Letra Internacional

En el exterior de la cultura

por Alberto García Ferrer

Letra Internacional nº 83, verano 2004

La idea de cultura, que se acuñó hacia finales del siglo XVIII con el objeto de establecer una zona para la producción humana diferenciada de los hechos de la naturaleza —y facilitar, también, la ardorosa voluntad taxonómica del conocimiento—, ha derivado, a lo largo de poco más de dos siglos, en un concepto central en nuestras sociedades del siglo XXI .

Asistimos a un progresivo —y enérgico — proceso de revisión del rol de la cultura en el escenario mundial. En1989, agotada la idea de que los modelos puramente económicos eran suficientes para explicar y sobre todo abordar los procesos de desarrollo, el PNUD concibió la noción de «desarrollo humano» que incluye, aunque vagamente, junto a la educación y la creatividad la idea de la cultura. Con este giro la cultura dejaba de ser pensada —si es que realmente era pensada— como colofón y comienza a percibirse como la carnadura del individuo. Se abandona la idea de una meta distante para constituirse en el camino. Casi diez años después, la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo en su informe Nuestra diversidad creativa definió el desarrollo como un proceso, no como un objetivo. Los conceptos de desarrollo y cultura se perciben ahora como procesos —en tanto serie de fases sucesivas y transcurso de tiempo, como podemos encontrar en la definición del término—. Sucesión y tiempo —movimiento — son dos elementos centrales en la comprensión de la cultura que es importante retener.

También el tiempo trascurre en los escenarios en los que se desarrollan las acciones culturales. Y los trasforma. ¿Trasforma igualmente las políticas culturales de los gobiernos y las instituciones?

En los años 70 y durante la década de los 80, las crisis continuadas de las políticas desarrollistas agudizaron las desigualdades económicas y sociales en América Latina. Como consecuencia de los efectos de esas crisis comenzó a replantearse la cuestión indígena. Hacia finales de los años 80 y en la década de los 90, con la extendida reconquista de los derechos democráticos, países como Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Nicaragua, Perú o Venezuela modifican sus constituciones nacionales reconociendo, y recogiendo en sucesivas enmiendas o reescritura de sus textos, los derechos postergados de las poblaciones indígenas.

Entre algunas de las múltiples consecuencias inmediatas, Martín Hopenhayn propone, en su informe sobre Educación y cultura en Iberoamérica , la necesidad de «pasar de la educación como medio de homogenización cultural a la educación como espacio de afirmación multicultural y de socialización de la diferencia». Un importante giro para la comprensión social y cultural del subcontinente.

Mientras tanto España, sobre todo en los últimos diez años, asiste a ciertas e importantes transformaciones sociales y culturales operadas a partir de la creciente inmigración, con un alto componente latinoamericano.

En este punto cabe preguntarnos: ¿En qué consiste una política cultural? ¿Debe concebirse la cooperación cultural como una parte de esa política cultural? En el actual escenario ¿es posible tener una política cultural sin plantearse la relación y el dialogo con otras culturas? La primera cuestión, en la acción cultural, ¿es reconocer la alteridad? Y si así se la concibe, ¿es suficiente con el reconocimiento, o es imperativo interactuar con la alteridad?

Ha sido habitual que, en la formulación de políticas, la cultura —considerada como colofón—, careciera de verdaderos proyectos. Sobre todo de diseños que recogieran el pasado y proyectaran el futuro. La acción cultural suele estar presidida por la inmediatez y el brillo de lo fugaz. Y es habitual que en la ejecución de esas acciones impere la improvisación —en lo que la expresión tiene de torpeza burocrática y no en lo que puede encerrar de creativa —. Sobre todo, que obedezca a la arbitrariedad del «gusto» oficial. También nos hemos acostumbrado a que —siguiendo el pensamiento de Jean Monet ¡en sentido inverso a su significado!— siempre se empiece por la cultura cuando suena la hora de los habituales recortes presupuestarios.

