No solo cambia el paisaje, no solo cambian las actividades. No se trata solamente de que la luz artificial sustituya la luz del sol. Al caer la noche cambiamos nosotros. Nuestra percepción del entorno se altera por la falta de luz, por la falta de visibilidad. Llegamos a los límites de nuestras capacidades y sentimos que nos movemos en un mundo que no es nuestro entorno natural. Igual que cuando navegamos o volamos, cuando nos adentramos en las sombras, en la oscuridad, somos conscientes de nuestras limitaciones, y esa sensación nos hace sentirnos vulnerables. Nos sentimos perdidos en un entorno que nos supera.
Antes de que la iluminación de las ciudades se implantase, la oscuridad reinaba en el mundo desde el anochecer al amanecer. Horas de miedo, en los que la falta de los conocimientos que hoy nos parecen naturales hacía que la población alimentase todo tipo de leyendas y temores. La hora de las brujas, el silencio en las calles, por donde solo deambulan los peligros y aquellos que, perdidos, llegan tarde, o tal vez nunca lleguen, a sus hogares. En el fin del primer milenio la oscuridad albergaba la amenaza del fin del mundo.
La noche es el tiempo de recogerse, es el tiempo del amor, del sexo, de la reflexión, de la intimidad con el otro y, sobre todo, de la intimidad con uno mismo. En la soledad y el silencio de la noche se lee, se escribe, se piensa, se recuerda, se ama y se llora más fácilmente. La oscuridad ayuda a ese recogimiento que el poeta parece sentir más profundamente, es esa "noche oscura del alma" en la que pensamos que podemos ser mejores pero en la que casi siempre somos peores. Porque noche y oscuridad, sombras, luna llena... son todas palabras claves para las historias de terror. La noche es el hábitat del vampiro y del hombre lobo, del ladrón, del asesino y del violador. Es la oscuridad, con su soledad y aislamiento, la que propicia que en el territorio de las sombras, en la noche, crezcan todos nuestros temores reales e irreales. Y hasta en las ciudades más iluminadas sorteamos con aprensión unos, con miedo otros y con terror algunos, esas esquinas, esas calles estrechas que se han escapado de los rayos de la luz eléctrica, que permanecen en la oscuridad donde, lo sabemos todos, viven los monstruos. Los monstruos reales y también los que nosotros nos inventamos, nuestros terrores y peligros particulares, nuestros miedos que vienen con nosotros desde nuestra infancia y, tal vez, aún desde antes.
Por esto la ciudad moderna es una antorcha de luz, un fogonazo en medio de una noche que a veces parece eterna. La ciudad, consciente de que la noche es casi tan larga como el día, ha decidido aprovechar y rentabilizar todas esas horas de oscuridad iluminándolas vorazmente. Bombillas, lámparas, farolas, anuncios, edificios, todo emana luz y color para que el miedo quede arrinconado. Hoy la noche en las ciudades es sinónimo de diversión y son otros (¿otros?) peligros los que acechan en esa luz dura de los bares y las calles que a veces ciega aún más que la oscuridad. Y nosotros, valientes, caminamos con la luz en nuestras manos, venciendo nuestros miedos ancestrales para salir de noche, movernos, viajar, como si no hubiera diferencia con el día, como si esa luz de neones y láseres, de bombillas y reflectores, fuese como la luz del sol. Hemos olvidado la limpieza de la luz de luna, de la iluminación apagada pero limpia y dulce de las estrellas, una luz que nos permite seguir siendo nosotros, rebajar el nivel de actividad, ahorrar energía, cambiar de actividades, descansar, afinar nuestras percepciones.
