Letra Internacional

Recordando a Luis Martín-Santos

por Enrique Múgica

Letra Internacional nº 106, Primavera 2010

En los años 50 y 60, cuando todavía no habían aparecido los frívolos intentos de trascender la diferencia izquierda-derecha, teorizando los planteamientos que tan cruelmente se habían manifestado en los años 30 un intelectual de izquierda como Luis Martín-Santos no diferenciaba el compromiso cultural del político. Porque la política, en un evidente clima de opresión y carencia de libertad, requería expresar su clandestinidad por medio del quehacer literario y artístico. Todo ello nos legitima de algún modo para afirmar que en vez de política, durante aquellos años se hacía resistencia.

Esta resistencia, para quienes no procedíamos del mundo obrero sino de las capas varias de la burguesía, se jugaba en dos planos: el cultural y el ético, porque la realidad existente cuando Luis Martín-Santos alcanzó la adolescencia repugnaba a la razón y repugnaba al sentimiento. La primera repulsa suscitaba un antídoto cultural y la segunda, otro ético. El conjunto se anudaba en una palabra que entonces utilizábamos frecuentemente: el engagement, posteriormente castellanizado como «compromiso», para terminar luego, en cierto sentido, barbarizado como «posicionamiento». Pero el compromiso, el engagement -de neta raíz sartreana- Luis Martín-Santos lo practicaba en un marco distinto al que utilizaba el gran escritor francés. Mientras Sartre adquiere su compromiso desde la resistencia antinazi y anti-Vichy, en España se llega a él desde la lucha contra la dictadura y sus estructuras autoritarias socio-culturales.

En Luis nace la doble repulsa engendradora del compromiso ya en el colegio, al término de la Guerra Civil. Y no precisamente desde la percepción del vencido, pues pertenece a una familia de vencedores. Y tampoco desde una incipiente conciencia de clase, a la que Luis Martín-Santos es ajeno, sino desde la respuesta necesaria para liberarse de un cretinismo intelectual y, a partir de ahí, liberar a los demás de ese cretinismo padecido en la adolescencia. Con esa contestación básica inicia su edad de la razón, y la comienza en un colegio religioso donostiarra, que fue también el mío, coincidiendo su adolescencia con el primer año triunfal, que aparecía hasta en los sellos de Correos. Un colegio aquél que, en aquellos tiempos tan difíciles, era, por otra parte, el menos intolerante de los que entonces existían en nuestra ciudad.

¿Cómo no iba a sublevarse contra el fanatismo desde la emergente razón, cuando aquél llegaba hasta producir deformaciones tan feroces como la de un simulacro de fusilamiento, que ya describí hace bastantes años y que todavía me produce escalofríos? Estudiaba yo en segunda clase, a los ocho años, y bajábamos formados al patio del colegio para el recreo. Quienes obtenían mejores notas encabezaban la formación, desfilando con fusiles de madera y boinas rojas, y al romper esa formación a los gritos de ¡Viva Franco, Arriba España!, en el pequeño frontón del patio, improvisado como paredón de juguete, se colocaba a los «rojos» -es decir a los más torpes- para que fueran fusilados con jolgorio por los primeros del aula.

Al memorizar la escena, me percato de lo espantoso de la situación, entonces inconscientemente vivida por el niño que yo era, y con mucho más horror por el joven Martín-Santos. Me parece que esas imágenes abren ya su periplo intelectual, iniciando la ruta habitual de la disidencia. ¿Cuál había sido ese itinerario para Luis o para los que llegamos más tarde a la adolescencia?

Luis comienza a formar su conciencia intelectual a través de la generación del 98, de Azorín, de Baroja y de unamuno. Ya el Unamuno que Luis aborda no es el de agosto de 1936, cuando defendía la sublevación en su mensaje a las universidades del mundo, sino el que poco después, rectificando, arroja, ante la mueca inhumana de un militar esperpéntico, el valiente «Venceréis, pero no convenceréis».

Después, Ortega. Y Martín-Santos va utilizando los textos precarios y escasos que entonces existían, muy diferentes de los que nos enseñaban en las clases. No eran mordientes, difícilmente coléricos, a ratos apasionados, pero eran muy distintos. Y con ellos, al poco de llegar a la universidad madrileña a estudiar Medicina, Luis se incorpora a la tertulia del Gambrinus, en la calle Zorrilla, donde comparte opiniones con una serie de intelectuales, escritores, con gente nueva. Allí recalaban tipos como Quintanilla, Víctor Sánchez Zavala, Pepín Vidal, Alfonso Sastre, Emilio Lledó, Ignacio Aldecoa o Juan Benet, en un ámbito plural de cultura y de reflexión.

Cada sábado se leía y comentaba un capítulo del libro de un autor importante. En el año 1949, tocaba Sartre. En el año 1950, tocó Heidegger. Cuando Martín-Santos regresa a San Sebastián, su padre es presidente del Círculo Cultural Guipuzcoano, que entonces ocupaba un hermoso edificio situado sobre la bahía. Un hermoso edificio de la Belle Époque, sustituido después por un lamentable adefesio arquitectónico.