Sin embargo, es fácil constatar que el tiempo de la cultura es más dilatado que el tiempo de la economía. Veámoslo de esta manera: la cultura es producto de décadas y, en su caso, de siglos de sucesivas transformaciones. La economía, sujeta a transacciones, a contratos, acuerdos, negocios, compra y venta, cesiones o traspasos, suele —y probablemente debe— cerrarse en periodos relativamente cortos. La economía, podríamos arriesgar, tiene en frente al tiempo. La cultura lo lleva a su lado. Por eso no puede concebirse la cultura como el parquet de una Bolsa en el que suben y bajan las cotizaciones. Ni debe seleccionarse a sus gestores entre un grupo de ejecutivos educados en la agresividad del broker —práctica habitual de la derecha, tanto si se trata de una empresa de gas propano como de un proyecto cultural—.

En el campo de la cultura, más que en otras esferas de la gestión política, es necesario plantearse una política de estado tácita o explícita —en Europa, la referencia es el caso de Francia—.

Al menos acordar un gran cuerpo central de conceptos y de ideas, porque en cultura se trabaja en una onda larga. En ondas cortas el resultado real es la ausencia de políticas culturales. Es como escribir en la arena de una playa entre el flujo y reflujo de las mareas.

En la última década hemos asistido a la supresión del Ministerio de Cultura, cuya realidad física, es cierto, no garantiza la existencia de una política cultural, y, entre otras muchas cosas, a la práctica liquidación de la cooperación cultural. También es cierto que todo esto puede ser prueba de la más estricta coherencia: ¿para qué y cómo cooperar si no tengo y no deseo formular un proyecto cultural que mire al futuro? Dicho esto debe insistirse nuevamente en que la política cultural no debe confundirse con una ¿comprometida? política de obras públicas. Ni con una agresiva política de propaganda. Dos tipos de acciones que la derecha suele confundir con políticas culturales

En el campo de la cultura, la derecha entiende que la mejor manera de hacer una política es no tener ninguna. Dicho de otra manera: lo bueno de no tener política es que siempre terminas haciendo tu política, sin tener ningún compromiso programático. Ni rendir cuentas a activos y organizados sectores sociales.

Confundir lo cualitativo con lo cuantitativo en cultura es habitual en la concepción mercantil. Confundir el brillo y la notoriedad en las acciones culturales con la permanencia y la continuidad es confundir, como se ha hecho, la propaganda —en el más estricto sentido ministerial— con la política cultural. Y todos sabemos que la confusión nunca es inocente: siempre es una actitud interesada.

En el exterior España ha proyectado, en los últimos años, una visión de la cultura que se confunde conceptualmente con la moda —aunque la moda sea parte de la cultura, uno de «los ciclos cortos de la cultura» como señala Stavenhagen—. Lo equivocado, más estrictamente, lo limitado de esa concepción mercantilista y efímera —en el más amplio sentido del término— de la cultura, es identificar y reducir toda la cultura a sólo uno de sus múltiples componentes. El resultado: el distanciamiento. Desde luego no el distanciamiento brechtiano que juega con la distancia como espacio para la reflexión, sino la distancia emocional, afectiva y cognitiva que establece barreras en el diálogo intercultural y lo convierte en discurso.

El ¿diseño? de la proyección de la cultura española hacia el exterior ha estado presidido por el imperio de dos conceptos —tan sonoros como vacíos — caros a un sector político deseoso de cambiar su fachada sin alterar su conducta: lo «bonito y lo moderno». La consecuencia más onerosa: la vacuidad. Y sobre la vacuidad no puede construirse el diálogo, sino la distancia. La ejecutoria: la exposición como oferta mercantil, la imposición unilateral del objeto cultural, la sustitución del diálogo por el monólogo, el abandono de la cultura viva por el envaramiento cultural del púlpito. El resultado: el rechazo y abandono del diálogo cultural y de la cooperación con otras culturas en las zonas de proyección activa de la política exterior.