Los hombres sabemos que todo cambio es básicamente apariencia, y por eso los fotógrafos que trabajan en la noche, con la oscuridad y las sombras, y también con toda esa luz artificial, saben que seguimos teniendo miedo y saben también que es de noche cuando escriben los poetas. Tal vez esa sea la explicación de que prácticamente toda la fotografía que se hace de noche habla de la belleza de la oscuridad, de las sombras y de la lentitud y penumbra de la vida a oscuras o del terror que sentimos inevitablemente cuando se apagan las luces y no sabemos qué es lo que nos rodea. Pero se trata de un miedo que no tiene cara ni cuerpo. En las fotografías de Gregory Crewdson se define de una manera absolutamente clara esa sensación de que, a pesar de estar bien iluminadas, esas calles y esas casas son, han sido o van a ser, el escenario de un acontecimiento. No sabemos de qué tipo de acontecimiento pero sí estamos seguros de que algo va a suceder fuera de lo cotidiano. Son escenarios construidos, como en la mayoría de la fotografía más actual, parecen sets de cine o televisión, se alejan de la vida real que todos vivimos, pero se acerca a los miedos que también todos tenemos. Curiosamente parece que si la fotografía analógica se ocupaba de la belleza de la noche, del contraste entre las sombras, sobre todo la fotografía en blanco y negro (Manel Esclusa, Robert Adams, o Peter Hujar) de ahondar un poco más en esa zona oscura que nos rodea en busca de una belleza sutil y diferente, la fotografía digital, en color, es mucho más dura y directa, y procura la construcción física de algunos de los escenarios de nuestros miedos ancestrales, de esos que solo sentimos en la oscuridad, cuando estamos solos (Miguel Ángel Tornero o Astrid Kruse Jensen).
La obsesión del hombre por traspasar los límites que lo definen, por volar, por vivir debajo del mar, por ver en la oscuridad, le ha llevado a inventar una serie de prótesis para adentrarse en la noche con la misma seguridad que por el día, uno de estos inventos son los aparatos de luz nocturna que usan básicamente el ejército, la policía y los asesinos. Vano intento, pues todos sabemos que los monstruos de nuestras pesadillas, igual que los vampiros, hombres lobos y otros súcubos de la noche, ven perfectamente en la oscuridad, ellos no necesitan prótesis de visión nocturna. Pero fotógrafos como Thomas Ruff también las han utilizado para mirar, para ver más allá y para mostrarnos esas imágenes conformadas por otra forma de mirar, a partir de percepciones diferentes. Unos ojos que ven en la oscuridad, como una cámara fotográfica, que puede presentar la noche como si fuera el día, porque el tiempo, esa gran paradoja, corre a favor de la imagen fotográfica igual que en nuestra contra. La noche se aclara en esas imágenes, y la luz parece un accesorio (Thomas Weimberger).
En estas páginas hemos reunido algunos ejemplos de cómo los fotógrafos hoy se enfrentan a la oscuridad de la noche y de cómo incluyen en sus narraciones, en sus poemas, toda la mitología, toda la profundidad de la vida que surge al caer la noche sobre el mundo. Muestran como una puerta deja de ser eso, solamente una puerta, para convertirse en la entrada a otro lugar insospechado; Lynne Saville, Sarah Jones o Dan Holdsworth muestran esos caminos en los parques, en el campo, como sendas en un paisaje inhóspito que ya nada tiene que ver con esos lugares por los que transcurren nuestras vidas, donde paseamos con nuestros hijos o con nuestros perros. Y las casas se convierten en seres vivos que respiran por las ventanas, que nos miran a través de esas luminarias que las convierten en gigantes nocturnos, escenarios misteriosos donde habitan otras personas que no somos nosotros (Todd Hido).
Al caer la noche empieza el reino de las sombras, un lugar inhóspito para el hombre, salvaje e inesperado. Un mundo donde el peligro es la ley, un lugar por el que siempre nos hemos sentido atraídos, al que intentamos conquistar, al que intentamos poder mirar sin miedo en los ojos. Un territorio oscuro poblado de dudas, en el que la fotografía proyecta una mirada llena de luz y de imaginación.