La ciudad ideal era la que los dioses construían para que en ella vivieran
los hombres. Las razones para asentarse en un lugar o en otro, para levantar sus
muros hacia uno u otro lado, procedían de los consejos de los sabios; las
ideas de sanidad, defensa o respeto hacia las divinidades marcaban este origen
del lugar en el que se desarrollarían los pueblos. Muchos de estos asentamientos
primitivos han ido dando paso, por superposiciones históricas, a las ciudades
actuales. Y hemos visto que las reglas de los dioses no siempre eran las más
adecuadas para protegernos ni de los enemigos ni de las inclemencias del tiempo.
Ciudades construidas sobre ríos, sobre terrenos insalubres, de espaldas
al mar, en contra del viento… Si las reglas de los primeros arquitectos
eran contradictorias entre sí, también había otras que todavía
hoy en día sustentan las bases del urbanismo. Pero la ciudad es mucho más
que urbanismo, mucho más que arquitectura. La ciudad representa una cultura,
una comunidad de personas, la ciudad está definida por los ciudadanos.
Aristóteles, en “La Política”, definía la ciudad
como “un perfecto y absoluto conjunto o comunión de muchos pueblos
o calles en una unidad”.
Hannah Collins. True Srories, 16 (Madrid), 2003. Cortesía Galería Javier López Madrid, Galería Joan Prats, BarcelonaDe las razones religiosas y los consejos sagrados, se fue desplazando hacia una lógica social y económica y, sobre todo, militar. Empezaban
a pesar más los intereses de los hombres que los de los dioses. La ciudad
se convierte entonces en un símbolo de humanidad y de civilización.
Hasta nuestros días, es en la ciudad en donde pasan las cosas. Donde
se sitúa el gran comercio, donde la cultura se desarrolla, donde el poder
se concentra. Y es en la gran ciudad donde hay que vivir para estar dentro del
mundo. Pero paulatinamente, el excesivo y brutal desarrollo de la ciudad, la
especulación del territorio y la difícil convivencia de muchos
en una sola unidad que se deshace en niveles sociales y económicos, marcados
mucho más cruelmente en el nivel de bienestar que nunca antes había
sido estructurado, hace que se inicie una salida de la ciudad hacía las
periferias, hacia el campo. Pero la ciudad extiende sus redes a través
de los medios de comunicación, carreteras, redes viarias de todo tipo,
funcionan como nervios de aproximación a la gran ciudad. Y se generan
ciudades medianas y pequeñas a semejanza de las grandes ciudades, y hasta
los pueblos más pequeños comienzan una mutación imparable.
Melanie Smith. Untitled, 2-II, de la serie Spiral City, 2002. Cortesía Galería OMR, México D.F.El modelo occidental de ciudad se ha extendido de tal forma que hasta en Oriente la evolución de sus ciudades sigue la misma pauta, si bien desbordando
los moldes y dotándolas no sólo de una magnificencia y espectacularidad
muy característica sino duplicando las fallas de estas grandes ciudades
que se empiezan a deteriorar física y conceptualmente en Europa: la injusticia,
el desaliento, la masificación, la falta de comunicación, la estructura
en castas y niveles sociales. La existencia de las ciudades-dormitorio junto
al crecimiento dramático de la población da origen a hacinamientos
como las favelas o los ranchitos en países como Brasil o Colombia, pero
también en Europa, en Estadosa Unidos, y en todos los lugares del mundo.
Así, la población se relaciona de maneras muy diferentes en estas
junglas en que se han convertido las grandes ciudades. La superpoblación
genera un crecimiento masivo de los barrios periféricos y un despoblamiento
de los centros históricos, habitados ahora por oficinas, bancos, tiendas
de lujo y unos pocos que pueden, económicamente, hacer frente a los precios
imposibles que se convierten en el gran enemigo del ciudadano.
