Tal vez esa sea la palabra clave: el límite, los límites. Cuando hablamos de sentimientos, de deseos. Un amor sin límites, una pasión que supera cualquier límite conocido; los límites de lo permitido. ¿Quién pone los límites? ¿Hasta donde llegaríamos en busca de lo prohibido? Porqué de eso se trata cuando se habla de pornografía, de revocar, de transgredir. El placer de lo prohibido, de aquello que se hace a oscuras, fuera de la mirada de los demás… por eso la pornografía necesita de espectadores, si no hubiera público esa ceremonia no tendría sentido, como no tendría sentido una corrida de toros sin una plaza de toros llena de aficionados, o una representación de ópera en un teatro vacío. Y no es que se trate de un espectáculo solamente, que también, es más bien una exhibición. Una demostración.
En contra de lo que la mayoría pueda creer, el hecho pornográfico es uno de los más reglados que puedan existir. Se realiza en lugares concretos, con rituales conocidos, se suele pagar por participar, se mantiene un secreto casi religioso, y en la mayoría de los casos se trata de un acto solitario, tal vez la diferencia más importante que tiene respecto al pago de un impuesto fiscal sea que produce placer, un placer físico basado en la excitación sexual y, sobre todo, en una excitación mental que toma parte de la experiencia sexual y de otra experiencia social: la de aquel que transgrede normas, que va más allá de lo habitual. Que se cree único aunque sólo sea por unos instantes. Normalmente para participar en la experiencia porno se paga, y en muchas ocasiones la participación del espectador es solamente esa: pagar y mirar. No puede tocar. Y eso produce sin duda un grado mayor de excitación. La mirada es el vehículo de la pornografía, más que la carne o la piel. Lo visto, y por supuesto, lo intuido, lo imaginado, tal vez lo deseado. El lugar esencial de esa experiencia pornográfica sexual es el peepshow , un término inglés que no tiene traducción en ningún idioma y que consiste en unas cabinas en las que el espectador, por lo general una sola persona, asiste a un espectáculo erótico para él solo, separado por un cristal del sujeto que hace la representación; se va pagando según se desarrolla la sesión que sube y baja de tensión según las peticiones del espectador o el ánimo de la protagonista. En el peepshow se asiste a un espectáculo onanista, exhibicionista que despierta todo tipo de sensaciones en aquel que paga hasta que satisface su pulsión sexual o su curiosidad. El peepshow suele estar en las tiendas de sexo o sex shops , y también en locales “de ambiente”, y son lugares con límites muy claros y evidentes, marcados por las cortinas de lona que no dejan traspasar ninguna luz, por las paredes y suelos de terciopelo… todo un escenario lleno de reminiscencias de otros lugares tal vez más envolventes y cálidos: los burdeles, y, por qué no, los teatros, las salas de espectáculos. Allí donde otros cuerpos, casi siempre inalcanzables, se exhiben acrobáticamente en la barra fija, en el baile, en los espectáculos pornográficos, en los que siempre el show se centra en el deseo, en el exhibicionismo, en la creación de una excitación que difícilmente colmará nadie. Y en esa excitación la parafernalia es tan importante o más que el núcleo duro del asunto: el sexo.
Por esto el traslado a ese otro lugar sin límites que es el ciberespacio ha sido tan fácil: transforma lo público en privado, creer que podemos acceder gratis a ese lugar prohibido metiéndolo en el silencio de nuestras alcobas, de nuestros despachos. Pero en este proceso, tanto en la privatización de una experiencia necesariamente alejada de lo cotidiano, como en la popularización de un encuentro íntimo y pactado (es decir, el Internet y los macro eventos de sexo), se va vulgarizando todo el proceso hasta que el ritual, la ceremonia, pierde todo grado de sorpresa, de excitación, pierde el misterio e, incluso alguno diría, el encanto.
La asociación pornografía y sexo es algo inevitable, aunque se hable también de la violencia como algo pornográfico, o la excesiva riqueza como un espectáculo pornográfico frente a los más necesitados, es decir aquello que se sustrae al desarrollo lógico de las relaciones socialmente armónicas. Pero cuando vemos imágenes prohibidas por pornográficas de hace unos años, nos hacen sonreír por su inocencia, y cuando vamos más atrás hacia siglos pretéritos vemos como lo que hoy, asociándolo al sexo y al intercambio sexual, consideramos prohibido y debe estar oculto, ilustraba pergaminos, vasijas de uso cotidiano, frescos en los templos. Es decir, la idea, el contenido que se define con este término ha difuminado sus límites hasta casi convertirse en cualquier cosa. Es cierto que dedicamos esta revista a un cierto tipo de pornografía pero sobre todo está dedicada a aquellos que miran, al público de un espectáculo sin fin, y esto puede molestar o desagradar a alguno, puede parecer que traspasamos los límites de lo permitido, de lo agradable. Eso, realmente, no nos importa, o nos importa tan poco como a los artistas que a continuación desfilan, como en un peepshow , por delante de nuestros ojos en un espectáculo privado por el que, por cierto, usted ha pagado. Creemos en que en el pacto, en lo concertado entre varias personas libremente, no puede haber prejuicios sociales, y el arte siempre ha trabajado en los límites de lo permitido, en las fronteras de lo socialmente aceptado, en los confines del buen y del mal gusto.
Dentro del arte, la fotografía es tremendamente impúdica, el fotógrafo es aquel que mira continuamente y que va a prolongar su mirada en el papel, en el documento, en la obra de arte, en una mirada parada en el tiempo. Pero sobre todo la pornografía es un pacto, una convención entre los que en ella participan y en este caso el fotógrafo trabaja como notario, como testigo, como juez y a veces como parte. Naturalmente no podemos negar las desviaciones que el deseo, el sexo y la búsqueda de placer pueden llegar a provocar en la sociedad, pero tampoco vamos a estar controlados por esas convenciones puritanas que dictan, como si fuera una tendencia en el vestir, que es de buen gusto publicar, de que no se debe hablar. Esta es una revista de arte, de imagen y de cultura, y muy a pesar de ciertos grupos sociales, el arte y los artistas siempre han estado estrechamente ligados a la pornografía, a ese traspasar límites, a esa búsqueda de placer que a veces solamente podemos alcanzar a través de nuestra mirada.
Los artistas que ocupan las páginas siguientes han desarrollado diferentes trabajos de investigación sobre este territorio resbaladizo de la pornografía, del espectáculo del sexo, no tanto del sexo ni del amor ni del intercambio sexual, sino del puro espectáculo, para minorías o para mayorías, privados o públicos. Son investigaciones estéticas pero también tienen un alto grado de psicología, incluso de antropología y, sobre todo, indagan en una sociedad en la que los tabúes conforman todo un territorio escondido y deseado al mismo tiempo.
Esta revista está dedicada a todos los que miran, a todos los que saben mirar sin dejarse llevar por prejuicios o convenciones sociales estereotipadas. A aquellos que no temen a sus propios deseos, que conviven con sus miedos y que habitan un territorio sin límites, un lugar peligroso pero tal vez el único en el que se puede vivir. A todos aquellos que se sientan heridos en su sensibilidad, solamente les recomiendo que cierren la revista y esperen el próximo número, pero, por favor, no la lean a oscuras escondidos en su habitación o en cualquier otro lugar.