Letra Internacional

Cultura y mercado

por Jorge Herralde

Letra Internacional nº 84, otoño 2004

La infatigable Blanca Berasategui nos ha tendido una trampa: un encuentro sobre Cultura y mercado , un tema central de nuestro tiempo, pero que, debido a ello, ha sido visitado y revisitado sin cesar, desde hace años y desde múltiples frentes. Y, como guinda, nos invita a elaborar un Manifiesto Cultural. Es decir, por utilizar dos títulos de Álvaro Pombo, nos insta a realizar «la cuadratura del círculo» o redactar unos nuevos «protocolos para una rehabilitación del firmamento», el firmamento de las buenas intenciones. Habrá que intentar que al menos sea verosímil.

En el texto de presentación del encuentro se habla de la profunda humillación del creador ante las exigencias e imposiciones del mercado. Y así sucede, con su corolario inevitable: la canalización de la cultura. De todo ello se ha hablado y escrito muchísimo. Para mí mismo ha sido un tema recurrente en coloquios, entrevistas, encuestas y escritos sobre la edición. Y este mismo encuentro ilustra la preocupación sobre el actual estado de cosas.

O PINIONES DE ANTEAYER

Estas últimas semanas he recogido una serie de opiniones sobre el tema que tienen la virtud de ser las más recientes, últimos o penúltimos destellos del «malestar en la cultura». Ejemplos varios:

Juli Capella, arquitecto, presidente del FAD y activista del diseño, el 14 de julio dio una conferencia con el significativo título A favor de la arquitectura y en contra de la construcción .

En lengua catalana ha surgido un grupo de poetas que se autodenominan, con tranquilo descaro, «los imparables» y que acaban de lanzar un manifiesto titulado Contra la insignificancia , uno de cuyos párrafos dice así: «La nivelización a la baja promovida por la perversión de la industria y la excrecencia del consumo nos lleva a la necedad, la infantilización colectiva y la autodestrucción».

Jean Daniel, con motivo de la concesión del reciente premio Príncipe de Asturias, afirmó, en torno a escritura, imagen e internet: «Nos encontramos ante un cambio de civilización. Personalmente estoy demasiado ligado a un estilo de escritura para ser objetivo, de modo que dejo a los aventureros del progreso el papel de definir lo que va a ser de la escritura. Vivimos en un mundo que no acaba de terminar y que no ha comenzado todavía».

El premio Nobel de Física Georges Charpak, en su último libro Soyez savants, devenez prophètes , subraya un pernicioso y habitual efecto: «La información destruye el saber».

Carmen Aguilera aludía en El País al libro El estilo del mundo de Vicente Verdú y su sagaz diagnóstico de que «estamos inmersos en una sociedad que tiende a dar la espalda a las tragedias, mientras pretende instalarse en una cultura de la distracción y la felicidad continua». En síntesis, la vida como parque temático. Ya Cervantes escribió en el prólogo a sus Novelas ejemplares : «Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descansa». Pero ahora, en la cultura y concretamente en la lectura o en la oferta masiva de lectura, parece que el recreo es todo el rato.

En un reportaje en The Bookseller del veterano Herbert Lottman, Arnulf Conradi, director de la prestigiosa Berlin Verlag, aludía a «los tres terribles últimos años» de la edición alemana, mientras que Claude Cherki, aún director de Seuil, afirmaba que «en diez años el mercado francés ha bajado un 4%, el promedio de tirajes ha descendido un 20% y el número de novedades ha subido». A finales de junio en Livres Hebdo se informaba de que, según Prime, plataforma intersectorial del transporte francés, las toneladas de libros en tránsito habían aumentado desde primeros de año nada menos que un 9%, tanto de ida como de vuelta, tanto la puesta en librería como las devoluciones. Y este otoño en Francia aparecerán más novedades que nunca.

Es decir, persiste el enloquecimiento del sistema, la huida hacia adelante, pese al estrepitoso crack de Vivendi.