En este esquema sencillo, el mundo —culturalmente hablando— queda dividido, con ciertos matices, en tres grandes bloques. La gran mayoría de mundo conocido se interpreta como una zona objeto de una relación mercantil futura y de apertura de un área de ¿influencia? inmediata o mediata. Este universo es pasivo y no es posible tomar nada porque carece de lo «bonito y moderno». En segundo lugar están los vecinos e iguales, a los que debe recordárseles periódicamente el carácter multicentenario de nuestra cultura pero con los que se continúa una política cultural basada en el monólogo y el silencio. Finalmente el «gran objetivo», centro de la política exterior al que hay que gustar, convencer y seguir. Y del que emana lo nuevo y lo moderno. Objeto de un sometimiento complaciente a la espera de que su confianza permita una acción reveladora definitiva. Para ello es necesario demostrar que somos dinámicos, fuertes y, sobre todo, creyentes en la acción reguladora del mercado. Si es necesario, debemos llegar a sentenciar que «la excepción cultural es el refugio de los derrotados». Frente a ellos estamos dispuestos a escuchar una voz llena de sonoridades enriquecedoras y seguridades, en un mundo caótico y desordenado.

En la ejecución de sus «propuestas culturales», la derecha suele llevar mucha prisa, a pesar de que la prisa está contraindicada en la acción cultural. ¿Por qué? ¿No es acaso la prisa otra de las formas del miedo? ¿El mismo miedo que se experimenta ante la caída de las acciones en la Bolsa? ¿No es, tal vez, la expresión de una profunda desconfianza hacia los actores culturales, a los que desea no ver demasiado tiempo en la escena?

Baudillard escribe en El crimen perfecto : «También el artista está siempre cerca del crimen perfecto, que es no decir nada. Pero se aparta de él, y su obra es la huella de esta imperfección criminal». Probablemente esa «imperfección criminal» sea la culpable del pavor que en los últimos tiempos ha dominado la voluntad de los administradores de los presupuestos destinados a la acción cultural. En definitiva, la derecha siempre está más tranquila —económica, ideológica y políticamente—cuando levanta mausoleos para los artistas.

El cine y la televisión: Avanzar después del receso

El recientemente desaparecido productor francés, Daniel Toscan du Plantier, refiriéndose a la polémica sobre la excepción cultural, proponía hablar de «la emoción cultural».

Pienso en una reciente película española: Te doy mis ojos ¿Puede ser considerada como una mercancía y, en tanto tal, intercambiable por otra mercancía con un nivel similar de manufacturación? ¿Es esa manufacturación la que determina esencialmente su carácter? ¿Quien podría recoger, elaborar y plantear esa específica emoción cultural que expresa Te doy mis ojos, aparte de una joven directora española? Digámoslo de una manera más directa: no es el mercado el que nos permite acceder a la emoción de Te doy mis ojos .

Los alertas detractores de la excepción cultural dirán que tratándose de una buena película sobrevivirá y logrará recibir la bendición del mercado. Porque lo que es bueno para el mercado, es bueno para el individuo. Hay en este argumento la convicción de que el destino manifiesto del artista le llevará a conseguir el reconocimiento del mercado. Y que sólo el mercado es capaz de reconocer ese destino manifiesto. Seguramente podremos recibir, gozar y disfrutar otras emociones culturales que lleguen desde otros horizontes, latitudes, regiones y culturas. Y eso es parte esencial del diálogo con la alteridad.

La protección de la cultura pasa por el respeto de todas las culturas. Y por el derecho y la necesidad de interactuar. No se trata de cerrar las pantallas a la emoción cultural sino garantizar que se mantengan abiertas. Porque si una parte central de una política cultural es el estímulo a la actividad creadora, seguramente el otro gran pilar es facilitar el acceso a la diversidad cultural y creativa.

Producción cultural y diálogo intercultural. Defender el derecho de cuarenta millones de habitantes a experimentar y gozar la emoción cultural que le proponen sus cineastas que ejercen el derecho a la expresión y a la creación y, también, lo que proponen distantes y desconocidos creadores en el otro extremo de la tierra.

Unas películas que multiplican por diez y cien el presupuesto de otras. Películas que disponen de un mercado cautivo de trescientos millones de personas y que salen a navegar en las aguas del mercado con la seguridad de un acorazado escoltado por decenas de navíos, seguramente se encontrarán en las mejores condiciones para controlar rutas marinas, grandes caladeros, resistir tormentas y conquistar nuevos puertos. En su camino se cruzarán con pequeñas y bellas embarcaciones de frágil construcción habituadas a navegar y ser admiradas por pequeños núcleos de observadores en pequeñas bahías protegidas.