Todas las ciudades son, hoy, parecidas. Y el viajero cosmopolita las recorre
sin descanso, a veces buscando esa identificación del paisaje con su
propia experiencia, a veces intentado encontrar lugares todavía vírgenes
en los que no haya los mismos hitos ciudadanos que definen la cultura de hoy:
el puesto de comida rápida, el museo, el semáforo… lugares
diferentes por poco tiempo. Y entre las ciudades, esos lugares románticos
unas veces y fríos otros, territorios de la narración, lugares
también intermedios y sin identidad, cuyo único fin es situarnos
en un tiempo sin límites reales, de sensaciones abstractas, en un lugar
de tránsito: aeropuertos, estaciones, carreteras…
Entre lo ideal y lo real nos movemos, asistiendo a un desarrollo en diferentes
velocidades, cada vez más vertiginosas, por las ciudades de un mundo
cambiante, un mundo cuyas ciudades y paisajes se parecen cada vez más,
hasta el extremo de que pueda dar igual estar en un sitio o en otro. Si eliminásemos
aquellos edificios característicos de nuestras ciudades, los monumentos
que las diferencian parcialmente, si sólo estuvieran formadas por las
calles más normales, allí donde vivimos todos nosotros, no podríamos
distinguir Milán de Bruselas, ni Chicago de Hamburgo. Queda Oriente,
pero ¿cómo diferenciar un suburbio de Shanghai de otro de Hong
Kong? Al final, la magia de las ciudades queda plasmada en unos nombres llenos
de referencias de viajes, de experiencias, de lecturas, de planos y mapas, de
mitos.
Decir Roma, Londres, París, Berlín, Amsterdam o Atenas no es nombrar un lugar cualquiera, es recordar el origen de Europa, de una cultura
que es la nuestra. Pero decir México D.F., São Paulo, Tokio, Shanghai,
Pekín (Beijing), es nombrar las megalópolis, una forma diferente
de vivir, una forma diferente de pensar la ciudad. Es hablar de las ciudades
gigantes que se construyen hacia un futuro incierto, edificios que rozan el
cielo, millones de habitantes, autopistas de circunvalación dentro de
la propia ciudad… Y decir Nueva York o Chicago, es como entrar en una
película montada con nuestros propios recuerdos extraídos de tantas
lecturas, de tantas horas delante de la pantalla de un cine. Es muy diferente
decir Beirut, Trípoli o La Habana. Y con todos estos nombres de ciudades,
maravillosas en sus fotografías, terribles en sus miserias, espectaculares,
mencionamos mundos, sensaciones, historias, ilusiones diferentes, describimos
un mapa de geografías improbables pero de imágenes reconocibles.
Peter Bialobrzeski. Hong Kong, 2001. Cortesía L.A. Galerie, FrankfurtEn la fotografía contemporánea el paisaje urbano se ha convertido
en uno de los géneros más transitados. A veces acercándose
excesivamente a la imagen de postal turística, otras veces mirando desde
el cielo en ese afán de abarcar los límites de la ciudad; otras
veces en fragmentos, en su relación con el ciudadano, en la propia belleza
de su enfrentamiento con el horizonte, como un homenaje inevitable a su arquitectura.
Pero la fotografía no sólo es un documento, tiene también
un innegable valor artístico y también un valor político,
ideológico. En muchas de las imágenes que reunimos en este número,
dedicado a las ciudades del mundo, detrás de la belleza que se nos presenta,
podemos ver mucho más. Vemos la intención del artista que mira
y captura una realidad que transforma en otra cosa. No son solamente imágenes
frías de las ciudades que podamos ver y visitar. La mirada del artista
corta y aísla el fragmento haciendo irrepetible lo que nos ofrece, lo
que vemos. Es inocente pensar que esa misma imagen estará allí,
para nosotros, cuando visitemos La Habana o Shanghai. Estas imágenes
están ya sólo en los archivos de sus autores, en la memoria de
los que las hemos visto, en las colecciones de arte del mundo, y en estas páginas
que se convierten en esta ocasión en el mapamundi más bello, en
un archivo aleatorio de fragmentos de arte que recomponen nuestro mundo, que
demuestran que la ciudad sigue siendo el matraz donde la civilización
se desarrolla