Presentan singular interés las opiniones de Antoine Gallimard, casi la última gran editorial independiente francesa, a su paso por Barcelona invitado al curso sobre edición de la Universidad Pompeu Fabra. Sobre La Pléiade, el llamado panteón de la gran literatura, con sus cuidadas y elegantes ediciones encuadernadas en piel, que reúne las obras completas o selectas de los mejores escritores de todos los tiempos y países, un resumen lo más cercano al mito de la inmortalidad literaria, afirma Antoine Gallimard: «Si hablamos de La Pléiade, hace diez años vendía 400.000 volúmenes al año, lo que no estaba mal. Actualmente sólo 300.000. Me pregunto si la próxima generación será una generación de lectores de colecciones. No es seguro. Existe un problema de pérdida de lectores». Y con respecto a la vital cadena de librerías FNAC: «Lo que hacen es acelerar las ventas de libros que se venden solos y no venden los que también podrían ir bien. Son como un acelerador de partículas. Pero cuando no tienes libros que están en la cresta de la ola, no existes». Y concluye drásticamente: «La FNAC es un simple hipermercado». Y opina esto de la FNAC, que siempre ha manifestado una vocación cultural, cosa que jamás ha preocupado, lógicamente, a las grandes superficies.Como se ve, la epidemia de la canalización está internacionalizada.

P ARADOJAS ESPAÑOLAS

Volviendo a nuestro país, el estudioso Germán Gullón ha publicado un estudiocon un título que es en sí mismo un diagnóstico, Los mercaderes en el templo de la literatura , en el que lleva a cabo una crítica de todos los agentes del sistema: editores, autores, críticos, profesores, etcétera. En una reseña en «El Cultural», Darío Villanueva destaca la paradoja de que lo haya editado un sello de Random House Mondadori, siendo Random el protagonista, en su papel de malo de la película, del célebre La edición sin editores de André Schiffrin.

Otra paradoja: el beligerante escritor Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique , en el Forum de Barcelona clamaba por una «lucha a muerte» contra la globalización. Sus libros también los publican sellos de Random House Mondadori.

Turno de agentes literarios. Ahora la etiqueta literary fiction para una novela es idéntica a danger , peligro, abstenerse. Una dinámica agente me comentaba hace poco: «Tendremos que replantearnos representar a autores literarios», los más castigados. Y otra me dijo con respecto al mundo editorial: «Antes las editoriales tenían su propia personalidad. Ahora la mayoría de los catálogos tienden a igualarse, a confundirse». Es decir, se igualan por la mínima resistencia al mercado. Pero ya había advertido Mario Muchnik en su libro Lo peor no son los autores que lo peor son los editores. Y en efecto, cumplen con su papel de aceleradores de la banalidad.

Otra paradoja que atañe a ciertos suplementos culturales. Germán Gullón mencionaba la proliferación de los números de homenaje, a menudo el recurso más perezoso. También la ausencia de una sección de cartas al director del suplemento, para un eficaz feedback de los lectores, y mencionabael caso de la New York Review of Books , al que podría añadirse el del Times Literary Supplement .

Respecto a las listas de libros más vendidos, a diferencia de épocas anteriores, la presencia de los best-sellers puros y duros es cada vez mayor. Por poner también un ejemplo de un suplemento reciente, ocho de las diez novelas más vendidas pertenecían al género del best-seller y la novela histórica. Las excepciones eran Saramago y la novela Mentira (Edhasa, 2004) de Enrique de Hériz, ganadora del Premi dels Llibreters y que éstos promocionan cada año con un éxito tan infalible como los responsables del premio Planeta.

En el caso de suplementos vinculados a grupos editoriales, parece de imposible solución una estricta neutralidad, no es concebible tanta virtud. De hecho, ningún editor se la exige, sólo se lamentan derrapajes demasiado vistosos.

Otra paradoja: aquellos periodistas culturales que se sienten fascinados por los best-sellers , las megafusiones y otros alardes de la cultura del espectáculo, y parecen vocacionalmente más inclinados hacia la sección de economía que a la de cultura.

Y una última paradoja: a menudo quienes más amargamente se quejan del mercado son escritores bendecidos por la crítica y con muchísimos lectores.