En una cripta de su sótano se reunían semanalmente unas cuantas personas para compartir opiniones desde la libertad intelectual, encontradas interpretaciones y reflexiones variopintas. Allí fuimos tributarios del magisterio de Santiago Antón, luego profesor de la Universidad de Caracas, que nos familiarizó con Husserl, y de Luis Martín-Santos, que nos mostró sus saberes sobre Heidegger.

Aunque Luis estudiara en Alemania, y conociera bien la filosofía alemana, reelaborándola en función de su especialidad psicoanalítica, era un hombre claramente influido por la cultura francesa, como todos nosotros. Luis era sin duda un afrancesado en el mejor sentido del término, porque Francia fue para nosotros durante siglos sinónimo de libertad y de cultura. Y para los donostiarras especialmente ha sido siempre muy importante la influencia de lo francés. Sobre todo, por medio de las obras publicadas en ese idioma y de las que nos llegaban, vía México, editadas por el Fondo de Cultura Económica. Luis se familiariza de este modo con las teorías socialistas, muy en concreto por la lectura de dos libros importantes: El capitalismo contemporáneo de John Strachey, e Historia del pensamiento socialista, de G. D. H. Eso fue posible en aquella ciudad de San Sebastián, una ciudad de frontera, que se diferenciaba notablemente de casi todas las ciudades españolas. Allí el antifranquismo, el sentido democrático de la vida, era casi moneda corriente, a pesar de los consejos en el palacio de Ayete, mientras en otras partes el antifranquismo se identificaba, sobre todo, con el núcleo de las personas que no iban a misa: los viejos republicanos, los socialistas, los comunistas, los libertarios. Sin embargo, en Donosti eran antifranquistas tanto los que no iban a misa como los que iban.

Pero mucho cuidado. Cuando digo ciudad de frontera, hablo principalmente de frontera en un sentido: de Francia hacia España, y no al revés, porque poco podíamos aportar desde España al sistema de libertades propio de la realidad francesa. En este aspecto, Francia era para nosotros como la cabeza de playa de una cultura europea democrática afianzada en territorio enemigo. Para abastecernos de ideas, alimentar, proteger y mantener disensos se hacía imprescindible el trasiego de cultura a Donosti desde Biarritz, San Juan de Luz, Hendaya o Bayona, por quienes íbamos a ver películas censuradas, a comprar libros prohibidos y a traerlos a un ámbito cercado de cultura en libertad que queríamos implantar en aquella España negra. Luis Martín-Santos llegó a convertirse en el principal contrabandista de toda aquella mercancía de libertad.

Por eso, cuando salíamos de nuestra ciudad, los donostiarras despertábamos cierto interés. Recuerdo que cuando, en aquel Madrid inhóspito de los años 50, llegué a la Facultad de Derecho, entonces en la calle de San Bernardo, hablando de las novedades contenidas en Esprit o Les temps modernes la gente se asombraba, se quedaba literalmente boquiabierta, porque en el viejo caserón no habían traspasado aún los umbrales del 1898.

De todos nosotros, no me duelen prendas, el más brillante, el más estimulante era Luis: el buhonero que nos traía noticias, entre otros, de Sartre, de Camus, de Merleau-Ponty, de Levi-Strauss, de Henri Lefèvre, de Marx o de Georg Lukacs.

En relación con el compromiso intelectual de Luis Martín-Santos, recordaré tan sólo dos episodios: Una, la entrevista, en el año 1962, de Jenny Weincoff, quien pregunta al novelista qué fines busca al escribir. Martín-Santos le responde, ni más ni menos, que «modificar la realidad española y, entre paréntesis, divertirme». Modificar la realidad tenía para Luis un doble sentido. Primeramente el de transformarla para hacerla democrática, más justa, más igualitaria, más limpia, más honda, más rigurosa. Pero también, al mismo tiempo, había que modificar otra realidad española que algunos presentaban como alternativa y con la que Luis no estaba de acuerdo. Por eso, en Tiempo de silencio combate la derivación torpe de la obra de Ortega, lo que le lleva a ridiculizar al filósofo, porque algunos pretendían presentar como alternativa a la realidad autoritaria española la suscitada por el liberalismo moderado representado por Ortega. Y eso Martín-Santos no lo podía admitir porque como alternativa pensaba más bien en la suya propia, la del socialismo democrático. Se trataba de un sentimiento tan arraigado en sus convicciones que le llevó a encarnarlo en su propio comportamiento político y a culminarlo cuando, con Ramón Rubial, pasa a formar parte de la Comisión Ejecutiva del partido socialista, por entonces en la clandestinidad.