Los acorazados, aunque no proporcionen ni el goce, ni la emoción, ni la sorpresa, ni la diversidad de sentimientos que podrían brindarnos esas delicadas y extrañas embarcaciones, llegarán a todos los puertos y serán observados, a veces con admiración, otras por rutina y finalmente por el infinito aburrimiento de los habitantes que desean que alguna vez una nave distinta, bella y estimulante los visite. Pero la fragilidad ha escondido a las naves distintas, de momento, en las bahías protegidas.

El presupuesto nos puede explicar la dimensión y el grosor de la coraza del gran navío. O lo que es lo mismo, puede explicar la arrolladora presencia del cine de las multinacionales norteamericanas en todas las salas. Pero el presupuesto no debe servir para explicar otras cuestiones. El cine no puede reducirse a la búsqueda de la homologación de grandes presupuestos. No se puede avanzar exponiendo como un estandarte y un reclamo el inalcanzable presupuesto de una película norteamericana. No es razonable establecer comparaciones con los reducidos presupuestos de una película nacional. Aunque las comparaciones encubran la secreta esperanza de arañar unos cuantos millones de euros más para las ayudas a la cinematografía nacional.

El presupuesto varias veces multimillonario como argumento termina siendo una propaganda encubierta del acorazado. Jonathan Rosenbaum, crítico de cine de The New York Times , señala en su libro de muy significativo título: Cómo Hollywood y los medios conspiran para limitar las películas que podemos ver , que los rankings de taquilla han sido incorporados a los programas y los magazines especializados como propaganda —apenas encubierta — de las producciones de las multinacionales del cine.

Los millones invertidos en el acorazado, como los millones recogidos en taquilla, son parte de la estrategia publicitaria que debe ser pública para estimular el consumo.

Debemos ser flexibles y persistentes para trabajar en la búsqueda de respuestas no habituales y ponerlas en juego. Encontrar otros enfoques y asumir también la cuota de riesgo que significa optar por respuestas creativas. En el escenario de incertidumbres ¡afortunadamente!, señalaría Wallerstein— que caracteriza el horizonte de nuestras sociedades, hay una dirección del pensamiento y dos ideas sencillas en las que deberíamos trabajar con voluntad de persistencia.

La primera idea es que en el cine, como en la cultura, tenemos que trabajar con tiempos y horizontes amplios si queremos construir algo consistente. Si deseamos y tenemos la voluntad de construir, a secas. Las prisas encubren el miedo —paralizante aunque razonable — de esa parte del cine que descansa en una industria frágil y en una economía caprichosa.

La segunda idea es la integración. Integración vertical y horizontal. Integrar enfoques similares de la cultura y de la creación. Integrar un espacio común para el ejercicio y el disfrute de nuestras cinematografías. Francisco Weffort decía, durante una reunión en Río, en abril del 2002, que «debemos reconocer que con un quince por ciento del mercado no hacemos una industria del cine». El entonces ministro de Cultura de Brasil hacia referencia al porcentaje en el que se mueven ¡las más exitosas! de nuestras cinematografías en su mercado local. La consecuencia que extraía era la obligada construcción de un espacio común no sólo iberoamericano sino tal vez latino, sumando a Francia y seguramente a Italia.

Integrar verticalmente todos los ámbitos en los que es necesario operar y que operan en la construcción de audiencias de nuestros cines. Integrarlos significa analizar las partes, comprender que integran un único sistema de vasos comunicantes y proponer acciones que hagan avanzar al conjunto. Todos sabemos que el cine participa del mundo industrial y del ámbito de la cultura. Sabemos que es muy ingenuo pensar que basta sólo con producir, y sabemos también que producir cine no es homologable a cualquier otra producción industrial seriada. La distribución es esencial, pero obviamente, no resuelve por sí sola el problema. Una adecuada promoción es necesaria pero resulta insuficiente para establecer un cierto nivel de ¿presencia? de nuestros cines en nuestras ventanas. Y concluiremos también que con el abordaje de estos tres componentes —centrales en la comprensión industrial del cine— no resolvemos los problemas de nuestros cines. ¿Hemos mirado suficientemente las múltiples parcelas que construyen el ámbito cultural del cine?