Un panorama cultural con dos posibles ejes de profundas consecuencias como son la degradación de la enseñanza y el embrutecimiento televisivo, y ya en el ámbito estrictamente de la lectura con dos síntomas alarmantes, los cuellos de botella en las librerías y en los suplementos literarios, a causa de la sobreproducción, que deja escasamente protegidos a cierto tipo de libros que precisan un tiempo y espacio más holgados para que pueda despegar el boca-oreja. Se ha repetido hasta la saciedad que, en los momentos actuales, Kafka, Proust o Joyce no encontrarían editor. Yo pienso que sí, como lo han encontrado Sebald o Coetzee, aunque me temo que el encuentro con los lectores sería aún más lento, y ya es decir, de lo que resultó en su tiempo.

En nuestro país, después de ocho años de gobierno de Aznar, se ha conjurado el peligro de la supresión del precio fijo del libro, que se intentó liquidar durante el primer gobierno del PP. Entonces todo el sector —editores, autores, libreros, distribuidores— se amotinó y tuvieron que plegar velas.

Desde luego, el precio fijo no es en sí mismo ninguna panacea, pero sirve al menos como un pequeño dique contra la banalización. Su desaparición, tal como se ha comprobado en otros países, sería un acelerador peligrosísimo.

Los primeros síntomas del nuevo Gobierno son esperanzadores. Así, su discurso de investidura, Zapatero lo cerró afirmando: «Mi Gobierno va a hacer de nuestra cultura la gran embajadora en el mundo». Los nombramientos de responsables culturales en televisión como Javier Rioyo (otros han sido más discutibles y discutidos), los propósitos respecto al IVA de los libros o la financiación del cine español, aunque problemáticos o actualmente inviables, reflejan un talante (por utilizar la famosa palabra) bien distinto.

Ha desaparecido la anterior aversión aznarista por el modelo francés, por la «excepción cultural», que, con los desajustes y errores propios de cualquier sistema en marcha, ha dado en el país vecino un balance bien positivo. Octavi Martí, en un artículo en El País , respondía al típico reproche de los liberales clásicos de propiciar así una cultura de paniaguados: «No les falta razón, pero el mercado como único criterio genera algo muy parecido, sólo que en vez de privilegiar a un botarate minoritario, privilegia a un botarate de masas». Margen de esperanza, pues, para el actual Gobierno, confianza en el aprendizaje, apoyo crítico y desde luego vigilancia activa.

P REDICCIONES Y ANTÍDOTOS . D EBORD Y C ALASSO

Después de esta minuciosa descripción de las reacciones más inmediatas, quisiera recurrir a dos autores, Guy Debord y Roberto Calasso, para ejemplificar las causas de la degradación actual, en un caso, y posibles antídotos en el otro.

El líder situacionista Debord y el gran editor Calasso, poco sospechoso de izquierdismo, son una improbable pareja de hecho (el hecho, únicamente, de estar yuxtapuestos en este texto).

En los años 60 aparecieron dos proféticos textos situacionistas: La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, y Sobre la miseria en el medio estudiantil . Años más tarde, en 1988, Debord remató la faena con Consideraciones sobre la sociedad del espectáculo, una edición que viene precedida por la siguiente cita del famosísimo tratado chino El arte de la guerra , de Sun Tzu: «Por muy críticas que sean la situación y las circunstancias en que os encontréis, no desesperéis. En las ocasiones en las que cabe temer de todo, es preciso no temer nada; cuando se está rodeado de todos los peligros, no hay que dejarse intimidar por ninguno, cuando se está sin ningún recurso, hay que contar con todos los recursos; cuando se ha sido sorprendido, hay que sorprender al enemigo».

Escribe Debord: «En 1967 demostré en un libro, La sociedad del espectáculo , lo que el espectáculo moderno era ya esencialmente: el dominio autocrático de la economía mercantil que había alcanzado un estatus de soberanía irresponsable y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan este dominio» (cursivas mías). «La vacua discusión sobre el espectáculo, es decir, sobre lo que hacen los propietarios del mundo, la organiza, pues, el espectáculo mismo : se insiste en los grandiosos medios del espectáculo, a fin de no decir nada de su grandioso uso. A menudo se prefiere hablar, más que de espectáculo, de “medios de comunicación”». (Una especie de servicio público de imparcial profesionalidad, o sea una falacia, ya que transmite órdenes.)