El sentido lúdico le brotaba a menudo. Luis Martín-Santos era un hombre muy divertido. Una de las últimas veces que estuve con él, ya que al poco me forzaron a ingresar, yo no quería, en el penal de Burgos, donde estuve recluido durante dos años, fue en los carnavales de 1962. El único sitio de Guipúzcoa donde se celebraba el carnaval era en Tolosa, y en su casino la gente se disfrazaba normalmente. Al llegar allí, no sé cómo, Luis Martín-Santos se las arregló para colocarse un disfraz de Mefistófeles con el que saltaba y bailaba. De regreso en su coche, a las tres de la mañana, al apearme frente a mi casa me espetó: «Enrique, menos mal que he venido con un ojo cerrado durante todo el tiempo». Yo le contesté: «¡Qué barbaridad Luis, con un ojo cerrado conduciendo!». Y me respondió: «Es que si hubiera abierto los dos, hubiera visto venir sobre mí dos coches al mismo tiempo; por eso he tenido que hacerme el tuerto».

En aquel momento, discurría el año 1962, Luis Martín-Santos era ya un profesional y un escritor importante. Había publicado Tiempo de silencio. Y en aquella entrevista de Jenny Weincoff a la que antes aludía, dice algo que a mí, mucho tiempo después, me sorprende muy gratamente, pues afirma que había escrito su novela «como un vómito». Cuando, mucho más tarde, en 1986, en un libro, al evocar a Luis Martín-Santos, y antes de conocer la entrevista, usé la misma expresión. Porque yo sabía que no corrigió prácticamente nada en Tiempo de silencio. La escribió de un tirón. Soy testigo de que lo que dijo en 1962 se corresponde rigurosamente con la realidad. Recuerdo que, cada semana, Luis me llamaba para que subiera a su villa de Eguía y le escuchara un capítulo de la novela. Después lo comentábamos y, quizás por eso, tuve el honor de ser objeto de su fraternal dedicatoria: «Para Enrique Múgica, en reconocimiento de una real copaternidad». Cuando aparece la novela en Seix Barral se publica casi sin correcciones. Entonces no había ordenadores que hubieran facilitado la labor. Se escribía con sencillas máquinas Olivetti. Cada capítulo de Tiempo de silencio sale prácticamente íntegro, como había sido tecleado inicialmente a máquina por Luis.

Voy concluyendo. Poco antes de su muerte, en un seminario organizado por José María Castellet en Barcelona sobre la nueva novela española, Martín-Santos, ya desde una enorme calidad intelectual reconocida, manifiesta que la literatura ha de cumplir dos finalidades: primero, la descripción de una realidad social, y segundo, la creación de una mitología, o si se quiere de una serie de modelos dialécticos para uso de la sociedad a la que esa literatura va dirigida. En ambas funciones, la literatura pretende configurarse como instrumento de transformación social. En cuanto a la vertiente descriptiva, es preciso poner el dedo en la llaga de situaciones repudiables, lo que suscita, además, la toma de conciencia sobre las mismas. Esa es, si se quiere, su dimensión militante al escribir la novela. Pero ya desde esa misma perspectiva se inicia el camino de transformación de la realidad, una realidad previamente diagnosticada con una radiografía tan precisa como resulte posible. Aunque sea de manera inconsciente, Martín-Santos no puede prescindir del todo de su profesión de médico. Después, afirma algo que llama la atención. Habla de la creación de una mitología enajenada, o bien de una mitología progresista. Desde la óptica de una mitología enajenada, la literatura no es válida porque esa enajenación encubre la realidad impuesta. Una realidad que hay que combatir porque dificulta el diagnóstico y, por ende, la terapia. Por el contrario en el marco de una mitología progresista, la literatura, aun con ciertas reservas, puede asumirla como pauta de realización. Es decir, aquí Luis Martín-Santos, que no fue marxista aunque asumió elementos importantes de marxismo -sobre todo por la influencia de Lukacs, el pensador húngaro autor de Historia y conciencia de clase, una obra muy estudiada por él-, y considerando que escribe a finales de los años 50, plantea la sociedad como un espacio en el que esa mitología progresista de la que venimos hablando es capaz de convertir al proletariado, que pasa de ser una «clase en sí» a ser una «clase para sí» o, lo que es lo mismo, una clase revolucionaria.

Esta mitología progresista es la que Luis se fija como importante elemento de su literatura. De este modo, al término de su periplo cultural pretende superar el realismo social encaminándose a lo que él llamó «un realismo dialéctico», capaz de integrar la tradición existencialista, las vanguardias literarias, y la obra de creadores como Joyce o Kafka.

Y cuando Luis Martín-Santos, en plena posesión de todos estos instrumentos culturales, con un refinamiento, con una brillantez y un apasionamiento singulares, va a convertirse en uno de los hombres determinantes de la cultura y de la política socialista, sobreviene aquél trágico accidente en enero de 1964, cerca de Vitoria, que continúa entristeciéndonos a sus amigos y a cuantos amamos la literatura y la libertad.

Enrique Múgica es Defensor del Pueblo.

 

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