¿Qué hemos hecho, con una visión integradora y solidaria, en el campo de la formación, la educación, los medios, la crítica especializada, la televisión, las normativas, la legislación, el patrimonio cultural cinematográfico y audiovisual, la investigación, los festivales, asociaciones y colectivos especializados, las alianzas...?

Insistir en que todo se reduce al dinero del que se dispone para hacer una película ha demostrado ser un argumento insuficiente a lo largo de décadas. Si insistimos en mirar el problema desde ese ángulo nos perdemos en el bosque, porque somos incapaces de ver el conjunto, deslumbrados por el álamo carolina que tenemos delante. Lo paradójico es que al hacerlo asumimos la ficción de mirar el problema desde la proa del acorazado. Nos vemos a nosotros mismos, pequeños y frágiles, en la bahía. Y proponemos las soluciones del acorazado porque reproducimos su punto de vista. Un círculo vicioso.

Durante décadas hemos ¿subestimado? todos los ámbitos que constituyen el espacio de la cultura. En este caso, de la cultura cinematográfica. Es necesario retomarlos y trabajar en ellos. ¿Llegaremos a la conclusión de que construyendo nuestras audiencias ganaremos el mercado? No parece lo mismo mirar nuestros cines desde la frialdad de la taquilla que construirlos desde el calor de las butacas. Parece una obviedad pero no lo es. Pensar desde la taquilla es concebir el cine como un puro recurso contable. Y como puro recurso contable, la producción cultural y sobre todo el cine, carecen de futuro. Si pensamos en nuestras audiencias pensamos en sujetos, que son el centro de una verdadera política cultural.

Desde la Cumbre Iberoamericana de Bariloche de 1995, en que el proyecto Ibermedia fue aprobado para su desarrollo como programa, poco se ha avanzado en el diseño de nuevas propuestas integradoras que contribuyan a consolidar el espacio común del cine y la creación audiovisual. La sociedad civil, que acogió con entusiasmo el programa, ha sido más activa que las administraciones públicas que, en general, no han generado iniciativas y propuestas.

Otra experiencia diseñada con carácter integrador, nacida del impulso tecnológico que significó la puesta en órbita del satélite Hispasat, languidece sin una efectiva dirección que le permita ser un instrumento de la integración de ese espacio, sin llegar a ser tampoco —por razones que, por extensas, no vamos a analizar aquí— un efectivo vehículo para el desarrollo educativo. Seguimos sin contar con un canal de difusión por satélite de las ficciones y la producción audiovisual iberoamericana y, ¿por qué no?, latina.

La defensa de la libertad del ciudadano como fruidor de cultura, pasa por el pleno ejercicio de su derecho a la diversidad, al ejercicio de la libertad de elegir, al estímulo y la multiplicación de la creación. En ello debe empeñarse una política cultural que entienda que la construcción de audiencias ricas, con acceso a la diversidad, no cautivas del acorazado vigilante, recoge en la plástica, la música, el cine, el libro y hasta en el patrimonio cultural las expectativas de una sociedad que aspira a ser creativa, informada, dialogante y abierta a las múltiples relaciones interculturales.

Desplazar el paradigma mercantil y la mezquina visión del arte como refugio de la inversión en tiempo de crisis, que ha tendido un manto empobrecedor y una visión insolidaria sobre nuestra cultura. Y rehacer el diálogo intercultural. Dos tareas inmediatas e impostergables para reconstruir una cultura viva en un mundo que necesita con urgencia construir (y, en su caso, reconstruir) puentes.

Probablemente en ese aspecto deba basarse, en lo inmediato, el más intenso aporte de la cooperación cultural española para contribuir a restablecer mucho de lo perdido en el último lustro como nación, como sociedad y como habitantes solidarios de un mundo común.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación