vida “real” en paralelo: fuera de sí pero afectando emotivamente el interior. Con una ventaja impagable: cuanto sucede en la cancha nos afecta de verdad pero en la conclusión el daño recibido es “de mentira”. La decepción de un mal resultado amarga la velada pero nada comparable a un revés familiar.
De esa manera el juego se hace doblemente: se juega dentro y fuera del césped, se juega con las emociones de verdad (para degustarlo mejor) y de mentira (cuando son negativas) para protegernos de su falso dolor. Los aficionados sufren así, se desesperan, confían, se desalientan, se ven recompensados por la justicia o por el destino tal cómo ocurre fuera del recinto pero la dosis que se recibe en el encuentro se desvanece sin consecuencias poco después.
En cuanto a todo el proceso de vivencia como hincha, el ciudadano recibe de su equipo un aporte estatutario que no encuentra en su discurrir norma. Su equipo le representa y actúa por él dentro de un nivel superior, a una altura inalcanzable. La adherencia de un aficionado a un club grande eleva simbólica o psicológicamente su talla, le reconforta integrado en una empresa común.
Los equipos de fútbol en la Liga española y otras participantes en la Champions League son conjuntos cuajados de figuras estelares, multimillonarios en dólares, internacionalmente famosos, planetariamente deseados, profesionalmente reverenciados. La luminosidad de esta conjunción convierte el espectáculo del fútbol en una experiencia extraordinaria que si traspasa lo real en cuanto a sus grandes metáforas, no lo anula, sin embargo, por completo.
El partido toma de lo real los caracteres del drama pero desborda lo común en cuanto que cada encuentro es motivo de transmisiones en las que participan cientos de millones de oyentes y telespectadores. Gentes de todas las clases que, al igual que cada uno de nosotros, comulga con el mismo suceso. Un suceso tan excepcional que nos asciende, tan global que nos trasciende.
De esta manera el fútbol nos electriza, nos exalta. Porque incluso los reveses que se padecen en cuanto aficionado tienen el carácter, dentro de la hinchada o en toda la nación, de las grandes derrotas bélicas. El fútbol, grande en sí, multiplica nuestras proporciones, nuestros registros emocionales e imaginarios y nos ingresa en un ámbito de fascinación ¿Una ilusión? ¿Una niñada? Efectivamente. El mundo está puerilizado y tiende cada día más a esta condición. Es necesario hacerse niño para cultivar la ilusión de un hincha. Pero cuando esta misma ilusión es, además, vivida masivamente y las ciudades se detienen, las calles se desertizan y los actos políticos o la justicia se aplazan a causa del partido, algo serio y real ocurre a la vez.
©Grazia Toderi. Olympia (Barcelona ’92), 2001.
Videoproyección.El fútbol, más que otros deportes, ha logrado este nuevo sortilegio. Ha conseguido introducirse en lo social con un efecto hiperreal: más real que lo real sin ser precisamente de este mismo mundo. Una nueva naturaleza real/irreal en el ejercicio de vivir infantilmente y asociada a otros casos de clonación o remedo de lo real que definen en conjunto una nueva etapa del sistema que he llamado “capitalismo de ficción”, en un intento de definir el nuevo y transparente estilo del mundo.