Y observa agudamente, ya entonces, un fenómeno que está adquiriendo cada vez mayor esplendor: «La posesión de un “estatus mediático” ha adquirido una importancia infinitamentes mayor que aquello que uno haya sido capaz de hacer realmente». Y también: «Aquello de lo que el espectáculo puede dejar de hablar durante tres días es como si no existiera. El espectáculo habla entonces de otra cosa, que, a partir de ahí, en resumidas cuentas, existe. Como se ve, las consecuencias prácticas son inmensas».

Y hay que recordar, ante el uso banalizado a troche y moche de la expresión «sociedad del espectáculo», la definición de Debord: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediada por imágenes» ( La sociedad del espectáculo ).

Quiero terminar rememorando a un gran editor que, en esos tiempos tempestuosos, guía su empresa con gran acierto y rigor: Roberto Calasso, al frente de Adelphi. Calasso titula una conferencia itinerante (que dio aquí mismo en Santander, en un curso sobre la edición que yo organicé, y al menos también en Moscú, aderezada allí con un muy pertinente color local) con un rótulo anómalo y desafiante: La edición como género literario . Empieza así: «Quería hablaros de una cosa que generalmente se da como sobreentendida, pero que luego resulta en absoluto obvia: el arte de publicar libros». El mensaje es claro: la edición como arte. Se interroga sobre lo que es ser una gran editorial y se remonta al fundacional Aldo Manuzio, en el Renacimiento italiano, el primero que concibió su obra como «forma», como si sus libros formaran una cadena y al final conformaran un único libro.

Luego, Calasso salta del Renacimiento italiano hasta principios del siglo XX , para poner otro ejemplo muy similar: el de Kurt Wolff, el descubridor simultáneo de Kafka, Martin Walser y Georg Trakl, entre otros.

Calasso insiste en la importancia y la capacidad de la «forma», de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran capítulos de un último libro. Y, con un cuidado «apasionado y obsesivo», de la presentación del libro, y también de cómo el libro puede ser vendido al mayor número de lectores. Arte, pues, y difusión del arte: rechazo de la ensimismada torre de marfil. Y Calasso imagina el arte de la edición como una forma de bricolage : un único texto formado no sólo por todos los libros publicados, sino también por sus elementos constitutivos: las ilustraciones, contraportadas y solapas, la publicidad, los libros impresos y vendidos, las diversas formas en que un mismo texto se ha presentado. Y decide que la edición es un género literario híbrido y relacionado con otros medios. Pero fundamentalmente es el mismo viejo juego de Aldo Manuzio, el encuentro con un manuscrito inesperado, elusivo y genial. Y acaba dirigiéndose a aquellos que intentan la aventura editorial en tiempos difíciles con esta frase: «Los tiempos siempre han sido difíciles». O dicho de otra manera: nadie nos obliga a ser editores, pero hay que intentar estar a la altura del reto.

Escribía Verdú en El estilo del mundo que estamos en la era del capitalismo de ficción, en el tiempo del «post», un extrasístole sin trascendencia para formar un espíritu del tiempo, con la cultura como parque temático. Nada que ver con el espíritu «anti», francotirador, de los años 60. ¿Es posible luchar contra el post? A su vez, José Antonio Marina, en su luminosa exposición de esta mañana, mencionaba dos conceptos clave: el monopolio compartido y el negocio posmoderno , una pinza peligrosísima.

Termino recordando que, pese a todo, aparecen nuevas editoriales y nuevas librerías, retadoramente culturales. Muñoz Molina evocaba hace poco a Claudio Magris quien, de forma ejemplar, ponía «el centro de gravedad en la responsabilidad personal y en el trabajo bien hecho. Hay una moral que es la moral del trabajo, y creo que hay que empezar por ahí. Que cada uno haga su trabajo lo mejor que pueda».

Esos nuevos editores y libreros, ¿son fuegos fatuos?, ¿signos de un mundo nuevo que, como decía Jean Daniel, no ha empezado todavía?, ¿señales de humo, pues, que nos alertan? En todo caso, se postulan como voluntariosos profesionales de la cultura, a quienes horroriza, como a mí mismo, sumarse al coro pusilánime de la cultura de la queja.

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