Una vez, en Montevideo, 1938, durante los Cursos Sudamericanos de Vacaciones, Gabriela Mistral contaba con mucha gracia lo siguiente: «Las mujeres no escribimos solemnemente, como Buffon, que se ponía para el trance su chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con la mayor solemnidad del mundo a su mesa de caoba. Los hombres posiblemente sean tanto o más vanidosos que las mujeres. Yo escribo sobre mis rodillas, en una tablita con [la] que viajo siempre, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada, ni en Chile ni en París ni en Lisboa. Escribo de mañana y de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la causa de su esterilidad o de su mala gana respecto de mí. Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado, ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa urbana. Siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y que Europa me lo ha borroneado. Escribo sin prisa generalmente, y otras veces con una prisa vertical de rodado de piedras en la cordillera. Me irrita en todo caso detenerme, y tengo siempre al lado cuatro o seis lápices con punta, porque soy bastante perezosa y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho... excepto los versos».
Oyendo y transcribiendo esa vieja grabación (cuyo texto, que yo sepa, no está incluido en las obras completas de la Mistral), se me ocurrió la idea de escribir acerca de lo que yo llamo «el fetiche sine qua non», y que no tiene por qué ser un objeto, también puede ser una cierta costumbre, un cierto ambiente, que se vuelven absolutamente imprescindibles para los autores a la hora de ponerse a escribir.
Y recordé que una poeta entonces joven me decía, en Hamburgo, 1986, que para escribir ella necesitaba estar completamente desnuda. Luego se ha dedicado a la prosa, y con éxito al menos comercial, así es que supongo que entretanto escribe en bikini.
Recordé también que un poeta ya algo maduro, así mismo en Hamburgo, 1986, me contó que él tenía en su despacho tres mesas de trabajo, cada una de ellas junto a una pared distinta de las cuatro de la habitación: una para la poesía, otra para la prosa, la tercera para su trabajo como profesor universitario; y que nunca, pero nunca, nunca, se producían canjes entre las distintas personas que se sentaban a cada una de esas tres mesas.
Y me acordé finalmente de una narradora brasileña, en São Paulo, 1987, que a mi pregunta directa por el fetiche sine qua non me contestó que ella no podía escribir sin una cabeza de ajo algo pasado encima de su escritorio.
Resuelto, pues, a ampliar mis conocimientos sobre el tema, consulté con una docena de amigos escritores, nueve de los cuales se avinieron a revelarme su secreto.
Carmen Boullosa (México): «Fetiche: mi cama, fuera de la cama no puedo empezar a escribir. Un café decente. Las dos cosas juntas e intimidad. Aunque ya entrados en gastos, he aprendido a escribir hasta en los aviones, que son el sitio más detestable de la tierra, donde no dan jamás un café que se respete, ni hay sombra de intimidad. Otro: mi libreta y la pluma fuente Cross que traigo conmigo hace muchos años».
Leonardo Padura (Cuba): «Mis fetiches: una caja de Populares [cigarrillos cubanos], unos diccionarios al alcance de la mano, mis perros cerca y, sobre todo, el sitio: Cuba, La Habana, Mantilla, mi casa, el fetiche principal. ¿OK?».
Sergio Ramírez (Nicaragua): «Yo comienzo cada mañana por poner en orden todo, de manera metódica, como si el caos fuera enemigo de la disciplina de la escritura: libretas de apuntes, fichas bien apiladas, cuadernos. Me gusta tener a mano lápices de diferentes colores, para anotar y marcar. Antes, cuando escribía a máquina, me molestaba empezar con errores de digitación, por lo que el mazo de papel empezaba a disminuir sensiblemente. Hoy tengo siempre un texto perfecto en la pantalla. Y cuando entro en el estudio cada mañana, me aseguro de quedar absolutamente a solas, como si se tratara de la entraña de una cápsula espacial.
«No vuelvo a aparecer entre los míos hasta la hora del almuerzo, y los míos saben que no existo durante esas horas. Yo no escribo desnudo, pero no puedo hacerlo vestido de manera formal, ni siquiera con pantalones largos. Entro al estudio de shorts y camiseta, como para una tarea deportiva, y escribo descalzo, sintiendo la frialdad del piso en la planta de los pies».
Helena Araújo (Colombia): «Mi fetiche (te vas a morir de risa) es mi vieja máquina de escribir, descendiente, claro está, de otra vieja máquina de escribir (que descarté en 1986 cuando me gané suficiente dinero enseñando en California un semestre como para reemplazarla), descendiente, claro está, de una pequeña portátil que me regaló un devoto amigo en Bogotá, descendiente, claro está, de una Remington descendiente de otra Remington que me regaló mi padre en los años 50 cuando principié a escribir artículos para revistas y suplementos culturales colombianos. Sí, sí, necesito el rumor del tecleo mecánico, NO electrónico».
Héctor Abad Faciolince (Colombia): «Rituales o supersticiones o apoyos para poder escribir, yo también tengo uno: escribir siempre dos cosas al mismo tiempo. Si son cuentos, dos cuentos; si novelas, dos novelas; si poemas, dos poemas. Lo importante es que tengan un tono completamente distinto, incluso opuesto, en la medida de lo posible. Es una estrategia para contrarrestar la autocrítica. Si escribo algo en tono jocoso y otra cosa en tono serio, o algo frívolo a un lado, pero hondo en otra parte, entonces me voy turnando según los arbitrarios caprichos de mi humor: si lo fúnebre en mí me dice que estoy cayendo en ridículas cursilerías, engaño a esa parte de mi cerebro yéndome a trabajar en el intento tenebroso. Si después mi espíritu más ligero y alegre sale a flote y detesto mi aparente tono trascendental y oscuro, regreso a las hojas más ligeras y rápidas y alegres. Así, en ese péndulo, puedo ir avanzando. Lo cual no garantiza nada, quizá queme las dos cosas, pero por lo menos no me paralizo. En realidad, no sé si esto sea un fetiche, o simplemente una trampa que le hago a mi cerebro para poder avanzar y no renunciar definitivamente».
Esther Andradi (Argentina): «La presencia de tres gordas horas sin interrupciones domésticas ni de cualquier otro oficio son el mágico fetiche a la hora de escribir. Ah, y debo tener todos los materiales de consulta al alcance de mi mano y de mi ósmosis, y que no se muevan de ahí hasta que termine. Cuando la mesa ya no da para más, es que estamos al fin del trabajo, novela, cuento, poemario o lo que sea. Un pequeño caleidoscopio de cristal cargado con santería cubana está siempre por encima de mis papeles. Se llama ''el ojo creador'' y es el que amalgama las historias durante mi ausencia. A mí sólo me toca sentarme a la compu tres horas para pasarlas en limpio. Esto último, por cierto, que quede entre nosotros».
Eduardo Galeano (Uruguay): «A fines del 2003, después de muuuuchos años de placer y de amistad, el cigarrillo y yo no tuvimos más remedio que decirnos adiós, y nos despedimos al ritmo del famoso bolero, ''nosotros, que nos quisimos tanto, debemos separarnos...''. Creí que no iba a volver a escribir. Porque hasta entonces no había podido hacerlo, nunca, sin fumar. Las palabras llegaban envueltas en humo. Si no, no venían. Pero vinieron. Yo ya no fumo, pero escribo. ''No somos nada'', le dije, y el cigarrillo calló».
Ana Istarú (Costa Rica): «Sólo puedo escribir de noche, las más de las veces a altas horas de la noche, ojalá completamente sola, y en forma peripatética: camino obsesivamente por el cuarto y el balcón, si es prosa o teatro. Si es poesía, me resulta sacrílego e imposible caminar. A menudo tomo algo de cognac, o amaretto. A veces fumo, y si no puedo hacerlo -salud obliga- me conformo con oler incienso. Escribo a mano, así sea una comedia, y no la meto a la computadora sino cuando ya está en su versión definitiva. Las varias versiones de Caribe [un guión de cine] las escribí a mano, para desesperación del director. De hecho guardo mis manuscritos. ¡Qué falta de modestia!, ¿verdad? Baby boom... [una obra de teatro] la escribí en 15 noches, de 11 pm a 6 am. Me detenía para hacer el desayuno de la familia y mandar a las niñas a la escuela. Entonces, me echaba a dormir. ¡Bueno, Ricardo, caray, ya no tengo secretos para vos!».
Enrique Vila-Matas (España): «Lo he contado en otras ocasiones. El fetiche es una varita mágica, que compré con Cristina Fernández Cubas en una tienda de Colonia, en 1989. Cristina se compró otra y, al igual que yo, la tiene sobre su mesa de trabajo. Cristina es medio bruja y respeto mucho sus recomendaciones. Siempre que estoy en Barcelona, al comenzar la jornada, me santiguo y al mismo tiempo toco la varita. La apuesta doble: cristiana y brujeril. Me llama la atención que la pregunta por el fetiche me haya llegado precisamente de Colonia».
Con lo que este texto termina donde empezó, como la pescadilla mordiéndose la cola.